ÉPOCA SEGUNDA.




DESDE LOS REYES CATÓLICOS HASTA D. FELIPE V.

( 1474 Á 1700 ).

CAPITULO PRIMERO.

      Circunstancias que hicieron recaer la Corona de Aragón en D. Fernando V.— Dificultades que se opusieron á que doña Isabel I heredase el trono de Castilla.— Casamiento de D. Fernando y de doña Isabel.— Muerte de Enrique IV.— Unión de las coronas de Aragón y Castilla.— Guerra de sucesión.— Batalla de Toro.— Lastimoso estado de la monarquía castellana en los últimos años del reinado de D. Enrique IV y en los dos primeros del de los Reyes Católicos.— Retrato de estos dos monarcas.

      Fieles al plan que nos hemos propuesto al principiar esta obra, de dar á conocer el origen y las vicisitudes de las instituciones de seguridad pública, explicando las causas de su establecimiento y desarrollo y la influencia que han ejercido en los acontecimientos sociales, al escribir la presente época, en que la Santa Hermandad llegó á su apogeo, siendo el verdadero elemento de fuerza en que los Reyes Católicos se apoyaron para restablecer el orden en la nación, limpiar los campos y caminos de bandidos, y llevar á cabo y hacer respetar las grandes reformas que desde el principio de su reinado plantearon á favor de los pueblos, debemos decir algunas palabras acerca de los puntos que abraza el sumario de este capítulo, como introducción y explicación de los hechos que en los sucesivos vamos á narrar.
      A D. Fernando el de Antequera, primero de los Reyes de éste nombre en Aragón, sucedió su hijo D. Alfonso V, el cual prefiriendo el reino de Nápoles que había conquistado, dejó á su hermano D. Juan el que había heredado de su padre. D. Juan II de Aragón, guerrero valeroso y político consumado, casó primero con Blanca, hija de D. Carlos III de Navarra. De este matrimonio tuvo tres hijos, D. Carlos, Príncipe de Viana, doña Blanca, la virtuosa y repudiada esposa de D. Enrique IV de Castilla, y doña Leonor que contrajo matrimonio con Gastón, conde de Foix. Por muerte de doña Blanca debía heredar la corona de Navarra su hijo el Príncipe de Viana, según lo concertado en los capítulos matrimoniales, y esta circunstancia que contrariaba altamente las miras políticas de su ambicioso padre, y el matrimonio que éste contrajo en el año de 1447 con doña Juana Enriquez, de la sangre real é hija de D. Federico Enriquez, Almirante de Castilla; mujer de astucia consumada, de genio intrépido y desmedida ambición, fueron causa de crímenes espantosos en aquella real familia, y de los disturbios y sangrientas guerras que agitaron á la monarquía aragonesa en los años inmediatos anteriores á su incorporación á la corona de Castilla.
      En efecto, habiendo nacido del segundo matrimonio del Rey de Aragón el Príncipe D. Fernando, su madre doña Juana Enríquez, deseosa de verle heredero del trono, valiéndose del ascendente que gozaba por su juventud é ingenio sobre su anciano marido, promovió contra su entenado, el noble, virtuoso é ilustrado Príncipe de Viana y su simpática hermana doña Blanca la más cruel persecución, cuyo término fué la muerte por envenenamiento de los dos Príncipes. Estos tristes sucesos sublevaron el ánimo de los catalanes, que se levantaron en armas, negando la obediencia al Monarca Aragonés, declarándolo á sí, como á su hijo Fernando, enemigos de la República; y á consecuencia de esta resolución suscitase una guerra sangrienta entre Francia y Aragón, que no terminó hasta el año de 1475, con pérdida para España del Rosellón y el condado de Cerdania. Sin embargo, este cúmulo de males y de crímenes, que ningún historiador de conciencia debe disculpar, dio el resultado importante de asegurar á D. Fernando la herencia de Aragón, Cataluña y Navarra.
      Luego que murió D. Juan II de Castilla, su viuda doña Isabel de Portugal se retiró á la pequeña villa de Arévalo con su hija la Infanta doña Isabel, niña á la sazón de cuatro años. Allí, en aquella soledad, lejos del bullicio, de la falsedad y de la adulación de la corrompida corte de su hermano, fué creciendo la ilustre niña, desarrollándose las gracias naturales de su persona; al mismo tiempo que su alma y sus talentos, bajo la dirección de su virtuosa v prudente madre, fueron engrandeciéndose con la enseñanza de las máximas de la piedad más sublime, y de una profunda devoción religiosa, que tanta fortaleza prestaron á su espíritu, y de que dio innumerables pruebas en su edad madura. Con motivo del nacimiento de la supuesta hija de D. Enrique, doña Juana la Beltraneja, hizo el Rey que viniesen á la Corte sus hermanos D. Alfonso y doña Isabel, para desalentar con su presencia á los que tratasen de formar bandos contrarios á los intereses de la recién nacida. Ya hemos visto en el capítulo anterior que esta medida del Monarca no surtió los efectos que se proponía; antes por el contrario dio á conocer los sublimes tesoros de prudencia, de saber y de virtud que encerraba el alma pura de la tierna Isabel: en aquella morada del placer, dice un ilustre escritor de nuestra época, rodeada de todas las seducciones que más deslumbran á la juventud, no olvidó las primeras máximas en que se había imbuido, y la intachable pureza de su conducta brillaba con nuevo esplendor entre las escenas de licencia y perversidad que por do quiera se presentaban á su vista (1).
      Las circunstancias personales de doña Isabel y su proximidad al trono de Castilla, atrajeron muchos pretendientes á su mano. El primero que la solicitó fué el Príncipe D. Fernando, destinado por la fortuna á ser su esposo después de vencer numerosas contrariedades. El segundo fué el desgraciado Príncipe de Viana, y muerto éste, D. Enrique la prometió á su cuñado don Alfonso, Rey de Portugal; pero doña Isabel aunque sólo tenía quince años, se negó á este enlace, apoyándose con la discreción y talento que desde su niñez la distinguiera, en la razón legal de que las Infantas de Castilla no podían contraer matrimonio sin el consentimiento de los nobles del Reino; y ni súplicas ni amenazas fueron bastantes para hacerla acceder.
