CAPITULO II.

      Proyecto de reorganizar la Santa Hermandad.— Inconvenientes que ofrecía.— Junta de Procuradores verificada en la Villa de Dueñas con dicho objeto.— Elocuente discurso de D. Alfonso de Quintanilla, Contador mayor de cuentas de los Reyes Católicos.— Acuérdase la reorganización de la Santa Hermandad.— Petición presentada con dicho objeto por los Procuradores del Reino en las Cortes que se celebraron en Madrigal el mes de abril de 1476.— Ordenamiento hecho por los Reyes Católicos en dichas Cortes el 27 de abril de 1476 reorganizando la Santa Hermandad.— Ordenanzas hechas en el mismo año en las juntas de Cigales, Dueñas y Santa María de Nieva.— 0rdenanzas hechas en otras juntas en los años posteriores hasta el de 1486.— Pragmática expedida en Córdoba por los Reyes Católicos á 7 de Julio de 1486, mandando observar y guardar el Cuaderno de las Leyes Nuevas de la Hermandad, hechas en la junta general celebrada en la villa de Tordelaguna (Torrelaguna) en el mes de diciembre de 1485.

      Como queda expuesto en el capítulo anterior, pocos reinados nos presenta la Historia de la nación española de tan borrascoso comienzo como el de los Reyes Católicos. Cerca de un siglo hacía que en España reinaba la anarquía; y para colmo de males, la guerra de sucesión con el Rey de Portugal vino á remover completamente todos los malos gérmenes que encerraba aquella sociedad desmoralizada y á no dejar en ella la menor sombra de gobierno. Los Reyes Católicos harto hicieron con acudir con presteza y resolución á combatir el mal más grande y desastroso; pero entretanto los ciudadanos pacíficos y honrados gemían víctimas de la cruel tiranía de los perversos, que siempre en iguales ocasiones se desbordan en sus crímenes. Tal era el triste estado á que se hallaban reducidos los labradores y los ciudadanos industriosos, que de buena voluntad, como dice un cronista (1), querían contribuir con la mitad de sus bienes por tener en seguridad su persona y familia; «no eran señores de lo suyo, dice el mismo cronista, ni tenían recurso á ninguna persona, por los robos é fuerzas é de los otros males que padecían de los Alcaides de las fortalezas, é de los otros robadores é ladrones.» — La Santa Hermandad de los Reinos de Castilla y de León, que en el año de 1473 restableció D. Enrique IV dándola nuevas ordenanzas, quedó completamente disuelta y sin efecto; así es que todos los delitos contra la propiedad y la seguridad individual quedaban impunes. Los Reyes Católicos deseaban poner término á tantos males; pero enredados en la guerra no podían atender á la administración de justicia ni á plantear las reformas que anhelaban y que el estado de la nación requería. En los pueblos, para atender á la necesidad más indispensable de la vida social, que es la seguridad de las personas y haciendas, comenzó á echarse de menos las Hermandades y á indicarlas como el único y el más eficaz remedio contra los bandidos de todas clases que infectaban el Reino; pero querían que una persona de elevada categoría, influyente y llena de celo, promoviese su formación, y que se organizasen de una manera tan fuerte y robusta que extirpasen los males presentes sin correr el riesgo de sufrir la misma suerte que las anteriores.
      Habiendo llegado este deseo de los pueblos á noticia de don Alfonso de Quintanilla, caballero asturiano, Contador Mayor de Cuentas, personaje á quien los Reyes tenían en mucho aprecio por su talento y rectitud, y del eclesiástico D. Juan de Ortega, Provisor de Villafranca de Montes de Oca, Primer Sacristán del Rey, natural de la ciudad de Burgos, hablaron con el Rey y la Reina para saber si sería de su agrado que algunos pueblos se congregasen para hacer hermandad entre sí, en la cual se ordenasen algunas cosas para bien general de todo el Reino y para combatir los males que estaban presenciando. Los Reyes acogieron con entusiasmo este pensamiento y confiaron al celo y conocimientos de los dos caballeros citados el promover la reorganización de la Santa Hermandad. D. Alfonso de Quintanilla y D. Juan de Ortega, teniendo ya el beneplácito de los Reyes, pusieron manos á la obra con todo el celo, actividad y abnegación propias de buenos patricios que sólo anhelan el bien de sus conciudadanos, y sin cuidarse de los muchos peligros á que exponían sus personas al intentar semejantes gestiones; peligros muy grandes y muy verdaderos, sobre todo en aquellos tiempos tan revueltos, pues la Santa Hermandad era el enemigo capital de los criminales y de los nobles turbulentos que convertían sus fortalezas en cavernas de ladrones y daban en ellas seguro asilo vil á rufianes, asesinos, estafadores y prostitutas; y los unos y los otros no podrían menos de ver con ojeriza y encono aquellas gestiones y procurar deshacerse fácilmente, por medio de un alevoso asesinato, de los promovedores de aquella para ellos formidable y terrible institución, mucho más cuando estaban acostumbrados á la impunidad, y todavía los Reyes Católicos no habían podido dar pruebas de cuanta era su fuerza y su energía para administrar rectamente justicia, y para castigar á los criminales de cualesquiera clase y condición que fueran.
      No obstante, sin arredrarles los indicados peligros, como verdaderos amantes de su patria y fieles servidores de sus Reyes, inmediatamente hablaron con las personas más influyentes de las ciudades y villas principales, como Burgos, Palencia, Medina, Olmedo, Avila, Segovia, Salamanca, Zamora y otras muchas, haciéndoles ver los males y daños que sufrían, los cuales irían en aumento si con tiempo no se remediaban. Dichas personas tuvieron sus juntas en sus respectivos pueblos, y al fin acordaron, no sin vencer grandes dificultades, enviar sus Procuradores á la villa de Dueñas para tratar de asunto de tanta importancia. A esta Junta, que tuvo lugar á instancia de D. Alfonso de Quintanilla y del Provisor de Villafranca, acudieron en gran número todos los Procuradores de los pueblos que habían sido convocados. El día en que se verificó dicha Junta no lo citan los cronistas; pero no cabe duda que debió ser en los últimos días del mes de marzo ó primeros de abril de 1476, pues los Reyes Católicos, hasta después de la batalla de Toro, en que quedaron derrotados el Rey de Portugal y los Nobles castellanos que seguían su bando, no se ocuparon del gobierno interior de sus Reinos; la batalla de Toro tuvo lugar en los primeros días de dicho mes de marzo, y el 27 de abril siguiente dieron los Reyes el Ordenamiento aprobando las primeras Ordenanzas de la Santa Hermandad; luego como hemos dicho no cabe duda que debió verificarse esta célebre reunión de los Procuradores en el tiempo que hemos indicado, siendo de elogiar el extraordinario celo y actividad de los caballeros encargados de promoverla.
      Como acontece siempre en iguales casos, todos, como dice el cronista, hablaban y recontaban con las mayores angustias, los robos y males que sufrían, y cada cual daba su parecer distinto de los otros. No hay duda que la Santa Hermandad de Reinos de Castilla y de León, no obstante los buenos servicios que había prestado al país, tal como se había conocido hasta entonces, ofrecía muchos inconvenientes, hasta para los mismos pueblos, su reorganización. En primer lugar, no estando sus atribuciones y facultades jurisdiccionales bien determinadas y definidas pues los casos de Hermandad, la primera vez los vemos señalados es en las Ordenanzas de las Hermandades de las provincias Vascongadas, y en las Ordenanzas hechas en Villacastín el año de 1473, continuamente tenía que sostener competencias con las justicias ordinarias; teniendo además fines políticos, sus Alcaldes y Procuradores se mezclaban con harta frecuencia en los negocios públicos y por lo tanto, la institución se veía sometida á seguir la suerte y las vicisitudes de los partidos; la lucha constante y tenaz que sostenía contra los Señores y Alcaides de las fortalezas pana la extracción de los malhechores ó para reprimir sus desmanes y atropellos, era causa de sangrientas represalias, en que los pueblos, constituidos en Hermandad, sufrían muchas vejaciones; y cuando no contaban con un apoyo eficaz por parte de los Reyes, ó cuando éstos eran de carácter débil como D. Juan II y D. Enrique IV, juguetes de las banderías y de los nobles de su Reino, se veía la institución abandonada, y con obstáculos insuperables en el desempeño de su principal misión, que era la seguridad individual y el amparo de la propiedad; y por último como tampoco estaba bien determinada la fuerza armada que debía mantener, ni establecido un orden regular para recaudar los fondos necesarios para sus gastos y sostenimiento, las Juntas de la Santa Hermandad, á veces abusaban é imponían á los pueblos derramas cuantiosas, de cuya inversión, no siempre los Tesoreros daban sus cuentas con toda claridad; y en prueba de ello, el Ordenamiento hecho por D. Enrique IV en las Cortes celebradas en Ocaña á 10 de abril del año 1469 (1), existe una petición de los Procuradores del Reino, suplicando al Rey haga nombrar dos personas buenas y sin sospecha que tomen las cuentas al Tesorero de la Santa Hermandad, de las grandes cantidades que en sus arcas habían ingresado, y el Rey accedió á la petición encargando á su Consejo el nombramiento de dichas personas. ¿Qué más? Hasta la misma Santa Hermandad Vieja de Toledo, que no se mezclaba con las cuestiones políticas, que sólo atendía á la persecución y castigo de los malhechores en el territorio de su demarcación, y cuyos ballesteros eran los primeros en acudir siempre al llamamiento de la Corona, á causa de los privilegios de que gozaba, del impuesto que recaudaba de los ganados que pastaban y pasaban por los montes de su distrito, por no tener sus facultades jurisdiccionales bien deslindadas y marcadas, no obstante sus muy apreciables servicios, continuamente encontraba obstáculos, bien en la justicia ordinaria, bien en los señores feudales y Alcaides de las fortalezas que se oponían á la extradición de malhechores, y hasta en el mismo Consejo Real; y en prueba de ello, véase por la curiosísima carta, que insertamos en la adjunta nota (2), notable por su estilo correcto y elevado al par que familiar, y el desenfado con que está escrita, cuantos pasos, voces, razones y porfías con derecho, costó al Procurador de dicha Hermandad, Ferrand Alfon, el conseguir la confirmación de sus privilegios, durante la menor edad de D. Juan II; privilegios que habían sido cercenados por D. Enrique III y que nos encontramos confirmados por D. Enrique IV.
      No es extraño, pues, que teniendo en cuenta todos estos antecedentes los Procuradores congregados, estuviesen divididos en sus opiniones, y no prestasen fácilmente su asentimiento á la reorganización de la Santa Hermandad. Viendo esto don Alfonso de Quintanilla, y que después de tantos afanes y diligencias no se iba á conseguir el reorganizar la única institución que entonces podía salvar la propiedad y la vida de los ciudadanos, tomó la palabra y dirigió á aquella Asamblea el siguiente elocuentísimo discurso, en el cual se satisfacen todas las exigencias y objeciones de los recelosos Procuradores.
      «No sé yo señores, cómo se puede morar tierra, que su destruición propia no siente, é donde los moradores della di venidos á tan extremo infortunio, que han perdido ya la defensa que aun á los animales brutos es otorgada. No nos debemos quexar por cierto señores de los tiranos, mas quexémonos de nuestro gran sufrimiento: ni nos quexemos de los robadores, mas acusemos nuestra discordia, é nuestro malo é poco consejo, que los ha criado, é de pequeño número ha fecho grande; que sin dubda, si buen consejo tuviésemos, ni oviera tantos malos, ni sufriérades tantos males. É lo mas grave que yo siento es que aquella libertad que natura nos dio, é nuestros primeros ganaron con buen esfuerzo, nosotros la habemos perdido con cobardía é caimiento, sometiéndonos á los tiranos. De los cuales si no nos libertamos, ¿quién podrá excusar que no crezca mas la subjeción de los buenos y el poder de los malos que ayer eran servidores, é hoy los vemos señores porque tomaron oficio de robar? No heredastes por cierto señores esta subjeción que padecéis, de vuestros antecesores: los cuales como quiera que fuesen pequeño número en aquella tierra de las Asturias, do yo soy natural, pero con deseo de libertad, como varones ganaron la mayor parte de las Españas que ocupaban los Moros enemigos de nuestra santa fe: é sacudieron de sí el yugo de servidumbre que tenían. Ni menos tomamos doctrina de aquellos buenos Castellanos, que ficieron la estatua del Conde Fernán González su señor, que estaba preso en el Reyno de Navarra, é siguiendo aquella figura de piedra, ganaron libertad para él é para ellos. Ni menos la tomamos de otros notables varones, cuya memoria es inmortal en las tierras, porque ganaron libertad para sí é para sus reynos é provincias: los cuales ovieron gloria por ser libres, é nosotros habemos pena por ser subjetos. Muchas veces veo, que algunos sufren con poca paciencia el yugo suave, que por ley é por razón debemos al cetro real é nos agraviamos é gastamos: é aún trabajando buscamos forma por nos libertar del: ¿é desta otra subjeción, que pecamos en sofrir, por ser contra toda ley divina é humana, no trabajaremos é gastaremos por nos libertar? No puedo yo señores por cierto entender cómo pueda ser que la nación castellana, que nunca buenamente sufrió imperio de gente extraña, agora por falta de buen consejo sufra cruel señorío de la suya, é de los malos é perversos della. No tengamos por Dios señores, nuestro entendimiento tan amortiguando: ni se refrie en nosotros tanto la caridad é se olvide el amor de nuestras cosas propias, que no sintamos el perdimiento nuestro é dellas: é remediemos luego los males que vienen de los homes, antes que vengan los que no pueden venir de Dios. El cual también da pena al que deja de facer obra buena, como al que la lace mala, é tan bien da punición á los buenos como á los malos, á los malos porque son malos é á los buenos, aunque buenos, porque consienten los malos é podiéndolos castigar, dexan crecer sus pecados, dellos por negligencia, dellos por poca osadía, é algunos por ganar ó por no perder ni gastar, otros por querer complacer, ó por no desplacer á los malos, o por otros respetos ajenos mucho de aquello que home bueno é recto es obligado de facer. Nosotros señores, visto lo que vedes, é considerando lo que cada uno de vosotros considera, nos movimos par servicio de Dios, é por el bien é libertad de la tierra, á procurar con vosotros, que esta congregación se ficiese, creyendo que este vuestro juntamiento no es de la calidad de otros, donde muchas veces acaece que el fin y en los caminos para el fin hay diversos consejos é opiniones contrarias: antes creemos que todos unánimes van á un fin, é también pensamos que os conformareis en tomar los caminos más ciertos para lo conseguir. E si esto de vosotros no conociésemos, vano sería por cierto nuestro trabajo, é muchas más inútil nuestra fabla. E por tanto no me detendré mucho en recontar los males que sofrimos é padecemos, porque cada uno de vosotros lo sabe é aún lo siente: pero brevemente diré el remedio que nos parece para ello.
      Siete cosas, honorables señores, á mi parecer se deben considerar en esta materia que tratamos. La primera, si es servicio de Dios, é del Rey é de la Reina nuestra Señora. La segunda, quién sois vosotros. La tercera, quién son aquellos con quién debatirnos. La cuarta, la calidad de la cosa sobre que debatimos. La quinta, en qué tierra es el debate. La sexta, que cosas son necesarias para aquello que queremos comenzar. La séptima é postrimera, que es el pro ó el daño que en el fin se nos puede seguir. Quanto á lo primero no es necesario mucha plática: porque manifiesto es el servicio grande que facemos á Dios é al Rey é á la Reina, si tomarnos consejo é ponemos en obra de castigar los tiranos, é dar paz al reino en general, é á cada uno en especial. Quanto á lo segundo menos fará larga fabla; porque sabido es que vosotros sois homes caballeros, é fijos-dalgo, cibdadanos é labradores deseosos de paz é sosiego del reino: é ansimesmo que sabéis seguir la guerra cuando conviene é procurar la paz cuando comple. Lo tercero, sabemos bien que debatimos con homes tiranos, ladrones é robadores, á quien su yerro mesmo face naturalmente cobardes. Vimos en el tiempo de las otras Hermandades pasadas, que uno dellos no parecía en el reino: é durarán fasta hoy en sus destierros; si nosotros duráramos en nuestras ordenanzas. Vimos ansimesmo, que el Rey é la Reina comenzando á facer justicia de algunos dellos en Segovia, luego que reinaron, cuántos dellos fuyeron, é cuanta paz é sosiego por aquella causa se siguió, la cual fasta hoy se continuará, si la división del Rey de Portugal no interviniera. Ansí que señores, por experiencia vemos, que nuestra quistión es con gente á quien su maldad face flacos é fuidores; los cuales no tienen más esencia ni resistencia, de cuanto vieren nestra paciencia é poca diligencia. La calidad de la cosa sobre que debatimos, que fué la cuarta parte de mi división, es sobre defensión de nuestras personas é de nuestras faciendas, é de nuestras vidas, é sobre nuestra libertad, que vemos perder é disminuir. Considerad agora señores, si son estas cosas de calidad, que deban ser remediadas. E lo mesmo considerad qué vida sería la nuestra, si no la remediásemos con gran parte de lo que tenemos, é si no con parte, con todo cuanto tenemos, porque seamos homes libres como lo debemos ser, é no subjetos como lo somos. La quinta es, saber en qué tierra debatirnos. A mí parece señores, que esta nuestra quistión no es la empresa de ultra mar, ni menos habemos de ir á conquistar provincias extrañas. La conquista que habemos de facer en nuestro Reino es, en nuestra tierra es, en nuestras cibdades é villas es, en estros campos es, en nuestras casas y heredamientos es, donde estando juntos é concertados, según espero que lo seréis, no digo yo á aquellos pocos é malos tiranos, mas á todo lo restante del mundo que viniese, podríades resistir é defender, é aún ofender. Porque como sabéis, gran diferencia hay de las fuerzas que defienden lo suyo, á las del ladrón que viene por lo ajeno. La sexta es, ver las cosas que para el remedio desta nuestra repuesta son necesarias. Las quales según pensamos son tres: la primera es el dinero: la segunda gente é capitanes: la tercera ordenanzas por donde nos gobernemos. E cuanto toca al dinero, según los clamores que á todos en general é á cada uno en especial vemos facer por los males que recibe, no creemos que haya personas que no dé la meytad de sus bienes, por tener la otra meytad é su persona é de sus fijos é parientes seguros: pues quanto más dará la pequeña é bien pequeña cantidad, que le podrá caber que se farán en los pueblos para esta facienda. La segunda es, haber gente é capitanes: é para haber esto, no habemos de ir fuera de nuestro Reino, porque dentro de él abundamos en asaz número de gente sabia en la guerra, é bien armada, tal é tanta que no es menester trabajo ni pensamiento para la haber. La tercera es, facer nuestras ordenanzas y estatutos, é penas según requiere á los delictos é crímenes que se cometieren. E para esto señores, tenéis la voluntad del Rey é de la Reina, que vos darán facultad é abtoridad para las facer, é poder para las executar, é tener vuestra jurisdición apartada de la ordinaria en los pueblos, de tal manera que no habréis estorvo ninguno de su jurisdición en lo que quisiéredes ordenar, ó salvar: ése darán ansimesmo todo el favor necesario, para que esto que con el ayuda de Dios queréis comenzar venga en efebo. Ansí que el mayor trabajo de esta nuestra obra es comenzarla: esto fecho, la mesma cosa abrirá los caminos para el fin que deseamos con el ayuda de Dios; en el qual, quanto mayor fé toviremos, tanto más acierto terneis el efecto de la justa petición que ficiéredes.
