CAPITULO III.

      Servicios notables hechos por las Capitanías de la Santa Hermandad, tanto para extirpar los malhechores y apaciguar las disensiones entre los nobles, como en la guerra contra los moros.— Noticias biográficas del Capitán General de la Santa Hermandad, primer Duque de Villahermosa, de los Capitanes más célebres de la misma y de otros personajes que desempeñaron altos cargos en la institución.— Grandes auxilios en hombres y en recursos de toda especie prestados á los Reyes por la Santa Hermandad en la guerra contra los moros.— Gran reforma verificada en las Capitanías de la Santa Hermandad el año de 1488 elevando su fuerza á 10,000 hombres.— Noticia de otras reformas militares verificadas en los años posteriores.— Extinción de la Junta suprema y de las Capitanías de la Santa Hermandad en el año de 1489.— A que quedó reducida esta institución después de la disposición precedente.— Causas verdaderas de su desprestigio y completa desaparición.— Gravísimo error cometido por los Reyes Católicos al disolver al disolver el Consejo y las Capitanías de la Santa Hermandad.— Críticas mordaces de insignes escritores contemporáneos, presentadas bajo su verdadero punto de vista y reducidas á su verdadero valor.— Las leyes de la Santa Hermandad recopiladas por D. Felipe II.— Noticia de las Hermandades de Aragón y de Navarra.— Confirmación de los privilegios de la Santa Hermandad Vieja de Toledo, Ciudad Real y Talavera por los Reyes Católicos en 1495.— Disposiciones tomadas por los Reyes sucesores hasta D. Felipe V, acerca de esta antiquísima institución, única que sobrevivió á todas las del mismo género en el siglo XVI.— Conclusión y resumen de la segunda época.

      Hemos dicho al terminar el capítulo precedente que recorriendo la Historia de España, sólo encontramos, con destino á la seguridad pública, dos instituciones que hayan desempeñado cumplidamente tan delicada misión, en bien de toda la nación en general. En efecto, su acción benéfica no estaba reducida á estrechos límites de un distrito ó de una provincia; partiendo ambas igualmente de un centro poderoso, y no estando sujetas á los caprichos de las autoridades de provincia, ni dependiendo en subsistencia de tales y cuales localidades, han podido abrazar con sus fuerzas toda la monarquía y derramar por todos sus ámbitos los beneficios de su influencia protectora. Hemos dicho también que estas dos instituciones eran la Santa Hermandad organizada por los Reyes Católicos y el actual Cuerpo de guardias civiles; pero antes de pasar adelante, debernos decir, que este Cuerpo sólo puede compararse con la antigua institución cuando ésta estaba organizada en Capitanías, equivalente actuales Tercios; cuando aquellas Capitanías estaban mandadas por militares de alta reputación, caballeros escogidos de ilustre cuna, de intachable conducta privada, y que habían prestado eminentes servicios en las guerras; teniendo la dirección y mando de todas, nada menos que un hermano del mismo Monarca, personaje en quien concurrían todas las prendas más insignes de un General consumado y de un distinguido caballero, y á quien el Rey respetaba y tenía las mayores consideraciones en atención á su mayor edad y á sus eminentes servicios. Sólo puede compararse el Cuerpo de guardias civiles con la Santa Hermandad, considerando á esta institución organizada como lo estuvo desde el año de 1476 hasta el de 1498. Disuelto el Consejo supremo de la Hermandad, extinguidas la Capitanía General y las Capitanías ó tercios de la misma, la institución quedo desnaturalizada, dejó de existir; en lugar de ser lo que antes había sido una magistratura armada, fuerte y poderosa, que con la frente erguida y la mirada arrogante se presentaba donde quiera que había necesidad de su auxilio; que sólo con su nombre aterraba á los malvados, grandes y pequeños, con la malhadada disposición de 1498 quedó reducida á una policía mal organizada, que bien pronto olvidó sus tradiciones, con demasiadas atribuciones para que dejara de cometer abusos y acarrearse el odio y el desprecio de los pueblos: hubiera valido más que al despojarla los Reyes de su fuerza y organización militar, la hubiesen borrado el nombre; pero no anticipemos ideas.
      Organizadas las Capitanías de la Santa Hermandad como lo están en el día los Tercios de la Guardia Civil, que aunque diseminadas las plazas de que constan en sus respectivos distritos, en caso de necesidad, y según la plantilla aprobada en el año de 1853, de que hablaremos en lugar oportuno, pueden organizarse en batallones y escuadrones, de la misma manera las Capitanías en caso necesario se reunían y organizaban, con arreglo á las Ordenanzas militares que regían en aquella época en Capitanías y batallas, equivalentes hoy á batallones y brigadas. Con esta organización, y habiéndose previsto el modo de atender á la seguridad de los pueblos, cuando los Reyes necesitasen servirse de las Capitanías, el conjunto de éstas presentaba un lucidísimo y numeroso Ejército de caballería, el arma principal de aquellos tiempos, así pesada como ligera, con un personal selecto aguerrido, y con Jefes y Oficiales de la más distinguida reputación, cual convenía á un cuerpo destinado á ejercer tan variadas y delicadas funciones. No tardaron en dar señaladas pruebas de cuanto eran capaces y de cuán bien sabían interpretar el pensamiento de los Reyes y de sus consejeros, los que tanta parte tuvieron en la organización, y fueron siempre el sostén y los defensores de la institución.
      No vamos á hacer una extensa reseña de los servicios prestados por las Capitanías de la Santa Hermandad, porque los límites de esta obra no nos lo permite; pero sin faltar á la brevedad á que nos vemos obligados, vamos á presentar una serie de hechos gloriosísimos, que prueban cuán bien organizada estaba aquella institución, y que beneficios tan inmensos puede reportar la sociedad de instituciones que, organizadas como la de que tratamos y la actual Guardia Civil, en tiempos de paz se consagran á la seguridad pública, y en tiempos de guerra y de revueltas, constituyen un cuerpo de tropas veteranas, escogido y selecto, modelo de valor y de disciplina, y que á todas las virtudes militares reúnen además sus Jefes, Oficiales é individuos un conocimiento exacto y minucioso de la topografía del terreno, de sus recursos, del carácter de sus habitantes, lo cual hace que las Capitanías ó Tercios, operando, bien por sí mismas, bien formando parte de otros cuerpos de tropas, hayan sido y sean siempre de la mayor utilidad para la nación, siendo esta la causa verdadera de que semejantes instituciones siempre se hayan perpetuado en las naciones civilizadas y se mantengan con la mayor brillantez.
      En el año de 1476, cuando los Reyes Católicos reorganizaron la Santa Hermandad de una manera desconocida hasta entonces, el Reino de Castilla sufría toda clase de males: guerras con enemigos exteriores, turbulencias interiores, escándalos y crímenes en demasía. Las campiñas y montañas estaban asoladas; las calles de las ciudades eran un campo perenne de batalla; los castillos y casas fuertes inmundas cavernas de asesinos y ladrones.
      Después de la batalla de Toro, la ciudad de este nombre aún continuaba en poder del Rey de Portugal, el cual, para sostenerse más tiempo en Castilla, la tenía muy guarnecida de gente y pertrechos de guerra; lo mismo hizo con las demás plazas que estaban alrededor de ella, especialmente con la villa de Cantalapiedra. Inmediatamente que quedó organizada la Santa Hermandad, D. Fernando ordenó á su hermano el Duque Villahermosa que sitiase aquella villa y pusiese guarniciones contra la de Castronuño para evitar los robos que la gente de ella hacía en todas aquellas comarcas; también le mandó cercar las villas de Cubillo y Sieteiglesias.
      Hecho esto, pasó D. Fernando á socorrer á Fuenterrabía, cercada por los franceses; conseguido este objeto, mandó retirar las tropas que había juntado, y sólo con alguna fuerza de la Santa Hermandad y acompañado del Condestable Conde de Haro, entró en las montañas de las Provincias Vascongadas y castigó muchos criminales y ladrones, haciendo derribar muchas casas fuertes donde aquellos ocultaban las presas de su ferocidad y de sus malos instintos.
      A principios del año 1477, intentó la Reina, que estaba en la villa de Tordesillas, hacer un esfuerzo para apoderarse de la ciudad de Toro, que, como queda dicho, estaba en poder de los portugueses; pero habiendo salido frustrado el ataque, mandó bloquear dicha ciudad por cinco Capitanes de la Santa Hermandad. Vigiladas perfectamente las entradas y salidas de la ciudad por aquellos Capitanes, bien pronto encontraron un medio de apoderarse por sorpresa de aquella importante plaza; siendo el primero en introducirse una noche en ella el Capitán Pedro de Velasco, al frente de su Capitanía, siguiéndole los Capitanes Vasco de Vivero, Pedro de Guzmán, Bernal Francés y Antonio de Fonseca, llevando entre todos seiscientos hombres de la Santa Hermandad.
      Después de este suceso se trató en Medina del Campo, en el Consejo de los Reyes, una cuestión de la más alta importancia para llevar á feliz término la conclusión de aquella guerra. Era necesario apoderarse á todo trance de las fortalezas de Castronuño, Cubillas, Sieteiglesias y Cantalapiedra, bloqueadas desde el año anterior; y pacificar la Extremadura que por ser provincia limítrofe de Portugal y por los muchos tiranos que en ella tenían fortalezas y castillos, era un foco permanente de guerra y una sentina de escándalos y de crímenes. Celebrado el Consejo, la Reina quería ir en persona á Extremadura, mientras el Rey acababa de rendir las fortalezas mencionadas y terminaba la pacificación de las comarcas de León y Castilla la Vieja. El Consejo se opuso unánimemente á que los Reyes fueran á Extremadura; diciendo, que primero les era necesario tener en aquella provincia alguna ciudad ó villa donde las Reales personas pudiesen fijar su residencia, lo cual no tenían, porque todas se hallaban en poder de los enemigos ó de señores rebeldes; que aunque los pueblos en general estaban dispuestos á obedecer á los Reyes no había ninguno que no tuviese fortaleza enajenada en poder de algún caballero ó tirano que en los tiempos pasados y en los presentes no hubiese cometido tales crímenes que no estuviesen temerosos de la justicia, y que viendo en aquellas partes á los Reyes se alarmarían de tal manera, que por defender sus vidas, con el gran poder que tenían, podrían hacer desacato á los Monarcas.
      El Consejo era de opinión que el Rey fuese á activar las operaciones contra Castronuño, Cubillas, Sieteiglesias y Cantalapiedra, y que la Reina fuera á la ciudad de Toledo para desde allí proveer con toda prontitud y oportunidad á todas las cosas que ocurriesen así en Andalucía como en Extremadura, mandando á esta última provincia á un Capitán con gran número de gente, que reuniéndose con el Comendador Mayor de León y el Conde de Feria, pusiesen en paz toda aquella tierra y resistiesen á los portugueses. La Reina manifestó ser de contraria opinión: «á mí me parece, dijo, que el Rey mi señor debe ir á aquellas comarcas de allende el puerto, é yo á estotras partes de Extremadura, para proveer en lo uno y en lo otro. Verdad es que en mi edad algunos inconvenientes se muestran de los que habéis declarado: pero en todos los negocios hay cosas ciertas é dubdosas, ó también las unas como las otras son en las manos de Dios, que suele guiar á buen fin las justas é con diligencia procuradas.» El Rey se adhirió al parecer de su heroica consorte, é inmediatamente partió de Madrid para Medina del Campo; allí hizo venir á los Capitanes que mandaban las guarniciones puestas contra las mencionadas fortalezas, y tuvo Consejo de guerra con ellos y con el Duque de Villahermosa y el Conde de Haro. En aquel Consejo se resolvió sitiar formalmente aquellas fortalezas hasta apoderarse de ellas, para evitar los robos y asesinatos que hacían las gentes que en ellas se albergaban y que tenían despoblada la comarca. Esta empresa ofrecía ya menos dificultades por la rendición de la ciudad de Toro. En aquellos tiempos, como en todos los de guerras civiles y revueltas, los hombres perversos procuraban saciar sus dañadas intenciones, encubriéndolas bajo una bandera política, para aparecer menos criminales á los ojos de la sociedad: tales eran la gente y los Alcaides de las fortalezas de que nos ocupamos. Después de celebrado el Consejo de guerra en Medina del Campo, el Rey dio las disposiciones siguientes para llevar á cabo lo que en él se había resuelto.
      dio el mando del sitio de Sieteiglesias al Duque de Villahermoso; el de Cubillas á D. Pedro de Guzmán; el de Cantalapiedra al Obispo de Avila, á D. Sancho de Castilla y á los Capitanes Vasco de Vivero y Alfonso de Fonseca; y el de Castronuño á don Luis, hijo del Conde de Buendía y al Capitán D. Fadrique Manrique. Puestos estos sitios, el Rey andaba todos los días de uno á otro dando las órdenes necesarias. A los pocos días el Alcaide de Cubillas envió á decir al Rey que si le otorgaba la seguridad de su vida y de sus bienes, que le entregaría la fortaleza; el Rey se la otorgó; la fortaleza le fué entregada, y las fuerzas empleadas en aquel sitio pasaron á reforzar las que combatían á Castronuño, que era la empresa más difícil. El Duque de Villahermosa se dio gran diligencia para rendir á Sieteiglesias; habiendo conseguido en el término de dos meses cercarla estrechamente, la combatió tan de recio por todas partes con las lombardas, que eran las piezas de artillería que entonces estaban en uso, que los sitiados ofrecieron entregar la fortaleza si les otorgaban la vida; el Rey les concedió lo que pedían y mandó derribar la fortaleza. Un mes después, los de Cantalapiedra viendo que no podían esperar socorro, pidieron al Rey que les dejase ir á Portugal. El Rey les concedió lo que solicitaban, mandó demoler las fortificaciones de la villa y la restituye al Obispo de Salamanca, á quien pertenecía. Entonces todas las fuerzas empleadas contra las tres plazas rendidas pasaron á Castronuño.
      Era Alcaide de Castronuño un tal Pedro de Mendaña, hijo de un zurrador de Paradinas, aldea de la provincia de Salamanca. Este hombre osado y de perversas intenciones, había sido puesto de Alcaide en este castillo por D. Juan de Valenzuela, Prior de la Orden de San Juan, de cuya dignidad fué privado. Acaeció por entonces el alzamiento del Arzobispo de Toledo, del Maestre de Santiago, del Almirante de Castilla y de otros Prelados y Grandes del Reino contra D. Enrique IV, cuando enarbolaron la bandera del Príncipe D. Alfonso. Viendo el Alcaide de Castronuño una ocasión tan propicia para dar rienda suelta y satisfacer á sus perversas inclinaciones, comenzó por dar albergue y defender á todos los ladrones de la comarca con el fruto de sus rapiñas, á todos los tramposos, asesinos y criminales de toda especie. Habiendo reunido un gran número de gente perdida, á favor de aquella desastrosa y fratricida lucha, como no había Gobierno que se lo impidiese, se apoderó de las citadas fortalezas de Cubillas y Cantalapiedra, y fortificó á Sieteiglesias, guarneciéndolas con gente de aquella ralea, que vivían robando y asolando aquellas comarcas, y á su Jefe el de Castronuño entregaban la mayor parte de lo robado. Se apoderó también de la villa de Tordesillas, llegando con esto á tal punto su osadía, que impuso contribuciones de dinero, de pan, vino y viandas á las ciudades de Burgos, Avila, Salamanca, Segovia, Valladolid, Medina del Campo y todas las demás villas y tierras de aquel territorio. Además de estas contribuciones, que podemos llamar ordinarias, les imponía otras extraordinarias de dinero y ganados, y todo le era pagado á su voluntad, llegando á juntar de esta manera tantas riquezas, que pagaba sueldo á trescientos hombres de á caballo para que continuamente estuviesen á su servicio. Todos los Grandes del Reino de aquellas comarcas le temían y le daban dádivas para que no les hiciese guerra en sus tierras, y así vino á tener muchos servidores, y un tren y un Estado que ningún magnate podía competir con él. Tenía también á su servicio muchos hombres de extraordinario valor; pero tan pervertidos, criminales y desalmados, que así destruían las haciendas de los pobres ciudadanos como corrompían las costumbres. Pero como los malos son castigados en este mundo por su propia conciencia, el Alcaide de Castronuño vivía acongojado de continuos sobresaltos, con grande miedo de los extraños y más de los suyos; «ni lugar ni hora le eran seguros, dice el cronista, ni la noche tenía sin pena ni el día con reposo, porque estaba acompañado de malos homes, de quien recelaba ser muerto, é quisiera retraerse de aquella manera de vivir con parte de sus riquezas, salvo que estaba ya tan enlazado de los males en que él mesmo se metió, que ni estar en aquella vida le era seguro, ni para salir della tenía lugar. E ansí se mostró como los malos de sus mesmos males son combatidos, porque dellos les nacen tales trabajos, que les face vivir en continua pena.»