      El pretendiente á la mano de doña Isabel, más temible para D. Enrique IV y para su Consejero el marqués de Villena, el astuto cortesano, promovedor de disturbios y que por sus tramas é intrigas sabía mantenerse en tan buen lugar en la Corte como entre los conjurados, era el Príncipe Aragonés. El Rey temía que casándose su hermana con este Príncipe, la hábil política de D. Juan II de Aragón, secundada en Castilla por su hijo D. Fernando y su consorte, perjudicaría notablemente a la infanta doña Juana; y el Marqués de Villena, si se entronizaba en Castilla la familia real de Aragón, recelaba perder sus pingües Estados, que en el reinado anterior habían pertenecido á un Príncipe de la misma rama; y así, el Rey y su Consejero todo se les volvía inventar planes que impidiera, aquella, para ellos, fatídica unión. El astuto cortesano, consecuente en estas miras, puso á prueba la firmeza de carácter de doña Isabel, suscitándole un terrible pretendiente. Éste era el gran Maestre de Calatrava, hombre feroz, turbulento y de conducta privada relajada y licenciosa; se le imputaban feos vicios y hasta fué acusado de haber profanado el retiro de la madre de doña Isabel con proposiciones altamente degradantes á su decoro; crimen que quedó impune por la falta de poder y debilidad de carácter del Rey de Castilla. Viendo doña Isabel el hombre tan inferior y tan indigno por sus cualidades que para marido le destinaban; penetrada de que iba á ser sacrificada á la política interesada de su hermano y de que para conseguirlo, se emplearía hasta de la violencia si sus enemigos lo creyesen necesario; llena de terribles ansias y sumida en el mayor desconsuelo, pasó todo un día y una noche encerrada, sin tomar alimento ni dormir, pidiendo á Dios fervorosamente la librase de aquel terrible trance por su propia muerte ó la de su enemigo; y lamentándose un día de su dura suerte con su fiel amiga la célebre doña Beatriz de Bobadilla, después marquesa de Moya, esta hembra esforzada llena de indignación exclamó sacando un pequeño y agudo puñal que llevaba oculto en el seno: Tranquilizaos, Señora, ni Dios permitirá ese enlace, ni yo tampoco; juró solemnemente clavar aquel puñal en el corazón del Maestre en cuanto se presentase á su vista.
      En efecto, Dios no permitió que se efectuara aquel enlace. El gran Maestre, apenas recibió de Roma la dispensa de sus votos, renunció sus dignidades en la orden militar á que pertenecía y salió de su residencia de Almagro para Madrid, habiendo hecho para sus bodas preparativos tan suntuosos como el rango de su futura exigía; pero al segundo día de marcha se sintió acometido de una agudísima dolencia que á los cuatro días le privó de la vida en el pueblo de Villarrubia, donde se había detenido á descansar. Esta muerte tan imprevista y oportuna la atribuyen algunos autores á veneno que le fué propinado por los nobles envidiosos, sin que nadie se haya atrevido nunca á inculpar lo más mínimo por este suceso á la Reina doña Isabel I: ¡Tan pura fama gozaba ya en aquellos tiempos revueltos y corrompidos!
      Este suceso fué una tea que avivó las no apagadas llamas de la insurrección que había prendido en el Reino de Castilla, á nombre del Príncipe D. Alfonso. Doña Isabel, luego que los insurrectos se apoderaron de Segovia, después de la sangrienta batalla de Olmedo, se separó de su hermano D. Enrique y se puso bajo la protección de su hermano menor D. Alfonso; y habiendo muerto éste el día 5 de julio de 1468 en el pueblo de Cardeñosa, distante dos leguas de Avila, se retiró á un Monasterio de esta ciudad.
      Viéndose perdidos los insurrectos por la prematura muerte del Príncipe, volvieron sus ojos á doña Isabel. El Arzobispo de Toledo pasó á visitarla al convento de Avila, y á nombre de los confederados, después de pintarle con vivos colores el triste estado de la Monarquía castellana que se desmoronaba bajo la imbécil administración de D. Enrique, la ofreció el puesto que había dejarlo vacante D. Alfonso, suplicándola consintiera en ser proclamada Reina de Castilla. Doña Isabel, en cuyo elevado entendimiento, desde su edad más temprana se había grabado profundamente la idea del deber, rehusó sin vacilar tan seductores ofrecimientos y contestó al prelado, que mientras su hermano Enrique viviera, nadie tendría derecho á la Corona; que bastante tiempo había ya estado el país dividido bajo el mando de dos Monarcas rivales; y que la muerte de D. Alfonso debía quizás interpretarse como un indicio de que el cielo desaprobaba su causa. Al mismo tiempo se manifestó deseosa de ser la mediadora entre los dos partidos y de asentar entre ellos una reconciliación duradera; así como también de cooperar con todo su corazón, en unión con su hermano, á la reforma de los presentes abusos. Ni las súplicas del primado ni las gestiones de una diputación de Sevilla que vino á anunciarla que aquella ciudad había levantado pendones en su nombre proclamándola Soberana, pudieron quebrantar su firme resolución.
      Desconcertados los insurrectos por aquel acto de magnanimidad que de una Princesa tan joven no esperaban, se vieron en la necesidad de negociar un arreglo en los mejores términos posibles con D. Enrique. Las gestiones entabladas con dicho fin dieron por resultado una reconciliación basada en las siguientes condiciones: que el Rey concedería una amnistía general por todos los delitos pasados; que se divorciaría con la Reina por la relajada conducta que esta Señora observaba, y que la enviaría á Portugal; que se daría á doña Isabel el principado de Asturias, patrimonio que le correspondía por ser la inmediata sucesora del Trono, juntamente con una dotación fija correspondiente á su clase; que sería reconocida inmediatamente heredera de las coronas de Castilla y León; que se convocarían Cortes en el plazo de cuarenta días, para que sancionasen legalmente su título y para remediar los abusos del Gobierno; y finalmente, que la Princesa no sería obligada á contraer matrimonio contra su voluntad, ni ella lo contraería sin el consentimiento de su hermano. El Rey, deseoso de la tranquilidad á que siempre aspiraba, por su carácter blando y suave, accedió á todas las condiciones referidas, no obstante que algunas debieron parecerle bastante duras y hasta ofensivas á la dignidad de su persona; y para dar toda la solemnidad necesaria á este convenio, los dos hermanos tuvieron una entrevista, acompañados de un brillante séquito de nobles y caballeros, en Toros de Guisando, según los cronistas, ó en el Monasterio de Guisando en Castilla la Nueva, según otros historiadores posteriores de acreditada nombradía. El Monarca abrazó á su hermana con la mayor ternura, y acto continuo la reconoció solemnemente como su futura y legítima heredera. Los nobles allí reunidos prestaron el juramento de fidelidad y la besaron la mano en señal de pleito homenaje; las Cortes de Ocaña aprobaron después unánimemente estos preliminares, y doña Isabel fué anunciada al mundo como la legítima sucesora de los Tronos de Castilla y de León.