      Bien creo yo señores, que hay algunos á quien esto geles fará dificile, creyendo que no nos podremos juntar, é juntos no nos podremos concordar en los repartimientos de los dineros é otras cosas que son menester. E cerca desto, no parece que debe haber dificultad: porque todos sabemos, que la mayor parte del Reyno viene de voluntad en esta contribución, é que ningunos hay que la contradigan, é si los hay son bien pocos: los cuales veyéndose fuera del beneficio é utilidad, que de nuestra Hermandad se puede seguir, ¿quién dubda que no quieran ser comprehendidos en ella, por seguridad suya é de lo suyo? Otros algunos hay que dubdan en la constitución desta nuestra Hermandad, recelando ser cosa de comunes é de pueblos, do habrá diversas opiniones é voluntades: las quales podrían ser de tanta discordia, que lo derribasen é destruyesen, según se fizo en las otras Hermandades pasadas. De lo qual se siguiría quedar los pueblos é personas singulares, mucho más enemistados con los Alcaydes é tiranos é con los robadores, para nos poner en mayor subjeción de la que agora tenemos. E para sanear este recelo, son de notar dos cosas. La primera es, que si las otras Hermandades pasadas no permanecieron en su fuerza, aquello fué porque se entrometieron á entender en muchas cosas más de lo que les pertenecía: é nosotros á ningún caso otro habemos de facer Hermandad, salvo al que viéremos ser necesario para la seguridad de los caminos, é para resistir é castigar los robos é prisiones que se facen. La segunda es, que el Rey D. Enrique que las había de sostener é favorecer, éste las contradecía é repugnaba de tal manera, que las destruyó en poco tiempo: y esto tenernos agora por el contrario, porque el Rey é la Reyna nuestros señores mandan que estas Hermandades en sus Reynos se constituyan, é dan sus cartas para ello, é las quieren con gran voluntad favorecer, de manera que permanezcan, considerando el gran servicio de Dios é suyo, é la paz é sosiego que dellas en su Reyno se puede conseguir. E por tanto mi parecer sería, que luego debeis diputar entre vosotros caballeros é letrados, que vean los casos desta Hermandad que debemos facer, é quáles é quántos deben ser: é sobre ellos establezcan é instruyan las leyes é ordenanzas que entendieren, é con las penas que les pareciere. Ansímesmo se deben diputar entre vosotros personas que entiendan luego en el repartimiento del dinero, cómo é quánto se debe repartir, é qué personas lo deben pagar: é otrosí en la gente que se debe juntar, y en los Capitanes que se deben elegir, é quánto sueldo geles debe dar. Esto fecho, esperamos en Dios, que conseguiremos el fin de la seguridad que deseamos, que fué la séptima y última parte desta mi proposición
(1)
      Este discurso causó gran sensación en aquel auditorio compuesto de caballeros, letrados, ciudadanos y labradores, los cuales hicieron grandes elogios del orador por su elegancia en el decir, y mucho más por su intención y anhelo de buscar remedio á aquellos males.— «E todos unánimes, dice el citado cronista, despertando los ánimos que tenían caídos de los daños que recibían, dijeron, que era cosa justa é razonable que la tierra se remediase: é que se debía facer la Hermandad que decía, é repartir los dineros necesarios, é llamar la gente de armas, é facer todas aquellas cosas que aquel caballero había propuesto.» —Y se acordó presentar una petición á los Reyes, suplicándoles la reorganización de la Santa Hermandad, en las Cortes que iban á celebrarse en Madrigal.
      Las Cortes en la edad media, como es sabido de todos, se celebraban de muy distinta manera de como en el día funcionan los actuales cuerpos colegisladores. Cuando los Reyes las convocaban, se reunían los Procuradores de las ciudades y villas que tenían voto en Cortes, en el punto donde residían los Monarcas; discutían las cuestiones para que habían sido llamados, y formaban un cuaderno de peticiones que presentaban después al Rey, el cual, con audiencia de su Consejo, las aprobaba, modificaba ó desechaba, poniendo al pie de cada petición su aprobación ó censura, y después se promulgaban como leyes del Reino con el nombre de Ordenamientos.
      En el preámbulo del Ordenamiento hecho por los Reyes Católicos en las Cortes celebradas en Madrigal el mes de abril de 1476, dicen aquellos esclarecidos Monarcas, que conociendo la administración y ejecución de la justicia era lo que principalmente les estaba encomendado por Dios, habían deliberado al comenzar su reinado, ofrecerle las primicias de los frutos de su justicia, para lo cual habían procurado inquirir qué cosa era la que exigía en sus Reinos una reformación más necesaria y perentoria, para proveer sobre ella de manera que pudiesen dar á Dios buena cuenta de tan principal encargo y les sirviese de merecimiento, y á fin de llevar á cabo este pensamiento con el mejor acierto, habían mandado á las ciudades y villas que enviasen á la Corte sus Procuradores, á los cuales habían encargado que pensasen y viesen las cosas que eran más convenientes para reformar la administración de justicia y para la buena gobernación del Reino, y que sobre ello les presentasen sus peticiones, y que habiéndolo ejecutado así los Procuradores, con acuerdo de todos los Grandes, Prelados y Letrados del Consejo, se habían servido poner al pie de cada petición lo que querían que en adelante rigiese como ley en toda la Monarquía.
      La primera petición que presentaron los Procuradores fué la de la formación de las Hermandades. Dicha petición comienza con el siguiente preámbulo que pinta con cabal exactitud el estado de la nación en aquella época:
      «Muy excelentes Señores, á V.A., es notorio cuántos robos, é salteamientos, é muertes, é feridas, é presiones de hombres se hacen é se cometen cada día en estos nuestros Reinos en los caminos é yermos de ellos desde el tiempo que vuestra Real Señoría reina. A lo cual ha dado causa la entrada de vuestro adversario de Portugal en éstos vuestros Reinos, y el favor que algunos Caballeros vuestros, rebeldes é desleales, é enemigos de la patria le han dado. Cuyas gentes poniéndose en guarniciones hacen é cometen de cada día los dichos delitos, é otros grandes insultos é maleficios; é como quiera que somos ciertos que V.A., desea poner remedio en esto, é punir los malhechores; pero vemos que la guerra en que estáis metidos, é las necesidades que vos ocurren de proveer á los fechos de ellas, no vos dan lugar á ello, y porque vemos que vuestros Reinos con las tales cosas son maltratados, ovimos pensado en el remedio desto. E ovimos suplicado á vuestra Alteza que lo mandare proveer, é vuestra Real Señoría mandó á los del vuestro Consejo que platicasen con nosotros sobre la forma que se debía tener en remediar aquesto, á lo menos mientras duraban los dichos movimientos é guerras en estos Reinos, porque entre tanto la gente pacífica oviese seguridad para tratar é buscar su vida, é no fuesen así damnificados é robados; é entre los remedios que para esto se han pensado, paresciono ser el más cierto é más sin costa vuestra que para entretanto se ficiesen Hermandades en todos vuestros Reynos é cada cibdad é villa con su tierra entre sí, é las unas con las otras, é después unos partidos con otros en cierta forma, y de la qual vuestra Alteza mandó facer sus Ordenanzas. Por ende suplicamos las mande dar por ley para en todos vuestros Reinos para que hayan mayor fuerza é vigor.»
      A este preámbulo siguen las Ordenanzas hechas entonces por los Procuradores del Reino, que constan de once capítulos, las cuales fueron aprobadas por los Reyes y expidieron sus cartas con inserción de ellas, mandándolas observar en todo el Reino de Castilla.
      El contenido de los once capítulos de estas Ordenanzas es el siguiente:
      El capítulo I ordena y manda, que todas las provincias, merindades, valles, ciudades, villas y lugares del Reino, que aquellas Cartas fuesen notificadas y pregonadas, en el término de treinta días formasen la Hermandad; que las ciudades cabezas de partido de cada provincia después de haber formado la Hermandad correspondiente á su distrito, se juntasen formar así una sola Hermandad en la provincia; que en el mismo término de treinta días todos los pueblos fuesen á jurar la Hermandad á la cabeza del Arzobispado, Obispado, Arcedianazgo ó merindad á que perteneciese el Concejo á cuyo partido correspondían, y que en los diez días siguientes todas las ciudades, villas y lugares, cabezas de Arzobispados, Obispados y merindades, lo notificasen á las ciudades, villas y lugares cabezas sus comarcanos, de manera que todo el Reino de Castilla en un breve plazo, en el término de cuarenta días quedase organizado en una sola Hermandad, so pena de 2,000 maravedís, mitad para la Real Cámara y mitad para las costas de la Hermandad, á todos los que faltasen á algunas de estas prevenciones.
      El capítulo II determina y señala cuál era el objeto de la Hermandad y los delitos que debía perseguir, juzgar y castigar; es decir, señala de una manera fija y terminante los llamados casos de Hermandad, que son los siguientes: Salteamiento de caminos, robos de bienes muebles y semovientes, muertes y heridas, prisión de hombres hecha por propia autoridad, sin mandato Real ó providencia de Juez ó en virtud de carta patente; incendios de casas, viñas y mieses; cuyos delitos para ser declarados tales casos debían haber sido cometidos en campo yermo ó despoblado. En el mismo capítulo se reputan por yermos y despoblados para los efectos de la Hermandad los lugares no cercados de cincuenta vecinos abajo, y se prohibe también terminantemente que nadie haga uso para hacer ejecuciones de pagos ni tomar prendas de las Cartas dadas por el Rey D. Enrique IV ó libradas por sus Contadores mayores, pues muchas de dichas cartas andaban en poder de personas desconocidas, sospechosas y de mal vivir, que con el pretexto de tomar prendas y represalias en virtud y resguardados con tales privilegios, cometían en los caminos y yermos infinitos atropellos y robos, cobrando á unos lo que no debían y á otros lo que debían otros; y previniendo que los que contravinieren á este mandato fuesen tenidos por ladrones públicos y perseguidos y castigados como tales por la Hermandad.
      El capítulo III ordena la manera de perseguir y juzgar á los malhechores y delincuentes en los casos citados en el anterior. En cada pueblo de treinta vecinos abajo debía haber un Alcalde de Hermandad, y en los de treinta vecinos arriba dos Alcaldes, puestos por el Concejo y oficiales del mismo. En todas las ciudades, villas y lugares, según la importancia de la población, debía haber cierto número de Cuadrilleros nombrados con aprobación del Concejo. Los Cuadrilleros, luego que tenían noticia del crimen cometido, inmediatamente debían salir en persecución del malhechor, haciendo dar la voz de apellido y repicar las campanas por los lugares donde pasasen hasta haber andado cinco leguas, y entonces se volvían dejando el rastro á los otros Cuadrilleros; y así de lugar en lugar y de tierra en tierra, perseguían á los malhechores hasta capturarlos ó echarlos del Reino. Preso el delincuente debía ser llevado al lugar del término donde delinquió. Si este lugar era cabeza de partido, los Alcaldes de Hermandad del mismo podían juzgarlo y sentenciarlo; más si no lo era, entonces el Alcalde ó Alcaldes de dicho lugar debían en el término de tres días dar aviso á los Alcaldes del lugar cabeza de partido para que viniesen á conocer de la causa, y sentenciar juntamente con ellos al reo, y entretanto instruían el sumario. Si los Alcaldes del Concejo cabeza de aquel partido no venían en el término de tres días, si el lugar donde el reo estaba preso distaba cinco leguas ó menos de la cabeza del partido, sus Alcaldes podían juzgarlo y sentenciarlo; pero si distaba más de cinco leguas, no podían tomar semejante determinación sin oír antes al Concejo del mismo pueblo, ó sin la concurrencia de los Alcaldes del lugar más cercano que tuviese por lo menos cien vecinos. Los que quebrantaban esta ley incurrían en la pena de 2,000 maravedís por cada vez para las costas de la Hermandad.
      El capítulo IV manda á los Concejos, Oficiales y hombres buenos de todas las ciudades, villas y lugares del Reino, así de realengo como de señoríos, órdenes y behetrías, á los Alcaides y Tenientes de castillos y casas fuertes donde se entrasen los malhechores, á los Prelados y sus Caballeros, que cuando llegasen Alcaldes, Cuadrilleros ú otras personas á la voz de Hermandad en persecución de malhechores, inmediatamente los entregasen; que si no sabían dónde estaban, dejasen entrar en las ciudades villas y lugares á todos los que iban en su persecución, y en los castillos y casas fuertes á cuatro ó cinco de ellos, para que los buscasen y escudriñasen su paradero por cuantas vías quisieren y mejor pudieren, y luego que fuesen hallados los entregasen sin poner el menor obstáculo, so pena de incurrir en el desagrado de S.A., de pagar 10,000 maravedís para la Hermandad y hacerse reos de la misma pena que hubiera sufrido el malhechor, á haber sido entregado; la cual pena se daba por caso de Hermandad y era aplicada por los Alcaldes de la misma, y además debían pagar á la parte agraviada todos los daños y costas, y á la Hermandad todas las costas que hubiesen hecho en la persecución de los malhechores.
      Este capítulo, que era un ataque tremendo á los derechos feudales y señoriales, dio lugar á muchas y fuertes reclamaciones por parte de la nobleza, que se veía arrebatar por la Corona, auxiliada por el brazo popular, sus principales fueros, como verá en el capítulo siguiente de esta Historia.
      El capítulo V ordena que todas las ciudades, villas y lugares cabezas de partido, luego que tuviesen conocimiento de esta Carta, en los cinco primeros días siguientes hiciesen la elección y nombramientos de los dos Alcaldes de Hermandad que en cada uno de ellos había de haber; que uno fuese del estado de los caballeros y escuderos y el otro del estado de los ciudadanos y pecheros, cuidando que fuesen personas idóneas y competentes para dicho cargo, que desempeñasen dichos oficios por sí mismos, que se renovasen cada seis meses, que no tuviesen salario fijo, sino los honorarios que devengasen en el ejercicio su jurisdicción como los Alcaldes ordinarios, y que para distinguirse de éstos llevasen la vara teñida de verde en poblado; y que si no podían ponerse de acuerdo para la elección y nombramiento de dichos Alcaldes, lo hiciesen saber en el término de diez días para que fuesen nombrados por la Corona.
      El capítulo VI previene que nadie se niegue á vender á los viajeros los efectos que necesiten para su sustento y el de las caballerías que llevasen, y que si en algún pueblo se los negaban ó les pidieran precios muy excesivos, los tomasen por su propia autoridad, dando lo que fuese razón á sus dueños ó á cualesquiera otra persona del mismo lugar, si el vendedor no lo quería tomar.
      El capítulo VII ordena que los Cuadrilleros y demás personas dependientes en cada pueblo de los Alcaldes de Hermandad, obedezcan sus mandatos bajo las penas que los mismos Alcaldes les impusieren, las cuales podían éstos ejecutar en las personas y bienes de los desobedientes. Que si los Concejos ú otras personas no dependientes de los Alcaldes de Hermandad infringían las Ordenanzas de la misma, que fuesen ejecutados por los Alcaldes de Hermandad del pueblo que sobre aquel Concejo tuviese jurisdicción ordinaria; y que si dichos Alcaldes no tuvieran bastante poder ó fuesen negligentes para llevar á cabo la ejecución, que la Junta de la Hermandad de aquel partido ejecutase las penas.
      El capítulo VIII trata de la manera de juzgar á los malhechores. Los Alcaldes de Hermandad, recibida la querella ó procediendo de oficio, después de haberse informado del delito, si podían encontrar al malhechor debían prenderlo, é instruido el sumario y averiguada la verdad, con sencillez, de plano, sin estrépito, es decir, sin publicidad, y sin forma de juicio, lo sentenciaban y hacían ejecutar la pena. Si el delincuente no podía ser habido, lo emplazaban por tres pregones y término de nueve días; y si el último día no se había presentado, se daba la causa por concluida, condenándole en rebeldía, cuya pena se ejecutaba en cuanto fuese preso el delincuente é identificada su persona. Si el delincuente se presentaba alguna vez voluntariamente á la Justicia de la Hermandad, aunque estuviese condenado en rebeldía, se le oía y se variaba la pena ó se le absolvía si estaba inocente; pero antes de ser oído debía pagar las costas por no haberse presentado en el término del emplazamiento.
      El capítulo IX ordena que los condenados á muerte la sufra públicamente á saetazos en el campo, como se acostumbraba tiempo de las antiguas Hermandades.
      El capítulo X faculta á los Concejos de las cabezas de partido para que tengan en arca de la Hermandad, donde se custodien los fondos necesarios para los gastos de la misma, y para que dichos fondos los recauden por medio de sisas ó arbitrios sobre ciertas especies, ó repartimientos, ó bien los tornasen de los bienes de propios, ó de la manera que creyesen menos gravosa para los pueblos.
      Y el capítulo XI ordena que una vez al año se celebren Juntas en las cabezas de partido para ejecutar las penas y para entender y proveer acerca del gobierno de la Hermandad (1).