      Puestas todas las fuerzas mencionadas sobre Castronuño, mandó el Rey establecer dos reales ó campamentos y guardar muy bien el curso del río Duero, para que ni por tierra ni por agua pudiesen salir los sitiados ni entrarles socorros: hecho esto, mandó combatir la villa. Algunos Capitanes de los que allí estaban quisieron impedir el combate, pareciéndoles muy peligroso, porque la villa estaba muy fortificada con fosos, baluartes y otras defensas, y con una guarnición numerosa, valiente y desesperada; decían que teniéndolos cercados algunos días sin combatirlos se debilitarían sus fuerzas, y que trayendo más pertrechos se podría emprender el ataque con mayor fuerza y menor peligro. En efecto, el Alcaide de Castronuño, viéndose en una posición tan desesperada, había resuelto en su osadía medir su poder con el del mismo Rey, y se había puesto en completo estado de defensa. Tenía cuatrocientos hombres entre castellanos y portugueses, de los cuales, más de ciento eran escuderos castellanos, hombres muy aguerridos, que vivían con él; tenía grandes cantidades de víveres de todas clases, y de todo gran abundancia, y muchos pertrechos y piezas de artillería para ofender y defenderse: «de todas estas cosas estaba tan bien fornecido, dice el cronista, que ningún Rey pudiera mejor abastecer ninguna fortaleza que con gran diligencia quisiera tener proveída.» No obstante estas dificultades, otros Capitanes eran de opinión que debía procederse inmediatamente á atacar aquella villa y fortaleza, para aprovechar el desaliento en que la guarnición de la misma se encontraba por la rendición de las otras, y porque si se dilataba el combate hasta el invierno, que ya estaba bastante próximo, la gente y los caballos no podrían resistirlo, en el campo como estaban; que la pólvora y los pertrechos de guerra se echarían á perder y todo el Ejército sufriría mucho; que con el auxilio de Dios creían poder darse tal diligencia en el combate, que entrarían por fuerza en la villa, y aposentándose la gente en las casas podrían pasar el invierno con más comodidad y tener sitiada la fortaleza. Al Rey le pareció bien este consejo, y dio las órdenes necesarias para dar principio al ataque.
      Una mañana, al lucir la aurora, las tropas reales comenzaron á aproximar los pertrechos necesarios para cegar los fosos, y derribar las defensas exteriores, á fin de poder arrimar las escalas al muro y dar el asalto á la villa. Los de dentro salieron á impedir que las tropas del Rey cegaran los fosos, y se trabó una pelea tan encarnizada que murieron muchos de una y otra parte. Durante diez días no cesaron de pelear con indecible furor; pero al cabo, las tropas Reales y las Capitanías de la Santa Hermandad, consiguieron por fuerza de armas y después de haber tenido grandes pérdidas, cegar los fosos, derribar las obras exteriores y escalar la villa. Los sitiados se retrajeron entonces á la fortaleza, y las tropas se alojaron en las casas de la población. El Rey mandó barrear las calles y poner estancias bien pertrechadas al rededor de la fortaleza, de manera que quedase sitiada por todas partes. Hasta el año siguiente de 1478 no se rindió la fortaleza (1): al Alcaide se le permitió pasar á Portugal con lo que tenía dentro de la fortaleza, salvándole la vida el titularse partidario de aquel Rey; la fortaleza fué arrasada por sus cimientos. En la guerra civil entre D. Enrique IV y los partidarios de su hermano D. Alfonso, y durante todo el turbulento reinado de aquel desdichado monarca, el Alcaide de Castronuño había tenido muchos imitadores; así es que al comenzar á reinar los Reyes Católicos todo el territorio de la Corona de Castilla estaba plagado de bandidos, como el que acabamos de bosquejar, con los cuales no admiten término de comparación, los famosos caudillos de ladrones que se han conocido en el presente siglo, si bien alguno entre ellos llegó á poner en práctica, sin saberlo, el plan del de Castronuño de sujetar á una contribución forzosa á los labradores y propietarios de más de una provincia; y véase sólo por este facineroso cuán ardua empresa estaba confiada á las Capitanías de la Santa Hermandad: la de destruir, y extirpar aquella cizaña, aquella terrible plaga de la sociedad.
      En el año citado de 1177, mientras las tropas Reales y las Capitanías de la Santa Hermandad estaban ocupadas en el cerco de Castronuño, sucedió otro lance que vamos á contar, porque pinta lo relajadas que estaban las costumbres en aquel tiempo, la opresión que ejercían sobre los pueblos aquellos bandidos con título de señores, y la diligencia de los Reyes Católicos para castigarlos y restablecer el imperio de la justicia.
      Estando el Rey en Medina del Campo, vino á visitarle un caballero llamado García Osorio, que tenía el cargo de la justicia en la ciudad de Salamanca. Hizo presente al Rey que un caballero natural de dicha ciudad llamado Rodrigo de Maldonado, era desobediente á la justicia, observaba muy mala conducta; tiránicamente se había apoderado del castillo de Monleón, que era de dicha ciudad y estaba situado muy cerca de Portugal; que en aquel castillo había labrado moneda falsa y cometido otros muchos crímenes, con ofensa de Dios y del Rey, y gran daño de toda la comarca, á la cual tenía muy oprimida con sus robos y tiranías. El Rey prestó atento oído á aquella querella, y habiéndose informado minuciosamente de los delitos cometidos, por el Alcaide, en aquel mismo instante montó á caballo, y en secreto, acompañado solamente de un Secretario y de un Alcalde de Corte, que era el licenciado Diego de Proaño, en ocho horas anduvo el camino desde Medina á Salamanca. Llegado el Rey á esta ciudad se apeó en la posada del Corregidor, el cual le avisó que el Alcaide estaba en su casa con otros caballeros de la ciudad. El Rey no se detuvo ni un momento; volvió á montar á caballo y se dirigió á la casa donde se encontraba el Alcaide. No tardó en saberse en Salamanca la llegada del Rey, y al punto muchos vecinos se armaron, y llenos de alegría fueron á ponerse á su lado. El Alcaide, en cuanto supo la llegada del Rey, quiso huir, pero era tarde; el Rey estaba ya á la puerta de su casa con gran número de gente armada. Entonces huyó por los tejados y se metió en el monasterio de San Francisco. El guardián y los frailes, viendo que el Rey mandaba abrir las puertas del convento, salieron á suplicarle que no permitiese que se hiciese violencia en aquella casa de oración; que tuviese á bien, reverenciando como Príncipe católico, aquel templo de Dios, dar seguro para que aquel caballero que en él se había refugiado no padeciese muerte ni lesión en su persona, y que se lo entregarían para que se hiciera con él lo que Su Alteza mandase. El Rey se resistía á otorgar el seguro, porque el Alcaide no era digno, á causa de los muchos crímenes que había cometido, de gozar el privilegio de asilo que tenía la iglesia; pero por reverencia al templo, accedió á las humildes súplicas del guardián y de los frailes y les prometió perdonarle la vida, según se lo habían suplicado, si el Alcaide entregaba la fortaleza de Monleón. Los frailes, habiendo recibido el seguro del Rey, le entregaron el caballero, al cual mandó poner en prisiones y llevarlo á la fortaleza: estando cerca de ella, le dijo el Rey: Alcaide, cumple que luego me deis esta fortaleza. El Alcaide respondió: Pláceme de lo facer, dadme Señor lugar que fable con mi munjer, é con mis criados que están dentro para que lo fagan. El Rey mandó que saliesen seguros de la fortaleza á hablar con el Alcaide aquellos que él llamase; y habiendo salido algunos de sus criados, el Alcaide les dijo: Criados, el Rey demanda esta fortaleza, é yo estoy en sus manos, é mi vida está en las vuestras: por ende cumple que luego salgáis della, é decid á mi mujer que la entregue á quien el Rey mandare. Los criados del Alcaide volvieron al castillo con aquella orden; pero cuando se vieron dentro, dijeron, que en ningún caso entregarían al Rey aquella fortaleza, si al Alcaide y á ellos no les hacía grandes mercedes; y añadían, que si al Alcaide se le hacía algún daño, se juntarían con los portugueses y harían cruda guerra en Castilla. Viendo el Rey que se dilataba la entrega de la fortaleza, y que los que estaban en ella no solamente pedían mercedes, sino que hacían amenazas; lleno de indignación dijo al Alcaide: Disponeos Alcaide á la muerte que os dan esos á quien fiasteis la fortaleza. Y mandó que á la vista su mujer y de todos los que estaban en el castillo le degollasen. El Alcaide, viendo la sentencia del Rey y que le iban á degollar, daba voces á los suyos, pidiéndoles que entregasen la fortaleza, para que no le matasen. Sus criados le contestaban desde las almenas, que en ningún caso la entregarían, y que si él padeciese por aquella causa, habían de hacer tal guerra en Castilla, que su muerte sería bien vengada.— Llevado al lugar donde debía ser degollado, llamó á su mujer y la dijo: O mujer, gran dolor llevo por haber conocido tan tarde el amor tan falso que me mostrabas: sin dubda parece agora bien que te pesaba de mi vida, pues eres causa de mi muerte: no me mata por cierto el Rey, sino tú; ni menos me mata éste que me ata las manos, mas matándome mis criados porque les fié lo mío. ¿E qué me aprovecha, yo muerto, la venganza de mi muerte? Los que estaban en la fortaleza oían estas y otras palabras que aquel desventurado decía, y moviéndose á compasión, llamaron á voces y dijeron que la entregarían si se les daba seguro de sus vidas y de la del Alcaide. El Rey dio el seguro que pedían; y salieron de la fortaleza, que fué entregada á un caballero criado del Rey, que se llamaba Diego Ruiz de Montalvo, natural de la villa de Medina del Campo.
      Por este sencillo pasaje ó leyenda, que sin atavíos de ningún género hemos insertado, tomándola fielmente y tal como la trae la Crónica de Pulgar (1), puede penetrarse el lector de la situación horrible en que se encontraba todo el Reino de Castilla en aquellos años de triste recordación, y presumir lo que hubiese sido de la nación si á Reyes tan ineptos para el mando como D. Juan II y D. Enrique IV no hubiesen sucedido otros tan idóneos y de tan levantado espíritu como los dos jóvenes y regios consortes.
      Mientras que el Rey estaba tan bien ocupado en Castilla y en León, veamos cómo empleaba el tiempo la Reina en Extremadura.
      Poco después de haber partido D. Fernando de Madrid para poner sitio y apoderarse de las fortalezas de que se ha hecho mención, salió la Reina para Extremadura llevando consigo un cuerpo de tropas y algunas Capitanías de la Santa Hermandad. Luego que llegó á Guadalupe, envió á la fortaleza de Trujillo á su Secretario Pedro de Baeza, á decir al Alcaide que la entregase á Gonzalo de Avila, Señor de Villatoro, que la había de tener cierto tiempo en tercería según lo que los Reyes habían convenido con el Marqués de Villena. Es de saber, para inteligencia de nuestros lectores, que el Marqués de Villena, hijo y heredero de aquel Marqués del mismo título, de quien tanto hemos hablado en el primer capítulo de esta segunda parte, había sido uno de los magnates rebeldes que se habían unido al Rey de Portugal; pero viendo que la fortuna volvía la espalda á este Monarca, había solicitado volver á la gracia de sus legítimos Soberanos, y una de las cláusulas del convenio celebrado entre este magnate y la Corona, era que había de entregar la fortaleza de Trujillo en tercería por un tiempo determinado al Señor de Villatoro. La Reina, habiendo pasado á Extremadura, necesitaba el cumplimiento inmediato de aquella cláusula, tanto para que en aquella importante fortaleza hubiese gente que le fuese adicta y no contraria, cuanto por que en aquella ciudad quería fijar su residencia, para desde allí dirigir y dar impulso á las operaciones que iban á emprenderse, hasta conseguir la pacificación de aquella rica provincia, víctima entonces de la guerra y de las más inicuas tiranías. El Alcaide puesto por el Marqués de Villena, como no tenía conocimiento de aquel convenio y era muy fiel á su Señor, respondió á la Reina, con mucho imperio y con palabras duras y descomedidas, que en ningún caso entregaría la fortaleza, antes la defendería hasta el último día de su vida. La Reina, teniendo en cuenta las razones de algunos individuos de su Consejo, de los inconvenientes que tendría atacar formalmente aquella fortaleza por su proximidad á Portugal, volvió á enviar al mismo Secretario á invitar al Alcaide que la entregase, ofreciendo hacerle grandes dádivas y mercedes. El Alcaide se llenó más de orgullo con semejantes promesas, y con más dureza que lo había hecho la primera vez, respondió, que no la entregaría y que suplicaba á la Reina que ni le mandase entregar la fortaleza, ni que fuese á aquella ciudad, porque se vería en la necesidad de ponerse en estado de defensa, lo cual sería en agravio de Su Alteza. La Reina ya no pudo contener su indignación: ¿E yo, dijo, tengo de sofrir la ley que mi súbdito presume de ponerme, ni recelar la resistencia que piensa de me facer? ¿E dejaré yo de ir á mi cibdad, entendiendo que cumple al servicio de Dios é mío, por el inconveniente que aquel Alcaide piensa de poner en mi ida? por cierto ningún buen Rey lo fizo, ni menos lo faré yo. Inmediatamente mandó llamar gentes de armas de las ciudades de Sevilla, Córdoba, y de todas las demás de Andalucía, las cuales vinieron á su llamamiento. Partió de Guadalupe y se dirigió á Trujillo, donde fué muy bien recibida por todos los caballeros y por el pueblo de aquella ciudad, y acudieron á ofrecerles sus respetos el Maestre de Calatrava, el Clavero de la Orden de Alcántara y otros muchos caballeros de aquella provincia y sus comarcas. La Reina mandó traer toda la artillería, lombardas é ingenios de guerra que había en aquellos pueblos y en algunos de los más próximos de Andalucía; pero antes de dar principio al ataque de la fortaleza, mandó requerir nuevamente al Alcaide, el cual contestó entonces con mucha humildad que la Reina hiciese llamar al Marques de Villena. El Marqués, viendo la resolución tan determinada de la Reina, de que la habían de entregar la fortaleza, mandó al Alcaide que la entregara á cualquiera persona que la Reina mandase. El Alcaide abrió las puertas de la fortaleza, y entraron en ella todos los que la Reina mandó. Después entró ella acompañada de mucha gente; y por cumplir lo que había estipulado con el Marqués, mandó que fuese entregada para que por cierto tiempo la tuviese en tercería al Señor de Villatoro, pues no de otra manera quiso que volviese á poder de la Corona.