      Esta proclamación, si bien daba á doña Isabel un derecho real á la Corona de Castilla después de muerto su hermano, fué causa de nuevos obstáculos á su matrimonio con el Príncipe Aragonés. Como hemos dicho antes, los intereses particulares del marqués de Villena, y la política del Rey en favor de doña Juana, á la que siempre amó como hija, se oponían á este enlace, por lo cual no tardó D. Enrique en hacer traición á lo convenido en Guisando; y ahora, el astuto Rey de Francia Luis XI, viendo la preponderancia que en un breve plazo podría adquirir por aquel matrimonio su enemigo el Rey de Aragón, con quien á la sazón estaba en guerra, envió al Cardenal de Albi con solemne embajada á pedir la mano de doña Isabel para su hermano el Duque de Guiena. También aspiró entonces á la mano de la Princesa española, Ricardo, Duque de Glocester, hermano de Eduardo IV de Inglaterra, y el Rey de Portugal, secundado por el marqués de Villena, volvió á renovar sus pretensiones. Doña Isabel fué rehusando su mano á todos estos pretendientes; á los primeros con sumo tacto y prudencia y al último, el más antiguo y el más tenaz con resuelta negativa, lo cual irritó tanto á D. Enrique y á su consejero el de Villena, que la amenazaron con reducirla á prisión en el alcázar de Madrid.
      Estas amenaza no arredraron al bien templado ánimo de doña Isabel. Estaba íntimamente convencida que nada era más conveniente á la prosperidad de España en aquella época que la unión de las coronas de Castilla y de Aragón, porque únicamente así podría llevarse á feliz término la empresa gloriosa y cristiana de la reconquista, y aparte de estas consideraciones, no era insensible á los inspirados afectos de su corazón. Deseosa de tener una idea exacta de sus pretendientes, envió secretamente á las cortes de Francia y Aragón á su Capellán Alonso de Coca para que se informase de las cualidades personales del Duque de Guiena y del Príncipe D. Fernando; y el informe del Capellán fué de todo punto favorable al último. En dicho informe se representa al Duque de Guiena, como un Príncipe débil y afeminado, tan flaco de carnes que casi era deforme, y con ojos tan tiernos y enfermizos que le imposibilitaban para los ejercicios ordinarios de la caballería; y por el contrario, al Príncipe de Aragón como de gallardas y bien formadas proporciones, de gracioso continente, y con un espíritu muy dispuesto para toda cosa que quisiese hacer. En efecto, aparte de lo que la más sana política, el Príncipe D. Fernando era sin disputa superior á sus rivales por su mérito y personales atractivos; hallábase entonces á la flor de su juventud; distinguíase por la gentileza de su persona, y en las activas escenas en que desde su niñez se había visto obligado á tomar parte, había desplegado un valor caballeresco y una madurez de juicio muy superiores á sus cortos años. Por otra parte, toda Castilla aprobaba la preferencia de la Infanta hacia su primo el de Aragón, y este proyectado enlace gozaba de mucha popularidad, y era el anhelo de la opinión pública, contra la cual es en vano toda clase de resistencia. Los niños, fieles imitadores de cuanto ven, en cuyo espíritu infantil se graban profundamente las ideas que oyen explicar á sus padres, y que llenos de entusiasmo por lo que oyen decir que es y les parece bueno, sin conocer el temor, son los primeros en dar expansión á los afectos populares, recorrían las calles con banderas en que ostentaban las armas de Aragón, entonando cantares anunciando las futuras glorias de aquel feliz consorcio, y mortificando los oídos del Rey y de su ministro, reuniéndose delante de las puertas del palacio á recitar satíricas coplas en que comparaban los años del ya maduro Rey de Portugal con las juveniles gracias de Fernando. Pero á pesar de esta explosión de sentimientos populares, tal vez hubiese sucumbido la constancia de doña Isabel á la tenacidad é importunidades de sus enemigos, si el valeroso Arzobispo de Toledo, abrazando con toda la vehemencia de su carácter la causa de Aragón, no la hubiese sostenido en la lucha y dado aliento prometiéndola que, si se atrevían á violentar su inclinación con malos tratamientos, marcharía personalmente en su auxilio á la cabeza de fuerzas suficientes para vencer y anonadar á sus contrarios.
      Indignada doña Isabel por el opresivo tratamiento que recibía de su hermano y por la infracción de casi todos los artículos de la concordia celebrada en Guisando; y á más de esto, asediada continuamente por las instancias de sus más fieles servidores, y por las gestiones de un enviado aragonés; después de haber obtenido la aprobación de los nobles de su bando por la intervención del Arzobispo de Toledo y del Almirante de Castilla, D. Fadrique Enriquez, abuelo del Príncipe D. Fernando, personaje de alta importancia por su linaje y carácter; creyéndose con razón sobrada para no guardar fidelidad á un tratado que de hecho había sido burlado por la más elevada de las partes contratantes, despachó al Embajador de Aragón con respuesta favorable á las pretensiones de su Señor.
      El Rey de Aragón, que vio cumplidos los deseos de su sabia política, para dar más realce á su hijo á los ojos de su futura, con la aprobación de los brazos del reino, transfirió á su hijo el título de Rey de Sicilia, y le asoció al Gobierno, despachando inmediatamente un agente secreto provisto de cartas blancas firmadas por él y por su hijo, con facultades para llenarlas según lo aconsejase la prudencia, á fin de atraerse á su partido á cuantos tuvieran alguna influencia sobre el ánimo de doña Isabel; y el día 7 de enero del año 1469 firmó y juró D. Fernando, en Cervera, los capítulos matrimoniales. En ellos prometía respetar fielmente las leyes y usos de Castilla; fijar su residencia en este reino y no abandonarle sin consentimiento de su esposa; no enajenar ninguna propiedad de la Corona; no elegir á extranjeros para los cargos municipales, ni hacer nombramientos en la parte civil y militar, sin el consentimiento y aprobación de su esposa, dejando á ésta exclusivamente el derecho de hacer los nombramientos para los beneficios eclesiásticos; y por último, que todas las órdenes relativas á los negocios públicos irían firmadas por los dos consortes. Además, se obligó D. Fernando á continuar la guerra contra los moros, á respetar al Rey D. Enrique, á no molestar á los nobles en la posesión de sus dignidades y á no pedir la restitución de los dominios que su padre había poseído anteriormente en Castilla; y concluyó señalando á su futura una magnífica dote superior á las que generalmente se señalaban á las Reinas de Aragón. Tales eran las cláusulas este célebre tratado, que andando el tiempo había de producir inmensos beneficios á la nación española; en las cuales se deja ver la consumada prudencia y previsión de sus autores, pues al mismo tiempo que excogitaron los medios más adecuados para calmar todas las inquietudes y captarse la voluntad de los desafectos á dicha unión, tuvieron muy buen cuidado de no herir en lo mas mínimo al receloso espíritu de nacionalidad de los castellanos, dejando á doña Isabel todos los derechos esenciales á la Soberanía.