      Estos capítulos, en los cuales apenas está indicado el plan tan grande y de tan inmensas consecuencias que los Reyes concibieron al aceptar la idea de sus Consejeros Quintanilla y 0rtega, de restablecer la Santa Hermandad de los Reinos de Castilla y de León, demuestran la suma prudencia con que quisieron llevar á cabo su pensamiento, sondeando la opinión de los pueblos y halagándolos, para poder reorganizar de nuevo aquella formidable institución sobre bases más firmes, más anchas y estables que las que había tenido en tiempos anteriores, á fin de que fuese la salvaguardia de la sociedad y sirviese á los Reyes de una manera eficaz y permanente. Se ve por el contenido de los citados capítulos, que no teniendo todavía los Reyes Católicos y sus dos mencionados Consejeros una confianza completa en que los pueblos accedieran al restablecimiento de las Hermandades, ó tal vez que los Procuradores del Reino no quisieran echar desde luego sobre sí tan grave responsabilidad sin haber consultado antes la voluntad de sus representados de una manera que no diera lugar á dudas, que sólo se trató de ver cómo se recibía en todo el Reino la idea de las Hermandades, si los pueblos verdaderamente las deseaban y contribuirían de buen grado á su sostenimiento. Así en estas Ordenanzas que analizamos, primero se hace la pintura más triste del estado de pillaje y vandalismo en que estaba sumida la nación; y después de encomiar los eminentes servicios prestados por las antiguas Hermandades, se exige á los pueblos que inmediatamente se constituyan en Hermandad, desde la más miserable aldea hasta la cabeza de partido; desde la cabeza de partido con todos los pueblos de su jurisdicción hasta la capital de la provincia; y desde la provincia con todos los pueblos de su territorio á todo el Reino, uniendo así el elemento popular estrechamente en toda la Monarquía por medio de las leyes de la Hermandad, y haciendo de él un elemento de fuerza poderoso y resistente capaz de destruir en breve plazo y para no volver á renacer jamás, el horrible feudalismo con todos sus vicios, con todas sus vejaciones, con todas sus malas costumbres, con todas las cargas con que oprimía al pueblo, en una palabra, con toda su inmensa desmoralización, y á cortar de una vez y de un sólo golpe la cabeza de aquella hidra de la anarquía, que siempre inquieta, feroz y sediciosa, cuando no ponía el Trono al borde del abismo, saciaba su encono y su sed de sangre y de pillaje en eternas, hereditarias y destructoras luchas consigo misma.
      Como los pueblos son suspicaces y desconfiados de suyo, y tienen facilísima memoria para recordar á tiempo lo pasado, y no siempre el suficiente buen sentido para dar á las cosas su verdadero valor, á fin de que no viesen en la institución los mismos vicios de que antes adolecía, se marean en estas Ordenanzas los casos de Hermandad reducidos á los crímenes contra la propiedad y la seguridad individual perpetrados en caminos y despoblado; se obliga bajo penas severísimas á todos los Señores, Alcaides y Autoridades á franquear las puertas de las ciudades y fortalezas de su mando y jurisdicción á las Justicias de la Hermandad; se deja al arbitrio de los pueblos el excogitar los medios que les fuesen menos gravosos para suministrar los fondos necesarios, y sólo se habla de Alcaldes y Cuadrilleros, sin hacer, la menor indicación acerca de la fuerza imponente que constantemente había de tener sobre las armas, lo cual en aquella ocasión hubiese sido imprudente el indicarlo, porque los pueblos, temiendo y abultando en sus cálculos los crecidos impuestos tendrían que sufrir para su sostenimiento, se hubiesen negado á entrar en la Hermandad, y los nobles alarmados al ver levantarse contra ellos á título de proteger la seguridad pública un poder tan formidable, hubieran fomentado la repugnancia de los pueblos, los hubiesen amenazado con su furor si entraban en ella, y poniéndose en armas hubieran hecho fracasar el proyecto en sus principios y tal vez comprometido el trono de Castilla en aquellas circunstancias, en que no podía darse todavía por completamente vencido el partido que defendía las pretensiones del Rey de Portugal. No puede darse mayor cautela y prudencia que con la que procedieron los Reyes y sus Consejeros al formar en Madrigal las primeras leyes de la Santa Hermandad.
      Pero habiendo los pueblos correspondido casi en su totalidad al deseo de los Reyes, y constituida la Hermandad en todo Reino en el brevísimo plazo que se les había señalado, habiéndose comprometido en ella y jurado las primeras leyes, creyeron los Reyes poder dar un paso más en la reorganización de la institución tal como lo habían pensado, é hicieron que primeros días del mes de Junio del mismo año de 1476 se volviesen á reunir los Procuradores del Reino en la villa de Cigales, y bajo la dirección de los Consejeros Quintanilla y Ortega redactasen nuevo cuaderno de leyes, el cual consta de los siete capítulos, siguientes, en cuyo preámbulo se dice que son capítulos y apuntamientos muy necesarios y provechosos para la ejecución de las leyes primeras y para el sostenimiento y conservación de las Hermandades.
      El capítulo I de este segundo cuaderno ordena, que las ciudades, villas y lugares del Reino de Castilla estaban obligados á tener gente de á caballo para el servicio de la Hermandad, un jinete por cada cien vecinos y un hombre de armas por cada ciento cincuenta; de manera que del cupo total de hombres que correspondiese á cada pueblo, la tercera parte habían de ser hombres de armas (1), y las dos terceras partes restantes jinetes ó caballos ligeros. Cada pueblo debía costear el número de hombres que le tocase, y dar dicha fuerza bien aderezada á la Hermandad para los casos de Hermandad, y para cuando la Hermandad la pidiera y fuese necesario, y por todo el tiempo que fuere menester, so pena de que la Hermandad tomase doble número de gente á costa de los pueblos que no contribuyesen con sus cupos cuando ella ó sus Diputados los pidiesen.
      El capítulo II ordena á las ciudades, villas y lugares de la Hermandad que tengan dispuesta la fuerza de sus respectivos cupos para el día en que se iba á celebrar la Junta general, conminándolos con la misma pena que en el capítulo anterior.
      El capítulo III manda que el día 1.° del siguiente mes de julio se celebren Juntas en todas las cabezas ó capitales de provincia, á las cuales acudan Procuradores de los respectivos Concejos llevando una relación de los vecinos que tuvieren; y por el mismo capítulo se manda á los Concejos de las cabezas de provincia, requieran de nuevo por medio de las cartas Reales ó de traslados de las mismas, signados de Escribanos públicos, á todos los pueblos que todavía no hubiesen entrado en la Hermandad para que se incorporen á ella, y que lleven á la Junta general testimonios de los requerimientos que hubiesen hecho sobre este particular.
      El capítulo IV ordena que en el término de ocho días todas la ciudades, villas, lugares, valles y merindades juntos en sus Concejos, juren sobre una cruz y sobre el libro de los Santos Evangelios que ellos y cada uno de ellos ayudaran y favorecerán con todas sus fuerzas á la Hermandad para que vaya adelante y prevalezca; que cuanto vieren su provecho lo allegarán é su dapto lo arredarán, y que procurarán que las leyes y Ordenanzas de la misma se cumplan y ejecuten.
      El capítulo V, aclaratorio del capítulo de las leyes de Madrigal que habla de los robos, ordena, que cuando alguno comprase ganados, bestias ú otras cosas robadas del ladrón ó de otra persona, que los Alcaldes de Hermandad conozcan de la causa y procedan contra la tercera persona, si fueren requeridos para ello, dentro del término de dos meses á contar desde el día en que se verificó el robo, y en todo tiempo contra los ladrones y las personas que de ellos compraron los objetos robados, y que apliquen la pena á los delincuentes según la gravedad del delito.
      El capítulo VI manda que se haga el día 1.° de agosto de dicho año de 1476, Junta general en la villa de Dueñas, para ver las tierras y pueblos que habían entrado en la Hermandad, los que habían sido requeridos y no habían querido entrar en ella, y para tratar de dar forma y completar la organización de la institución; y que los pueblos que hubiesen entrado en la Hermandad enviasen sus Diputados á las Juntas generales que se acordase celebrar, so pena de 2,000 maravedís.
      Y el capítulo VII ordena, que todas las tierras, villas y Concejos que entrasen en la Hermandad, entren con la condición de que en el término de veinte días á contar desde el día en que hiciesen el juramento, habían de tener dispuestas las fuerzas de sus cupos, exceptuando á los Concejos de Asturias y á los de la merindad de la orilla izquierda del Ebro de contribuir con gente de á caballo, pero sí de á pie con toda la que pudiesen y bien armada y aderezada.
      Estas leyes fueron aprobadas por los Reyes Católicos en Valladolid el día 15 de junio de 1476, con las fórmulas entonces acostumbradas (1).
      Dadas estas importantísimas leyes, cuyo fin principal fué la de dotar á la Santa Hermandad de una fuerza armada, imponente y poderosa, según en ellas se dispone, se celebró la Junta general en la villa de Dueñas el día 1.° de agosto, y en ella se redactaron las Ordenanzas más importantes de todas las que se hicieron relativas á la Santa Hermandad en aquel año, cuyo contenido es el siguiente:
      Después de un brevísimo preámbulo en el que se dice que para que los capítulos y leyes que se hicieron en las Cortes de Madrigal no puedan recibir diversas interpretaciones, se fijen los casos con toda exactitud y puedan ser juzgados los malhechores, aunque sea por hombres sin letras, primeramente se dan las reglas siguientes para que se entiendan bien los casos de Hermandad:
      1.ª Acerca de los robos de bienes muebles y semovientes debía entenderse que eran delincuentes é incurrían en caso de Hermandad los que tenían los objetos robados en su poder, ó los que en ausencia de éstos los custodiaban. Si el valor del robo llega á 150 maravedís ó excedía de esta cantidad, debía imponerse al ladrón la pena de muerte; y si era menor, la pena de azotes ó de destierro, el cuádruplo de lo robado para la Hermandad y el duplo para la parte agraviada.
      2.ª Las muertes y heridas eran caso de Hermandad cuando cometiesen á traición, con alevosía y sobre asechanza con el fin de robar, aunque el robo quedase frustrado ó fuese de cantidad menor de 150 maravedís; en los demás casos estos delitos eran de competencia de la Justicia ordinaria.
      3.ª Los incendios de edificios, viñedos y mieses eran caso de Hermandad cuando se cometiesen á sabiendas y con el fin de hacer daño, pero no si acontecían de una manera fortuita.
      4.ª Los delitos comprendidos en los casos de Hermandad, cometidos en lugares no cercados que no tenían cerca ni puentes, cualesquiera que fuese el número de vecinos de dichos lugares, la Justicia de la Hermandad los juzgaba, si los criminales huían á despoblado; pero si los lugares estaban cercados, el juzgar dichos delitos era de la competencia de la Justicia ordinaria, aunque los mismos lugares tuviesen menos de cincuenta vecino y aunque los criminales huyesen después á despoblado.
      5.ª Esta regla previene á los Alcaldes de Hermandad que antes de sentenciar á un delincuente averigüen la verdad acerca de los autores y de la naturaleza del delito, y que si el reo merece la pena de muerte se la manden dar de saetas, y si no la mereciese, la que marquen las leyes y costumbres de la Hermandad.
      6.ª Esta regla ordena sean tenidos por casos de Hermandad y juzgados por la Justicia de esta institución, los raptos de mujeres casadas, doncellas y viudas, cometidos en yermo y despoblado.
      7.ª Esta regla hace una aclaración importantísima acerca del delito conocido en la edad media con el nombre de cárcel privada, ó sean las prisiones de hombres hechas violentamente por personas que no se hallaban revestidas de autoridad para ello; medio de que solían valerse los acreedores para cobrar sus deudas, y que daba lugar á muchos escándalos y daños. Por esta regla se ordena que las prisiones arbitrarias de hombres no sean caso de Hermandad, si el deudor, huyendo, por no pagar la deuda era cogido en la fuga por su acreedor, si bien éste estaba obligado en estos casos á entregar el deudor en el término de veinticuatro horas á la Justicia ordinaria; ó si la prisión era á causa de haber dado facultades para ello el deudor al acreedor por escritura pública.
      8.ª Esta regla determina que si en algunos lugares hubiese dificultades para suministrar á los viajeros víveres para ellos y las bestias que llevasen, que los Alcaldes de Hermandad viesen el modo de suministrárselos por su justo precio; y si en dichos lugares no había Alcaldes ni Oficiales de la Hermandad, que lo hiciesen los Alcaldes ordinarios, so pena de 10,000 maravedís para las costas y gastos de la Hermandad.
      9.ª Esta regla hace una aclaración importantísima acerca de las ejecuciones para la cobranza de las rentas de los juros reales. Por ella se ordena que en adelante sólo pudiese cartas ejecutorias para la cobranza de los maravedís de juros las Justicias ordinarias de las ciudades, villas y lugares sobre los cuales estuviesen impuestos los juros; los graduados en Leyes ó en Cánones, y los que poseyesen bienes raíces por valor de 100,000 maravedís, con tal que no fuesen Grandes ni caballeros, ni señores de vasallos; y para evitar toda sospecha, que estuviesen avecindados en la misma provincia donde habían de hacer los apremios; y que aquellos en quienes no concurriesen estas circunstancias, que en virtud de cualesquiera cartas se metiesen á hacer ejecuciones y á tomar prendas y represalias ó hacer prisiones para facilitar la cobranza de estas ó de otra clase de deudas, fuesen tenidos por ladrones públicos, incursos en caso de Hermandad y sujetos á la jurisdicción de la misma.
      A estas reglas sigue un capítulo cuyo fin es obligar á todos los pueblos y personas del Reino á entrar en la Hermandad. En él se dice, que siendo público y notorio de cuanta utilidad y provecho era la Hermandad, cuán apremiante la necesidad de organizarla y de que pudiese disponer de una fuerza numerosa de caballería para que la justicia del Reino fuese poderosa y respetada, los delincuentes castigados, y por el temor de las penas se evitasen otros muchos crímenes y delitos; y puesto que la utilidad y necesidad era universalmente de todos y todos participaban del bien y provecho que de la institución resultaba, muy justo era también que todos contribuyesen al sostenimiento de la misma; por lo cual se ordena y manda en este capítulo que todas las personas, vecinos y moradores de todas las ciudades, villas y lugares del Reino y Señoríos exentos y no exentos, de cualquier ley, estado, condición y preeminencia que fuesen, luego que sus provincias y lugares hubiesen entrado en la Hermandad, estuviesen obligados á contribuir con lo que les correspondiese para su sostenimiento, y que sin alegar excusa ni privilegio alguno, se pusiesen de acuerdo con los Concejos y pueblos donde viviesen para ayudar y sufrir las sisas, derramas, repartimientos de maravedís ó distribuciones que se acordasen para proveer á las necesidades y gastos de la Hermandad, y que los que hiciesen lo contrario ó se excusasen de contribuir al sostenimiento de la institución, pagasen 20,000 maravedís para el arca de la Hermandad de la provincia donde estuviesen avecindados; que fuesen ajenos ellos, sus bienes y familias á la protección y amparo de la Hermandad, y que si recibieren daños, fuerzas y robos, la Hermandad no les hiciese justicia; pero que si delinquían en caso de Hermandad fuesen castigados con arreglo á las Ordenanzas y penas de ella.
      El capítulo siguiente se dirige á obligar á los pueblos que todavía no habían querido entrar en la Hermandad, á que entrasen en ella. En él se dice, que a pesar de que había razón sobrada para proceder contra ellos por haber desobedecido las leyes de Madrigal y de Cigales y los requerimientos que por sus provincias les habían sido hechos, no obstante, para convencerlos más de su rebeldía y para que estuviesen más justificadas las medidas que tomasen contra ellos, ordenaban y mandaban que todas las ciudades, villas y lugares de los Reinos y Señoríos de la Corona de Castilla, que hasta aquella fecha no habían entrado en provincia de la Hermandad, estaban obligados á entrar en ella y á enviar sus poderes bastantes desde la fecha de estas Ordenanzas hasta el día de la Virgen de septiembre, que es el día 8 de dicho mes; que los poderes los enviasen á las capitales provincia, porque en dicho día iba á haber juntas provinciales; y que en los treinta días siguientes, es decir, en todo el mes de septiembre tuviesen dispuestos sus cupos de jinetes y hombres de armas, y que los enviasen á donde la Junta provincial les mandare, so pena de 100,000 maravedís para la Hermandad; si las ciudades, villas ó lugares tenían pocos vecinos, la pena era de 20,000 maravedís; además quedaban privados de los beneficios de la Hermandad; si sufrían muertes, robos ú otros daños, la Hermandad no los favorecía, y por el contrario los castigaba si incurrían en caso de Hermandad; la Hermandad tomaría doble número de gente del cupo que correspondiese á los tales lugares á costa de ellos, y no podrían nombrar Alcaldes ni oficiales de Hermandad, y los que se atreviesen á tomar y administrar dichos oficios sufrirían la pena de saetas.
      Por otro capítulo se dispone que en las Juntas provinciales de Santa María de septiembre, se recibiesen en la Hermandad todas las ciudades, villas y lugares que todavía no hubiesen entrado en ella; que en dichas Juntas se provean las cosas que ocurriesen y fuesen necesarias, y que todas las ciudades, villas y lugares de cada provincia enviasen á ellas sus Diputados so pena de 5,000 maravedís para los fondos de la Hermandad.
      A los capítulos mencionados siguen todavía trece capítulos muy importantes, sin numeración, como lo están todos los de estas Ordenanzas, y cuyo contenido es el siguiente:
      El I de estos capítulos ordena que el día 1.° de noviembre de aquel mismo año de 1476 se celebrase Junta general en la villa de Santa María de Nieva, y que todas las provincias y lugares del Reino enviasen á ella sus Procuradores y Diputados so pena de 20,000 maravedís.
      El II ordena que todas las provincias que hasta entonces habían entrado en la Hermandad y todas las ciudades, villas, lugares, valles, sexmas y merindades de ellas aprestasen sus jinetes y hombres de armas y los enviasen, los de las provincias de Burgos y Palencia á la villa de Becerril de Campos, de manera que para el día 20 de agosto estuviesen en dicha villa los de la misma y los de quince leguas alrededor, y los de los puntos más lejanos para el día último de dicho mes; que los pueblos de las provincias de Segovia, Avila, Valladolid, Salamanca y Zamora enviasen sus gentes de á caballo á la villa de Santa María de Nieva; que los pueblos comprendidos en un radio de quince leguas de dicha villa, tuviesen en ella su gente para el día 20 de agosto, y los demás para el día 31; de este mes; que los pueblos que no enviasen sus cupos en este tiempo á los puntos indicados, si eran de más de mil vecinos, pagasen 500,000 maravedís; si fuesen de cien á mil vecinos 100,000 maravedís, y si fuesen de menos de cien vecinos 20,000 maravedís, siendo el producto de dichas penas para la Junta General de la Hermandad, y de las cuales no podrían alcanzar perdón ni remisión los que incurriesen en ellas. Si los jinetes y hombres de armas eran los que no concurrían á estos puntos designados, perdían el sueldo y acostamiento de medio año, y estaban obligados á servir á la Hermandad á su costa dicho tiempo.