      En Trujillo se informó la Reina de los robos y crímenes que se cometían por las gentes de algunas fortalezas, especialmente las del castillo de Madrigalejo, del cual era Alcaide un tal Juan de Vargas, y las del castillo de Castilnovo, cuyo Alcaide se llamaba Pedro de Orellana. La Reina los mandó cercar. Los Alcaides, temiendo la indignación de la Reina, propusieron á los Capitanes de la Santa Hermandad, que estaban en aquellos sitios, que si la Reina les perdonaba los yerros y crímenes que habían cometido en los tiempos pasados, entregarían las fortalezas. La Reina les concedió el perdón con tal que satisfaciesen á los agraviados de todos los robos que habían hecho, y que se hallasen en poder de cualesquiera personas; y entregaron las fortalezas: la de Madrigalejo, desde la cual se habían cometido mayores crímenes y robos fué mandada derribar; con lo cual fué tal el miedo que se apoderó de todos los tiranos de aquella tierra, que en toda Extremadura no había un Alcaide que se atreviese á hacer ningún robo, ni fuerza de las que antes acostumbraban hacer, y todos vinieron ó enviaron sus gentes á ofrecer sus homenajes y respetos á la Reina.
      Puesta en tercería la fortaleza de Trujillo, se trasladó la Reina á Cáceres. Allí estuvo la Reina ocupada algunos días en hacer justicia á todas las personas que vinieron á reclamar ante ella, de las fuerzas y robos que en los tiempos pasados habían sufrido. Arregló el municipio de aquella ciudad y otros oficios de la misma; creó en ella Regidores perpetuos; puso en estado de defensa toda la frontera de Portugal, y guarniciones en la ciudad de Badajoz y en los demás lugares propios para la defensa de aquella provincia; todo con gran contento de sus habitantes.
      Después de haber dejado en paz toda la Extremadura, con saludable ejemplo para las demás provincias del Reino, pasó á Sevilla donde su presencia era muy necesaria.
      Recordará el lector lo que en otras partes hemos dicho acerca de las parcialidades y bandos del Duque de Medinasidonia y del Marqués de Cádiz, que tan trabajada y destruida tenían aquella rica y feraz provincia. En efecto, el Duque tenía en su poder el alcázar y las atarazanas de Sevilla, y el Marqués de Cádiz, la fortaleza de Jerez de la Frontera. Las fortalezas de las demás tierras y ciudades de aquella provincia habían sido enajenadas y se hallaban en poder de personas que á nadie respondían de su cargo, ni obedecían al Rey, ni á las ciudades, ni reconocían ningún superior, y para mejor satisfacer sus perversos instintos se unían ya á una, ya á otra, de las dos parcialidades.
      Llegada la Reina á Sevilla, fué recibida con gran placer y solemnidad por los caballeros, clerecía, ciudadanos y generalmente por todo el pueblo, haciendo en su obsequio grandes juegos y fiestas, que duraron algunos días. Habiéndose informado que había en aquella ciudad y su comarca muchos agraviados que deseaban verla para hacerle presente sus querellas, acordó celebrar audiencia pública todos los viernes en una gran sala del Alcázar. Sobre un estrado de gradas altas se sentaba cubierta con un paño de oro; en un lugar más bajo se sentaban en un lado los Prelados y los Caballeros, y en otro los Doctores del Consejo Real. Los Secretarios de la Reina se sentaban delante de ella; tomaban las peticiones de los agraviados y le hacían la relación de ellas. Delante de la Reina se colocaban también los Alcaldes y Alguaciles de la Corte y los ballesteros de maza; y así, con todo este aparato y solemnidad, celebraba sus audiencias y administraba justicia aquella Reina incomparable. En la administración de la justicia era por demás ejecutiva, y mandaba que sin la menor dilación se evacuasen todas los querellas. Si alguna causa exigía que se oyese á entrambas partes, daba la comisión á algún Doctor de su Consejo, encargándole que inquiriese la verdad con tal diligencia, que al tercer día de presentada la querella se hubiese hecho justicia al agraviado. De esta manera, en el término de dos meses quedaron terminados muchos pleitos civiles y causas criminales que estaban pendientes de mucho tiempo atrás; fueron ejecutados y castigados con pena de muerte muchos malhechores, restituidas muchas personas á la posesión de los bienes y heredades de que injusta y forzosamente habían sido despojados. Con estas justicias, ejecutadas con tanta prontitud y energía, la Reina Isabel se hizo tan amada de los buenos como temida de los malos, los cuales llegaron á cobrar tal miedo, que se ausentaron de la ciudad, refugiándose en Portugal, en tierra de moros y en otras partes. Como eran tantos los que se vieron obligarlos á huir del rigor de la justicia, los caballeros, los ciudadanos y el Concejo de la ciudad, considerando que según la gran disolución de los tiempos pasados, habría muy pocos que careciesen de culpa, hablaron con el Obispo de Cádiz, D. Alfonso de Solís, residente á la sazón en Sevilla, como Provisor del Cardenal de España en aquella Iglesia metropolitana, y acordaron suplicar á la Reina un perdón general para todos. Un día, el citado Obispo, acompañado de gran multitud de caballeros ciudadanos y mujeres, cuyos maridos, hijos y hermanos, habían tenido que ausentarse de la ciudad por miedo á la justicia, se presentó á la Reina cuando se hallaba celebrando audiencia pública, y pronunció delante de S.A., un extenso y bien pensarlo discurso, del cual vamos á insertar solamente los primeros periodos, que pintan muy á lo vivo las causas verdaderas de tantos crímenes como entonces se cometían y las ideas de aquel tiempo.
      «Muy alta y excelente Reina é Señora, estos caballeros é pueblo desta vuestra cibdad, vienen aquí ante vuestra Real Majestad: é vos notifican, que quanto gozo ovieron los días pasados con vuestra venida, tanto terror y espanto ha puesto en ella el rigor grande que vuestros Ministros muestran en la ejecución de la justicia; el cual les ha convertido todo su placer en tristeza, toda su alegría en miedo, é todo su gozo en angustia é trabajo. Muy excelente Reina é Señora, todos los homes generalmente, dice la Sacra Escritura, que somos inclinados á mal; é para refrenar esta mala inclinación nuestra, son puestas y establecidas leyes é penas, é fueron por Dios constituidos Reyes en las tierras, é Ministros para las ejecutar, porque todos vivamos en paz é seguridad. Pero cuando los Reyes é Ministros son tales de quien no se haya temor, ni geles cate obediencia, no nos maravillemos que la natura humana, siguiendo su mala inclinación, se desenfrene, é cometa delictos y excesos en las tierras: especialmente en esta vuestra España, donde vemos que los homes por la mayor parte pecan en un error común, anteponiendo el servicio de sus señores inferiores á la obediencia que son obligados á los Reyes sus Soberanos señores. E por cierto, ni á Dios debemos ofender, aunque el Rey lo quiera, ni al Rey anque nuestros señores nos lo manden. E porque pervertimos esta orden de obediencia, vienen en los Reinos muchas veces las guerras que leemos pasada; é los males que vemos presentes...............................................»
      Luego que el Obispo terminó su discurso en que hacía ver que la verdadera causa de todos aquellos crímenes habían sido la guerra entre los dos magnates, movida la Reina á compasión por las palabras del Prelado y por las lágrimas de aquellas mujeres y hombres atribulados, respondió, que liberalmente mandaría remitir los yerros de aquellos criminosos; pero que en conciencia no podía perdonar las injurias ajenas, ni negar la justicia á las personas que continuamente iban á reclamarla, á lo cual le replicó el Obispo:
      «Señora, muchos de los que aquí vienen á Vos suplicar por piedad, son los que ansimesmo vos demandan justicia. E ansí, muy excelente Señora, considerando bien por vuestra muy alta prudencia, fallará que esta causa que se os presenta, es de calidad que sufre bien recompensación de las injurias que unos cometieron á otros: pues aquellos que las sufrieron, también las cometieron, mayormente por tocar á gran número de personas, donde el perdón ha mayor lugar por reparo de toda una cibdad.»
      La Reina, después de haber consultado á su Consejero, mandó publicar perdón general para todos los vecinos de la ciudad de Sevilla, de su tierra y Arzobispado, de todas las muertes, excesos y crímenes cometidos por ellos hasta aquel día, excepto el crimen de herejía; que los objetos que existiesen y que hubiesen sido robados, se restituyesen á sus legítimos dueños; mandó que ciertos hombres que habían cometido crímenes torpes y feos fuesen desterrados de la ciudad y de su tierra, unos para siempre, y otros durante algún tiempo, según la calidad de sus excesos; y con este perdón volvieron á Sevilla y su tierra más de cuatro mil personas que habían huido por miedo á la justicia.
      Hecho esto, y conociendo la Reina que si no ponía término á las parcialidades de los dos magnates, siempre quedaría permanente la causa de aquellos males, se dio prisa á poner este proyecto en ejecución. El Duque de Medinasidonia encomiaba á la Reina sus servicios, lo que había hecho por conservarle aquella hermosa ciudad, y abultaba los delitos del Marqués de Cádiz; y así, para él pedía mercedes y para el Marqués castigos. Sabedor el Marqués de las intrigas de su rival, vino á Sevilla, y una noche en que la Reina se hallaba retraída en su cámara, entró de repente, y con breves y muy atinadas razones, comenzando por ponerse con entera confianza en manos de su Soberana, desbarató completamente las intrigas de su adversario. La Reina le exigió que le entregase las fortalezas de Jerez y de Alcalá de Guadaira, en lo cual el Marqués se apresuró á complacerla. El Duque de Medinasidonia, que creía, que inclinando el ánimo de la Reina á castigar á su adversario, éste se resistiría, y así daría lugar á que se prolongasen los antiguos desórdenes á que tan aficionados eran él y su gente, con la sumisión del Marqués se quedó con las manos atadas. La Reina, para completar la obra de la pacificación de Andalucía, exigió entonces al Duque que le entregara las fortalezas de Frejenal, Aroche, Aracena, Lebrija, Alanis, Constantina, y Alcantarilla, y puso en ellas por Alcaides á personas honradas de la ciudad que no estaban comprometidas en ninguna de las dos parcialidades. La Reina mandó también al Mariscal Fernandarías de Saavedra, que tenía las fortalezas de Tarifa y de Utrera, que entregase la primera al Almirante D. Alonso Enriquez, tío del Rey, porque aquella tenencia había sido de su padre D. Fadrique, y la segunda á la persona que ella mandase, para que la tuviese á nombre de la ciudad de Sevilla, que era la verdadera propietaria de aquel punto. El Capitán Fernandarías de Saavedra, contestó insolentemente, que las tenencias de aquellas fortalezas habían sido de su padre Gonzalo de Saavedra, que el Rey D. Enrique se las había confirmado á él, y no había razón para que le despojasen de ellas. Al mismo tiempo envió á decir al Alcaide que tenía puesto en la fortaleza de Utrera y á los que estaban con él, que se defendiesen y no la entregasen á la Reina, porque si fuesen sitiados él iría á socorrerlos.
      Habiendo sabido la Reina la respuesta del Mariscal, mando á varios Capitanes de su Guardia, la mayor parte de ellos de la Santa Hermandad, que fuesen á poner sitio á la fortaleza de Utrera. A los cuarenta días de tenerla cercada, habiendo hecho algunos portillos en el muro con los tiros de lombardas, fué el Contador Mayor Gutierre de Cárdenas, y de parte de la Reina se requirió al Alcaide y á los que con él estaban, que entregasen á Su Alteza la fortaleza como súbditos buenos y naturales estaban obligados á hacerlo, y que les salvaría las vidas, que merecían perder por haberse rebelado contra los Reales mandamientos. El Alcaide y su gente respondieron que no la entregarían sino al Mariscal Fernandarías de Saavedra que allí los había puesto. Entonces Gutierre de Cárdenas ordenó las fuerzas sitiadoras en cuatro columnas ó partes; proveyó á cada una de ellas de todos los pertrechos necesarios para el combate, mantas, artillería y ballestería; y aprestadas todas las cosas, un día por la mañana mandó combatir con extremada violencia la fortaleza por cuatro partes á la vez. En aquel furioso combate que se trabó, murieron algunos de los sitiadores. A la caída de la tarde los sitiados se resistían ya, aunque haciendo un esfuerzo supremo, con menos bríos: el Alcaide había muerto y muchos de sus subordinados habían sufrido la misma suerte ó se hallaban malheridos. Entonces los sitiadores se arrojaron al asalto, y se apoderaron de la fortaleza, no sin que costara la vida y fueran heridos algunos escuderos de la guarda de la Reina, que se mostraron muy valerosos y esforzados en aquella empresa. En la fortaleza sólo habían quedado con vida veintidós hombres. Éstos fueron llevados á Sevilla, y tanto por su rebeldía como por los crímenes y robos que habían cometido, la Reina los mandó ahorcar. A este hecho concurrieron los Capitanes de la Santa Hermandad Juan de Viedma, Vasco de Vivero, Pedro de Rivadeneira y Rodrigo del Aguila con las seiscientas lanzas de su mando y dos mil peones de tropas colecticias que se les agregaron (1).
      Después de este sangriento suceso, siguiendo la Reina impertérrita su tarea de hacer que fuesen devueltas á la Corona y á las ciudades las villas y fortalezas que en los tiempos de turbulencias les habían sido injustamente arrebatadas y enajenadas, desposeyendo de ellas á los tiranos que las tenían, á principios del año 1478 mandó sus Capitanes á Tarifa para castigar al Mariscal Fernandarías por su desobediencia y rebelión. El Mariscal, viendo que no podía resistir al poder Real, suplicó á los Reyes que lo perdonasen y que le restituyesen los bienes que le habían ocupado; el Rey y la Reina, por contemplación al Marqués de Cádiz y á otros muchos caballeros de la ciudad de quienes era pariente el Mariscal, le perdonaron. Pedro de Godoy, caballero que tenía en su poder los alcázares de Carmona, amedrentado al ver cómo los Reyes castigaban á los que eran rebeldes á sus mandamientos, los entregó apenas fué requerido.
      Tal temor infundieron aquellos ejemplares castigos, y tal era la diligencia que la Reina ponía en la administración de la justicia, que todos aquellos á quienes su conciencia les acusaba de haber inferido agravios á otros, por evitar el castigo y por la vergüenza que les causaba el comparecer ante el imponente y majestuoso Tribunal presidido por la augusta persona de la Soberana de Castilla, antes de ser demandados, iban por sí mismos ó buscar y satisfacer á aquellos á quienes habían agraviado.
      D. Fernando vino á reunirse con su regia consorte al comenzar el año de 1478, y durante la estancia de los Reyes en Sevilla en dicho año, sucedieron dos acontecimientos muy notables; el nacimiento del Príncipe D. Juan, á los siete años de haber tenido su primera hija la Reina doña Isabel; Príncipe que educado con el mayor esmero por sus padres para que les sucediese en el Trono y fuese el continuador de su sabia política, desgraciadamente para la nación española, murió á la edad de 20 años. El otro notable suceso fué la embajada que los Reyes recibieron en Sevilla del Rey moro de Granada, pidiendo pactar nuevas treguas, y la insolente respuesta que este dio á la exigencia de que continuase pagando las parias ó tributos anuales acostumbrados. Abul-Hassan respondió, que los Reyes de Granada, que dar las parias, habían muerto, y que en las casas donde se labraba antes la moneda que se pagaba en parias, entonces labraban hierros de lanzas para defender que se pagasen. Los Reyes, queriendo arreglar las cosas interiores de su Reino antes de emprender una guerra con los moros, les concedieron la por tregua por tres años; pero aquella atrevida respuesta, fué causa de que cumplido el término de tregua, se encendiese una guerra terrible y gloriosa, que acabó con el completo abatimiento del poder agareno en España; guerra en que las Capitanías de la Santa Hermandad prestaron eminentes y gloriosos servicios, como veremos algo más adelante.