      Mientras se estipulaban estos tratos, aprovechando doña Isabel la ausencia de su hermano y del Marqués de Villena, que se hallaban en Andalucía, á fin de estar más lejos de su tiranía, dejó á los fieles vecinos de Ocaña, que tan ardientemente habían abrazado su causa amenazando más de una vez con sublevarse en su favor, y se retiró á Madrigal al amparo de su madre, á esperar el resultado de las negociaciones pendientes. Pero no pudo escoger peor asilo. En Madrigal estaba el Obispo de Burgos, sobrino del Marqués, el cual espiando de cerca las acciones de la Infanta, y habiendo sobornado á algunos de sus criados, supo con asombro lo adelantadas que estaban las negociaciones. Inmediatamente participo á su tío lo que ocurría. El marqués de Villena, alarmado con tales nuevas, volvió á recurrir á las medidas violentas y dio orden al Arzobispo de Sevilla para que con fuerzas suficientes se dirigiese á Madrigal á asegurar la persona de doña Isabel; y el Rey envió al mismo tiempo sus cartas á los vecinos del mismo pueblo amenazándoles con toda su indignación si intentaban favorecer á la Princesa. Asustados los honrados vecinos de Madrigal con tales amenazas, pusieron en conocimiento de doña Isabel el contenido de las cartas reales, aconsejándola se pusiese en salvo. Nunca se vio en trance más apurado esta excelsa Princesa: vendida por sus criados, abandonada hasta por aquellas amigas más íntimas como doña Beatriz de Bobadilla y doña María de la Torre, que huyeron espantadas á la inmediata villa de Coca, á no ser por su extremada serenidad, indudablemente hubiese sido víctima en esta ocasión de las asechanzas de sus enemigos. Sin conmoverse y con la firme resolución de que tantas pruebas dio en su glorioso reinado, avisó al Arzobispo de Toledo y al Almirante Enríquez. El Prelado, inmediatamente que recibió el aviso, con su decisión y actividad acostumbradas, reunió un cuerpo de caballería, y reforzado con las gentes del Almirante se puso en marcha para Madrigal donde tuvo la buena fortuna de llegar antes que las fuerzas enviadas por el Rey; doña Isabel recibió con la mayor alegría á sus amigos, y despidiéndose de su abatido guardián el Obispo de Burgos, fué conducida por su pequeño ejército en una especie de triunfo militar á la ciudad de Valladolid, cuyos habitantes la recibieron con las mayores muestras de regocijo y entusiasmo.
      Entretanto, Gutierre de Cárdenas, caballero descendiente de una antigua y noble familia de Castilla, hombre de gran sagacidad y mundo, introducido por el Arzobispo de Toledo al servicio de la Princesa, y que profesaba una grande adhesión á su Señora, y Alfonso de Palencia, uno de los cronistas de estos sucesos, fueron á Aragón á activar la venida de D. Fernando, á fin de que el matrimonio se verificase antes que volviesen de Andalucía el Rey y el marqués de Villena. Los enviados encontraron, primero, un grande obstáculo para los designios de doña Isabel al llegar á la villa de Osma, pues el Obispo de dicha diócesis y el Duque de Medinaceli, en cuya activa operación descansaban, habían sido ganados por el marqués de Villena, y ahora se oponían á la entrada del Príncipe D. Fernando en Castilla. Gutierre de Cárdenas y Alfonso de Palencia, apercibidos de tal novedad, disimularon el objeto de su viaje y prosiguieron su camino hasta Zaragoza, á donde llegaron en las circunstancias más críticas y peores. El Rey de Aragón se hallaba entonces en lo más recio de la guerra con los catalanes insurrectos, auxiliados y mandados por el Príncipe francés Juan de Anjou, á la sazón victorioso. El Tesoro de Aragón estaba completamente exhausto y las tropas reales mal pagadas, á punto de desbandarse. El anciano Rey, no sabiendo que determinación tomar en tan angustioso caso, pues, no teniendo dinero ni fuerzas disponibles para proteger la entrada de su hijo en Castilla, ó tenía que dejarle marchar solo corriendo tantos riesgos, ó abandonar el objeto constante de su política, cuando estaba á punto de verlo realizado, dejó la decisión de este negocio á Fernando y su Consejo.
      Después de muchos planes y meditaciones, se resolvió que el Príncipe marcharía por el camino real de Zaragoza acompañado solamente de seis caballeros disfrazados de mercaderes, mientras por otro punto se dirigiera otra partida con toda la ostentación y ruido de una embajada solemne del Rey de Aragón á Enrique IV, para distraer por aquella parte la atención de los castellanos del bando contrario á doña Isabel. El camino que el Príncipe tenía que recorrer para llegar á lugar seguro, aunque no era largo, estaba erizado de dificultades. Todas las entradas de Castilla estaban vigiladas por patrullas de caballería, y toda la línea de fronteras desde Almazán hasta Guadalajara se hallaba defendida por una serie de castillos puestos á cargo de la familia Mendoza, enemiga entonces de doña Isabel. El Príncipe y su pequeña comitiva caminaban de noche, disfrazado el Príncipe de criado, y en las posadas cuidaba las caballerías y servía la mesa á sus compañeros. De esta manera, y sin otro percance que el de haberse dejado el Príncipe olvidado en una posada el bolsillo del dinero, llegaron una noche transidos de frío y en hora bastante avanzada al lugar del Burgo de Osma, ocupado por el Conde de Treviño, partidario de doña Isabel con número considerable de gente armada. Al llamar á la puerta, un centinela les disparó una piedra desde las almenas, que pasando al Príncipe muy cerca de la cabeza, poco faltó para que acabara en tragedia aquel novelesco viaje; pero conocida su voz, al punto los clarines anunciaron su llegada, y fué recibido por el Conde y los suyos con las mayores muestras de alegría. Desde el Burgo de Osma hasta Dueñas, adonde llegó el 9 de octubre, fué escoltado por una comitiva numerosa y bien armada, difundiendo su llegada general contento en la pequeña Corte de doña Isabel en Valladolid. Doña Isabel inmediatamente escribió una carta al Rey su hermano avisándole la llegada del Príncipe, su proyectado enlace, poniéndole de manifiesto las ventajas políticas de semejante unión, dándole firmes seguridades de su leal sumisión y de la de su futuro, y pidiéndole su aprobación. El día 15 de octubre tuvieron una entrevista los novios, que duró dos horas, delante Arzobispo de Toledo y de muchos caballeros y damas, y el día 19 del mismo mes, por la mañana, se ofició públicamente el matrimonio, en el palacio de Juan de Virero, con toda solemnidad, siendo tal la penuria de los regios novios, que fué necesario tomar dinero prestado para los gastos de la boda. ¡Tales fueron las humildes circunstancias, dice un escritor de nuestra época, que rodearon el principio de una unión destinada á abrir el camino para la mayor prosperidad y grandeza de la Monarquía española! — Doña Isabel y D. Fernando despacharon un mensaje al Rey de Castilla para noticiarle lo hecho y pedirle su aprobación, repitiéndole las seguridades de su leal sumisión y remitiéndole copia de los capítulos matrimoniales para granjearse más su buen afecto; pero D. Enrique contestó con la mayor frialdad que hablaría de ello con sus Ministros. Esto ocurría al terminar el año de gracia de 1469.