      El capítulo III exceptúa de las penas señaladas en el anterior á las provincias de León, Salamanca y Zamora, las cuales como habían sido el teatro de la guerra entre Castilla y Portugal, no habían podido todavía organizar sus cupos, y así se les daba de tiempo para enviar su gente á la villa de Santa María de Nieva hasta el día 10 de septiembre, so pena de 500,000 maravedís á la que fuese rebelde y no cumpliere con este mandamiento, siendo el producto de estas penas para la Junta General de la Hermandad.
      El capítulo IV dispone, que para que los negocios de la Hermandad en todo el Reino fuesen mejor y más brevemente despachados y los malhechores reprimidos y castigados con prontitud y justicia, y para que la gente de á pie y de á caballo estuviese mejor regida y gobernada, todos unánimemente habían acordado que hubiese una Junta permanente de Diputados de la Hermandad; para lo cual cada provincia había de nombrar un Diputado que fuese persona de prudencia y celo por los intereses de la Hermandad, y que fuese vecino de la capital de la provincia que la nombrase; que estos Diputados se juntasen en la villa de Varatán (hoy Zaratán), cerca de Valladolid, el día de San Bartolomé; que de cuatro en cuatro meses se mudasen, y que las capitales de provincia, por la honra que les resultaba de que solamente individuos de su vecindario fuesen los elegidos para tan importantes cargos, fuesen también las únicas que pagasen y mantuviesen á sus Diputados sin exigir nada de los pueblos para este objeto.
      El capítulo V ordena, que los Diputados de las provincias luego que estuviesen juntos, á lo menos la mayor parte de ellos, representasen á la Hermandad y tuviesen poder bastante así como la Junta General para proveer en todos los casos que ocurriesen con arreglo á las leyes de la Hermandad; para gobernar la gente de á caballo y de á pie de la misma y mudar sus Capitanes de una parte á otra; para obligar á éstos á cumplir y obedecer sus mandatos y hacer la guerra ó la paz con cualesquiera personas y comunidades, bajo las penas que los mismos Diputados les impusieren, si no daban cumplimiento á sus órdenes; pues para todo esto la Junta General daba plenos poderes á dichos Diputados por los cuatro meses que habían de desempeñar su cargo, ó por el tiempo que pluguiere á la Junta General, á menos que la misma no limitase ó revocase dichos poderes.
      El capítulo VI ordena que para averiguar el número de jinetes y hombres de armas que correspondía á cada pueblo, se contasen las calles arreo y á lista, sin omitir á nadie, ricos y pobres, clérigos , hijos-dalgos, viudas y toda clase de personas.
      El VII dispone, que el producto de todas las penas contenidas en estas Ordenanzas y el de otras cualesquiera penas que fuesen impuestas sobre casos de Hermandad se aplicasen á las Juntas de las provincias á que perteneciesen las personas y Concejo incursos en dichas penas, excepto si expresamente estuviese declarado que fuese para la Junta general de la Hermandad; y que estos fondos no se repartiesen entre personas singulares, sino en cosas de utilidad y provecho para toda la provincia, y para suplir y aliviar gastos que la misma tuviese que sufrir y soportar.
      El capítulo VIII ordena que cada provincia nombre un Capitán Principal que rija, mande y gobierne la gente de á pie y de á caballo que de la misma le fuere encomendada. Este Capitán había de ser pagado por la provincia, había de ser hombre experimentado en la guerra y que por su conducta y lealtad inspirase entera confianza; debía obedecer los mandatos de los Diputados de la Hermandad; si estando de servicio despedía sin motivo hombres de los que estaban á sus órdenes, perdía un mes de pensión por cada hombre que despidiese, y si procuraba deshacer la Hermandad, ó soltaba algún preso que le hubiese sido encomendado, ó si daba aviso á alguna persona contra quien la Hermandad hubiese decretado proceder, á fin de que la justicia no se llevase á efecto, era condenado á muerte.
      El capítulo IX ordena que todas las ciudades, villas, lugares, Concejos, merindades, valles y provincias, y los vecinos de otros lugares que enviasen jinetes y hombres de armas, enviasen también escuderos (1) experimentados en la carrera de las armas que sirviesen con honra su oficio y que no viviesen á expensas de otro Señor el tiempo que habían de servir á la Hermandad; que fuesen personas conocidas, que se obligasen y diesen fianza de servir á la Hermandad bien y fielmente todo el tiempo por que hubiesen sido pagados, y que obedecerían los mandatos del Capitán de la provincia y de los Diputados de la Hermandad; debían llevar á la capital de la provincia certificación dada por el Escribano del pueblo por que eran enviados, de las pagas que habían recibido, cuya certificación habían de entregar al Escribano de la provincia, para que éste diese razón de ello al Diputado Contador de la Hermandad. El escudero que faltaba á estas órdenes perdía las armas y el caballo, y el Concejo ó lugar que lo enviaba sin haber tomado de él fianza segura, pagaba el valor de dichas armas y caballo, abonando la cantidad que á juicio del Capitán valiesen, siendo la tercera parte del producto para el Capitán, y las otras dos terceras para el arca de la Hermandad de la provincia donde tal cosa sucediese.
      El capítulo X señala las armas ofensivas y defensivas que habían de llevar las tropas de la Hermandad. El hombre de armas había de llevar caballo de precio de 8,000 maravadís, arriba, cubiertas y arnés cumplido blanco, y no celada ó almete, y lanza de hombre de armas. El jinete había de llevar caballo de 6,000 maravedís, coraza, falda, gocetes, quixotes, los brazos armados, capacete, banera y lanza. De los peones, el ballestero había de llevar su ballesta y almacén, coraza, casquete, espada y un dardo en la mano; y el lancero, coraza, casquete, escudo y la lanza y dardo si venía á servir á la Hermandad desde una distancia de más de veinte leguas; y si era menor la distancia, solamente el escudo. El escudero hombre de armas ó jinete y el peón que no cumpliese con esta Ordenanza perdía dos meses de sueldo, y si el Capitán sufría dichas faltas debía pagar por el escudero ó peón, quedando éstos libres de la pena, y el producto de ella era para el arca de la Hermandad de la provincia.
      El capítulo XI ordena que en cada provincia haya un Escribano fiel y hábil de la Hermandad para que los negocios de la misma, y que estos funcionarios asistan á las Juntas generales, para dar en ellas cuenta y razón de todo.
      El capítulo XII dispone que la Hermandad duraría dos años, empezando á contarse desde el día de Santa María de agosto del año 1476, á no ser que los pueblos quisiesen continuarla, y sin que estas Ordenanzas diesen á la Corona derecho alguno para exigir á los pueblos á los pueblos que después de deshecha la Hermandad continuasen dando la misma gente de guerra.
      Y el capítulo XIII y último ordena que para justiciar á los condenados á la pena de saeta se ponga un madero derecho con una estaca en medio, y á los pies otro madero, y que así sufriesen la muerte; pero que no se hiciese cruz ni pusiesen en forma de cruz á ningún asaeteado, porque eso sería hacer una ofensa y vilipendio de nuestra Santa Fe Católica.
      Estas Ordenanzas fueron aprobadas por los Reyes Católicos el día 5 de agosto, y publicadas y pregonadas al son de trompetas en las plazas y mercado público de la villa de Dueñas, y la Junta General mandó que desde aquel día obligasen á todos los pueblos é individuos pertenecientes á la Santa Hermandad (1).
      Conforme á lo prevenido en uno de los capítulos de estas Ordenanzas, se verificó la Junta general en Santa María de Nieva el día 1º de noviembre (2) siguiente. En esta Junta se hicieron las Ordenanzas que dieron término á la obra iniciada en Madrigal, continuada en Cigales y Dueñas, quedando en virtud de ellas completamente reorganizada la institución, funcionando como tribunal de justicia y como fuerza pública, no sólo para reprimir y castigar los delincuentes en los casos indicados, de cualesquiera clase y condición que fuesen, sin reparar en privilegios ni jerarquías, sino también para auxiliar á los Reyes, como un Ejército independiente de la voluntad de los Grandes y de los Concejos, y que fué el trasunto para hacer desaparecer las antiguas tropas colecticias de las mesnadas, órdenes militares y Concejos, y crear el Ejército permanente, sujeto exclusivamente á las órdenes del poder ejecutivo, como en el día se le conoce, y como vamos á exponer:
      En Santa María de Nieva, según se previne en las Ordenanzas de Dueñas, se presentó toda la fuerza de caballería, hombres de armas y jinetes, ó sea caballería pesada y caballería ligera, mandada levantar según el número de vecinos de los pueblos que hasta entonces habían entrado en la Hermandad. Esta fuerza constaba de 2,000 caballos según el cronista Pulgar; de 3,000 según el cronista Alonso de Palencia; pero nos inclinamos á tener por más exacto, según otros datos que hemos examinado, el número indicado por el primero. Los 2,000 caballos mencionados se dividieron en ocho Capitanías, tantas cuantas eran entonces las provincias de los reinos de Castilla y León, á saber: Burgos , León, Valladolid, Salamanca, Segovia, Avila, Toledo y Plasencia; pues en las citadas Ordenanzas de Dueñas existe un capítulo mandando que en cada provincia hubiese un Capitán que rigiese la fuerza armada de la Hermandad. Estas ocho Capitanías no tenían igual número de plazas, las había de 100, de 200 y hasta de 300 lanzas, según la importancia de la provincia donde debían operar. En caso de necesidad, y como sucedió con mucha frecuencia en aquellos años, dejaban la persecución de malhechores, por asistir á los Reyes en la guerra, sobre todo hasta que los portugueses fueron arrojados de Castilla; pero en estos casos los pueblos de la Hermandad no quedaban desamparados, pues en ellos había siempre el número suficiente de cuadrilleros, ballesteros y lanceros, para la seguridad de los mismos. Fué nombrado Capitán General de todas las tropas de la Hermandad, D. Alfonso de Aragón, primer Duque de Villahermosa, hermano bastardo de D. Fernando el Católico, uno de los Capitanes más hábiles de su tiempo, experimentado en largas campañas y en grandes y gloriosos hechos de armas, como verán nuestros lectores en la biografía que de tan ilustre personaje vamos á presentar en el capítulo siguiente.
      Se nombró una Junta Suprema compuesta de un Obispo Presidente y de un Diputado por cada provincia. Esta Junta debía acompañar siempre á la Corte, y además de tener el gobierno de la Hermandad, tenía jurisdicción plena para resolver todos les debates ó cuestiones sobre casos de Hermandad, y sus fallos eran inapelables. Era, pues, la Junta Suprema un Consejo de Gobierno, y al mismo tiempo un Tribunal superior de la institución, con idéntica organización á la que tenía entonces la Real Audiencia que residía en Segovia, con la diferencia de que á los Diputados que en las cosas de la Hermandad eran los oídores del tribunal de la misma, no se les exigía la cualidad de letrados. El nombramiento de Presidente de la Junta Suprema de la Hermandad, recayó en D. Lope de Rivas, Obispo de Cartagena, Prelado anciano, de mucho saber y virtudes. Los Diputados de la Junta Suprema, se llamaban Diputados generales. Al principio se mandó que se renovasen cada cuatro meses; pero después se ordenó que fuese cada seis meses. Debían ser personas muy honradas, graves y de mucha autoridad y prudencia, pues que tenían que entender y dar su voto en muy arduos negocios, y debían llevar cada uno una acémila con su cama y dos escuderos que continuamente le acompañasen, pues sin aquellas circunstancias y estos exteriores requisitos no eran recibidos á servir el cargo de la diputación. Además se nombró para cada provincia un Diputado, que debía residir en las respectivas capitales, con el objeto de evitar que los agraviados, bien en los repartimientos ó por otra causa, tuviesen que molestarse en ir con sus quejas á donde residiese la Junta Suprema, y para que entendiesen en las contribuciones de la Hermandad, de manera que todos pagasen según sus facultades y ninguno saliese agraviado en los repartimientos. Tanto los Diputados generales como los provinciales recibían un sueldo crecido á cargo de sus respectivas provincias, y los unos y los otros habían de ser del estado de los ciudadanos y caballeros, pero no ricos-hombres ni magnates.
      También se mandó en la Junta General de Santa María de Nieva que cada cien vecinos pagasen 18,000 maravedís para el sostenimiento de un hombre á caballo, ó sea para el sostenimiento de los 2,000 caballos antes mencionados.
      Así es que, con el producto de esta contribución, con el de las demás que se imponían á los pueblos para atender al pago de los Diputados generales y provinciales, Alcaldes, cuadrilleros y peones, el de las costas que ocasionaba la persecución de malhechores, y el producto también de las multas, la Hermandad tenía siempre cuantiosos fondos en sus arcas, lo cual hacía preciso que se encargase la gestión económica de la institución á personas de suma probidad, ciencia y criterio. Para tan delicado encargo, los Reyes nombraron á D. Alonso de Quintanilla, el más nombrado de sus Contadores mayores, el mejor estadista de su tiempo, y al Provisor de Villafranca D. Juan Ortega, personajes á quienes se debía la reorganización de la institución, y de cuya probidad, talento, adhesión á sus Reyes y patriotismo, tenían dadas notabilísimas pruebas.
      Por último, se señaló todavía otro plazo á los pueblos que no habían entrado en la Hermandad para que se alistaran en ella, conminándolos con graves penas; se determinó celebrar Juntas generales en ciertas épocas del año, á no ser que circunstancias extraordinarias exigiesen la reunión de la Junta en otras épocas que las señaladas, y se fijó la duración de la Hermandad en el término de dos años, que después se fué prorrogando sucesivamente hasta el año de 1498, en que se extinguió.
      A las Juntas generales asistían los Diputados que elegían las provincias para dicho objeto; el Presidente y los Diputados generales, D. Alonso de Quintanilla y D. Juan Ortega; el Capitán General Duque de Villahermosa, y muchas veces también los Reyes.
      Así quedó constituida la Santa Hermandad en todas las ciudades, villas y lugares de los reinos de Castilla, León, Toledo, Andalucía y Galicia.
      No obstante haber procedido con tanto tino y prudencia desde el principio en la reorganización de la Santa Hermandad, trabajando los encargados de tan delicado cometido con infatigable é increíble actividad hasta presentar á la faz de la nación una institución poderosa y fuerte, un ariete tremendo y formidable que en breve tiempo iba á acabar con toda la desmoralización, con toda la anarquía y maldades de los inicuos, muchas comarcas y pueblos, sin hacer caso de las penas señaladas en las Ordenanzas de que queda hecho mérito, se negaban obstinadamente á formar parte de ella. Los lugares y tierras de señoríos no quisieron entrar al principio en la Hermandad porque los señores se lo impedían; pero habiendo sido requerido para que entrase en ella el Condestable de Castilla, D. Pedro Fernández de Velazco, Conde de Haro, que era el que mayor número de vasallos tenía en la parte septentrional de España, este magnate, que, como dice la crónica, «era home generoso é recto, y gran señor en las montañas: é nunca le vieron ser en rebelión contra ningún Rey, antes era obediente á los mandamientos reales, é daba ejemplo á otros que lo fuesen;» considerando, cuanto en servicio de Dios, del Rey, de la Reina, y para bien y seguridad del Reino era la Hermandad, respondió que le placía, y que no solamente procuraría que sus tierras entrasen en ella, sino que las obligaría á que lo hiciesen, y lo mismo á todos los de su casa. Visto lo cual por los demás caballeros y señores que tenían vasallos, mandaron también á sus villas y lugares que se incorporasen á la Hermandad.
      Pero lo que no llevaron á bien los hijosdalgos fué el que también se les comprendiera en los repartos de la contribución de la hermandad, por ser esto contrario á los fueros de su hidalguía; y así, en una respetuosa exposición suplicaron á los Reyes que, puesto que ellos en las guerras presentes, y sus padres y abuelos en las pasadas, habían servido á los Reyes sus progenitores, así en la guerra contra los moros como contra las personas que les había sido mandado, y estaban dispuestos con sus personas á exponerse á la muerte en su servicio, se dignasen mandar les fuese guardado el privilegio de su hidalguía, que nunca había sido quebrantado en estos reinos; y D. Fernando y doña Isabel, teniendo en cuenta la razón de los hijosdalgos, lo mandó guardar, y desde entonces quedaron exentos de la contribución.
      La provincia de Toledo fué la que más remisa anduvo en entrar en la Hermandad. El Cabildo de la iglesia primada dio ejemplo á los pueblos de dicha provincia, y no hay duda de que se apresuró á llenar los deseos de los Reyes, pues en una Real cédula fechada el 1.° de marzo de 1477 acceden éstos á la petición de dicho Cabildo, de que pasado el tiempo de la Hermandad no se obligaría á seguir pagando aquella contribución (1).
      Pero muchos pueblos del Arzobispado, encontrándose bien con su Santa Hermandad Vieja, y temiendo tal vez que esta fuese absorbida por la nueva institución, generalizada en todo el Reino de una manera hasta entonces desconocida; y que desapareciese con sus excesivos fueros, modo de proceder y leyes penales consuetudinarias; y temiendo sobre todo perder el disfrute del pingüe derecho de asadura, y la exención de que sus ganados pagasen dichos derechos, se resistieron todo lo posible á entrar en la nueva Hermandad; así es que los Reyes se vieron en la necesidad de hacer una excitación con fecha 14 de abril de 1477 á las villas y lugares de Talavera, Oropesa, la Puebla de Montalván, Santa Olaya, Maqueda, Escalona, Castel de Vayuela, San Martín de Valde-Iglesias, Illescas, Fuensalida, Casarrubios, Yepes, la Guardia, Alcázar de Consuegra, Orgaz con sus tierras y jurisdicciones, Cabañas, Lillo, el Romeral, Madridejos, Yébenes, Cuerba, Galves, Fumela, Malpica, el Pozuelo, Guadamur, Layos, la Puente del Arzobispo, Cebolla, la Figuera, la Torre de Estebanambrán, el Prado de Layos, San Silvestre, Cabdilla, Arroyo de Molinos, Cedillo, Batres, Humanes, Huescas, Peromoro, Barciense, Villaluenga, Villaseca, la Baylia de Olmos, Torrejón de Velasco, Puñonrostro; Borox, Pinto, Parla, Valdemoro, Cubas, Torrejón, Barajas, Alameda, Alcobendas, San Agustín, y todas las demás tierras, villas y lugares, así del Priorato de San Juan, como de los demás señoríos de la comarca de Toledo (1).