      De Sevilla partieron los Reyes para Córdoba, cuyo territorio estaba también dividido en dos parcialidades, una la de D. Diego Fernández de Córdoba, Conde de Cabra, y la otra la de don Alonso de Aguilar, señor de Montilla. Estas parcialidades, lo mismo que en Sevilla y en otras partes de España, habían sido causa de todo género de delitos y de crímenes. Los Reyes hicieron salir de Córdoba á los dos magnates; rescataron del poder de Alcaides tiranos y criminales muchas villas y fortalezas pertenecientes á la Corona y á la ciudad, y con tremenda justicia, aplicada con energía y actividad, volvieron la paz y el sosiego á aquella rica y agitada provincia.
      En el mismo año de 1478 estuvo para estallar una rebelión en Castilla; pero el Capitán General de la Santa Hermandad, con algunas de las Capitanías de la institución, la sofocó en su origen. Es digno de mencionarse este hecho.
      Estando los Reyes en Córdoba, supieren que el Arzobispo de Toledo, inconsecuente, desagradecido y siempre inquieto y revoltoso, olvidando el generoso perdón que le había sido concedido después de haber tomado parte en una guerra que había puesto el Trono de Castilla al borde de un abismo; no hallándose bien con la quietud de su retiro en la ciudad de Alcalá de Henares, y sabiendo que el Rey de Portugal había vuelto á sus Estados después de haber hecho un viaje inútil á Francia para implorar de Luis XI auxilios que no le fueron concedidos, había vuelto á reanudar sus relaciones con dicho Monarca excitándole á invadir de nuevo los Estados de Castilla. En efecto, el Arzobispo había escrito al Rey de Portugal diciéndole: que nunca había habido una ocasión tan propicia como entonces para llevar á cabo semejantes planes; que algunos Grandes y Caballeros estaban descontentos del Rey y de la Reina por su inflexible rigor, que deseosos de libertad disoluta se juntarían á sus banderas apenas entrase en Castilla y le servirían como fieles servidores; que muchas ciudades y pueblos le recibirían con gran voluntad, porque no podían sufrir los impuestos y tributos, y especialmente las derramas que se repartían en todo el Reino para pagar las Capitanías de la Santa Hermandad; que sin demora viniese con gente de guerra á su villa de Talavera, una de las principales del Arzobispado de Toledo, y desde allí á esta última ciudad, donde le aseguraba con toda certeza que sería recibido en ella por Rey y Señor; pues los principales del pueblo estaban á su devoción, y á una orden suya se levantarían contra el caballero Gómez Manrique que tenía la tenencia del alcázar y era Corregidor de dicha ciudad. La ciudad de Toledo, tan pacífica y levítica como la conocemos hoy, tan propensa á revoluciones y desmoralizada era en el siglo XV; y gracias á las tramas del Arzobispo, en el año de que hablamos, á duras penas podía el Corregidor conservar en ella el orden. La mayor parte de la población de Toledo se componía de forasteros, venidos de diversas partes para disfrutar de las exenciones y franquicias que gozaban sus moradores, y como el mayor número de ellos era gente que tenía poco que perder y no tenían apego al hogar en que vivían, siempre estaban anhelando alborotos y escándalos, para robar, á favor de semejantes perturbaciones, á sus vecinos, en la ciudad y en los campos, y aumentar su fortuna, como lo habían venido haciendo durante los tristes reinados de D. Juan II y de D. Enrique IV.
      Aquel populacho, materia siempre dispuesta á los desórdenes y á la rebelión, incitado por las dádivas y promesas del Arzobispo, había formado una conjuración para asesinar al Corregidor Gómez Manrique y aclamar al Rey de Portugal. Los agentes subalternos de tan horrible trama, en sus conciliábulos secretos animaban á su gente, con la perspectiva de las gran concesiones que les haría el Rey de Portugal, y principalmente con la halagüeña esperanza de que mudado el estado de la ciudad, mudarían ellos el de su fortuna, mejorándolo por supuesto, pues acrecentarían sus intereses con las haciendas y bienes de los mercaderes y ciudadanos ricos como en otras ocasiones había sucedido. Esta conjuración se iba propagando por los pueblos del Arzobispado, y como al público no pueden ocultarse tramas tan inicuas, los ciudadanos honrados y pacíficos estaban aterrados y llenos de angustias y temores.
      Sabedores los Reyes de las maquinaciones del Arzobispo, que ya tenía gente de á caballo reunida en Alcalá de Henares, la cual no dejaba de causar estragos y robos en los lugares comarcanos; que el Rey de Portugal había dado oídos á los consejos del inquieto Prelado, y que contra el dictamen de su hijo primogénito y de muchos señores de su Corte, se disponía á entrar de nuevo en Cartilla; y por último, que el Marqués de Villena había ido á la ciudad de Chinchilla para impedir que entrase en ella el Gobernador que habían puesto en el Marquesado de dicho nombre, tomaron en Córdoba las disposiciones siguientes: enviaron al Marquesado de Villena con bastante fuerza de á caballo á los Capitanes de la Santa Hermandad, D. Jorge Manrique, el célebre poeta del siglo XV, hijo de D. Rodrigo Manrique, Maestre de la Orden de Santiago, y á Pedro Ruiz de Alarcón, militar veterano muy distinguido, valiente y de gran prudencia, para que se opusiesen á cualquiera cosa que en contra de los Reyes intentase el Marqués, y para que redujesen á la obediencia Real la ciudad de Chinchilla, las villas de Belmonte y Alarcón y el castillo de Garcimuñoz, lugares de dicho Marquesado que se mostraban rebeldes. Al Duque de Villahermosa le mandaron que se situase en Madrid, para observar al Arzobispo de Toledo; y enviaron sus cartas á todas las ciudades, villas y lugares del Arzobispado de Toledo, haciendo ver la ingratitud del Arzobispo y su pertinacia en la rebelión por lo cual iban á impetrar del Santo Padre que le privase del Arzobispado, y le impusiese una pena digna de su deslealtad y de sus crímenes; entre tanto, mandaban embargar todas sus rentas, y que todos los que estaban con él, se apartasen de su compañía y no le diesen favor ni ayuda, so pena de perder los bienes y de que les fuesen derribadas sus casas y moradas.
      El Duque de Villahermosa situó en los puntos más convenientes de las provincias de Madrid y de Toledo, y cerca de Alcalá de Henares, partidas de la Santa Hermandad; conforme á las órdenes de los Reyes, hizo derribar en Madrid las casas de algunos de los que estaban con el Arzobispo, y así en muy pocos días, con aquellas acertadas y enérgicas medidas, toda la gente que tenía reunida el Prelado se desbandó y volvió á sus hogares, temerosa de los castigos que la amenazaban, y considerándose incapaz de resistir á los jinetes y hombres de armas de la Santa Hermandad. El Capitán Diego López de Ayala, se introdujo secretamente en la villa de Talavera y se apoderó de su fortaleza, cuya custodia, tenencia y jurisdicción le encargaron los Monarcas en premio de tan señalado servicio; con lo cual quedaron frustrados los planes del Arzobispo, y en paz toda la comarca de Toledo con grande alegría de los buenos ciudadanos.
      Los Capitanes D. Jorge Manrique y Pedro Ruiz de Alarcón, fueron también fieles cumplidores de las órdenes de sus Soberanos; pero el insigne poeta perdió la vida peleando valientemente contra los revoltosos y desleales á la puerta del castillo de Garcimuñoz: más adelante veremos también morir gloriosamente á su compañero, peleando al frente de su Capitanía con los moros de Coín.
      Desde Córdoba se trasladaron los Reyes á Guadalupe, en Extremadura, donde pasaron todo el año de 1479, ocupados en rechazar las tentativas del iluso Rey de Portugal, y en traer á la obediencia al Marqués de Villena, la Condesa de Medellín y otros muchos magnates rebeldes de aquella tierra, hasta que la dejaron completamente pacificada; campaña gloriosa en que las Capitanías de la Santa Hermandad llevaron todo el peso del trabajo, y en la cual se distinguió mucho el Capitán D. Luis Fernández de Portocarrero, Señor de la villa de Palma, á quien después veremos hacer un gran papel mandando siempre su Capitanía en las guerras contra los moros de Granada.
      Puesta así en paz y restablecida la justicia en toda la meridional de España, en ambas Castillas y el antiguo Reino de León, los Reyes Católicos pasaron á Toledo en el año de 1480, y celebraron aquellas famosas Cortes, cuyos ordenamientos serán siempre la admiración de los sabios y de los legisladores, con los cuales hicieron una reforma completa en los ramos del Gobierno, principalmente en la administración de justicia y en el arreglo de la Hacienda y del Real Patrimonio, haciendo que fuesen devueltas á la Corona muchas rentas que le habían sido usurpadas por magnates ambiciosos en los dos Reinados anteriores, y prescribiendo reglas y procedimientos rápidos y enérgicos para el castigo de toda clase de crímenes. En uno de los capítulos de los Ordenamientos hechos en estas Cortes, previenen los Reyes, que en los días destinados por sus Altezas, para dar audiencia pública, les diesen cuenta con preferencia, de todos los procedimientos que se hubiesen incoado á consecuencias de querellas entabladas contra funcionarios públicos en cualesquiera de los ramos de la gobernación del Estado; y para dar un grande ejemplo del celo que animaba á los Reyes porque se administrase en todo el Reino la más recta justicia, hicieron traer en aquella ocasión á la ciudad de Toledo muchos ladrones y criminales que habían cometido horrorosos delitos en los tiempos pasados, para que á presencia de todos los Procuradores del Reino fuesen severamente castigados. Entre ellos vino también un tal Alarcón, hechura y predilecto del Arzobispo de Toledo, y su principal agente en todas las revuelta que tramó en su agitada vida. Habiendo confesado dicho Alarcón que él había promovido y sido causa de muchos escándalos y perturbaciones por dádivas que había recibido, fué degollado públicamente.
      «E con estas justicias que mandaron executar, dice el cronista Pulgar (1), hovo gran paz é sosiego comúnmente en todo el Reino: porque la justicia que executaban engendraba miedo, y el miedo apartaba los malos pensamientos, é refrenaba las malas obras. Provisión fué por cierto divina fecha de la mano de Dios; é fuera de todo pensamiento de homes: porque en todos sus Reinos poco antes había homes robadores é criminosos, que tenían diabólicas osadías, é sin temor de justicia cometían crímenes é feos delictos. E luego en pocos días súpitamente se imprimió en los corazones de todos tan gran miedo, que ninguno osaba sacar armas contra otro; ninguno osaba cometer fuerza; ninguno dacía mala palabra ni descortés: todos se amansaron é pacificaron; todos estaban sometidos á la justicia, é todos la tomaban por su defensa. Y el caballero y el escudero, que poco antes con soberbia sojuzgaban al labrador é al oficial (menestral, artesano), se sometían á la razón é no osaban enojar á ninguno, por miedo de la justicia que el Rey é la Reina mandaban executar. Los caminos estaban ansí mesmo seguros, é muchas de las fortalezas que poco antes con diligencia se guardaban, vista esta paz, estaban abiertas: porque ninguno había que osase furtarlas, é todos gozaban de la paz é seguridad.»
      No obstante esta halagüeña pintura del aspecto que ya ofrecía la Monarquía castellana, que al leerla, casi nos parece leer una interesante descripción de una nueva edad de oro, todavía quedaba un rincón en España que, por la inmensa multitud de criminales que abrigaba; criminales avezados en el crimen, que habían nacido y se habían amamantado en medio del crimen, cuyo ejercicio consideraban como un verdadero patrimonio, porque en los antiguos tiempos, con cortos intervalos, casi siempre, y sobre todo, en los dos reinados que precedieron al de los Reyes Católicos, como aquel rincón estaba muy apartado de los lugares donde la Corte solía fijar su residencia, no alcanzaba allí el brazo de la justicia, que como se ve por esta obra, pocas veces tenía la suficiente fuerza para ejercer su acción con eficacia; estaba aquel vergel convertido en un foco horrible de bandidos y criminales, en una odiosa sentina de vicios y de desmoralización; era una negra mancha que oscurecía el brillante cuadro de paz y de tranquilidad que ofrecía el resto de la nación, y que con mano tan hábil y maestra acabamos de ver bosquejado por el cronista. Dicho país era Galicia; los bandidos y tiranos de baja estofa como los de noble cuna, estaban acostumbrados á no conocer freno á sus desmanes; lo apartados que se encentraban de los Reyes, los había convertido á ellos en unos verdaderos reyes de las comarcas que habitaban; en su desmedido orgullo y creyéndose fuera del alcance del poder Real, jamás habían pensado que podría llegar un día en que tuvieran que dar estrecha cuenta de sus acciones presentes y pasadas. Los Reyes Católicos no podían permitir que estando en paz todo el Reino, continuasen semejantes escándalos en Galicia, y así, á fines del año 1480 se trasladaron á Medina del Campo, y al comenzar el año siguiente de 1481, el Rey partió á Ararón donde su presencia era necesaria, y la Reina pasó á Valladolid para proveer desde allí á la administración de justicia y á devolver la paz al Reino Galicia.
      Por donde quiera que pasaban iban dejando memoria de su esclarecida rectitud y ejemplos terribles para infundir el mayor pavor á los criminales. Durante los días que permanecieron en Medina del Campo, hicieron muchas justicias y mandaron degollar á un caballero muy rico, avecindado en dicha villa de Medina, natural del reino de Galicia, llamado Alvar Yañez, de Lugo. Este caballero, por apoderarse de los bienes de un hombre, obligó á un Escribano á hacer una escritura falsa, y para que el Escribano no le descubriese, lo mató después y lo enterró secretamente en su casa. Con tanto secreto se cometió este horrible crimen, que nadie lo sabía, excepto el matador y un criado suyo. Pero como todos los delitos, valiéndonos de las oportunas frases del cronista, por secreto que se hagan, siempre los descubre el sol de la justicia de Dios, en cuya ofensa se hacen, la mujer del Escribano, como movida por una secreta inspiración se querelló de aquel caballero á los Reyes. Los Reyes mandaron prender al caballero y que se hiciesen pesquisas en su casa. Las pesquisas dieron por resultado encontrar indicios ciertos del crimen; y habiéndoselos mostrado al asesino, confesó su delito; pero temiendo el inflexible rigor de la justicia de los Reyes, ofreció dar para la guerra contra los moros, la enorme suma de cuarenta doblas, suma que en aquel tiempo excedía á las rentas anuales de la Corona, si le perdonaban la vida. Algunos individuos y doctores del Consejo, valiéndose de sofísticos argumentos quisieron inclinar el ánimo de la Reina á que admitiese aquella suma, puesto que se había de invertir en una cosa buena y santa, y que conmutase la pena al caballero. Pero la Reina, que comprendía mejor que muchos de sus Doctores los rectos principios de la justicia, no se dejó vencer por aquellas argucias; permaneció inexorable, y el ejecutor de los terribles fallos de la justicia humana cumplió su triste deber, degollando al criminal caballero en la plaza pública de Medina del Campo. Los bienes del ajusticiado, según las leyes de entonces, debían de ser confiscados y aplicados á la Real Cámara; pero la Reina, para que no se creyese que movida por la codicia, había mandado hacer aquella justicia, dejó los bienes de Alvar Yañez á sus hijos: rasgo notable que demuestra cuán celosa era aquella incomparable Reina del bienestar y de la tranquilidad de sus súbditos, y del horror que la inspiraban los criminales.