      El matrimonio de D. Fernando y doña Isabel irritó sobremanera á dos encumbrados personajes, porque por él veían echados por tierra sus muy diferentes planes políticos. Eran estos personajes el citado marqués de Villena, á la sazón Gran Maestre de la Orden de Santiago y S.A. Luis XI, Rey de Francia. El Gran Maestre, como ahora le llamaremos, no encontró mejor medio para vengarse de sus enemigos que oponer las pretensiones de doña Juana á las de doña Isabel; y Luis XI, conociendo también que el mejor medio para evitar la unión de las Coronas de Castilla y Aragón era apoyar las pretensiones de la primera, volvió á enviar con solemne embajada al Cardenal de Albi á solicitar la mano de dicha Princesa para el Duque de Guiena, el pretendiente despreciado por doña Isabel. He aquí los políticos de distintas miras é intereses en la necesidad de valerse de un mismo medio. El primero obraba impulsado por la más baja pasión que el hombre puede abrigar en la carrera política, la de los mezquinos y personales intereses, y por satisfacerlos no vacilaba en envolver á su país en una guerra civil. El segundo como Monarca ambicioso que deseaba el engrandecimiento de su nación, siguiendo la tortuosa política de dañar á sus vecinos.
      A consecuencia de esto tuvo lugar una entrevista del Rey con los Embajadores franceses en una aldea del valle del Lozoya, en el mes de octubre de 1470. Allí se dio lectura de un manifiesto en que D. Enrique IV declaraba que su hermana había perdido todos los derechos que pudieran corresponderle por el tratado de Guisando, y acto continuo se procedió á jurar de nuevo heredera del Trono de Castilla á doña Juana, niña entonces de nueve años, concluyendo la ceremonia con los desposorios de esta Princesa con el Conde de Boulogne, en representación del Duque de Guiena; y todos los nobles allí presentes, olvidando los compromisos contraídos con doña Isabel, prestaron pleito de homenaje á doña Juana, jurándola fidelidad.
      Esta farsa no dejó de producir una influencia hasta cierto punto desfavorable á los intereses de D. Fernando y doña Isabel. Éstos continuaban en Dueñas con su pequeña Corte, pero reducidos á tal pobreza que apenas tenían para atender á los gastos más precisos de su mesa. Sin embargo, las provincias del Norte, Vizcaya y Guipúzcoa, se declararon abiertamente contra el francés. La provincia de Andalucía con la casa de Medina-Sidonia á su cabeza se conservaba inalterable en su lealtad á doña Isabel, y lo mismo el Arzobispo de Toledo, que era verdaderamente su principal apoyo, y quien con su carácter dominante y resuelto había desbaratado todos los planes del Gran Maestre de Santiago.
      Cuando la presencia de D. Fernando era más necesaria en Castilla para alentar el ánimo decaído de sus partidarios, fué llamado por su padre para que le auxiliara en la guerra tan empeñada que sostenía contra la Francia; y con permiso de su esposa voló al llamamiento de su padre, en cuya guerra conquistó inmarcesibles laureles. Entretanto parecía aclararse el porvenir de doña Isabel en Castilla. El Duque de Guiena, futuro esposo de su rival doña Juana, murió en Francia. Las dudas sobre el nacimiento de esta Princesa y la desastrosa guerra civil que amenaza en caso de sostener su sucesión, amedrentaba á muchos de sus partidarios. Por otra parte, el carácter de doña Isabel, su juiciosa conducta y el decoro que en su Corte se observaba y que tan fuertemente contrastaba con la corrupción y desgobierno de la de D. Enrique, contribuyeron poderosamente á dar fuerza á su causa. Los hombres pensadores no podían menos de conocer que al fin triunfaría sobre su rival, y así fueron acercándose á ella, contándose en este número D. Pedro González de Mendoza, Arzobispo de Sevilla, y Cardenal de España, prelado poderoso por su posición social y su familia, y hombre de eminentes cualidades por su inteligencia en los negocios de gobernación del Estado y su prudente discreción. También por este tiempo tuvo lugar una entrevista de D. Enrique y doña Isabel, en Segovia, por mediación del Alcaide de aquel alcázar, Andrés de Cabrera, marido de doña Beatriz de Bobadilla, en la cual se reconciliaron los dos hermanos, si bien esta reconciliación duró poco tiempo por las intrigas del Maestre de Santiago. El año de 1474 murió de una aguda enfermedad este terrible enemigo doña Isabel, y el 11 de diciembre del mismo año falleció D. Enrique, consunto, á impulsos del mal incurable que venía padeciendo de mucho tiempo atrás, y sin hacer testamento, no obstante que tuvo tiempo sobrado para sus últimas disposiciones.
      Muerto D. Enrique, el derecho de doña Isabel á sucederle en el Trono era indisputable. El Rey no había querido designar un sucesor, no obstante de haber sido ésta una cuestión que tantas agitaciones había causado en los últimos años de reinado; además, en aquellos tiempos, aunque tenían gran fuerza los testamentos de los Reyes no se consideraban estrictamente obligatorios, ni se respetaban cuando las Cortes los consideraban contrarios al interés público. Cierto es, que doña Juana había sido jurada inmediatamente después de su nacimiento heredera presunta de la Corona; pero después del convenio de Guisando, las Cortes anularon sus actos anteriores por razones que creyeron suficientes y juraron fidelidad á doña Isabel; y con tal resolución llevaron adelante este acuerdo, que, aunque repetidas veces trató D. Enrique de convocarlas para que volviesen á jurar á doña Juana, jamás pudo conseguirlo. Doña Isabel tenía, pues, para ascender al Trono, la fuerza del derecho y la fuerza de la opinión pública; y fué proclamada Reina de Castilla, con las solemnidades de costumbre, en Segovia, el día 13 de diciembre de 1474, acto que mereció la sanción de las Cortes reunidas en la misma ciudad en el mes de febrero siguiente.