      Por esta carta se ve que dichos pueblos, ni habían formado sus padrones para los cupos de jinetes y hombres de armas que les correspondían, ni habían cumplido con ninguna de las órdenes dadas para la reorganización de la Hermandad. No es extraño que temiesen que la nueva institución hiciese desaparecer la antigua. La Santa Hermandad Vieja, á pesar de los defectos de que adolecía, contaba ya siglos de existencia. Dedicada exclusivamente á la persecución de malhechores en el territorio de su jurisdicción, los pueblos de toda la provincia, que á ella debían los muchos fueros y privilegios que desde muy antiguo venían disfrutando, la tenían en mucha estima y estaban demasiado apegados á ella para creer que pudiese ser reemplazada ventajosamente con otra; para recelarse de cuál fuese la intención de los Reyes al exigirles con tanta insistencia que entrasen en la nueva Hermandad, en la cual al principio no veían sino un recargo exorbitante de impuestos sin ninguno de los beneficios que produjo después, y sobre todo para temer que, terminado el tiempo de la nueva Hermandad, se extinguiese, quedándose sin ésta y sin la antigua. Motivos más que suficientes había para que abrigasen los temores que dejamos indicados. Tantos eran ya los privilegios de que gozaba la Santa Hermandad Vieja; tan mal definidas estaban sus atribuciones y competencia, y obraba con tanta independencia de los Reyes y de la Justicia ordinaria, que venía á constituir en favor de los pueblos de la provincia de Toledo un privilegio odioso para el resto de la nación, y á ser una institución muy vejatoria para los propietarios de ganados trashumantes; y tratándose de reformas en la administración de Justicia como las que acometieron los Reyes Católicos, no se concibe cómo durante su reinado no quedó extinguida, viendo sobre todo la tenaz oposición de los pueblos de Toledo á en la nueva, que con tan profundas miras y con tanto interés querían reorganizar. La Santa Hermandad Vieja de Toledo, hemos visto cuanto trabajo le costó conseguir la confirmación de sus privilegios durante la menor edad de D. Juan II. Su hijo y heredero D. Enrique IV no se los confirmó; y para decir esto nos apoyamos en el dato mas auténtico é irrecusable, dato que tal vez no habrán visto otros escritores que se han ocupado de esta misma materia, cual es el libro de las Reales confirmaciones de los privilegios de la Santa Hermandad Vieja Toledo, en el que se hallan manuscritas en pergamino, con diferente tipo de letra, según las épocas, las confirmaciones de dichos privilegios por todos los Reyes de Castilla, desde D. Juan II hasta D. Fernando VII, excepto D. Enrique IV; y los Reyes Católicos no le otorgaron la misma confirmación hasta el año de 1495 como se verá en el capítulo siguiente.
      Todavía tenemos más pruebas que aducir para probar la repugnancia que la provincia de Toledo tuvo siempre á formar parte de la nueva Santa Hermandad. En un códice de la sección de manuscritos de la Biblioteca Nacional de Madrid, señalado con las letras DD y el número 141, hemos encontrado cosida una copia en papel y letra del siglo XV, de una carta firmada por el Obispo de Cartagena, D. Lope de Rivas, y por el Duque de Villahermosa; es decir, nada menos que por las dos Autoridades superiores de la Santa Hermandad, el Juez mayor y el Capitán General, excitando al Ayuntamiento de Toledo á que cumpliese las órdenes que se le habían dirigido (1).
      En la misma sección de manuscritos de la Biblioteca Nacional, en el códice DD 49, página 96, hemos encontrado la curiosa carta que insertamos íntegra en una nota (1), expedida en Valladolid por la Junta general de Diputados de la Santa Hermandad á 20 de junio del año 1481, rogando al Corregidor de Toledo que la ciudad nombrase un Diputado que fuese á la Corte para entender en los negocios de la Diputación de la Hermandad. Por el contexto de esta carta verán nuestros lectores comprobado lo que hemos dicho antes acerca de los requisitos que se exigían á los Diputados generales y la influencia que tenían, no solamente en los negocios de la Hermandad, sino en todos los generales de la provincia que los había elegido. También se ve por el mismo documento que las provincias de Segovia y Avila juntas nombraban un Diputado, y otro las de Valladolid y Salamanca.
      Por último, aunque la idea de reorganizar la Santa Hermandad nació de los pueblos, como eran muchos los que no la querían y se opusieron tenazmente á entrar en ella, en las Ordenanzas que hizo la Junta General de la misma en 30 de marzo de 1480, incluyó un capítulo mandando alzar la suspensión la ejecución de las penas señaladas en las leyes de Santa María de Nieva para los que en el plazo designado en las mismas no se incorporasen á la institución, suspensión que había sido decretada por los Diputados generales con acuerdo del Prelado Presidente, y que ahora se revocaba confirmando en todas sus partes aquellas leyes, y se mandaba que en adelante no hubiese trato; comunicación ni participación entre las gentes y tierras de la Hermandad, y las tierras, villas y lugares que hasta entonces no habían venido ni entrado en ella, considerándolos rebeldes, malos compatriotas y hermanos (1).
      Hemos dado á conocer las leyes que sirvieron de base á la reorganización de la institución de que nos estamos ocupando. En las Juntas generales celebradas en los años siguientes á los de 1176 fueron infinitas las reformas que sufrieron. En las célebres Cortes de Toledo del año de 1480, Cortes que por las leyes que en ellas se dieron sobre todos los ramos de la gobernación del Estado y principalmente sobre la administración de las rentas Reales y de la Justicia, bastarían por sí solas á inmortalizar el reinado de los Reyes Católicos, se dictaron las cuatro siguientes leyes, dignas de que hagamos mención de ellas por la relación que tienen con la materia objeto de esta obra.
      «Una mala usanza se frecuenta agora en nuestros Reinos, dice una de aquellas leyes refiriéndose á los desafíos, que cuando algún caballero ó escudero ú otra persona menor tiene queja de otro, luego le envía una carta, á que ellos llaman cartel, sobre la queja que de él tiene, y de esto y de la respuesta del otro vienen á concluir que se salgan á matar en lugar cierto, cada uno con su padrino ó padrinos, ó sin ellos según los tratantes lo conciertan;» y porque esto era cosa reprobada y digna de castigo, añade la ley, se ordena y manda en ella, que si en adelante alguna persona de cualquier ley, estado ó condición que fuese, tuviese la osadía de enviar los tales carteles ó de desafiar á alguno de palabra, fuesen dos ó muchos los que tal hicieran, incurriesen en la pena de alevosía y les fuesen confiscados todos sus bienes para la Real Cámara, aunque el desafío no se llevase á efecto; que si del duelo resultase muerte ó herida, si el retador quedaba vivo, que fuese condenado á muerte; y si era el retado el que salía victorioso que fuese condenado á destierro perpetuo; que porque en estos delitos tenían gran culpa y cargo los tratantes que llevaban y traían los carteles y los padrinos que acompañaban á los contendientes, se ordenaba y mandaba que nadie tuviese el atrevimiento de encargarse de semejantes oficios, so pena de incurrir en alevosía y de perder todos sus bienes, de los cuales las dos terceras partes serían para el fisco y la restante para el denunciador del delito ó para el Juez ejecutor de la ley; y por último, que los que viesen reñir á dos ó más en desafío y no los separasen, que perdiesen las mulas ó caballos en que fuesen montados y las armas que llevasen; y si iban á pie, que pagase cada uno 600 maravedís, los que se repartirían de la manera dicha.
      No obstante de que desde tan antiguo se vienen dictando leyes rigorosísimas para evitar los desafíos, y de que en el día los desafíos, por las circunstancias con que se verifican, la mayor parte de ellos tienen más de ridículo que de crueldad, siempre son y no pueden mirarse sino como un acto de barbarie, propio de siglos poco ilustrados en que imperaba la fuerza bruta; siendo muy de sentir que, á pesar de la civilización del siglo en que hemos tenido la dicha de nacer, todavía presenciemos esos actos, hijos de un pundonor mal entendido, que á más de ser un escándalo, son una parodia ridícula y repugnante de las antiguas personales lides.
      La segunda de dichas leyes trata de los malhechores que se refugiaban á servir en los castillos fronterizos para alcanzar el perdón de sus delitos. Dice esta ley, que cualquier malhechor que cometiere ó hubiese cometido algún delito ó delitos en cualesquiera parte, que no gozase de la remisión y perdón de los tales delitos y maleficios, si el lugar de la frontera de moros adonde había ido á servir no estaba á cuarenta leguas ó más de donde había cometido el delito cuyo perdón quería obtener por aquel servicio; que si estaba á menor distancia que no gozara dicho perdón aunque sirviese el tiempo ordenado, ni le aprovechase la carta de privilegio que sobre el mismo delito ganase en adelante; que en el caso de que algún malhechor quisiese servir en los lugares de la frontera que tenían privilegio, que no pudiese ganar el perdón si no servía sin interrupción un año entero, aunque dichas villas y lugares de la frontera de los moros, tuviesen privilegios para que los reos de homicidio consiguiesen el perdón de su delito á los diez meses de servir en ellos; y que si el malhechor al cometer el delito había obrado con premeditación y alevosía, con asechanza y sobre seguro, que entonces de ninguna manera se le concediese el perdón aunque sirviese un año y aunque la villa ó lugar de la frontera estuviese á cuarenta leguas del lugar donde consumó el crimen.
      La tercera prohibe terminantemente que en el valle de Ezcaray se dé acogida á los asesinos, ladrones y mujeres adúlteras, que allí encontraban una guarida segura. Dicha ley ordena y manda, que los malhechores y adúlteras que se refugiasen en dicho lugar, fuesen extraídos de él y entregados á la justicia que los reclamase, sin que el Alcalde ni ninguna otra persona pusiese impedimento en ello, so pena de hacerse acreedor al mismo castigo que merecía el malhechor, revocando todos los privilegios que tuviese Vall de Ezcaray contrarios á esta ley, y que lo mismo se cumpliese y guardase en todas las otras ciudades, villas, lugares, castillos y fortalezas del Reino, ya fuesen realengos, de señoríos, de las Ordenes militares, abadengos ó behetrías, aunque dijesen que tenían privilegios, usos y costumbres en contrario.
      Y la cuarta prohibe que ningún hombre saque en ruido ó pelea que acontezca en poblado, trueno, espingarda, serpentina, ni ninguna otra arma de fuego, ni ballesta, ni dispare desde las casas dichos tiros, á no ser para defenderse de algún asalto; que el que infringiese esta ley perdiese la mitad de sus bienes para Real Cámara, y fuese desterrado perpetuamente del lugar, caso de que no resultase herida ninguna persona con los tales tiros; pero si resultaba alguna persona herida ó muerta, era condenado á muerte y á más la pérdida de la tercera parte de sus bienes para el fisco. En las mismas penas incurría el que mandaba disparar los tiros. Si el dueño de la casa desde donde se habían disparado los tiros no lo había mandado, no era acreedor á tanta pena; pero era condenado á dos años de destierro y á perder los tiros, si se hallaba en el lugar cuando acaeció el ruido. En los lugares donde estaban prohibidas las armas, el que las llevase consigo ó hiciese uso de ellas contra la prohibición las perdía (1).
      En todas estas leyes tuvieron mucha parte los Diputados de la Santa Hermandad. El cronista Pulgar nos dice que á aquellas Cortes generales asistieron los Procuradores de las ciudades de Burgos, León, Avila, Segovia, Zamora, Toro, Salamanca, Soria, Murcia, Cuenca, Toledo, Sevilla, Córdoba, Jaén, y las villas de Valladolid, Madrid y Guadalajara, que eran las diez y seis ciudades y villas que acostumbraban á enviar Procuradores, dos cada una, á las Cortes de los Reinos de Castilla y León, y también asistieron algunos Prelados y Caballeros.
      He aquí la pintura que hace el citado cronista de la manera de funcionar aquellas celebérrimas Cortes:
      «En aquellas Cortes de Toledo, en el palacio Real donde el Rey é la Reina posaban, había cinco Consejos en cinco apartamentos: en el uno estaba el Rey é la Reina con algunos Grandes de su Reino, é otros de su Consejo, para entender en las embajadas de los Reinos extraños que venían á ellos, y en las cosas que se trataban en Corte de Roma con el Santo Padre, é con el Rey de Francia, é con los otros Reyes, é para las otras cosas necesarias de se proveer por expediente. En otra parte estaban los Prelados é Doctores, que eran Diputados para oír las peticiones que se daban, é proveer á dar cartas de justicia, las cuales eran muchas é de diversas calidades: otrosí, en ver los procesos de los pleitos que ante ellos pendían, é determinarlos por sentencias definitivas. En otra parte del palacio estaban Caballeros é Doctores naturales de Aragón, é del Principado de Cataluña, é del Reino de Sicilia, é de Valencia, que veían las peticiones é demandas, é todos los otros negocios de aquellos Reinos, y éstos entendían en los expedir, porque eran instructos en los fueros é costumbres de aquellas partidas. En otra parte del palacio estaban los Diputados de las Hermandades de todo el Reino, que vían las cosas concernientes á las Hermandades, según las leyes que tenían. En otra parte estaban los Contadores mayores é Oficiales de los libros de Facienda é Patrimonio Real; los quales facían las rentas, é libraban las pagas é mercedes, é otras cosas que el Rey é la Reina facían, é determinaban las causas que concernían á la Facienda é Patrimonio Real. E de todos estos consejos recurrían al Rey é á la Reina con cualquier cosa de dubda que ante ellos recrecía. E las cartas é provisiones que daban eran de grand importancia; firmaban en las espaldas los que estaban en estos Consejos, y el Rey é la Reina las firmaban de dentro. Otrosí, los tres Alcaldes de su Corte, libraban fuera del Palacio Real las querellas é demandas civiles é criminales que ante ellos se movían y en la justicia é sosiego de la Corte. Y en esta manera el Rey é la Reina tenían repartidos sus cargos, é proveían en todas las cosas de sus Reinos » (1).
      En el mes de septiembre del mismo año, la Santa Hermandad celebró su Junta General, y por las disposiciones que en ella se tomaron, se ve que en las compañías de lanceros servían también espindargueros á razón de una espingarda por cada diez lanzas (1).
      En el año 1483, el licenciado Garci-López de Chinchilla, individuo del Consejo Real, por mandado de los Reyes, pasó á la villa de Bilbao y reformó las leyes de Vizcaya; leyes y Ordenanzas que fueron aprobadas y promulgadas por los mismos Reyes á 28 de febrero de 1484, y derogadas por las que dio el Emperador Carlos V y su madre doña Juana, como queda dicho en la página 167 (2).
      Tantas eran las Ordenanzas que se habían hecho y las disposiciones que se habían tomado por las Juntas generales de la Hermandad en el transcurso de diez años, que se había introducido en la legislación de la institución una confusión tan grande, que fué indispensable derogar todas las Leyes existentes, y redactar un nuevo cuaderno. Este encargo recibió la Junta General de la Hermandad, reunida en Tordelaguna, hoy Torrelaguna, en el mes de diciembre de 1485. El cuaderno de leyes hecho por aquella Junta, que se conoce con el título de Cuaderno de las Leyes Nuevas de la Hermandad, fué confirmado por los Reyes don Fernando y doña Isabel, y promulgado á 7 de julio de 1486, y por él se rigió la institución en adelante hasta su extinción.
      Estas notables leyes, que son las que mejor dan á conocer la institución de la Santa Hermandad, porque hechas á los diez años de haberse organizado, pudieron precaverse en ellas todos los defectos de las primitivas, y de las que les siguieron inmediatamente; y prueba de que era las más adecuadas para su régimen, que en los doce años que todavía duró la institución no sufrieron grandes alteraciones; estas leyes que vamos á dar á conocer minuciosamente y con toda exactitud, constan de treinta y ocho artículos. El siguiente preámbulo manifiesta perfectamente las causas de su formación.
      «Don Fernando y doña Isabel por la gracia de Dios, Rey y Reina de Castilla, de León, de Aragón, etc... Sepades que después que por la gracia de Dios nuestro Señor comenzamos á reinar en estos dichos nuestros Reinos é Señoríos, veyendo los grandes males, furtos, robos, salteamientos de camino é muertes é tiranías, é otros muchos crímenes é delitos que por todas partes se cometían é perpetraban. Dimos licencia é mandamos á vos las dichas ciudades é villas é lugares, de los nuestros Reinos, que entre vosotros fundásedes é fiziéssedes Hermandades é vos juntássedes é allegássedes por vía é á voz de Hermandad en cierta forma para perseguir los ladrones é malfechores que en los yermos y despoblados delinquiesen y perpetrassen é cometiessen qualesquier crímenes y delictos que fuessen caso de Hermandad, según más largamente paresce y se contiene en el quaderno de las leyes que para fundación de las dichas Hermandades vos mandamos dar en la villa de Madrigal el año pasado de mil é cuatrocientos é setenta é seis años, después de lo qual Nos dimos é mandamos dar otros ciertos quadernos de leyes y ordenanzas según que aquellos convenían y eran menester para el remedio de las causas é negocios que á la sazón ocurrían. E como quier que las dichas leyes entonces é según que en los tiempos sucedieron, fueron necesarias é provechosas; pero por ser como eran muy confusas y derramadas en muchos é diversos quadernos é algunas eran temporales, é solamente proveyan ciertos lugares é personas, é algunas dellas limitaban é corregían á las otras, de lo qual se seguía gran confusión en la persecución é determinación de las causas susodichas, é los unos pueblos tenían todos los quadernos de las dichas leyes é otros no. E Nos queriendo proveer y remediar los susodichos inconvenientes, é por otras muy justas causas que á ello nos mueven. E porque entendamos que cumple assi á nuestro servicio queremos é mandamos que las nuestras leyes é ordenanzas que assi vos dimos é confirmamos é mandamos dar é confirmar desde el dicho año de setenta é seis acá no tengan mas fuerza ni vigor alguno para librar y determinar los dichos pleitos y debates, é causas é negocios que ocurrieren y nascieren sobre los casos de la Hermandad; más mandamos que todos los dichos pleitos é negocios se libren y determinen agora y de aquí adelante en tanto que las dichas Hermandades duraren por aquestas leyes é ordenanzas que agora vos damos é promulgamos é petición é suplicación de los Procuradores de las dichas ciudades é villas y lugares de los dichos nuestros reinos que estovieren en la Junta General que por nuestro mandato fué hecha en la villa de Tordelaguna en el mes de diziembre del año passado de ochenta y cinco, el tenor de las cuales dichas es éste que se sigue.»