      Habiendo partido el Rey á Aragón, como antes queda dicho, la Reina quedó en Valladolid, y con ella el Cardenal de España, el Almirante D. Alonso Enriquez, el Condestable Conde de Haro, el Conde de Benavente y otros caballeros ilustres que solían acompañar siempre á la Corte. La Reina, inmediatamente dictó providencias para la pacificación y moralización de Galicia.
      El cronista Pulgar, tantas veces citado, nos hace una pintura tan triste del estado en que se encontraba el Reino de Galicia en aquella época, que si dicho cronista no hubiese sido un Secretario particular de la Reina doña Isabel I, no daríamos crédito á sus palabras.
      En efecto, el Reino de Galicia, como queda dicho, por hallarse más apartado que todos los demás Estados que componían la Corona de Castilla en la edad media, de las ciudades donde solían residir los Reyes, sufrió más que ningún otro el vandalismo de aquellos tiempos; dice el cronista, que los moradores de toda aquella provincia estaban sujetos y subyugados por los tiranos y ladrones; los Reyes D. Juan II y D. Enrique IV su hijo, no pudieron gobernarla ni podían contar con ella para cubrir las cargas del Estado; los criminales la habían hecho casi independiente de la Corona de Castilla: los caballeros y moradores de Galicia no cumplían los mandamientos Reales, ni pagaban las contribuciones, sino aquellos que por su propia voluntad las querían pagar; los tiranos Alcaides de las fortalezas las tomaban y se las apropiaban; se apoderaban también de las rentas y heredades de las iglesias haciéndose por sí propios patrones de ellas; muchos monasterios no se atrevían á hacer uso de sus rentas, y vivían con lo que les daba el caballero que se las había usurpado. Toda Galicia estaba cuajada de fortalezas hechas sin permiso de los Reyes, que eran otras tantas cavernas de forajidos, desde las cuales tenían á los pueblos sumidos en la más cruel opresión. Tan acostumbrados estaban ya los gallegos á aquella tiranía, que no se oponían á ella y la miraban como una costumbre; cada tirano de aquellos se apropiaba de todos los pueblos que podía y las rentas que estaban al alcance de su mano. Tenían oprimidas y tiranizadas las ciudades y villas de Tuy, Lugo, Orense, Mondoñedo, Vivero y todas las demás: el Rey y los Prelados eran los que poseían menos ciudades y villas. Los Reyes anteriores habían enviado sus Gobernadores y Corregidores con gente de armas á aquel Reino para poner justicia y gobierno en él; pero tanta era la confusión y la muchedumbre de bandidos y tiranos que en él había, que todas las tentativas hechas para restablecer el orden en aquel desdichado país habían fracasado. Los Reyes Católicos no podían tolerar semejante estado de cosas, así por interés de los pueblos y de la Corona, como por el pernicioso ejemplo que era aquel vandalismo y malestar en que se hallaba sumida una parte tan importante de la nación para todo el resto de la Monarquía castellana, y así se dispusieron á arrancar con mano fuerte el mal de raíz. Con este objeto escogieron para Gobernador de aquella provincia á D. Fernando de Acuña, hijo del Conde de Buendía, caballero de recta y sana conciencia y de ánimo esforzado; y para Juez, al licenciado Garci López de Chinchilla, buen jurisconsulto, hombre de entendimiento agudo y de mucho juicio, y muy firme en la administración de la justicia. Estos dos personajes, provistos de amplios poderes de los Reyes, y acompañados de dos ó tres Capitanías de la Santa Hermandad, se dirigieron á la ciudad de Santiago. En virtud de los poderes que llevaban, mandaron á todas las ciudades, villas y cotos de Galicia, que enviasen á dicha ciudad sus Procuradores para comunicar con ellos las cosas concernientes á la pacificación de aquella tierra. Los Procuradores concurrieron á la ciudad de Santiago, y habiéndoles manifestado el Gobernador y el Juez el objeto de su misión, algunos de dichos Procuradores dudaban si los recibirían como tales autoridades, porque no creían que traían fuerzas suficientes para administrar la justicia contra los tiranos, que de tan antiguos tiempos estaban habituados á robar y tiranizar á los hombres y á los pueblos. Decían que el robo era una costumbre tan antigua en Galicia, que los ladrones adquirían ya derecho sobre lo que robaban y sobre lo cada año se llevaban de los pueblos, y que los robados estaban tan acostumbrados á sufrir los robos, que los consentían como cosa obligatoria. Creían sumamente difícil, sobre todo, el desalojar á los tiranos de las fortalezas donde estaban atrincherados, y castigar tanta multitud de ladrones como había en aquel Reino; porque si todos los tiranos y malhechores se juntaban, como otras veces lo habían hecho, eran muchos más en número sin comparación que la gente de armas que el Juez y el Gobernador llevaban. Algunos de los Procuradores aseguraban ser cosa imposible de todo punto restablecer la justicia en aquella provincia, y decían al Gobernador y al Juez, que así como llevaban poder del Rey de la tierra, era menester que lo llevasen del Rey del Cielo, porque de otra manera no creían que pudiesen cumplir su encargo. Éstas y otras muchas razones decían aquellos Procuradores, dudando recibirlos, por no enemistarse con los caballeros y tiranos de aquel Reino; pensando que si se mostraban favorables á que se administrase justicia, ellos lo llevarían á mal y tratarían de vengarse; lo cual no podrían impedir los comisionados de los Reyes por no tener gente de guerra suficiente para resistirles y librarlos de sus manos.
      Oídas estas razones por el letrado y el caballero, procuraron calmar la ansiedad de los atribulados Procuradores, diciéndoles: «Estad, señores, de mejor ánimo, é tened buena esperanza en Dios, y en la providencia del Rey é de la Reina Nuestros Señores, y en la voluntad que tienen á la administración de la justicia, é ansí mismo en el deseo que nosotros tenemos de la ejecutar en su nombre; é con el ayuda de Dios trabajaremos, que las tiranías cesen, é los tiranos sean punidos, é cada uno de los moradores deste Reino vivan en sosiego, de manera que sean señores de lo suyo, sin padecer los agravios que fasta aquí habéis padecido.» Con estas palabras, y viendo la entereza de aquellas autoridades, comenzó á renacer la esperanza en el ánimo de aquellos acongojados ciudadanos, y se decidieron recibir por Gobernador al caballero, y por Corregidor al letrado, suplicándoles que no los desamparasen con sus personas, ausentándose de aquel Reino, hasta que dejasen el orden bien establecido y restablecida en toda su fuerza y vigor la justicia, y que si así lo hacían, ellos les darían favor y gente para que pudiesen ejecutar bien el encargo de los Reyes. El caballero y el letrado dieron su palabra de honor de hacerlo así, y con esto los Procuradores gallegos se retiraron á sus hogares, y el Gobernador y el Corregidor se dispusieron á dar principio á su ardua y difícil empresa.
      Tomadas las disposiciones necesarias y distribuida convenientemente la fuerza de la Santa Hermandad, el Juez y el Gobernador comenzaron á administrar justicia; y con tal energía y vigor procedieron, despreciando las amenazas de aquellos bandidos y poderosos tiranos, secundados admirablemente por las Capitanías de la Santa Hermandad, que á los tres meses de su permanencia en Galicia castigaron á un gran número de criminales y ahuyentaron más de mil quinientos ladrones. Viendo la población de Galicia la rectitud y energía de aquellas autoridades, que ni se amedrentaban por las amenazas de los poderosos, ni se ablandaban por sus ofertas, antes bien rechazaban con profundo desprecio las dádivas que intentaban hacerles; que administraban la justicia con toda rectitud sin excepción de personas, y sobre todo, el valor de los Capitanes y gente de la Santa Hermandad, que atacaban á los criminales cualesquiera que fuese su número, hasta prenderlos ó exterminarlos; los vecinos honrados de Galicia que jamás habían visto una cosa semejante, se armaron para prestar un auxilio eficaz á los señores Gobernador y Corregidor y á la fuerza que los acompañaba, á fin de dar cima con más prontitud á la pacificación de aquella rica provincia. En efecto, tan acertadas fueron las disposiciones de las dos mencionadas autoridades, que al cabo de año y medio de una lucha terrible y continua, sin tregua ni descanso, Galicia era un país pacífico y tranquilo, y uno de los estados más obedientes de la Corona de Castilla; cuarenta y seis fortalezas fueron derribadas; muchos criminales castigados con pena de muerte, entre ellos dos caballeros, uno llamado Pedro de Miranda, y el otro el Mariscal Pedro Pardo, los cuales creían imposible que llegara un tiempo en que la justicia se atreviera á prenderlos. Viéndose en prisiones ofrecían grandes sumas de oro para la guerra contra los moros, porque les perdonasen las vidas; pero el Gobernador y el Juez no las quisieron recibir. A las iglesias, monasterios y personas eclesiásticas les fueron restituidos los bienes, heredamientos y beneficios que forzosamente les habían sido arrebatados y usurpados, y desde entonces los Reyes percibieron íntegramente los impuestos y contribuciones de que antes se aprovechaban los tiranos con grandes vejaciones para los pueblos. Los moradores de Galicia que habían perdido la esperanza de que llegase un tiempo en que de aquella manera tan brillante resplandeciese en su desgraciado país el sol de la justicia, daban gracias á Dios por la gran seguridad de que gozaban; alababan mucho la diligencia con que el Rey y la Reina habían acudido á satisfacer tan indispensable necesidad, y tributaban grandes elogios á los dos magistrados que la sabiduría de los Reyes había sabido elegir para ejecutar una obra tan meritoria y difícil, por su valor y energía y especialmente por la rectitud de sus juicios, pues como dice el cronista, «tovieron las manos tan limpias de recibir dones que jamás fueron corrompidos por dádivas que les fueron ofrecidas. E sin dubda el Juez que toma, —añade el mismo autor,— luego es tomado é menospreciado de aquel que le da, é no puede escapar de ser ingrato ó injusto. Ingrato, sino face albo por el que le dio: injusto, si lo face contra justicia. E si por ventura recibe algo porque faga justicia, yerra también si toma precio por aquello que sin precio es obligado de facer.» — Magnífico elogio de aquellos rectos magistrados, cuya memoria nos conserva la historia, para alentar á los hombres honrados de todas las edades posteriores á desempeñar con la misma limpieza y rectitud semejantes misiones, si la suerte los pone en el caso de ser elegidos para ellas; y frases sublimes de las que dejamos estampadas, con las cuales termina el cronista el capítulo que consagra á los sucesos de Galicia, en las cuales, con su natural brevedad, claridad y elocuencia, pinta de un sólo rasgo la responsabilidad en que incurren y los escollos en que tropiezan los Jueces concusionarios, que olvidando sus altos deberes y arrastrados por el feo vicio de la codicia, se atan las manos con cadenas de impuro metal y descienden desde el solio de justicia en que la magnificencia de los Reyes los colocara, hasta igualarse, por los abusos que hacen de su posición, con los más miserables entre los ladrones y de la canalla más soez.
      Así en el espacio de cinco años, todos los países que comprendía entonces la Corona de Castilla, antes desmoralizados y sumidos en todos los horrores del pillaje y de la tiranía de tantos bandidos, quedaron en paz y sosiego, ofreciendo el aspecto, no de regiones bárbaras é inciviles, sino de países cristianos, católicos y civilizados. La inmejorable organización de la Hermandad para administrar la justicia en la parte criminal; el apoyo tan decidido y eficaz que de parte de los Reyes recibía la institución, y la inflexibilidad de éstos para que las leyes penales se cumpliesen con todo rigor, sin miramiento de ningún género, no obstante que por los escándalos de los reinados anteriores, por el excesivo poder y privilegios de que gozaban los señores y muchos pueblos en particular, y los hábitos de aquellos tiempos, muchas personas poderosas, como hemos visto, se hallaban complicadas en los delitos que había necesidad de perseguir y reprimir, dieron tan excelente resultado. La Santa Hermandad considerada solamente como institución destinada á la administración de la justicia en la parte criminal, es verdaderamente digna de un estudio profundo. Aquella unión de la fuerza destinada á la persecución y captura de los malhechores con los Jueces y Tribunales que de una manera breve y sumaria los debían juzgar y sentenciar, es admirable y el único medio eficaz de acabar de una vez con los malhechores, y de privarles de la forzosa protección que reciben de los pueblos de corto vecindario, y de los ricos hacendados y labradores; protección que, de grado algunas veces, forzosas las más, asegura la impunidad de los criminales ó permite la prolongación de su existencia, redundando siempre en detrimento de la justicia y en desprestigio de las instituciones consagradas á dicho importantísimo servicio.
      La institución de la Santa Hermandad, como institución de seguridad pública, era una institución mixta, militar y civil; su organización participaba á la vez de los dos elementos, pero estrechamente unidos y enlazados, formando un sólo cuerpo, una sola institución. Esta armonía estaba perfectamente ideada, y esta idea perfectamente desarrollada en las leyes y ordenanzas porque se regía la institución, y que ya quedan explicadas anteriormente. Por dichas leyes hemos visto que la institución estaba presidida por el Capitán General de la fuerza militar y por el Tribunal Superior y Consejo de Gobierno de la misma. En las provincias vemos unidos también los Capitanes ó Jefes de los Tercios con los Jueces ejecutores superiores de cada una de ellas; en los Juzgados ó cabezas de partido, los Oficiales subalternos con los Alcaldes de Hermandad que tenían facultades para terminar los procesos y dictar sentencias; y en todos los demás pueblos inferiores los Alcaldes subalternos de la Hermandad con los Cuadrilleros de la misma; todos unidos por unos mismos intereses, todos con un mismo fin, todos gobernados por una misma cabeza, todos formando un sólo cuerpo, una institución única, y todos deseosos de dar prestigio á la institución, haciéndola respetada y temida. Agréguese á todas estas circunstancias el grande apoyo y por consiguiente la grande influencia moral que la daban los Reyes y la exquisita vigilancia que ejercía la Junta suprema por medio de sus veedores ó inspectores que iban recorriendo toda la nación; y sobre todo por las Juntas generales que se celebraban cada año, á las cuales asistían los Reyes, el Capitán General, el Tribunal Superior de la institución, los Jueces ejecutores de las provincias con sus Escribanos que traían las relaciones de las causas sustanciadas y terminadas en dicho tiempo, y de las que estaban en estado de sumario; los Diputados y Procuradores de las ciudades, villas y lugares con voto en Cortes, y las Juntas que se celebraban después en las capitales de provincias, para notificar hasta á los lugares más pequeños los acuerdos tomados por la General. Todo esto no podía menos de dar un prestigio y una fuerza moral inmensa á la institución; y sólo así se concibe que llegara á infundir tanto terror y que en tan poco tiempo pudiera obtener los asombrosos resultados que quedan consignados y otros muchos de que están llenas las crónicas de aquellos tiempos. Las Capitanías de la Santa Hermandad por sí solas, no obstante el acierto con que se había elegido el personal de ellas, desde el Jefe superior hasta el último individuo, sin la feliz unión de aquellos Tribunales especiales para el crimen, que con ellas formaban un sólo cuerpo, una institución sola; sin que la institución participase de jurisdicción, probablemente no hubiesen conseguido arrancar el mal de raíz, y exterminar tan inmenso número de ladrones y pacificar toda la nación en tan corto espacio de tiempo como lo hicieron; ni aquellos Tribunales, por sí solos, aunque dedicados exclusivamente á castigar los crímenes, tampoco hubieran llegado á obtenerlo; así es que apenas se suprimieron la Capitanía General, el Tribunal Superior y las Capitanías de la Hermandad, la institución, desnaturalizada y falta de tan poderoso auxilio, se desprestigió por completo y desapareció. Nuestro ánimo al hacer estas reflexiones, sólo ha sido indicar una opinión y un pensamiento que presentaremos con más extensión y más explanado en la última parte de esta obra.