      D. Fernando, que se hallaba en Aragón cuando ocurrió la muerte de D. Enrique, volvió inmediatamente á Castilla. La primera cuestión que se trató después de su llegada, fué la autoridad que debía ejercer en el Reino cada uno de los consortes; lo cual fué motivo de una disputa que pudo tener consecuencias muy desagradables, á no haber sido por la prudencia y tacto de doña Isabel. Los parientes de D. Fernando con el Almirante Enriquez á su cabeza, pretendían que la Corona de Castilla, y por consiguiente, la soberanía correspondía exclusivamente á D. Fernando por ser el varón más próximo descendiente de la casa de Trastamara; el paso que los amigos de doña Isabel sostenían que estos derechos pertenecían á ella únicamente como legítima heredera y propietaria del Reino. Sometida la decisión de este arduo negocio al juicio del Cardenal de España y del Arzobispo de Toledo, los dos prelados, después de un detenido examen, declararon: que las hembras no estaban excluidas en Castilla de la sucesión á la Corona, como en Aragón; que doña Isabel era la única heredera del reino de Castilla; y por consiguiente, que cualquiera que fuese la autoridad de D. Fernando, de su esposa solamente derivaba. Sentado este principio y sobre la base de los contratos matrimoniales, se hizo el arreglo siguiente: 1.° Todos los nombramientos para cargos municipales y beneficios eclesiásticos debían hacerse en nombre de ambos, con el parecer y consentimiento de la Reina; en nombre de ésta debían despacharse los nombramientos para oficios de la hacienda y las libranzas del Tesoro; y á ella sólo debían rendir homenaje los Alcaides de los castillos y plazas fuertes.— 2.° La justicia debía administrarse por ambos reunidos, cuando estuviesen en un mismo punto, y por cada uno de ellos independientemente cuando estuviesen separados; las ordenanzas y Cartas Reales habían de ir suscritas con las firmas de los dos; sus retratos debían estamparse en la moneda pública, y las armas de Castilla y Aragón en un mismo sello que debía ser común á entrambos.
      Parece que no satisfizo este arreglo á D. Fernando, porque investía á su consorte de los derechos más esenciales de la soberanía, y que amenazó con volverse á Aragón si no se concertaba otro que le fuese más favorable; pero doña Isabel, con las inspiraciones de su amante y generoso corazón, sin comprometer las prerrogativas de su Corona, logró calmar las inquietudes de su ofendido esposo, haciéndole presente que aquella división de poderes más que real era nominal; que sus intereses eran, indivisibles; su voluntad la suya; y sobre todo, que si se ponía en tela de juicio el derecho de sucesión en las hembras, vendría á ser en perjuicio de su hija, única descendencia que entonces tenían, á los cinco años de casados.
      Pero todavía tenían que luchar los jóvenes Monarcas con nuevas contrariedades. Aunque el pueblo y la parte principal de nobleza sostenían la causa de doña Isabel, sin embargo, algunos nobles de mucho valimiento por su riqueza y poder parecían resueltos á seguir la de su rival. Era el principal entre éstos el joven marqués de Villena, que aunque no tan idóneo como su padre para la intriga, era reputado por la mejor lanza del Reino, y sus inmensos Estados que se extendían desde Toledo hasta Murcia, le daban gran influencia en la parte meridional de Castilla la Nueva. A este potentado se unían el Duque de Arévalo con igual poder en la provincia de Extremadura; el joven marqués de Cádiz, el gran Maestre de Calatrava y el Arzobispo de Toledo.
      Este prelado ambicioso, á quien hemos visto con tanta eficacia y actividad sostener á doña Isabel y elevarla al Trono, en esta ocasión manchó su anterior conducta con la decepción más injusta, demostrando que al obrar antes como lo hiciera, no era por puro patriotismo ni por preparar á su patria mejores días; sino porque no contento con su elevadísima posición social, aspiraba todavía á ser el verdadero rey, teniendo sometidos á su capricho á los jóvenes Monarcas. D. Fernando y doña Isabel, agradecidos á sus servicios, le tenían las mayores deferencias y atenciones; pero notando poco después de haberse verificado su casamiento que el Prelado trataba de tenerlos en una continua tutela, doña Isabel no pudo menos de manifestar su disgusto por aquella conducta, y D. Fernando le hizo ver en cierta ocasión que á él no se le había de llevar en andadores como á tantos otros Soberanos de Castilla; y esto, unido al ascendiente que sobre los jóvenes Reyes iba tomando el Cardenal Mendoza, cuyos sabios consejos les fueron siempre tan útiles, no pudiendo sufrir semejante elevación en su rival, ahogando la voz de la razón y dando oídos solamente á las inspiraciones de su corazón corroído por la negra envidia, se retiró bruscamente á sus Estados. Ni los pasos más conciliadores por parte de la Reina, ni las afectuosas cartas del anciano Rey de Aragón fueron bastantes á hacerle volver á ocupar su puesto en la Corte. La misma Reina sabiendo que se hallaba en Alcalá de Henares, quiso ir en persona á visitarle y le dio aviso de su intención por medio de un mensajero; pero el orgulloso Prelado, lejos de aplacarse por tan distinguida y delicada atención contestó, que si la Reina entraba por una puerta él saldría por otra. El corazón del ambicioso con nada se satisface; cuanto más se le suplica más crece su orgullo, y solamente se apacigua cuando ve esclavizados y puestos á sus plantas á los demás. Esta turbulenta parcialidad incitó al Rey de Portugal á que entrase en Castilla á defender los pretendidos derechos de su sobrina doña Juana, y el Arzobispo de Toledo se unió á los revoltosos á la cabeza de quinientas lanzas, vanagloriándose de que él había hecho que Isabel dejase la rueca, y que muy pronto haría que volviese otra vez á tomarla.
      El resultado de todo esto fué una guerra desastrosa. Cuando el Rey de Portugal invadió á Castilla tan desprevenidos se hallaban doña Isabel y D. Fernando, que escasamente hubieran podido reunir quinientos caballos para salirle al encuentro; pero afortunadamente, el Rey de Portugal fué muy tardío en sus movimientos y aquella lentitud salvó á los Reyes de Castilla. Ambos fueron infatigables en sus esfuerzos. Doña Isabel, dicen los cronistas, que pasaba frecuentemente las noches en vela dictando órdenes á sus secretarios; personalmente visitó todas las ciudades fortificadas de más importancia, haciendo largas y fatigosas marchas á caballo, hallándose como estaba embarazada, de que le resultó tener un aborto; y tal fué la actividad que desplegaron ella y su marido, que á principios de julio de 1475, tenían ya un ejército de cuatro mil hombres de armas, ocho mil caballos ligeros y treinta mil peones, toda gente valiente aunque indiscriminada, sacada en su mayor parte de las montañosas provincias del Norte. Agotado el exiguo tesoro de D. Enrique, en el mes de agosto convocaron las Cortes en Medina del Campo, y como la nación á causa de la turbulencia de los últimos reinados había quedado reducida á la mayor pobreza, y no podía soportar nuevas exacciones, se propuso en ella un medio extraordinario para levantar los fondos necesarios, cual fué, el de que ingresase en las arcas del Tesoro la mitad de la plata que poseían las iglesias, cuyo importe había de ser redimido en tres años á razón de treinta cuentos de maravedís cada uno. Doña Isabel manifestaba repugnancia á esta medida, pero el clero que en general se había adherido á su causa, desvaneció sus escrúpulos, probándole con textos y argumentos sacados de la Sagrada Escritura, que era justa; dando así una prueba de la noble confianza que tenía de la buena fe de la Reina, la cual quedó plenamente justificada por la puntualidad con que verificó la redención.