      El artículo 1.° determina: que mientras existiese la Hermandad en los Reinos y Señoríos de la Corona de Castilla, se pusiesen Alcaldes de Hermandad de la manera siguiente: que en toda ciudad, villa ó lugar de treinta vecinos, y de este número para arriba, se eligiesen y nombrasen dos Alcaldes de Hermandad, uno del estado de los caballeros y escuderos, y el otro de los ciudadanos y pecheros, tales que fuesen competentes para desempeñar dichos cargos, que no fuesen hombres baxos ni ceviles, es decir, hombres de oficios serviles, sino de los mejores y de los más honrados que hubiesen y se encontrasen en los pueblos del estado de que habían de ser nombrados; que si no querían aceptar los oficios de Alcaldes de la Hermandad, que fuesen compelidos y apremiados á ello por medio de penas pecuniarias, destierro ó por otras vías; que los dos Alcaldes desempeñen sus cargos por espacio de un año cumplido y hasta que fuesen elegidos otros Alcaldes; que pudiesen llevar sus varas en poblado y despoblado, y cobrar los honorarios de los negocios en que entendiesen, lo mismo que los Alcaldes ordinarios de los pueblos donde estuvieren; que si hubiese discordia acerca del nombramiento de los Alcaldes, en el término de quince días lo notificasen á los individuos del Consejo á cuyo cargo estaban los negocios de las Hermandades, para que éstos dirimiesen la contienda é hiciesen el nombramiento; y por último, que terminado el año, pudiesen ser nombrados otra vez los mismos Alcaldes para servir otro tanto tiempo.
      Véase, pues, que notables diferencias hay entre lo dispuesto en este artículo sobre el número, nombramiento, circunstancias que debían concurrir y tiempo que habían de servir los Alcaldes de la Hermandad, y lo ordenado en el capítulo V de las Cortes de Madrigal.
      El artículo 2.º es aún más notable, porque marca con mucha extensión los casos de Hermandad y las distintas penas que debían aplicarse á los delincuentes. Este artículo ordena y manda: que la Junta General, ó sea los individuos del Consejo que entendían en las cosas de la Hermandad, los Jueces Comisarios nombrados á nombre de los Reyes por ellos, y los Alcaldes de la Hermandad de todas las ciudades, villas, lugares, valles, sexmos y merindades de los Reinos y Señoríos de la Corona de Castilla, conociesen por casos y como en casos de Hermandad solamente de los crímenes y delitos siguientes, y no en otros algunos: 1.° Robos, hurtos y fuerzas de bienes muelles y semovientes; robo ó fuerza de mujeres que no fuesen mundarias públicas, siempre que estos delitos se cometiesen en yermo ó despoblado; ó en poblado, si después el delincuente se salía al campo llevándose el objeto de la fuerza ó del robo. 2.º Salteamientos de caminos, muertes y heridas de hombres en yermo ó despoblado, ejecutadas á traición y con alevosía, con asechanza y sobre seguro, ó por causa de robar ó forzar, aunque el robo ó la fuerza quedase frustrado. 3.º Cárcel privada ó prisión de hombre ó mujer hecha por propia autoridad en yermo ó despoblado, ó sacando al campo á la persona aprisionada; prisión de arrendador ó recaudador de las rentas Reales, estando recaudando los impuestos en yermo ó despoblado, ó sacándolo al campo si estaba desempeñando su oficio en las poblaciones. No se reputaba tal delito ni era caso de Hermandad cuando el acreedor prendía á su deudor que se iba huyendo, ó por facultad que para ello le hubiese dado el deudor por medio de escritura pública para que le prendiese si no le pagaba la deuda en el plazo convenido; pero en ambos casos debía entregarlo en el término de veinticuatro horas á los Alcaldes ordinarios del más cercano que no estuviese sujeto á la autoridad ó señorío del acreedor. Esta última parte de esta disposición es muy justa y equitativa. La necesidad apremiante obliga á los hombres á contraer los mayores compromisos; júzguese de cuantas violencias é iniquidades no serían objeto los infelices deudores en aquellos tiempos de rudeza y desmoralización por parte de los despiadados usureros. 4.° Quemas de casas, viñas, mieses y colmenares, hechas á sabiendas en yermo ó despoblado, teniéndose como tal los lugares abiertos de treinta vecinos abajo. El robo y el hurto se reputaban tales aunque el dueño de las cosas estuviese ó no presente, y ya hubiese ó no resistencia para llevarlo á cabo. 5.° El matar, herir ó prender á los Jueces ejecutores de las provincias, y Alcaldes y Cuadrilleros de la Hermandad, ó á los mensajeros ú otros oficiales de la misma, mientras sirvieren sus oficios, ó después, si el daño que recibieron fué á causa de resentimientos del tiempo que sirvieron en la Hermandad; y el matar, herir, prender ó injuriar á cualquier Procurador, mensajero ó negociador que fuese á las Juntas generales y provinciales que en adelante se hiciesen por mandato de los Reyes. 6.º Toda clase de robos, hurtos, y cualesquiera crímenes y que se cometiesen dentro de las villas donde se celebrasen las Juntas generales, durante los quince días que solían durar, entre las personas de la dicha Junta, ó contra ellos y sus familiares continuos á Junta general y contra los Jueces por ella nombrados; entendiéndose que incurría en dicho caso de Hermandad, no solamente el que ejecutaba el delito, sino también el que lo había mandado ejecutar, y después de cometido, lo oviere por rato é firme é lo aprobare. Y 7.° Que aunque ni era ni había sido caso de Hermandad lo que se hacía por pena ó prendas de términos, pastos ó heredamientos, sobre que había alguna contienda ó debate entre partes, si resuelta la contienda, alguno de los contendientes, por su propia autoridad se arrojase á tomar reprendas al otro ó á dañarle en su persona ó hacienda, que se tuviese por caso de Hermandad y se procediese á su castigo con arreglo á las leyes de la Hermandad.
      Explicados los casos de Hermandad, en el mismo artículo se marcan para castigar á los ladrones las penas siguientes: á los que cometiesen hurto ó robo en yermo ó despoblado, si el robo ó hurto era de valor de 150 maravedís ó menor, se les castigaba con destierro y azotes, volviendo lo robado con dos tantos más para la parte agraviada, y cuatro tantos más para los gastos de la Hermandad. Si el valor del robo era de 150 á 500 maravedís, se les cortaban las orejas y se les daban cien azotes. Si era de 500 á 5,000 maravedís se les cortaba un pie y se les condenaba además á no cabalgar nunca en caballo ni en mula, so pena de muerte de saeta; Y si el robo era de 5,000 maravedís arriba, muerte de saeta. Para los demás casos se mandaba á los Jueces de la Hermandad que impusiesen á los malhechores la pena ó penas que según la calidad ó gravedad de los delitos marcan las leyes del Reino, y que los que fuesen condenados á muerte por la Hermandad, fuesen siempre ejecutada con saeta.
      El artículo 3.° ordena y manda: que para perseguir á los malhechores y delincuentes que hubiesen cometido caso de Hermandad, se nombrasen y pusiesen cuadrilleros según la importancia de la ciudad, villa ó lugar, á vista, es decir bajo la inspección del Juez ejecutor de la provincia á que el lugar perteneciese; que los cuadrilleros, luego que les fuese denunciado el delito ó lo supiesen, tenían obligación de seguir y mandar seguir á los malhechores hasta una distancia de cinco leguas, dando la voz de apellido y haciendo tocar las campanas á rebato en los lugares á donde llegasen, para que de ellos saliesen también en persecución de los malhechores; que al llegar á las cinco leguas dejasen el rastro á los otros, y que multiplicándose así los cuadrilleros y otras personas que saliesen al apellido, se repartiesen en distintas direcciones, para hacer más eficaz la persecución, hasta prenderlos, cercarlos ó arrojarlos del Reino; que los malhechores cuya captura se consiguiese, fuesen llevados al lugar ó término donde habían cometido el delito, si allí había jurisdicción, y que allí fuese ejecutada la justicia; que si aquel lugar no era cabeza de partido, se notificase inmediatamente la prisión de los malhechores á los Alcaldes de la Hermandad del lugar á cuya jurisdicción estaba sujeto aquel, para que aquellos juntamente con éstos los juzgasen y ejecutasen la justicia, y que mientras venían los Alcaldes mayores los del lugar instruyesen el sumario; que si habiendo sido requeridos dichos Alcaldes mayores, no querían venir, si el pueblo donde estaba preso el malhechor distaba cinco leguas ó más de la cabeza de partido, que entonces los Alcaldes de dicho lugar, juntamente con los del pueblo más próximo de cien vecinos ó más, pudiesen sustanciar la causa y ejecutar la justicia según la calidad de la culpa y delito; que los Concejos que fuesen negligentes en nombrar y tener Alcaldes y cuadrilleros, y los Oficiales que fuesen remisos ó culpables en no haber salido inmediatamente en persecución de los malhechores y en administrar justicia según las leyes de la institución, que pagasen 2,000 maravedís para las costas de la Hermandad, que diesen y satisficiesen al robado ó perjudicado ó á sus herederos todo lo que sumariamente constare que le fué tomado y robado; y si de dicho delito resultare muerte ó herida, que fuesen castigados á vista de los del Consejo de las cosas de la Hermandad; y para que esto se llevase á efecto y se cumpliese mejor, se daba facultades á los Jueces ejecutores ó Diputados provinciales, para que nombrasen Alcaldes y cuadrilleros en todos los lugares de las provincias, que fuesen tales que pudiesen desempeñar muy bien sus oficios, y también para castigar á los Alcaldes que no llevasen las varas y á los demás Oficiales negligentes en el desempeño de su cometido.
      El artículo 4.º dispone: que todos los cuadrilleros y demás personas dependientes de la Hermandad en cada pueblo, estaban obligados á obedecer y á cumplir los mandamientos de los Alcaldes de la misma, con sujeción á las penas que éstos les impusiese, las cuales podían ellos mismos ejecutar en las personas y bienes de los desobedientes; pero que si los Concejos ú otras personas quebrantaban las leyes de la Hermandad incurriendo en otras penas, que entonces fuesen ejecutadas por los Jueces ejecutores, cada uno en su provincia, previo mandato, á nombre de los Reyes, de la Junta General ó de la sección del Consejo Real que entendía de las cosas de la Hermandad.
      El artículo 5.° trata de la manera de proceder en los casos de Hermandad. Este artículo ordena: que los Alcaldes de la Hermandad ó los Jueces Comisarios de la misma á quienes se encomendase el conocimiento de alguno de los casos, recibida la querella de la parte ó procediendo de oficio, después de haberse informado del hecho, prendan al malhechor si pudiese ser habido, instruyan bien y perfectamente el sumario, y averiguada la verdad acerca de las circunstancias del delito y de la persona del delincuente, simplemente, de plano, sine estrépitu é figura de juicio, lo condenen á la pena que merezca según las leyes. Que si el malhechor era condenado á muerte de saeta, fuese ejecutado de la manera siguiente: que los Alcaldes y cuadrilleros los sacasen al campo, y poniéndolo en un palo derecho que no fuese en forma de cruz, con una estaca en medio y un madero á los pies, le tirasen las saetas hasta que muriese naturalmente, encargando á los Alcaldes que procurasen recibiese los Sacramentos como católico cristiano, y que muriese lo más pronto posible, porque passe más seguramente por su ánima; que si el malhechor no pudiese ser capturado inmediatamente después de haber cometido el delito, que lo emplazasen por tres pregones y término de nueve días, de tres en tres días cada pregón, y que si no se presentase el último de los nueve días, se diese el sumario por terminado, y que valiese tal proceso aunque no fuesen acusadas las rebeldías del ausente, y que en adelante habida información suficiente del delito lo pudiesen condenar á la pena que mereciere, como si en persona hubiese sido citado y condenado á la pena que marquen las leyes; pero que si dicha pena fuese de derecho, arbitraria é incierta, es decir, si era uno de los casos en que la aplicación de la pena queda á la prudencia del Juez, que no la diesen los Alcaldes sin asesorarse de letrado conocido ó del Juez ejecutor de la provincia, y que fuesen absueltos y puestos en libertad aquellos contra quienes no resultase cargo alguno del proceso, ó no les fuere probada culpa alguna.
      El artículo 6.° dispone, que supuesto que muchas veces los que habían cometido robos é incurrido en otros casos de Hermandad, por dilatar y huir de las penas que merecían, procuraban suscitar largos entorpecimientos á la acción de la justicia, tanto antes de ser condenados como después, enviando unas veces procuradores y defensores que á su nombre alegasen de fuero de jurisdicción, causas de ausencia y hasta exenciones en el negocio principal, apelando y suplicando otras de los procesos que contra ellos se hacen y de las sentencias dadas en su perjuicio para ante algunos Jueces de la Corte, de la Chancillería y de otras partes, y que si esto se toleraba sería inútil la justicia de la Hermandad; que por lo tanto, queriendo proveer lo necesario en esta parte para impedir semejantes abusos, se mandaba, que en adelante los jueces y Alcaldes de la Hermandad conociesen de los crímenes y delitos que fuesen casos de Hermandad según lo disponen las leyes de la misma, y que en las causas que así conocieren y hubieren proveído y comenzado á conocer, ningunos otros Jueces, mayores ni menores, se metiesen á conocer ni conociesen de oficio ni á pedimento de parte por simple querella, ni por vía de apelación, nulidad, ó presentación, ni de otra manera alguna; y que sin hacer caso de ningún mandamiento ni inhibición que les fuesen hechos, los Jueces y Alcaldes de la Hermandad procediesen y ejecutasen las sentencias y encartamientos, según previenen las leyes de la institución, no recibiendo Procuradores ni defensores algunos en causas criminales por casos de Hermandad, á no ser que estuviesen en su poder presos los acusados, ó comparecieren personalmente y se presentasen en la cárcel, en cuyo caso debía oírseles en su derecho; y si querían alegar de su inocencia, facilitarles los medios de hacerlo. Que si los acusados y condenados se creyeren agraviados por los procesos y sentencias, que pudiesen reclamar, apelar y querellarse de todo lo que en su perjuicio se hiciere ó hubiese hecho, solamente ante los del Consejo de las cosas de Hermandad y ante la Junta General de la misma, haciendo sus reclamaciones y apelaciones en el término de diez días después de dada la sentencia, y presentándose personalmente en la cárcel de los Jueces de quienes se querellan, ó de los superiores ante quienes reclaman; que la sentencia y declaración que sobre esta razón dieren y ofrecieren los señores del Consejo ó La Junta General de la Hermandad, valga y sea ejecutoria; si fuese confirmatoria de la primera sentencia, que no pueda apelarse de ella en grado de revista, pero que si fuesen diferentes y contrarias las dos sentencias, en este caso, pudiesen suplicar de la primera á los Reyes, quienes nombrarían Jueces que fallasen el proceso en grado de revista, y que de esta sentencia ya no hubiese apelación.
      El artículo 7.° dispone: que cuando los Alcaldes y Jueces ordinarios proveyeren y comenzasen á conocer de algún crimen ó delito que fuese caso de Hermandad, á petición de la parte agraviada ó de oficio, y prendieren al malhechor que cometió el delito, ó le persiguiesen hasta cercarlo y encerrarlo en algún lugar, que los Alcaldes de la Hermandad no conozcan ni puedan conocer en lo sucesivo de aquel delito; pero que si los Alcaldes ordinarios, á pedimento de parte no prendieren al malhechor y le cercaren, que entonces los de la Hermandad, á pedimento de parte ó de oficio, pudiesen proceder contra el malhechor en tal caso los Alcaldes que primero le prendieren sean Jueces del delito hasta la sentencia definitiva y ejecución de ella, y que los otros no puedan poner obstáculos diciendo que procedieron primeramente por su oficio ó en virtud de acusación que les había sido hecha y que tampoco pueda oponer esto ni alegarlo la parte.
      El artículo 8.° ordena: que aconteciendo que muchas veces la Justicia ordinaria y sus ejecutores no podían buenamente administrar justicia por lo que quedaban muchos crímenes y delitos sin castigo que siempre que sucediere algún ruido, muerte, herida ú otras fuerzas y escándalos, aunque fuesen dentro de las ciudades, villas y lugares que los Alcaldes y cuadrilleros de la Hermandad ayudasen y favoreciesen á los Alcaldes y Jueces ordinarios y les diesen todo el favor y auxilio que pudiesen, á voz de Hermandad hasta capturar y prender á los dichos malhechores y delincuentes, siendo requeridos para ello por la Justicia ordinaria ó por sus ejecutores; pero que después el conocimiento y castigo de dichos delitos perteneciesen á los Jueces y Alcaldes ordinarios, y que lo mismo hiciesen las Justicias ordinarias y los ejecutores de ellas siendo requeridos por los Jueces de la Hermandad para cosas de la institución.
      El artículo 9.° dispone: que si los Alcaldes y otros Jueces de la Hermandad, erraren y delinquieren en sus oficios y se excedieren al ejecutar las cosas de la institución, sean castigados con arreglo á las leyes de este Cuaderno; pero que ni Corregidores ni las Justicias ordinarias los pudiesen castigar ni prender por ello, ni conocer de ello á pedimento de parte ni de oficio; que en cosas ajenas al oficio y cargo que tenían de la Hermandad y á la ejecución de aquello en que se había excedido, que pudiesen ser juzgados por la Justicia ordinaria, así en lo civil como en lo criminal.
      El artículo 10 ordena: que cuando instruido un proceso y practicadas las pruebas, los Alcaldes y Jueces de la Hermandad viesen que el delito que se perseguía no era caso de Hermandad, que se inhibiesen y pasasen los procesos originales á los Jueces ordinarios, aunque la acusación y querella comprenda casos de Hermandad, y aunque los acusados no pareciesen y fuesen rebeldes, y aunque ninguno pidiese la inhibición.