      Era tal el apoyo que los Reyes Católicos prestaban á la institución, que en una ocasión muy célebre, rechazaron una instancia y reprendieron ásperamente á los principales magnates de la nobleza de Castilla. El caso con todos sus pormenores fué el siguiente:
      Derrotado el Ejército del Rey de Portugal y habiéndose vuelto el Arzobispo de Toledo á sus estados, fijando su residencia en su villa fortificada de Alcalá de Henares, procuraban los nobles hacer que la Reina le volviese á su gracia. A las instancias de los nobles se añadían las que hacía al Rey, su padre D. Juan II de Aragón, á fin de que D. Fernando consiguiese de doña Isabel el perdón del Prelado. Doña Isabel conocía los designios del Arzobispo y no quería concederlo. El Arzobispo por su parte no solicitaba dicho perdón; antes al contrario, exigía que los Reyes le diesen una gran satisfacción, y que á su compañero el Marqués de Villena se le restituyese todo lo que su padre había poseído: proposiciones á que los Reyes no podían acceder y la Reina en particular que estaba muy resentida del Arzobispo.
      Habiendo venido los Reyes á Madrid el año de 1477, el Arzobispo, no considerándose seguro en Alcalá, se trasladó á su fortaleza de Uceda. Entonces el Cardenal Mendoza, á solicitud del Marqués de Villena, trató de arreglar este negocio y de que al Marqués le fuesen devueltos sus estados, honores y empleos; pero no habiendo sido bien oída por los Reyes esta proposición, porque desconfiaban del Arzobispo, el Cardenal dispuso que su hermano el Duque del Infantado, y algunos otros señores se reuniesen en Cobeña para tener con ellos una conferencia, y ver cómo intercediendo todos, puestos de acuerdo, aplacaban á los Reyes y se arreglaba dicho asunto; y para que en dicha Junta estuviesen representados los principales títulos de la nobleza de Castilla, también fué llamado á ella por el Cardenal de España el Condestable Conde de Haro.
      Concurrieron todos á Cobeña, pero como muchos de los nobles allí reunidos miraban con malos ojos la institución de la Santa Hermandad, la junta celebrada para un objeto vino á tener otro muy distinto del que se había propuesto su promovedor. A fines de 1476 el Duque de Alba y el Conde de Treviño se habían manifestado en una ocasión desabridos con el Rey por la introducción de las Hermandades, y el Rey procuró tranquilizarlos en Medina del Campo á su vuelta de Fuenterrabía. Pero en Cobeña, en 1477, conociendo ya el fin para qué se había reorganizado la célebre institución, que era, así para extinguir los malhechores, como para poder disponer los Reyes de un cuerpo permanente de tropas escogidas, y con ellas reprimir los desmanes y turbulencias de los nobles y acudir donde quiera que hubiese escándalos y se alterase la tranquilidad pública; y siendo sobre todo la institución por su especial organización una fuerza tan poderosa que ellos no podían resistir, trataron de ver si haciendo una exposición respetuosa en la forma, pero dura y enérgica en el fondo, conseguían de los Reyes, cuyo carácter y firmeza parece que todavía no sabían apreciar, que la disolviesen. En efecto, después de una larga conferencia, resolvieron escribir á los Reyes una carta en que decían: que así como era precisa obligación en los súbditos servir y amar á los Reyes con fidelidad, de la misma manera era propio de los Soberanos perdonar los yerros de los que los reconocían, restituyéndoles sus bienes y honores; y que esto que por entonces parecía dificultoso, no se podía ejecutar, sino deshaciéndose la Hermandad nuevamente instituida, aborrecida de la nobleza é intolerable á los pueblos; que se restituyese á la grandeza el honor de asistir cuatro Grandes al lado del Rey cada cuatro meses, para ayudar á los Reyes en el despacho de los negocios, como se acostumbraba á hacer en tiempo de D. Enrique IV; y que hacían aquella representación por creerla necesaria y de su obligación en aquellas circunstancias.
      Recibieron los Reyes D. Fernando y doña Isabel esta carta, y conociendo la intención de los que la habían escrito respondieron con aspereza en pocas palabras, que el amor y fidelidad de los señores se conocía en las obras; que si era propio de los Reyes el premiar á los buenos lo era también el de castigar á los malos: que la Hermandad recién instituida era utilísima á los Reinos y santa; que á los Reyes tocaba mandar y gobernar, y para eso elegían por Ministros aquellas personas en quienes tenían más satisfacción y confianza: que los Grandes podían seguir á la Corte ó estarse en sus casas, y que no pensaban ser esclavos de los Grandes, como lo había sido el Rey don Enrique, sino hacer el papel de Señores, que era el que Dios les había dado.
      Esta respuesta, clara, concisa y enérgica cerró á aquellos señores, quitándoles las ganas le intentar ninguna novedad. El Condestable Conde de Haro partió sin demora para Madrid, donde se hallaba la Corte, á excusarse con los Reyes de haber asistido á aquella reunión, diciendo no había sabido para qué le habían llamado, y que la carta se había escrito sin su conocimiento. Los Reyes enviaron á decir al Duque del Infantado, que él y sus parientes se presentasen en Madrid dentro de breves días á dar razón de lo que habían ejecutado, so pena de prohibirles la entrada en la Corte. El Duque y sus parientes obedecieron la orden de los Reyes y se excusaron como mejor pudieron; los Reyes se conformaron con aquel acto de obediencia, encargando á todos aquellos señores el cumplimiento de su obligación (1).
      Esta fué la célebre Junta de Cobeña, que citan todos los autores que se han ocupado, si bien casi todos ellos muy superficialmente de la Santa Hermandad. Después, en los años desde 1477 á 1498, no se atrevieron nunca á oponerse á ella en los mismos términos; pero no dejaron de quejarse siempre que se les presentaba ocasión oportuna de hacerlo.
      Veamos ahora algunos servicios que las Capitanías de la Santa Hermandad prestaron en la gloriosísima guerra contra los moros de Granada.
      Reinaba en Granada á fines del siglo XV Muley-Abul-Hacem, Monarca de genio belicoso y emprendedor; ya hemos visto la altanera respuesta que dio á los Reyes Católicos negando las parias, cuando envió su embajada á Sevilla, pidiendo la última tregua que en España se concedió á los moros. Al terminar dicha tregua, es lo más probable que los Reyes de Castilla, habiendo ya restablecido el orden en sus Estados, hubiesen emprendido la guerra contra el Reino de Granada, guerra muy popular, y que todo buen Monarca de Castilla se creía como cristiano obligado á hacer; pero afortunadamente para los Reyes Católicos, una agresión inesperada y cruel de parte del de Granada vino á justificar más aquella empresa. En la noche del 26 de diciembre de 1481, el Rey de Granada asaltó la pequeña villa fortificada de Zahara, situada en la frontera de Andalucía, sobre una eminencia, á cuyos pies se deslizan las aguas del Guadalete. La fuerte posición de dicha villa era causa de que la guarnición se hallase descuidada. El Rey moro escogió una noche tempestuosa para llevar á cabo su plan; el ruido de la tempestad impidió que fuese oído el asalto por los soldados cristianos; la escasa guarnición de Sahara fué pasada á cuchillo, y los habitantes de la villa, hombres, mujeres y niños fueron llevados cautivos á Granada.
      Tan insolente provocación no podía quedar sin una pronta y terrible respuesta. D. Diego de Merlo, Asistente de Sevilla, habló con algunos escaladores y adalides ó exploradores de las tierras de los enemigos, y les encargó que se informasen cómo tenían guardadas los moros algunas de sus villas y castillos. Un Capitán de escaladores, llamado Juan Ortega, informó á los asistentes de Sevilla de que Málaga y Alhama podían ser tomadas por sorpresa. La ciudad de Alhama, famosa por sus baños, como lo indica su arábigo nombre, estaba situada en el corazón del Reino de Granada, á ocho leguas de la capital. La ciudad, así como el castillo que la protegía, estaba construida sobre la cresta de una roca rodeada en su base por un río, y por sus defensas naturales podía reputarse inexpugnable. Alhama era además un sitio Real; en ella se depositaban los fondos de las contribuciones territoriales; tenía magníficas fábricas de paños, y solamente sus célebres baños producían una renta anual de 500,000 ducados; pues los moros, por su gusto oriental acostumbraban á concurrir allí en número infinito, á recrearse en sus aguas deliciosas. Esta ciudad mereció para ser atacada la elección del Asistente de Sevilla.
      Don Diego de Merlo comunicó la noticia dada por el Capitán de escaladores á D. Rodrigo Ponce de León, Marqués de Cádiz y á D. Pedro Enriquez, Adelantado mayor ó Capitán General de Andalucía, como personas las más á propósito para tan arriesgada empresa; pues además de estar situada Alhama tan cerca de Granada, para llegar á ella era necesario atravesar la parte más populosa del territorio morisco, ó salvar una sierra escabrosísima, llena de precipicios, que la defendía por la parte del Norte. Aquellos caballeros manifestaron en secreto su plan á otros caballeros y Alcaldes de la comarca. Citáronse para la villa de Marchena, que era de los estados del Marqués, y allí se juntaron con dichos caballeros D. Pedro de Stúñiga, Conde de Miranda; Juan de Robles, Alcaide de Jerez; Sancho de Avila, Alcaide de los Alcázares de Carmona; los Alcaides de Antequera, Archidona y Morón, y D. Martín de Córdoba, hijo del Conde Cabra, Capitán de la Santa Hermandad, que tenía á su cargo la Capitanía destinada á la seguridad pública en la provincia de Sevilla. A D. Enrique de Guzmán, Duque de Medinasidonia, nada dijeron á causa de su enemistad con el Marqués. Al cabo de tres días, de una marcha penosísima, de noche, á través de la sierra de Alcerifa, llena de precipicios y torrentes, llegaron el último día de febrero de 1482 á dar vista á la ciudad de Alhama. A media legua de dicha ciudad, el Marqués, el Adelantado y don Diego de Merlo, mandaron que se apearan de sus caballos trescientos escuderos, y que acaudillados por el escalador Juan de Ortega y algunos adalides, llevasen los trozos de las escalas para escalar los muros.
      Era la hora de la madrugada, cuando el sueño es más profundo y tiene más embargadas las fuerzas de los hombres que á él se entregan con entera tranquilidad. La noche estaba fría y tempestuosa y el viento soplaba con violencia. El Capitán de escaladores Juan Ortega, seguido de trescientos escuderos que llevaban los trozos de las escalas, se acercó á la ciudad por la parte de la fortaleza, é informado por los escuchas, de que por aquella parte la ciudad no estaba bien guardada, mandó arrimar las escalas y subió él el primero, y tras él treinta escuderos más; pasaron á cuchillo los pocos moros que custodiaban el castillo y prendieron á la mujer del Alcaide y á otras mujeres que con ella estaban; en seguida abrieron la puerta de la fortaleza que daba al campo y entraron el Marqués de Cádiz, el Adelantado, el Conde de Miranda, D. Diego de Merlo y toda cuanta gente de guerra que pudo caber en ella. Mas para apoderarse de la ciudad fué necesario trabar un combate encarnizado y sangriento, que duró todo el siguiente día, con los vecinos de la población, que peleaban como hombres desesperados que defendían su vida, su libertad, su hogar y su fortuna.
      Como era natural, la toma de Alhama por las armas cristianas, causó á los granadinos el más hondo pesar, y su Rey inmediatamente mandó mil jinetes en su socorro; pero esta tropa nada pudo hacer, volviéndose á Granada, llevando noticias exactas del número de las fuerzas cristianas. Muley-Abul-Hacem, para reconquistar su querida ciudad, con sorprendente actividad reunió su Ejército, y el día 5 de marzo estaba sobre la ciudad de Alhama con 3,000 caballos y 50,000 peones. El marqués de Cádiz supo defenderse con el mayor heroísmo, y de una manera tan admirable que parece increíble, dando lugar á ser socorrido. En efecto, el Duque de Medinasidonia, sabedor de la grande hazaña de aquellos caballeros, y del peligro en que se encontraban, no obstante que tenía muy buenas razones para estar resentido, porque no se le había dado parte en aquella empresa, dejando á un lado sus diferencias con el Marqués, reunió todas sus numerosas fuerzas militares, que unidas á las del Marqués de Villena, del Conde de Cabra y las milicias de Sevilla, componían cuerpo de 5,000 caballos y 40,000 peones, contándose en esta fuerza la Capitanía de la Santa Hermandad mandada el Capitán Fernán Carrillo. El Rey también salió de Medina del Campo el mismo día que recibió la noticia de la toma de Alhama, con hueste menos numerosa, compuesta en su mayor parte de Capitanías de la Santa Hermandad; pero al llegar á un lugar de la provincia de Córdoba que se llama el Pontón del Maestre tuvo noticia de que el Rey de Granada había levantado el cerco al aproximarse las fuerzas andaluzas. Socorrida Alhama, después de haber sufrido por espacio de tres semanas los más terribles ataques, el Duque de Medinasidonia y el Marqués de Cádiz se juraron eterna amistad, que no volvió á ser quebrantada, y salieron de aquella hermosa ciudad arrebatada al poder musulmán por el valor de sus armas, dejando de guarnición en ella, hasta que fuese entregada al Rey, á D. Diego de Merlo, con los Capitanes de la Santa Hermandad D. Martín de Córdoba, hermano del Conde de Cabra, y Fernán Carrillo, con las fuerza de su mando, y algunas otras tropas. El Rey, luego que supo que los moros habían levantado el campo, se retiró á Córdoba á organizar su Ejército con las tropas que iban llegando de los señores y Concejos de Castilla y de las provincias del Norte, para abrir la campaña.
      Pero no bien llegó á noticia de Muley-Abul-Hacem, que los dos magnates andaluces habían salido de Alhama para sus respectivos Estados, volvió sobre ella con nuevo Ejército y de artillería que no había llevado la primera vez. La valiente guarnición no se arredró por eso D. Diego de Merlo y los Capitanes de la Santa Hermandad D. Martín de Córdoba y Fernán Carrillo, pusieron la mayor diligencia y organizaron la defensa de la plaza de una manera tan admirable, que no sólo oponían una vigorosa resistencia parapetados en las fortificaciones, sino que con mucha frecuencia salían á escaramuzar con los moros para obligarlos á que se apartasen del muro, arrastrando para ello valientemente los disparos de la artillería enemiga. Tan grande era el anhelo que los moros tenían por recobrar la plaza, que una noche intentaron escalarla por la parte que la muralla tenía mayor elevación, y que como por lo mismo no recelaban sus defensores que por allí pudiese ser escalada, tenían puestas menos centinelas ó velas, como se llamaban entonces. En efecto, los moros, con gran peligro de sus vidas, el día 20 de abril, subieron hasta setenta y mataron un centinela que encontraron dormido; pero otro centinela más vigilante da á grandes voces la voz de alarma, y al punto acuden los cristianos con sus valerosos Capitanes; acometen á los moros que habían entrado en la ciudad, y los que no mueren al filo de las espadas son hechos prisioneros. Otros grupos de los defensores se dirigen al muro, rechazan el asalto y despeñan á los moros que subían por las escalas. Vista por el Rey de Granada aquella defensa tan enérgica y tan bien organizada, que cuantos asaltos había intentado otros tantos habían sido rechazados, al cabo de cinco días de rudos é incesantes combates de día y de noche, levantó el campo y se retiró á la capital de sus Estados para convocar todos las tropas de su Reino y volver por tercera vez sobre Alhama.