      D. Fernando se puso á la cabeza de su ejército y emprendió la guerra contra los invasores y contra sus rebeldes vasallos, con resolución, actividad y denuedo. La Reina, no obstante la firmeza de su espíritu, se atribulaba y sufría las angustias más crueles al contemplar las alteraciones y escándalos en que el reino se hallaba sumido; «é como en su niñez había seydo huérfana, dice uno de sus cronistas (1), é criada en grandes necesidades, considerando los males que había visto en la división pasada, recelando mayores en la que veía presente, convertíase á Dios en oración, é los ojos é manos alzados al cielo, ansí decía: — Tú, Señor, que conoces el secreto de los corazones, sabes de mí que no por vía injusta, no por cautela ni tiranía, mas creyendo verdaderamente que de derecho me pertenecen estos reinos del Rey mi padre, he procurado de los haber, porque aquello que los Reyes mis progenitores ganaron con tanto derramamiento de sangre, no venga en generación ajena. A tí Señor, en cuyas manos es el derecho de los reinos, suplico humildemente que oigas agora la oración de tu sierva é muestres la verdad é manifiestes tu voluntad con tus obras maravillosas: porque si no tengo justicia, no haya lugar de pecar por ignorancia, é si la tengo, me des seso y esfuerzo para la alcanzar con el ayuda de tu brazo, porque con tu gracia pueda haber paz en estos reinos, que tantos males é destruiciones fasta aquí por esta causa han padecido.— Esto, añade el mismo cronista, oían decir á la Reina muchas veces en aquellos tiempo en público, y esto decía, que era su principal rogativa á Dios en secreto.»
      La suerte de aquella guerra, después de varios sucesos, quedó declarada en la batalla de Toro, á favor de las tropas victoriosas de D. Fernando, al comenzar el mes de marzo de 1476; y aunque la guerra no con esta victoria quedaba enteramente terminada, sin embargo, los Reyes con el predominio que sobre sus enemigos les había dado, se ocuparon inmediatamente sin desatenderla por eso, de reconstruir el ruinoso edificio de la pública administración, comenzando por plantear las reformas que más perentoriamente reclamaban las necesidades de los tiempos.
      Falta hacía á la pobre nación castellana que una mano poderosa é inteligente la levantase del oscuro abatimiento en que yacía. En el capítulo anterior hemos estampado un documento de sumo interés, que por sí sólo prueba la infinita suma de males que la mano omnipotente había descargado sobre este desgraciado país, tan favorecido por la naturaleza como desventurado por el demonio de la división que reina siempre entre sus hijos. La anarquía que á manera de incurable mal crónico había reinado en Castilla en todo el siglo XV, llegó al colmo del desenfreno y del escándalo en los cuatro últimos años del reinado de D. Enrique. Mientras la Corte se abandonaba á la corrupción y á los placeres más frívolos, la administración de justicia estaba completamente descuidada, y se cometían crímenes tan atroces y con tanta frecuencia, que amenazaban la ruina total de la sociedad. Al mismo tiempo las casas más poderosas de la nobleza, abusando de su inmenso poder, daban rienda suelta á sus enconados hereditarios rencores, convirtiendo en tristes desolados yermos los campos más feraces cubiertos de risueñas alquerías y en humeantes cenizas calles enteras de las más ricas y populosas ciudades. Las provincias de Andalucía fueron las que más sufrieron este azote terrible. Las antiguas querellas de Guzmanes y Ponces de León traían dividido todo su vasto territorio. El jefe de los primeros era el Duque de Medina-Sidonia, que en una ocasión se dirigió contra su adversario al frente de un ejército de veinte mil hombres, reduciendo á cenizas en Sevilla, en otra ocasión, nada menos que mil quinientas casas del bando contrario. El jefe de los Ponces era el Marqués de Cádiz; y ambos potentados, jóvenes y valientes á la sazón, se hacían una guerra terrible y sangrienta sin tregua ni piedad, si bien algunos años después, cuando llegaron á poseer con toda la fuerza de la virilidad toda la madurez del juicio, más afortunados que sus progenitores, estrecharon sus manos é ilustraron sus nombres peleando contra los infieles. Los labradores, despojados de sus cosechas y arrancados de sus campos en aquellos años de desventura, se daban á la holganza ó buscaban su subsistencia en el saqueo; habiendo producido este estado de cosas tal escasez en los años de 1472 y1473, que los artículos de primera necesidad sólo estaban al alcance de los más ricos; quedando á la muerte de D. Enrique despedazada la nación por los bandos, distribuidas sus rentas entre indignos parásitos, consentidas las mayores violaciones de la justicia, la fe pública escarnecida, en bancarrota el tesoro, convertida la Corte en burdel, y la conducta privada tan licenciosa y audaz que ni aún trataba de cubrirse con el velo de la hipocresía; y para coronar tan aflictivas circunstancias vino la guerra de sucesión á inaugurar el reinado de los dos jóvenes Príncipes, que nacidos para el mando y destinados por la Providencia á regenerar el pueblo más heroico, habían estado largos años contemplando en silencio tantos estragos y ruinas sin poder apagar aquellas llamas devoradoras, y sufriendo las más crueles angustias, como el inteligente, honrado y afanoso agricultor que, atado á una secular encina por una turba de insolentes bandidos, contempla indefenso la disolución de su rico y cultivado patrimonio.
      Para completar este bosquejo del estado del Reino, de las circunstancias en que entraron los Reyes Católicos y de su genio y carácter, antes de entrar á hablar de las reformas que emprendieron relativas al objeto de la presente obra, vamos á dar sus retratos trazados por la elegante pluma sus más exactos cronistas (1), que no dudamos será del agrado de nuestros lectores.