      Por el artículo 11 se manda á todos los Concejos, Corregidores, Justicias, Regidores, caballeros, escuderos, Oficiales y hombres buenos y otras cualesquiera personas singulares de cualesquiera ciudades, villas y lugares del Reino, así de lo realengo como de lo abadengo, señoríos y behetrías, á los Alcaides y tenedores de cualesquiera castillos y casas fuertes á donde huyeren y se refugiasen malhechores, y á los prelados y caballeros de quienes fuesen las tales villas y casas fuertes y llanas, que entregasen inmediatamente los malhechores á los Alcaldes, cuadrilleros ú otras personas que á voz de Hermandad fuesen en su persecución, para que pudiesen dar cumplimiento á la justicia sin obstáculo ni impedimento alguno. Que si dijeren ó respondiesen que el malhechor no estaba en sus villas y casas y que no sabían dónde estuviese, que en tal caso dejen y consientan á los que fueren en su seguimiento entrar libremente en las dichas villas, casas y fortalezas; que consientan que cuatro ó cinco personas con los citados Alcaldes entren á buscar y escudriñar las tales villas, casas ó fortalezas por cuantas vías quisieren y mejor pudieren, á fin de que los malhechores fuesen encontrados, y siéndolo se los entregasen sin el menor obstáculo, so pena de incurrir en el desagrado de los Reyes, de pagar 100,000 maravedís para los gastos de la Hermandad, de sufrir el mismo castigo que se hubiera impuesto al malhechor si hubiese sido entregado, pagar á la parte agraviada los daños é intereses, y á la Hermandad todas las costas y gastos que hubiesen hecho; y que en el caso de que el malhechor no fuese hallado, si en lo sucesivo entraba y entraba y se acogía en dicho lugar, villa ó casa donde va había sido buscado, que el Concejo, la justicia, el Alcaide ó tenedor de ella, lo prendiese y tuviese á buen recaudo, y lo entregase á los Jueces y Alcaldes de la Hermandad que primero lo persiguieron y buscaron; sin que más les sea pedido ni demandado, y de no hacerlo así, conminándolos con las citadas penas.
      El artículo 12 ordena: que en todos los lugares del Reino se facilite á todos los viajeros, tanto naturales como extranjeros las subsistencias que necesiten para sí y las caballerías que llevasen; que si los dueños de dichos géneros no se los quisieren vender, ó pidieron por ellos precios muy excesivos en comparación del que tengan comúnmente en la comarca, que los viajeros con dos hombres buenos, ó con uno de los del lugar puedan tomar las cosas que necesiten por su propia autoridad, pagando en acto á sus dueños un precio razonable; si no lo querían recibir, que lo depositen en poder de una buena persona del mismo lugar, y con esto quedasen solventes y libres; y que los Alcaldes de Hermandad cuidasen que á los caminantes se diesen las provisiones que necesitasen sin dificultades ni escándalos.
      El artículo 13 dispone: que supuesto que muchos malhechores que habían cometido robos y otros casos de Hermandad, procuraban servir en las villas y castillos fronterizos, el tiempo señalado para obtener el perdón, y que trabajaban por alcanzar cartas especiales y generales de perdón de sus delitos, lo que redundaba en perjuicio del Estado; que dichas cartas, provisiones y privilegios de servicios no fuesen válidas los Alcaldes y Justicias de la Hermandad; que fuesen obedecidas pero no cumplidas, á no ser que expresamente se dispusiese y dijese en ellas: queremos é nos place que gocen las tales personas del dicho perdón, aunque hayan cometido dicho caso ó casos de Hermandad.
      El artículo 14 ordena: que cuando los Capitanes y agentes de la Hermandad, por mandato Real, ó de la Junta General, ó de los Alcaldes del Consejo Real que entendían de las cosas de la institución, cercasen lugares ó fortalezas de donde se hubiesen cometido robos, ó se acogieran y recibiesen malhechores y no los quisiesen entregar, ó porque de dichos lugares se hubiesen cometido otros delitos que fuesen casos de Hermandad, si se apoderaban de dichos lugares y fortalezas, que todos los bienes, pertrechos y demás cosas que se hallasen dentro de la pertenencia de los rebeldes, fuesen confiscados y aplicados á las costas y gastos de la Hermandad, y que se derribase la cerca, torres y parapetos del lugar ó fortaleza que así fuese rebelde é hiciera resistencia, para infundir más temor á la justicia y evitar que en aquel lugar se cometiesen más robos ni se defendiesen á los malhechores; si dicho lugar ó fortaleza estaba en poder de algunas personas que injusta y tiránicamente la poseyesen, y los rotos y fuerzas no se hubiesen hecho por mandato de sus dueños ni de sus Alcaides, ni permitiéndolo ellos, que en este caso no se derribe el lugar ó la fortaleza, ni se confisquen sus bienes para la Hermandad; pero que se administre justicia por Juez competente; sobre los gastos resolverían los Reyes de lo que se había de hacer, si bien no se había de pagar cosa alguna del sueldo á las gentes de la Hermandad que hubieren concurrido al hecho, por estar ya pagados de los fondos de la contribución; á los agraviados debía indemnizarse y tomar fianza suficiente de la persona á quien se entregare la fortaleza para que en adelante no se volviesen á repetir los indicados crímenes. Y que si á instancia ó pedimento de algún caballero, dueña ó doncella, se cercase la villa ó fortaleza por haberse cometido desde ella caso de Hermandad, y la gente de la institución sufrían en el cerco algún daño, pérdida ó despojo, que entonces quedase á la resolución de los Reyes fijar lo que se había de pagar por dichos daños.
      El artículo 15 ordena: que ni las Juntas generales, ni los del Consejo de la Hermandad conozcan en primera instancia de ninguna querella ó acusación que se les proponga, salvo de los casos cometidos en los lugares donde la Junta se celebrare ó donde residiere el Consejo y cinco leguas alrededor; y que los otros casos los remitan á los Alcaldes de la Hermandad de los lugares donde los delitos se hubiesen perpetrado, ó á los jueces ejecutores de la provincia, ó á otros Alcaldes ó personas de suficiencia de las comarcas para que mejor y con más brevedad se pueda administrar justicia.
      El artículo 16 ordena y manda: que los Alcaldes de la Hermandad, los cuadrilleros y demás dependientes de la misma, trabajasen y tuviesen mucho cuidado en todo el Reino para administrar y dar fuerza y vigor á la justicia, y que se cumpla y ejecuten estas leyes y Ordenanzas; mandando también á los Concejos y personas singulares donde los delitos y casos de Hermandad tuvieren lugar, que les den todo el favor y ayuda que necesitaren, de manera que la justicia de la Hermandad fuese muy temida, y los malhechores no quedasen sin castigo, y que los que hiciesen lo contrario, además de la indemnización á la parte y de las otras penas en derecho establecidas, fuesen castigados arbitrariamente en sus personas y bienes á vista y disposición del Juez ejecutor de la provincia, acompañado de dos Alcaldes de la Hermandad de dos villas comarcanas al lugar donde se hubiere cometido el delito.
      El artículo 17 dispone: que disfrutando salarios fijos los individuos del Consejo de las cosas de la Hermandad, los Capitanes, los Jueces y ejecutores, y demás Oficiales según sus oficios, que todos cumpliesen bien y fielmente con ellos, y se contenten con sus salarios, y no lleven ni reciban otros cohechos ni dádivas ilícitas, con detrimento del servicio y daño de la institución, so pena al que lo contrario hiciere de ser declarado perpetuamente inhábil para dichos cargos y pagar lo que injustamente tomare con el duplo á la parte.
      El artículo 18 establece: que las personas que fueren condenadas por los Jueces y Alcaldes de la Hermandad á pena de muerte en ausencia y rebeldía, ó á otras penas, que presentar ante los mismos Jueces que las condenaron, ante la Junta General ó ante los del Consejo de la Hermandad, y que puestos en lugar seguro, fuesen oídos en justicia para que pudiesen probar su inocencia, como los que se presentaban en las causas criminales ante los Jueces superiores de la jurisdicción ordinaria; que presentados se procediese sumariamente; que la Junta General y los del Consejo de la Hermandad pudiesen recibir la presentación de los acusados y condenados por alguno de los casos indicados, y darles seguridad bastante si la pidieren de que en tanto que litigan y pleitean sobre los dichos casos de Hermandad de que fueron acusados, no darán lugar ni consentirán que sean presos en la cárcel por otros crímenes ni causas algunas que no sean casos de Hermandad, y que terminado el pleito ó debate con cuyo motivo se presentaron, los pondrían en libertad, así como la tenían antes de que se presentasen, y que por haberse presentado ante ellos no recibirían daño ni detrimento alguno en sus personas por las otras cosas que no fuesen casos de Hermandad, mandando que la dicha seguridad les valga y les sea guardada en todo, según la forma en que fuere otorgado y asentado.
      El artículo 19 dispone: que los Jueces ejecutores de las provincias y todos los Alcaldes de la Hermandad, Procuradores mensajeros de las ciudades, villas y lugares que asistiesen á las Juntas generales y provinciales, viniesen libres y seguros por todos los días que las Juntas duraren y por la venida á ellas y vueltas á sus casas, de manera que no pudiesen ser presos ni detenidos, ni ejecutados, ni embargados por deudas propias, ni de sus Concejos, ni de otras personas; que si los recaudadores de algunos lugares viniesen á negociar algunas cosas ante los del Consejo de la Hermandad, que no pudiesen ser presos, ni embargados, ni ejecutados á no ser por deudas propias suyas, pero no por deudas del Concejo ni de otras personas.
      El artículo 20 ordena: que los Jueces ejecutores de las provincias administren sus oficios y ejecuten las cosas que están á su cargo con mucho cuidado y diligencia; que visiten personalmente los lugares principales de sus provincias, á fin de que en todas las ciudades villas y lugares de la misma haya los Alcaldes y cuadrilleros necesarios, y que estimulen á que se administre bien y pronto justicia, castigando á los Alcaldes y Oficiales culpables y negligentes; que se informen de los casos de Hermandad que en sus respectivas provincias se hubiesen cometido, de qué manera habían sido castigados, si se habían formado los procesos y dictados en ellos las sentencias, y que procurasen que éstas se ejecutasen y que de todo se enviara relación á Junta General ó al Consejo de la Hermandad, para que supliesen lo que fuere menester; y que asimismo enviasen relación de los lugares de realengo y de señorío de la provincia, que se apartaran y sustrajesen de pagar la contribución de la Hermandad ó parte de ella. Que en las Juntas provinciales que se celebrasen procuren sobre todo, con los Alcaldes de la Hermandad de toda la provincia, que con mucha diligencia se ejecute la justicia, se guarden y observen estas leyes y se persiga á los malhechores, para que las tierras disfruten paz y los caminos estén seguros. Que en la Junta general hagan relación de los delitos graves que se cometiesen en las provincias, aunque no fuesen casos de Hermandad, á fin de dictar las disposiciones convenientes para su castigo. Que los mencionados Jueces ejecutores hagan y cumplan todas las demás cosas contenidas en estas leyes que son de su cargo, y que les fueren mandadas; que tuviesen mucho cuidado y trabajasen porque todos los maravedís de la contribución de la Hermandad que tocasen en los repartos á sus respectivas provincias, se cobrasen, recaudasen y pagasen á los receptores en su totalidad y en el tiempo debido, para que los Capitanes y gente de á caballo que continuamente estaba al servicio de los Reyes estuviesen bien pagados. Y por último, que los Jueces ejecutores debían asistir á su costa á las Juntas generales que se celebrasen, para dar cuenta y razón de los negocios de sus respectivas provincias, así en lo tocante á la administración de justicia como á la contribución de la Hermandad, de manera que en todo se observase lo más conveniente al mejor servicio del Estado.
      El artículo 21 ordena: que el ejecutor general y los Alcaldes generales de la Hermandad (es decir, el Juez mayor ú Obispo presidente, y los Diputados generales), sirvan y residan continuamente en la Corte y donde quiera que estuviesen los individuos del Consejo Real que entendían de las cosas de Hermandad, excepto las veces que por mandato Real ó de los individuos del Consejo fuesen enviados á otras partes á cosas del servicio; y que los dichos ejecutores y Alcaldes generales tuviesen el cargo de aposentadores y pudiesen aposentar en los lugares del Reino donde se celebrasen las Juntas generales y en donde estuvieren los del Consejo Real que entendían de los negocios de la Hermandad.
      El artículo 22 ordena: que las sentencias dadas ó que se diesen contra caballeros y personas poderosas y que no habían sido ejecutadas ni tenido efecto, por haber huido los sentenciados ó haberse encastillado, y que por ser tan poderosos, las partes no habían podido conseguir que se les hiciese justicia, que se cumpliesen dichas sentencias en cuanto á indemnizar á los agraviados de los daños y perjuicios que hubiesen sufrido, embargando y vendiendo con dicho objeto los bienes muebles y raíces y maravedís de juro y de por vida que los condenados tuviesen en cualesquiera partes y jurisdicciones; que si no se hallaban bienes, se les ejecutase en sus rentas, pechos y derechos, y se vendiesen sus rentas y vasallos en pública almoneda con arreglo á las leyes, pues la Corona saneaba dichos bienes, vasallos y maravedís de juro y de por vida á los compradores; que los Contadores mayores quitasen de los libros de juros á los primeros y asentasen á los segundos.
      El artículo 23 ordena: que no se puedan embargar á los labradores los bueyes, mulas y aperos de labranza, mientras estuviesen ocupados en las faenas del campo, por ninguna clase de deudas, por privilegiadas que fuesen, y que si algún merino, jurado, ejecutor ú otra persona cualquiera hiciese lo contrario, que á castigado por los Alcaldes de la Hermandad, excepto si la ejecución ó embargo se hiciese por deudas de maravedís de las rentas Reales, de la contribución de la Hermandad, ó en otros casos por derecho permitidos.
      El artículo 24 dispone: que en atención á que los Reyes tenían ocupados los Capitanes y gente que pagaba la Hermandad, en la guerra contra el Rey y moros de Granada, enemigos de nuestra Santa Fe Católica, como en otras cosas del servicio, de manera que los dichos Capitanes y gente no podían ocuparse continuamente en las provincias en la persecución de malhechores y en favorecer la ejecución de la justicia; á fin de que por esta causa no se atraviese nadie á delinquir, ni los Concejos tuviesen ocasión para dejar de perseguir á los malhechores; que cada una de las provincias se dejase la cuadragésima parte del cupo de la contribución de la Hermandad, que entre todas provincias ascendería á 800,000 maravedís, poco más ó menos, para que con esta cantidad se atendiese á la persecución malhechores y á premiar y pagar á los que los prendiesen.
      Según este cálculo, la contribución de la Hermandad ascendía en el año de 1486 á la enorme suma de 32.000,000 de maravedís, equivalente al duplo ó más de lo que hoy cuesta el Cuerpo de la Guardia Civil.
      El artículo 25 dispone la inversión de la citada cantidad de 800,000 maravedís en la forma siguiente: 1.° A los Alcaldes de las ciudades y villas que eran cabeza de provincia debía darse anualmente á cada uno 1,000 maravedís, además de los otros salarios que en dichas ciudades y villas se acostumbraba dar á los Alcaldes de la Hermandad. 2.° 3,000 maravedís á cualquiera que prendiese ó hiciese prender, y entregase á la justicia de la institución, á algún malhechor que hubiese cometido caso de Hermandad y que mereciese pena de muerte de saeta; 2,000 maravedís si la pena era la de azotes, la de cortar el pie, ú otra pena corporal inferior á la de muerte; 1,000 maravedís si no merecía pena corporal, sino destierro, ó la indemnización de daños y perjuicios y cuatro tantos más, y además de estas cantidades lo que hubiesen gastado en la conducción del reo al lugar donde debía ser juzgado. 3.° Pagar á los cuadrilleros encargados de la persecución de los malhechores; pero si el malhechor que fuese justiciado ó contra quien fuese el apellido, tenía bienes, entonces debían embargarse y con su importe pagar al que lo prendiese y á los cuadrilleros y otras personas que hubiesen ido en su persecución, las costas y gastos que en se persecución se hubiesen hecho, y los salarios á la gente de á pie y de á caballo que á voz de Hermandad hubiese sido llamado para prenderle y cercarle, y que si anteriormente se hubiesen gastado algunos maravedís en perseguir al mismo malhechor, de los fondos generales destinados á dicho objeto, que se reintegren. 4.° Que la parte que corresponda á cada provincia de la citada cantidad de 800,000 maravedís, esté en poder del Tesorero y receptor de la misma, el cual debía nombrar otras dos personas buenas que estuviesen en diversas partes de la provincia, y cada una de ellas tuviese en su poder la tercera parte de dicha cantidad, y que al dicho Tesorero diesen cuenta de aquellos fondos, de manera, que el cupo correspondiente á cada provincia estuviese en tres partes, á saber: en la cabeza ó capital de la provincia y en otros dos lugares á conveniente distancia de ella; que los Tesoreros, receptores y tenedores de estos fondos, pagasen sin dilación alguna todas las cantidades necesarias y que fueren debidas á los que prendieren ó hicieren prender á los malhechores, según queda dicho, y sus sueldos á los cuadrilleros; para lo cual había de presentarse al Tesorero carta ó cédula firmada por el Juez ejecutor de la provincia y de un Regidor de la capital de la misma, que para esto fuese llamado y nombrado por los individuos de la sección de la Santa Hermandad en el Consejo Real; debiendo disfrutar de los premios y salarios mencionados todos los que prendieren ó hicieren prender á los malhechores, aunque fuesen Alcaldes de Hermandad, cuadrilleros ú otras cualesquiera personas. 5.° Y por último, que si el cupo de alguna provincia se gastaba en su totalidad, el Consejo de la Hermandad mandase al Tesorero de otra provincia que diese los fondos necesarios para pagar los gastos ocasionados por la persecución de malhechores, en aquella donde los recursos se habían agotado; que el Tesorero que contraviniese á esta orden pagase 10,000 maravedís de multa, y que los Tesoreros llevasen las cuentas de lo gastado á las Juntas generales para ser revisadas, para saber lo que en poder de ellos quedaba cada año y hacerles cargo, y para disponer del sobrante según las necesidades lo exigiesen, así como disponían de las demás cantidades de la contribución de la Hermandad.