      En Córdoba se discutió mucho en Consejo de guerra celebrado á presencia de los Monarcas de Castilla, sobre la conveniencia de retener á Alhama con guarnición en ella, ó de abandonarla derribando las fortificaciones. Los que así opinaban, se fundaban, en que estando Alhama en el centro del Reino de Granada y á ocho leguas de la capital, rodeada por todas partes de multitud de pueblos de moros, era sumamente difícil abastecerla; que los moros no dejarían de atacarla, y que al fin la guarnición se vería en el duro trance de tener que rendirse; que el único medio de conservar á Alhama era ganar á Loja; pero que estando ya en el mes de mayo, y siendo Loja una ciudad grande y fuerte, no se podía poner sitio á ella, si era necesario hacer una expedición para aprovisionar á Alhama. No obstante esta opinión, que parecía de mucha fuerza, tanto más, cuanto que sus defensores se apoyaban en lo que hizo en sus campañas D. Fernando IV el Emplazado, la Reina que, aún se encontraba en los últimos meses de embarazo, había venido á Córdoba á reunirse con su marido; la Reina Isabel, que estaba dotada de un acierto prodigioso é inconcebible en los asuntos de aquella guerra, con la firmeza de juicio que la caracterizaba se decidió por la opinión contraria: «La gloria, dijo, no puede alcanzarse sin peligros; y la presente guerra tiene dificultades y riesgos especiales que han sido ya objeto de reflexiones antes de entrar en ella. La fuerte y céntrica posición de Alhama la hace de la mayor importancia, puesto que puede considerársela como la llave del país enemigo, y habiendo sido su conquista el primer golpe dado durante la guerra, el honor y la política á la vez, prohiben adoptar una medida que no podría menos de entibiar el ardor de la nación.» Las palabras Reina pusieron término á aquella cuestión y comunicaron el entusiasmo y el aliento á los más desconfiados.
      Hecho este acuerdo, partió el Rey de Córdoba con el Cardenal de España, el Duque de Villahermosa y todos los principales magnates de su Reino, llevando 8,000 caballos, 10,000 peones y 40,000 bestias de carga con mantenimientos; primero fué á Ecija y desde allí entró en tierra de moros, encaminándose con aquella lucida comitiva á Alhama. El día 14 de Mayo llegó á esta ciudad. El Cardenal de España bendijo tres iglesias, convirtiendo en templos de Jesucristo las tres mezquitas principales; y la Reina labró con sus manos algunos ornamentos para la iglesia que se puso bajo la advocación de Santa María de la Encarnación, por ser aquella la primera iglesia que fundó en el primer lugar que se ganó en aquella conquista. El Rey abasteció y fortificó á Alhama con todas las cosas necesarias para su defensa; sacó de ella á D. Diego de Merlo, Asistente de Sevilla, y á los Capitanes D. Martín de Córdoba y Fernán Carrillo, manifestándoles el grande aprecio en que tenía los trabajos que habían pasado por defender aquella ciudad, y los reemplazó con cuatro Capitanías de la Santa Hermandad al mando de sus respectivos Capitanes, D. Luis Fernández de Portocarrero, Señor de la villa de Palma, Diego López de Ayala, Pedro Ruiz de Alarcón y Alonso Ortiz, Al primero dio el gobierno de la plaza, y á las cuatrocientas lanzas que mandaban les agregó mil peones. Esto demuestra la grande estimación y confianza que tenían los Reyes en el valor, pericia y fidelidad de los Capitanes y tropas de la Santa Hermandad, cuando para mandos tan importantes y arriesgados, en que estaba empeñado el honor de la Corona, les daban la preferencia sobre tantos magnates y caballeros como contaba la monarquía castellana para el servicio de las armas.
      Y en efecto, eran dignos de tan alta confianza. Después de socorrida Alhama, el Rey hizo una entrada en la vega de Granada, causando grandes estragos en los campos, y en el mes de julio puso sitio á Loja. El Duque de Villahermosa, Capitán General de la Santa Hermandad, era indudablemente el caudillo de más pericia de su tiempo, y el Rey nunca iba sin él á las grandes expediciones. Sus consejos eran los más atinados; pero en esta ocasión desgraciadamente no fueron oídos; los caudillos castellanos encargados de establecer el cerco de Loja, llevados de una petulancia que suele ser muy perjudicial en las guerras, se opusieron al dictamen del Duque de Villahermosa, y rehusaron consultar á los caudillos andaluces más prácticos que ellos en aquella guerra. El resultado de las malas disposiciones que tomaron, fué tener que levantar el campo á los cinco días de haberlo establecido, y sufrir una verdadera derrota con pérdida de mucha gente y de muchos caballeros, entre ellos el gran Maestre de la Orden de Calatrava. Derrotados los cristianos delante de Loja, Alhama quedaba completamente abandonada y expuesta á caer en poder de los moros, como así hubiera sucedido si D. Fernando no hubiera dejado en ella una guarnición tan escogida. Algunas gentes de las compañías que se habían agregado á las cuatro Capitanías de la Santa Hermandad que estaban de guarnición en Alhama, viendo los grandes trabajos que pasaban en guardar aquella ciudad, al saber el triunfo de los moros en Loja, se desalentaron y decían que sería lo más prudente salir de ella y desampararla. Estas hablillas de algunos hombres miedosos iban haciendo su pernicioso efecto en el ánimo de los soldados de la guarnición. Habiendo llegado á oídos de D. Fernández de Portocarrero y de los otros tres Capitanes, unieron la guarnición, y Portocarrero, como Gobernador de la plaza, les dirigió una arenga elocuente y extensa, haciéndoles ver que habían sido escogidos en la hueste del Rey, porque eran varones esforzados, capaces de arrastrar los peligros y pasar los trabajos que necesariamente había de ofrecer la custodia de aquella plaza; que los soldados valientes, en los peligros y en las privaciones era donde debían manifestar mayor fortaleza; dando fin á su discurso con estas magnificas frases: «Por estos Capitanes é por mi vos seguro, que entendemos morir defendiendo á Alhama, é no vivir cautivos de los moros en el corral de Granada. Como quiera que debemos tener firme esperanza, que ni nuestro Dios desampara á su pueblo, ni nuestro Rey olvidará su gente.» Con este enérgico razonamiento, dicho con militar elocuencia, todos los caballeros, escuderos y peones de la guarnición cobraron nuevos ánimos, y prometieron guardar la ciudad ó morir en su defensa.
      Los moros, desde que en Rey se ausentó de Alhama después de haberla abastecido, no dejaban pasar un día sin molestar á la guarnición; se llevaron todos los ganados que pastaban cerca del muro, dejando á los soldados cristianos privados de carnes frescas, y se vieron en la necesidad de ir matando los caballos para mantenerse de carne; el vino se les había acabado y no bebían más que agua. Levantado el sitio de Loja, el Rey moro de Granada volvió por tercera vez sobre Alhama con un Ejército de 2,000 caballos y 10,000 peones. Los Capitanes de la Santa Hermandad, no se intimidaron; como guerreros de mucho valor y experiencia tomaron las disposiciones más acertadas para defender la plaza confiada á su honor; pusieron sus estancias por todo el muro, en los lugares que creían ser más necesaria la vigilancia y de mayor peligro, y esperaron con la seguridad que inspira en la guerra la pericia y el valor, el ataque de aquel numeroso enemigo. El Rey de Granada creía ser cosa fácil apoderarse entonces de Alhama; que no tendría más que presentarse con alarde de fuerza para que se le rindiese su reducida guarnición; y así, demasiado confiado, asentó sus reales muy cerca de los muros de la ciudad y comenzó á combatirla por aquellas partes que creía ser de menor resistencia; pero los cristianos perfectamente dirigidos por sus Capitanes, rechazaron todos los ataques y contuvieron al enemigo. Sabido por el Rey D. Fernando y por la Reina el nuevo peligro que corría Alhama, se dieron gran prisa á socorrerla; y el Rey en persona, en el mes de agosto de aquel año (1482), con 6,000 caballos y 10,000 peones volvió á entrar en el Reino de Granada; obligó al Rey moro á levantar el cerco, abasteció á Alhama; dio las gracias á los Capitanes que con tanta inteligencia y valor la habían defendido y los relevó, dejando por Capitán en la ciudad á D. Luis Osorio, Arcediano de Astorga, que más adelante, en premio de sus servicios, fué hecho Obispo de Jaén, y otros Capitanes y nueva gente de á pie y de á caballo.
      Al entrar el invierno de 1482, los Reyes Católicos atendieron á guardar las fronteras de su Reino, limítrofes con las tierras de los moros, hasta que en la primavera de 1483 se abriese de nuevo la campaña. En la frontera de Jaén pusieron por Capitán á D Pedro Manrique, Conde de Treviño, á quien por sus servicios pasados, hicieron en aquel año Duque de Nájera. Entre las tropas de su mando estaba la Capitanía de la Santa Hermandad que acaudillaba Diego López de Ayala. En los primeros meses de 1483 sucedió un caso muy singular y chistoso con un escudero de dicha Capitanía; caso que vamos á dar conocer á nuestros lectores, porque dá una idea del personal tan escogido que contaba en sus filas aquella institución.
      La guerra contra los moros durante el invierno estaba reducida á una serie continua de asoladoras algaradas. El Maestre de Santiago y el Duque de Nájera por la parte de Jaén; el Duque de Medinasidonia, el Marqués de Cádiz y el Adelantado de Andalucía, Juan de Benavides y D. Juan Chacón, Adelantado de Murcia, cada uno por su parte hacían entradas y talas y devastaban la tierra de los moros. Éstos por su parte entraban en la tierra de los cristianos y se llevaban ganados y prisioneros; si bien eran ellos los que más daño recibían, y estaban tan oprimidos que padecían mucha escasez de víveres, sobre todo de trigo, por las frecuentes talas que en sus tierras hacían los cristianos. Pero lo que mayores males y más angustia causaba á los moros, era ver la ciudad de Alhama en poder de sus enemigos; pues por aquella parte no podía andar ningún moro sin peligro de ser muerto ó hecho prisionero por los soldados de la guarnición, y por recobrar á Alhama eran capaces de cualquier sacrificio por costoso que fuera. Conocía esto perfectamente el escudero de la Santa Hermandad, Juan del Corral, hombre, como dice la crónica, de astucias cautelosas, y se propuso engañar nada menos que al Rey de Granada, pues como buen cristiano creía que era acción lícita burlarse de un infiel, aunque el fuese una testa coronada. Con sus ardides consiguió que el Rey de Granada le diese un seguro ó salvo-conducto para ir á hablar con él. El improvisado diplomático, viéndose en presencia Monarca granadino, le dijo, que él haría que los Reyes de Castilla le restituyesen á Alhama, si se comprometía á dar en trueque alguna cantidad de doblas y cierto número de cautivos. El Rey de Granada y los cabeceras ó Ministros y caudillos que con él estaban, oyeron con el mayor júbilo aquella proposición, y prometieron devolver la villa de Zahara, soltar todos los cautivos que hubiese en el Reino de Granada, y dar desde luego en servicio á los Reyes treinta mil doblas; y que si querían Sus Altezas conceder á Granada una tregua, darían en parias cada año una gran suma. Juan del Corral, con permiso de sus Jefes, pasó á ver á los Reyes é hizo presente las proposiciones del Monarca granadino, si bien abultándolas, pues dijo que además de Zahara habían ofrecido los moros entregar otras villas y castillos de la frontera.
      A los Reyes agradó aquel partido por ser muy ventajoso, y mandaron volver á Granada á Juan del Corral, con un poder muy limitado, en que le facultaban, para que luego que entregasen los moros aquellas villas y castillos, y las doblas y cautivos que decía, les prometiese de parte de los Reyes de Castilla que Alhama les sería restituida. Juan del Corral, provisto de aquel poder, volvió á Granada á llevar á cabo sus proyectos; y aquí verdaderamente estuvo el engaño. Con palabras blandas y graciosas, como dice el cronista, y mostrando el sello y las firmas de los Reyes, consiguió que el Rey de Granada, que ni él ni sus Ministros se detuvieron á examinar el contenido del poder, le mandase entregar cierta suma de doblas y un número crecido de cautivos, como preliminares del tratado; con lo cual muy orgulloso y pagado de sí mismo, porque había sabido engañar á los moros, se volvió á incorporar á su Capitanía.
      Mas apenas salió de Granada, el Rey moro descubrió el engaño, y con sus axeas ó mensajeros dio conocimiento del asunto, tal como había pasado, al Duque de Nájera, y de la cantidad que había dado al escudero; diciendo que no le había engañado Juan del Corral, sino la firma y sello de tan altos y poderosos Reyes, quienes no debían dar sus poderes limitados, ni de otra manera alguna á semejantes mensajeros. El Duque de Nájera envió á Juan del Corral á Madrid, donde á la sazón estaban los Reyes, dando parte de la queja del Rey de Granada. Los Reyes se indignaron mucho, mandaron prender al escudero y lo enviaron preso al Duque de Nájera, para que le obligase á restituir el dinero que había tomado, y orden de que se pagase el rescate por los cautivos. El Duque de Nájera cumplió exactamente las órdenes de los Reyes; envió preso á la fortaleza de Antequera á Juan del Corral, y allí lo tuvo hasta que restituyó todo el dinero que había recibido del Rey de Granada, con lo cual parece que se curó de la manía que le diera de meterse á diplomático, y continuó siendo como antes uno de los mejores escuderos de su Capitanía (1). Este hecho prueba dos, cosas: la primera, que en las Capitanías de la Santa Hermandad, los escuderos no debían ser personas vulgares; pues para concebir y ejecutar semejante proyecto, era necesario poseer una habilidad, arrojo y sangre fría no comunes; y la segunda, que Juan del Corral debía ser muy apreciado por sus servicios, cuando los Reyes le dieron aquel poder para que tratara con el Rey de Granada, y conocido el abuso que hizo de aquel poder, se contentaron con imponerle tan leve pena.
      No hubo en toda la guerra de Granada un hecho grande de armas en que no tomaran parte y se distinguieran las Capitanías de la Santa Hermandad. En la expedición á la Ajarquía, hecha en el año 1483 por un brillante Ejército andaluz á las órdenes del Marqués de Cádiz y del Maestre de Santiago; expedición tristemente célebre por la completa derrota que sufrieron las armas cristianas, tomaron parte las Capitanías de la Santa Hermandad que mandaban los Capitanes Juan de Almaraz y Bernal Francés; y al valor y pericia de dichos Capitanes se debió, que en aquella terrible noche, en que el Ejército cristiano se vio envuelto por sus enemigos en lo más áspero de aquellas fragosas comarcas, donde tantos valientes y caballeros distinguidos sucumbieron, las Capitanías después de haberse batido brillantemente el día antes al lado de los Caballeros de Santiago, con los jinetes moros mandados por el Zagal, hiciesen su retirada con mayor orden y mejor fortuna que las demás tropas que iban en aquella expedición.
      Esta derrota fué vengada en el mismo año con otros hechos brillantes de armas que tuvieron lugar, entre otros, la batalla de Lucena, dada por el Conde de Cabra y el Alcaide de los Donceles, en que murió Ali-Atar, el valiente Alcaide de Loja; y quedó prisionero su yerno Boabdil, último Rey de Granada; y la batalla de Lopera dada el 17 de septiembre del mismo año, la cual vamos á referir, porque en ella tomó el mando de todas las fuerzas cristianas el Capitán de la Santa Hermandad D. Luis Fernández de Portocarrero, Señor de la villa de Palma, prestando en aquella ocasión un servicio enteramente idéntico á los que hemos visto desempeñar en ciertas ocasiones á los Jefes de los Tercios de la Guardia Civil, que han tomado el mando de columnas compuestas de diferentes tropas del Ejército, con motivo de haberse presentado en algún punto de sus respectivos distritos facciones con bandera carlista ó republicana.