      Cuando se verificó el matrimonio de D. Fernando y doña Isabel tenía él diez y ocho años y ella diez y nueve, y cuando comenzaron á reinar veintitrés y veinticuatro años respectivamente. Hablando de D. Fernando dice el citado cronista:
      «Este Rey era home de mediana estatura, bien proporcionado en sus miembros, en las facciones de su rostro bien compuesto, los ojos rientes, los cabellos prietos é llanos, é hombre bien complisionado (complexionado). Tenía la fabla igual, ni presurosa ni mucho espaciosa. Era de buen entendimiento, é muy templado en su comer é beber, y en los movimiento de su persona: porque ni la ira ni el placer facía en él alteración. Cabalgaba muy bien á caballo, en silla de la guisa é de la jineta: justaba sueltamente é con tanta destreza, que ninguno en todos sus Reinos lo facía mejor. Era gran cazador de aves, é home de buen esfuerzo, é gran trabajador en las guerras. De su natural condición era inclinado á facer justicia, é también era piadoso, é compadecíase de los miserables que veía en alguna angustia. E había una gracia singular, que cualquier que con él fablase, luego le amaba é le deseaba servir, porque tenía la comunicación amigable. Era ansímesmo remitido á consejo, en especial de la Reina su mujer, porque conocía su gran suficiencia: desde su niñez fué criado en guerras, do pasó muchos trabajos é peligros de su persona. E porque todas sus rentas gastaba en las cosas de la guerra, y estaba en continuas necesidades, no podemos decir que era franco. Home era de verdad, como quiera que las necesidades grandes en que le pusieron las guerras, le fiacían algunas veces variar. Placíale jugar todos juegos, de pelota é axedrez é tablas, y en esto gastaba algun tiempo más lo que debía: é como quiera que amaba mucho á la Reina su mujer, pero dábase á otras mujeres. Era hombre muy tratable con todos, especialmente con sus servidores continuos.»
      «Esta Reina, dice el mismo cronista, pintando á doña Isabel, era de mediana estatura, bien compuesta en su persona y en la proporción de sus miembros, muy blanca é rubia: los ojos entre verdes é azules, el mirar gracioso é honesto, las facciones del rostro bien puestas, la cara muy fermosa é alegre. Era mesurada en la continencia é movimientos de su persona, no bebía vino: era muy buena mujer, é placíale tener cerca de sí mujeres ancianas que fuesen buenas é de linaje. Criaba en su palacio doncellas nobles, fijas de los Grandes de sus Reinos, lo que no leemos en Crónica que ficiese otro tanto otra Reina ninguna. Facía poner gran diligencia en la guarda dellas, é de las otras mujeres de su palacio: é dotábalas magníficamente é facía grandes mercedes para las casar bien. Aborrecía mucho las malas, era muy cortés en sus fablas. Guardaba tanto la continencia del rostro, que aún en los tiempos de sus partos encubría su sentimiento é forzábase á no mostrar ni decir la pena que en aquella llora sienten é muestran las mujeres. Amaba mucho al Rey su marido é celábalo fuera de toda medida. Era mujer muy aguda é discreta, lo cual vemos pocas ó raras veces concurrir en una persona; fablaba muy bien, y era de excelente ingenio, que en común de tantos é tan arduos negocios como tenía en la gobernación de sus Reinos, se dio al trabajo de aprender las letras latinas: é alcanzó en tiempo de un año saber en ellas tanto, que entendía cualquier fabla ó escritura latina. Era católica é devota facía limosnas secretas en lugares debidos, honraba las casas de oración, visitaba con voluntad los monasterios é casas de religión, en especial aquellas donde conocía que guardaban vida honesta, dotábalas magníficamente. Aborrecía extrañamente sortilegos é adivinos, é todas personas de semejantes artes é invenciones. Placíale la conversación de personas religiosas é de vida honesta, con las cuales muchas veces había sus consejos particulares: é como quier que oía el parecer de aquellos, é de los otros letrados que cerca della eran, pero por la mayor parte seguía las cosas por su arbitrio. Pareció ser bien afortunada en las cosas que comenzaba. Era muy inclinada á facer justicia, tanto que le era imputado seguir más la vía de rigor que de la piedad, y esto facía por remedios á la gran corrupción de crímenes que falló en el Reino cuando sucedió en él. Quería que sus cartas é mandamientos fuesen cumplidas con diligencia. Esta Reina fué la que extirpó é quitó la herejía que había en los Reinos de Castilla é de Aragón, de algunos cristianos de linaje de los judíos que tornaban á judaizar, é fizo que viviesen como buenos cristianos. En el proveer de las iglesias que vacaron en su tiempo ovo respeto tan recto, que pospuesta toda afición siempre suplicó al Papa por los hombres generosos é grandes letrados é de vida honesta: lo que no se ve que con tanta diligencia oviese guardado ningún Rey de los pasados. Honraba los Perlados é Grandes de sus Reinos en las fablas y en los asientos, guardando á cada uno su preeminencia, según la calidad de su persona é dignidad. Era mujer de gran corazón, encubría la ira, é disimulábala: é por esto que della se conocía, ansí los Grandes del Reino como todos los otros temían de caer en su indignación. De su natural inclinación era verdadera, é quería mantener su palabra : como quiera que en los movimientos de las guerras é otros grandes fechos que en sus Reinos acaecieron en aquellos tiempos, é algunas mudanzas fechas por algunas personas, la ficieron algunas veces variar. Era muy trabajadora por su persona. Era firme en sus propósitos de los cuales se retraía con dificultad. Erale imputado que no era franca; porque no daba vasallos de su patrimonio á los que en aquellos tiempos la sirvieron. Verdad es que con tanta inteligencia guardaba lo de la corona real, que pocas mercedes de villas é tierras le vimos en nuestros tiempos facer, porque falló muchas dellas enajenadas. Pero cuán estrechamente se había en la conservación de las tierras, tan franca é liberal en la distribución de los gastos continuos é mercedes de grandes cuantías que facía. Decía ella que á los Reyes convenía conservar las tierras, porque enagenándolas perdían las rentas de que deben facer mercedes para ser amados, é disminuían su poder para ser temidos. Era mujer ceremoniosa en sus vestidos é arreos, y en el servicio de su persona: é quería servirse de homes grandes é nobles, é con grande acatamiento é humillación. No se lee de ningún Rey de los pasados, que tan grandes homes toviese por oficiales como tovo. E como quiera que por esta condición le era imputado algún vicio, diciendo tener pompa demasiada, pero entendemos que ninguna ceremonia en esta vida se puede facer tan por extremo á los Reyes, que mucho más no requiera el estado real.»
— Y añade el cronista: que á su solicitud se debió el emprender la guerra de Granada y á su constancia el haberla llevado á cabo.
      Tales eran los Reyes Católicos cuya memoria con razón nos envanece. La Providencia los trajo al mundo en tiempos calamitosos; y á través de mil contrariedades los elevó al solio español, para que infundiendo nueva savia en aquel gangrenado cuerpo social, regenerasen y transformasen en nación potente y temida la que antes ofreciera el espectáculo más triste de la desunión, del libertinaje y del robo; y para probar cuán grande es la misión de los Reyes en la tierra y cuán inmenso el poder que les ha confiado, pues sólo con mantener con firmeza y vigor el imperio de la justicia, y premiar con discreción el mérito y la virtud, como por medio de una vara mágica, en breves días acallan todas las ambiciones bastardas, sepultan en la oscuridad y en el descrédito los genios turbulentos y malévolos y cambian la faz de las naciones convirtiéndolas de infelices en venturosas.