      El artículo 26 establece: que no hallándose dispuesto ni declarado en estas Ordenanzas de una manera cumplida cómo se habían de instruir los autos y procesos sobre los delitos y casos de Hermandad en primera y segunda instancia, ni fijados los plazos y términos que debían concederse á los litigantes para evacuar sus pruebas y defensas, ni los derechos y salarios que habían de llevar los ejecutores y escribanos del Consejo de la Hermandad por las cartas y provisiones que libraren, y por los otros autos y escrituras que ante ellos pasaren, se mandaba, que todo lo contenido y declarado en este cuaderno fuese guardado y ejecutado cumplidamente en todo y por todo; y que acerca de lo que en él no estuviere especialmente proveído, se atuviesen á la forma que se guardaba en el Consejo de la justicia ordinaria, así respecto del conocimiento y fallo de los negocios y derechos, como en todas las otras cosas, no siendo contrario á estas leyes; y que si ocurrían otras dudas recurriesen á los Reyes, quienes mandarían lo que fuese de su Real agrado.
      Los dos artículos siguientes hacen una reforma de suma trascendencia en la institución, restringiendo al elemento popular su intervención en ella, y dejando su gobierno sujeto casi exclusivamente á los Reyes.
      El artículo 27 establece: que tengan el encargo de las cosas de la Hermandad en el Consejo Real, ó lo que es lo mismo, que compusiesen el Consejo de la Hermandad, mientras fuese la voluntad de los Reyes, el Reverendo en Cristo padre D. Alfonso de Burgos, Obispo de Palencia, Capellán mayor de los Reyes y Presidente de las Hermandades; el Provisor de Villafranca D. Juan Ortega, Sacristán mayor de los Reyes; Alfonso de Quintanilla, Contador mayor de Cuentas; y el Licenciado Gonzalo Sánchez de Illescas, todos individuos del Consejo Real; autorizándolos para que librasen, diesen y mandasen dar cartas y provisiones Reales, con el título ó encabezamiento de los Reyes según el estilo acostumbrado en el Consejo y Audiencia Reales; mandando que dichas cartas libradas en la forma indicada, fuesen obedecidas y cumplidas en los Reinos y Señoríos de la Corona de Castilla aunque no fuesen señaladas con el sello Real.
      En el mismo artículo se manda que residiesen con los individuos del Consejo dos letrados para entender en la ejecución de la justicia, y dar la forma de cómo se habían de instruir los procesos que ante ellos se tratasen; para hacer las relaciones de ellos, entender en las cosas finales á fallos definitivos y lo demás que fuese necesario al mejor servicio del Estado. Estos dos letrados, asesores y relatores al mismo tiempo, tenían obligación, cuando los individuos del Consejo de la Hermandad para atender mejor al gobierno de la institución se repartían, y unos estaban allende los puertos, es decir, en Castilla la Vieja y provincias del Norte, y los otros aquende los puertos ó Castilla la Nueva y provincias del Mediodia, de ir cada uno de ellos á una de estas partes.
      El artículo 28 establece: que haya cuatro veedores ó inspectores que anduviesen todo el año visitando las provincias para que viesen cómo se administraba y ejecutaba la justicia en los casos de Hermandad; como se invertían los fondos destinados á la persecución de malhechores; cómo estaban provistos los pueblos de Alcaldes de Hermandad y de Cuadrilleros, y para que todos los años llevasen á la Junta general relación del número de malhechores, que por casos de Hermandad habían sido justiciados y castigados en el tiempo que había mediado desde una junta á otra, pues la experiencia había demostrado la utilidad de dichos visitadores. Dos de ellos debían residir allende los puertos, y los otros dos aquende los puertos; y en este mismo artículo se manda les fuesen dadas las cartas reales de poder y facultad para ejercer dichos cargos.
      Por el contenido de estos dos artículos se ve la gran reforma verificada en el gobierno de la institución, reforma que fué el preludio de las que se habían de seguir inmediatamente después, en los años siguientes, en el número y composición de las fuerzas de la misma, para que de la institución saliese el Ejército permanente, sujeto única y exclusivamente á la voluntad de la Corona. En efecto, hemos visto por estas Ordenanzas desaparecer los Diputados generales de la Junta suprema, y en lugar de ellos introducirse en el Consejo, además del Obispo Presidente y de los autores y organizadores de la institución, Quintanilla y Ortega, un letrado con la calidad de Consejero, y otros dos letrados con la calidad de Asesores y Relatores; los Diputados provinciales tomar el nombre de Jueces ejecutores, y nombrarse cuatro Visitadores para todas las provincias de España; quedando así la institución de hecho y de derecho exclusivamente á las órdenes de los Reyes.
      No son menos importantes los artículos que siguen:
      El artículo 29 establece: que no paguen los gastos y contribuciones de la Hermandad las iglesias, monasterios, los religiosos, las personas eclesiásticas constituidas en orden sacra, los clérigos y beneficiados, y los hombres y mujeres hijosdalgo conocidos ciertamente como tales; pero que la pagasen todos los pecheros del Reino, así los que acostumbraban pagar pedidos y monedas, ó pedidos solos, ó monedas solas (1); los monederos, ballesteros y monteros que hasta entonces eran ó habían sido criados; los que habían sacado privilegios de hidalguía cuando comenzó á reinar D. Enrique IV, exceptuando de éstos los que mantenían caballo y armas con arreglo á la ley de Madrigal. También debían pagarla todos los excusados y paniaguados de todas las iglesias y monasterios, y todas las demás personas eclesiásticas y seglares que no fuesen las indicadas, pagando y contribuyendo llanamente cada cien vecinos con 18,000 maravedís para el sostenimiento de un hombre de á caballo como hasta entonces se había hecho, siendo la voluntad de los Reyes que no por pagar esta contribución dichas personas perdiesen sus privilegios, franquezas y libertades, ni se les causase daño alguno ni perjuicio en ellas, sino que en todo se les guardase y reservase su derecho, como por las presentes Ordenanzas se les reservaba, y que en las demás cosas gozasen de todos sus privilegios, franquezas y prerrogativas.
      El artículo 30 establece: que los Concejos pudiesen pagar la contribución de la Hermandad, haciendo repartimientos ó derramas entre los vecinos de los pueblos ó sacando los fondos necesarios de sus propios y rentas ó imponiendo algunas sisas (impuestos arbitrarios sobre determinadas especies), pues para todo se les daba licencia y facultad (2); que las personas eclesiásticas y los hijosdalgo exentos de pagar dicha contribución que no impidan ni se opongan á que los Concejos echen las derramas y lancen las sisas, siempre que no fuesen en perjuicio suyo; y que el que lo contrario hiciere ó pusiere algún impedimento, que fuese tenido por ajeno y extraño á la Hermandad y que ni él ni á los suyos se les hiciese justicia por vía de Hermandad, aunque contra ellos se cometiese delito comprendido en alguno de los casos.
      El artículo 31 ordena: que en todas las ciudades, villas y lugares donde se hubiese de recaudar la contribución de la Hermandad por vía de padrones y repartimientos, que se hiciese pacíficamente y sin escándalo, y según habían acostumbrado hacerlo.
      El artículo 32 ordena: que en las ciudades, villas y lugares exentos, que sin perjuicio de sus exenciones y libertades, servían con cierto número de lanzas á la Hermandad, los Concejos, justicias y Regidores de dichos lugares, proveyesen de manera que buenamente se pagasen los maravedís que importaban dichas lanzas y se recaudasen sin escándalos ni alborotos; que la mayor parte de dichos Concejos se pusiesen de acuerdo sobre la manera de usar aquellas lanzas; que hiciesen porque no se quitasen las sisas ó derramas para pago de los indicados maravedís, y que los que moviesen escándalo y alboroto para impedir el pago, perdiesen todos sus bienes, aplicándolos á los gastos de la Hermandad, y que fuesen presos y llevados á la Corte para que allí fuesen castigados según la gravedad de su culpa.
      El artículo 33 ordena: que ningún Concejo ni Universidad repartiese ni pudiese repartir por vía de contribución, ni de sisa, ni de otra manera, con el pretexto de pagar á la Hermandad más maravedís que los que se necesitasen para dicho objeto en aquel año; que no mezclasen, ni juntasen, ni repartiesen la contribución de la Hermandad al mismo tiempo y confundida con otros pechos y contribuciones, aunque lo necesitasen para pagar otras deudas y cargos que tuviesen, sino que se hiciesen los repartos con la debida separación; y que ningún Concejo ni persona singular osara meter la mano ni apoderarse de cantidad alguna de los fondos destinados á la Hermandad, con el pretexto de tomarlos prestados para sus necesidades, ni de otra manera; so pena que los que tal hicieren pagasen para las costas de la Hermandad el duplo del cupo que correspondiese al Concejo.
      El artículo 34 manda poner investigadores en los pueblos que se quejaban de haber sido agraviados en la formación de sus padrones, á costa de los mismos pueblos, para que viesen si las quejas eran fundadas y se les hiciesen las rebajas que fuesen justas; y que se enviasen también investigadores á otros pueblos, para que, si por el contrario, se habían cometido fraudes en sus encabezamientos, se les recargase lo que según estas leyes debieran pagar.
      El artículo 35 es de los más notables de estas Ordenanzas, porque demuestra con que repugnancia miraban la institución cierta clase de gentes, y qué interés tan grande tenían los Reyes en que todos los pueblos de la Corona de Castilla entrasen en ella, cuando consignaron penas tan enormes para los que todavía se resistiesen.
      Dice este artículo que, supuesto que algunas ciudades, villas, lugares y tierras de algunos caballeros del Reino, no habían querido ni querían pagar lo que les correspondía de la contribución de la Hermandad, mientras que los Reyes proveían lo que en esta parte fuese mejor al servicio de la institución, mandaban, que luego que en la Junta general y tierras de realengo, de abadengo y señorío, se pregonase quienes no querían contribuir ni pagar lo que les correspondía, siendo rebeldes á los mandamientos Reales y á lo contenido en estas leyes, las gentes de la Hermandad de las provincias donde se hallasen dichos pueblos rebeldes, no tratasen ni comunicasen con ellos en cosa alguna que fuese de su provecho y utilidad, les pagasen las deudas que les debiesen, ni labrasen sus heredades, ni les guardasen sus ganados, ni comprasen sus mercaderías, ni fuesen á sus ferias y mercados, ni les dejasen venir á negociar ni á contratar á las tierras y lugares de la Hermandad; que se les considerase ajenos á ella; que careciesen de sus beneficios, y que por los Jueces de la Hermandad no se les hiciese justicia aunque contra ellos se cometiesen casos de Hermandad; y que el que hiciere lo contrario de lo que aquí se manda, por la primera vez incurriese en la pena de 30,000 maravedís y por la segunda perdiese todos sus bienes para los gastos de la Hermandad de la provincia donde sucediere.
      El artículo 36 dispone: que el reverendo padre D. Alonso de Burgos, Obispo de Palencia; D. Juan Ortega, Provisor de Villafranca, y D. Alonso de Quintanilla, Contador mayor de Cuentas de las Hermandades, ó dos de ellos, con tal que uno de los dos fuese D. Alonso de Quintanilla, que entendiesen en las cosas de la hacienda de la Hermandad, es decir, en la recaudación y distribución de los fondos de la misma, disponiendo acerca de dichos fondos, como buenos y leales servidores, lo que les pareciere y creyeren que sería para el mejor servicio del Estado, de manera que todo lo que ordenasen acerca de la contribución, sueldos y gente de la Hermandad, se asentase en los libros que llevaban los referidos Provisor y Contador, según lo dispuesto en la Junta celebrada en la ciudad de Tarazona, y que los dos expresados personajes formasen parte y residiesen en el Consejo de los casos de la Hermandad y asistiesen á las Juntas generales que por mandato de los Reyes se celebrasen, como hasta entonces lo habían hecho, en premio de los notables servicios que habían prestado; porque en ello y dello auemos seydo é somos mucho seruidos.
      El artículo 37 ordena: que los Jueces ejecutores y sus tenientes lleven de derechos, cuando hicieren alguna ejecución á petición del Tesorero de la provincia, 40 maravedís por cada millar que debiese el Concejo que fuere ejecutado hasta la cantidad de 5,000 maravedís, de manera que aunque la deuda del Concejo fuese mayor que dicha cantidad, el ejecutor no pudiese cobrar más de 200 maravedís por sus derechos, y eso después de haber cobrado el Tesorero. Que los escribanos de las provincias fuesen especialmente á hacer las ejecuciones, siendo requeridos para ellos por el Juez ejecutor, dándoles el mandamiento necesario; pero que no pudiesen llevar derechos por esta clase de ejecuciones. Que siendo rebeldes algunos Concejos y resistiéndose á que les tomen prendas y los ejecuten, que en estos casos los Jueces ejecutores pudiesen llevar hombres de á pie y de á caballo para llevar á efecto la ejecución; cobren los de derechos de ella, y además las costas que hiciere dicha gente y dos Alcaldes de Hermandad de dos lugares de la comarca que debían acompañar al Juez ejecutor. Que si los Concejos no querían pagar al Tesorero la contribución en los plazos acostumbrados, sufriesen un recargo de 100 maravedís por cada millar en pena de su rebeldía; que la mitad del producto de dicha pena fuese para el Tesorero, y la otra mitad para las arcas de la Hermandad. Y que para vender los bienes embargados, bien á los Concejos ó bien á particulares, se procediese de la manera siguiente: los bienes inmuebles ó raíces debían ponerse en amoneda pública por espacio de nueve días y pregonar su venta por tres veces, y los bienes muebles por tres días y los mismos tres pregones, sin que se guardase ni interviniese otra forma ni orden alguno de derecho.
      Y el artículo 38 y último de estas célebres Ordenanzas, da las reglas que se habían de observar en la celebración de las Juntas generales y provinciales, fijando la clase de personas que á ellas habían de asistir. Este artículo ordena: que cada año se celebre una Junta general en el lugar y tiempo que los Reyes determinaren. A esta Junta debían asistir los Procuradores y mensajeros de todas las ciudades, villas y lugares principales del Reino, los Procuradores de las tierras de los Grandes, Prelados y Caballeros; que la ciudad, villa ó lugar principal y las tierras de los Grandes que no enviasen sus Procuradores y mensajeros á las referidas Juntas generales, que pagaran en pena 20,000 maravedís para la Hermandad, y todo lo que se hiciere y otorgare les obligase como si hubiesen asistido sus Procuradores á la Junta general. Terminada la Junta general, los Jueces ejecutores debían celebrar Juntas provinciales, cada uno en su provincia, según lo tenían de costumbre; á estas Juntas debían concurrir los Procuradores y mensajeros de la cabeza ó capital de la provincia y de las villas y lugares de toda ella; y así reunidos se les notificaba las cosas que en la Junta general se habían acordado, y las leyes y Ordenanzas que los Reyes mandaban promulgar, atendiendo de esta manera al mejor cumplimiento en la administración de justicia, y favoreciendo á los Alcaldes y cuadrilleros para que sin trabas de ninguna especie, ni temor alguno, pudiesen desempeñar con toda seguridad, su difícil cometido. Los Concejos que no enviaban sus Procuradores á la Junta provincial, habiéndoles notificado el día en que la Junta debía celebrarse, incurrían en la pena de 4,000 maravedís que se destinaban á la persecución de los malhechores en la provincia respectiva.
      Hemos expuesto en este capítulo toda la parte legislativa de la por tantos títulos celebérrima institución de la Santa Hermandad, organizada por los Reyes Católicos para restablecer en toda la monarquía castellana el imperio de las leyes, el respeto al principio de autoridad, y devolver la paz y la tranquila á los ciudadanos productores, industriosos, pacíficos y honrados, sin lo cual es imposible la existencia de toda sociedad civilizada. Nos hemos extendido en dar á conocer las leyes de esta institución, porque de otra manera tampoco puede darse á conocer la institución misma; siendo de todo punto insuficientes para adquirir tal conocimiento las ligeras citas é indicaciones que acerca de ella se encuentran en las historias generales y en algunos estudios históricos particulares, en que se echa de ver que los autores han ido tomando sus ideas y conceptos unos de otros, sin pararse á examinar minuciosa y detenidamente los fundamentos, los detalles, el carácter, por decirlo así, de esta institución al ocuparse de ella; de esta institución, honra de la nación española, pues al finalizar el siglo XV la presenta á la faz de las demás naciones en un grado de civilización que ninguna otra hasta entonces había alcanzado, probando que los hijos de esta nación privilegiada, al mismo tiempo que con valor heroico, con sublime constancia, con pericia militar consumada, proseguían aquella guerra tradicional, herencia que sus padres les habían dejado, sabían cultivar las ciencias morales y políticas, para crear instituciones tan robustas, tan firmes, tan bien regidas, para los altos fines antes indicados; de esta institución, que pudiendo servir de modelo en el siglo presente, son muy pocas las personas, aún entre las más eruditas, que en el día la conocen; antes, por el contrario, cuando de ella se habla, entreabren sus labios con sonrisa desdeñosa, y en tono de mofa, y afectando una erudición que no tienen en esta materia, recuerdan un gracioso y punzante equívoco del más esclarecido de nuestros ingenios, sin pararse á considerar que aquel sarcasmo no va dirigido contra los individuos de esta institución, pues en tiempos del inmortal Cervantes, como se verá en el capítulo siguiente, ya verdaderamente no existía; y por último, otra razón más poderosa todavía nos ha impulsado á hacer este estudio algo más detenido, aunque no tanto como el asunto lo merece; cual es, la gran analogía que en su organización y servicios tiene con la actual institución de la Guardia Civil; y ¡cosa rara! recorriendo nuestra historia, á través de los siglos, sólo encontramos con destino á la seguridad pública, la primera de todas las necesidades sociales, dos instituciones que por su organización, régimen y disciplina, casi idénticos, hayan sido las únicas que han llenado cumplidamente su cometido, que se hayan hecho amar y respetar en toda la nación, que hayan sido la genuina representación del brazo fuerte de la justicia, en una palabra, la magistratura armada. Estas dos instituciones, únicas en su género y casi idénticas que se han conocido en España, como se verá mas adelante, la Santa Hermandad organizada por los Reyes Católicos y la actual Guardia Civil; y lo que es aún más raro y efecto solamente de una feliz coincidencia, ambas instituciones han sido creadas en circunstancias análogas para la nación, y al empuñar las riendas del gobierno dos Reinas esclarecidas, del mismo nombre, cuya memoria conservará con amor la posteridad, porque las dos, al ascender al Trono inauguraron igualmente dos épocas de gloria y de prosperidad para la España: Isabel I é Isabel II.