      Por el mes de septiembre de dicho año de 1483, el Rey Fernando pasó de Córdoba á Santa María de Guadalupe en Extremadura, donde hizo celebrar novenas en honor de la Virgen, y después fué á Vitoria á reunirse con la Reina. Aprovechando la ausencia del Rey, trataron los moros de hacer una de sus algaradas por las tierras de Sevilla y de Jerez, para lo cual se pusieron de acuerdo quince Alcaides de las ciudades y villas principales del Reino de Granada, juntando entre todos gran número de gente de á pie y de á caballo. Las tierras de moros y de cristianos en España estaban en aquellos tiempos llenos constantemente de espías de una y de otra raza. Apenas se puso en movimiento aquel cuerpo de moros, fué descubierto por seis cristianos almogávares que estaban de acecho en lo alto de una sierra, los cuales, con toda diligencia se repartieron, yendo unos á dar aviso á D. Luis Fernández de Portocarrero, otros al Marqués de Cádiz, y los restantes á la villa de Utrera y á los lugares de aquella comarca.
      D. Luis Fernández de Portocarrero, que fué el primero que recibió el aviso; con la actividad y acierto que caracterizaba á todos los guerreros de aquella gloriosa época, llamó á Figueredo, Alcaide de Morón, á los Alcaides de Osuna y de todas las fortalezas de aquel distrito; á Fernán Carrillo, Capitán de la Santa Hermandad, y al Capitán de la gente del Maestre de Alcántara. Con todas estas fuerzas, y además la Capitanía de la Santa Hermandad que tenía á su cargo y la gente de su casa, el señor de la villa de Palma, informado del camino que traían los moros, les salió al encuentro. Los moros habían dividido sus fuerzas en tres partes; una dejaron apostada para guardar los pasos de la sierra y tener segura la retirada: en esta división quedó la mayor parte de la infantería que traían, y los enfermos y cansados; otra parte enviaron delante como corredores para saquear la tierra y el campo de Utrera; y la tercera parte, que era la mejor y más numerosa, quedó emboscada cerca del río de Lopera. El señor de Palma atacó primero á los moros corredores, los cuales se retrajeron al lugar donde tenían emboscada la más fuerte de sus divisiones. Entonces el señor de Palma dividió en dos partes las fuerzas de su mando. Envió delante á Fernán Carrillo, á los Alcaides de Morón y de Osuna y al Capitán de la gente del Maestre de Alcántara; y en el segundo cuerpo quedó él con el resto de la fuerza. El primer cuerpo de los cristianos, aunque incomparablemente menor en número que los moros, arremetió con bizarría, y rotas las lanzas al primer encuentro, echaron mano á las espadas, sosteniendo el combate con admirable destreza y extremado vigor hasta que llegó el segundo cuerpo con el señor de Palma, y entonces los moros huyeron ignominiosamente. Los cristianos los persiguieron matando á muchos y haciendo más de mil cautivos. Entre los muertos se contaron el Alcaide de Velez-Málaga, un noble moro llamado Gebiz y otros muchos moros principales. Entre los cautivos estaban los Alcaides de Málaga, Alora, Coín, Comares y Marbella, el Alcaide del Burgo y otro llamado Izbencidre, quedando también en poder de los cristianos las quince banderas de los quince Alcaides. El señor de Palma escribió á los Reyes la relación de la batalla, enviándoles con el portador las quince banderas; y fué tanto lo que la Reina agradeció aquel servicio del Capitán de la Santa Hermandad, sobre todo por la actividad y el acierto con que se había conducido, que le hizo muchas mercedes y la muy insigne de regalar á su esposa todos los años de su vida el traje que vistiese el día de la Epifanía ó los Santos Reyes; concediendo también otras mercedes á los otros Capitanes y caballeros que habían tomado parte en la batalla (1).
      El 28 de octubre del mismo año, D. Luis Fernández de Portocarrero y el Marqués de Cádiz recobraron la villa de Zahara. El Marqués supo por algunos espías que los moros tenían en ella una guarnición no muy numerosa, y que en aquella marca tenían poca fuerza; juntó la gente de su casa y de la ciudad de Jerez, y llamó á D. Luis Fernández de Portocarrero y á algunos Alcaides de aquella comarca. Reunida toda esta fuerza, se pusieron en marcha de noche los dos caudillos para ocultar su movimiento. Antes de amanecer llegaron á Zahara y tomaron las disposiciones siguientes, para sorprender la villa. Pusieron un escalador y diez escuderos en un sitio; cerca de aquel sitio pusieron escondidos setenta escuderos para que auxiliasen á los primeros; mandaron á cierto número de peones que corriesen el campo contrario luego que amaneciera; y con el resto de la fuerza se pusieron en emboscada cerca de la villa. Luego que amaneció y vieron los moros andar por los campos aquellos peones cristianos, no pudiendo sospechar que los cristianos fuesen á escalar de día la villa, y no teniendo noticia de la fuerza que aquella noche se había aproximado, salieron hasta setenta caballos y buen número de peones de los que custodiaban el muro, para ahuyentar á los forrajeadores cristianos. Entonces el escalador y los diez escuderos que con él estaban pusieron las escalas y sin resistencia subieron al muro; los setenta escuderos los siguieron inmediatamente y por las escalas también subieron, trabaron pelea con los moros que encontraron en la villa, y se apoderaron de las torres y puertas principales. Los moros que habían salido en persecución de los peones cristianos, supieron que aquella había sido una estratagema, y se volvieron precipitadamente á la villa. El Marqués de Cádiz y D. Luis Fernández de Portocarrero, viendo las señas convenidas, que les hacían desde el muro, salieron de la emboscada donde estaban, y corriendo detrás de los moros entraron en la villa. Los moros se encerraron en la fortaleza, pero se vieron en la necesidad de rendirse; siendo así recobrada la villa de Zahara, que por estar situada en la frontera, los moros que la guarnecían todos los días entraban en las tierras de Castilla y hacían muchos estragos.
      En el año 1484 todas las Capitanías de la Santa Hermandad tomaron parte en la gran tala que hicieron las tropas castellanas en el Reino de Granada. Las operaciones más esenciales en las antiguas guerras eran las que se reducían á talar y asolar los campos del enemigo privándole de todos los medios de subsistencia. Bajo este punto de vista, aquella expedición fué de gran importancia, y las tropas que á ella concurrieron prestaron un señalado servicio á la nación . En dicho año las Capitanías de la Santa Hermandad eran doce; pues con los auxilios de hombres, dinero y otros servicios que la institución prestó á los Reyes, para la guerra de Granada, como más adelante diremos, tenía la institución entonces sobre las armas más de 10,000 hombres en servicio activo permanente. Ahora no tratamos de dicha clase de auxilios; nos concretamos solamente á narrar algunos servicios puramente militares que prestó la institución.
      Hallábanse los Reyes en el expresado año de 1481 muy ocupados en arreglar la gobernación de los Reinos de Aragón, Valencia y Cataluña, y por lo tanto, no podían por sí mismos atender á la guerra de Granada; mas para no dar á los moros un año de respiro, que hubiera sido muy fatal para la prosecución de la guerra, determinaron que los magnates de Andalucía con las Capitanías de la Santa Hermandad y gran número de taladores, hiciesen una gran correría por los distritos más ricos y agrícolas del Reino de Granada. Con este objeto enviaron al Tesorero Ruiz López de Toledo, y á su Secretario Francisco Ramírez de Madrid, á la ciudad de Córdoba, con cartas para el Maestre de Santiago, el Duque de Medinasidonia, el Conde de Cabra, el Marqués de Cádiz, D. Alonso de Aguilar, D. Luis Fernández de Portocarrero y demás Capitanes, Alcides y caballeros, y para las ciudades y villas de Andalucía; mandándoles que se juntasen con los Capitanes generales, entrasen en tierra de moros y talasen los panes ó sembrados y huertas de la ciudad de Málaga, y de los demás lugares de aquella riquísima provincia.
      A orillas del río Yeguas se juntaron todas las tropas convocadas para dicha expedición, y componían un cuerpo de 6,000 caballos y 12,000 peones, ballesteros, piqueros y espindargueros ó arcabuceros.
      Revistada toda la fuerza, se acordó que tuviesen el mando de ella, el Maestre de Santiago, el Marqués de Cáliz y D. Alonso de Aguilar. Estos Jefes lo primero que hicieron fué organizar la policía de la hueste, nombrando para que en ella administrase justicia, al licenciado Juan de la Fuente, Corregidor Jerez y Alcalde de Corte; y todos los pregones, mandamientos y ejecuciones que se hacían en el Real ó cuartel general se hacían á nombre del Rey y de la Reina. Mandaron echar de la hueste todas las mujeres mundarias y prostitutas que venían en ella: los Capitanes obedecieron esta orden, y no consintieron que ni ellas ni personas que no fuesen de utilidad para la expedición fuesen en la hueste.
      Dadas y ejecutadas las anteriores disposiciones, ordenaron las batallas y divisiones del modo siguiente: En la vanguardia iba D. Alonso de Aguilar, el Alcaide de los Donceles y los Capitanes de la Santa Hermandad D. Luis Fernández de Portocarrero, Juan de Almaraz, Juan de Merlo, y Carlos de Biedma con sus Capitanías. El cuerpo principal del Ejército iba mandado por el Maestre de Santiago y el Marqués de Cádiz, y se componía de los caballeros de dicha Orden, de las mesnadas de dichos magnates, de las Capitanías de la Santa Hermandad que estaban á cargo de los Capitanes D. Martín de Córdoba, Antonio de Fonseca y Fernán Carrillo; de los Caballeros de Calatrava y de la gente de Gonzalo Mexía, Señor de Sancrofimía. En una de las alas de este cuerpo principal iban Gonzalo Hernández de Córdoba (joven entonces en la carrera de las armas y que más tarde adquirió el glorioso dictado de Gran Capitán), con los Capitanes de la Santa Hermandad Diego López de Ayala y Pedro Ruiz de Alarcón; y en la otra ala el Comendador Pedro de Rivera con los Capitanes de la Santa Hermandad Pedro Osorio, Bernal Francés y Francisco de Bobadilla. Otra batalla ó división se formó con las gentes del Duque Medinasidonia, del Conde de Cabra, del Conde de Ureña, de Martín Alonso, señor de Montemayor, mandadas por los Capitanes de dichos magnates; y la milicia de Morón mandada por su Alcaide. En la retaguardia, mandada por el Comendador mayor de Calatrava, iban la Capitanía de dicho Comendador, y la gente y Capitanes de Jerez, Ecija y Carmona. Como se vé, en este Ejército, la fuerza principal consistía en las Capitanías de la Santa Hermandad que al mando de sus aguerridos y expertos Capitanes, iban en la vanguardia y cuerpo principal á las inmediatas órdenes de los caudillos más ilustres de Andalucía. Sólo por el orden puesto en este Ejército para una expedición tan importante, se puede conocer la estimación de que gozaban en el ánimo de los Capitanes españoles más ilustres de aquel siglo de guerra y de gloria las Capitanías de la Santa Hermandad.
      Puesto en movimiento el Ejército, cayó primero sobre la villa de Alora, y mientras que la división ó batalla en que iba la gente del Duque de Medinasidonia, contenía á los habitantes de dicha villa, el Ejército taló todos los sembrados, viñas, olivares é higuerales del término de la misma. Después asoló todos los valles y tierras de Coín, el Sabinal, Casarabonela, Almexía (hoy Almojía) y Cártama; los moros de Cártama salieron á impedir la tala de las huertas que estaban cerca de la villa, pero la división de vanguardia los acometió, encerrándolos en la villa y saqueando é incendiando el arrabal de la misma. Continuando la misma devastación llegaron hasta la villa de Alhendín. Los moros de esta villa poseían hermosísimas huertas y olivares y grandes campos sembrados de trigo. Propusieron á los generales del Ejército que no les talasen sus riquísimos campos y que entregarían todos los cristianos que tenían cautivos en la villa y su comarca. El Maestre de Santiago y el Marqués de Cádiz querían acceder á las proposiciones de aquellos moros, tal vez compadecidos de la destrucción de aquellos floridos vergeles, pero ya era tarde; los taladores á manera de una nube de hambrientas langostas, se habían extendido por aquellos campos con el hacha y la tea, y en pocas horas, como dice el cronista, aquella villa y su tierra quedó del todo destruida. Al día siguiente cupo igual suerte á todo el término de la torre del Atabal, y á los valles de Pupiana y Churriana y toda la hermosa vega de Málaga, con tal furia, que ninguna cosa dejaron enhiesta. La milicia de Jerez con el Corregidor de dicha ciudad, y la gente de Ecija y de Carmona pasaron á la otra parte de la sierra de Cártama, talaron todos los sembrados y quemaron todos los olivares y almendrales que por allí encontraron.
      Los Reyes Católicos, sobre todo la Reina, tenían el mayor cuidado en la provisión de sus Ejércitos. Cuando llegó la hueste á la vega de Málaga ya estaban en la costa por aquella parte aguardándola muchos navíos procedentes de Sevilla y de Puerto de Santa María, cargados de provisiones para que por falta de víveres no se suspendiese la expedición. Después de haberse provisto el Ejército de todo lo necesario, los Generales y Capitanes acordaron marchar con sus batallas ordenadas sobre Málaga, para talar los sembrados y huertas de sus cercanías. Los moros de Málaga, salieron á impedirlo; las principales divisiones del Ejército les salieron al encuentro y sostuvieron con ellos una porfiada pelea que duró todo el día, de la cual resultaron muchos heridos y muertos de una y otra parte, mientras los taladores esparcidos por aquella hermosísima vega incendiaban y talaban los sembrados, viñas, huertas, olivares, almendrales, palmas y otros árboles, y destruían todos los molinos que se hallaban en aquel término. Después pasaron á Coín, Alozaina, Gutero y Alhaurín destruyendo y asolando todas aquellas comarcas. Los moros de dichos pueblos salían valerosamente á defender sus haciendas, y el Ejército cristiano tenía que sostener todos los días los más rudos ataques. Con el Ejército iban también cirujanos pagados por los Reyes para que curasen á los heridos. Hecha esta espantosa tala, que duró cuarenta días, el Ejército se dirigió á Antequera, separándose allí las distintas tropas de que se componía, yéndose las milicias concejiles á sus Concejos respectivos; las mesnadas á las tierras de sus señores, y las Capitanías de la Santa Hermandad á los distritos que las estaban señalados.
      En los primeros meses de 1485, los Capitanes que los Reyes habían puesto para guardar las fronteras del Reino de Granada en las ciudades de Ecija, Jaén y otros puntos de Andalucía hicieron muchas entradas en tierras de moros de escasos resultados en ganados y cautivos, porque los habitantes de los pueblos pequeños se habían retirado á las montañas con sus familias y riquezas. Esto determinó á los Capitanes cristianos á hacer una correría por dichos parajes para lo cual se juntaron el Conde de Cabra, Martín Alonso, señor de Montemayor; don Diego de Castrillo, Comendador mayor de la Orden de Calatrava; los Capitanes de la Santa Hermandad, Diego López de Ayala, con su Capitanía y las milicias de las ciudades de Ubeda y Baeza de que era Corregidor (1), Pedro Ruiz de Alarcón y Francisco de Bobadilla, Corregidor de Jaén y de Andújar, con las milicias de dichas ciudades (2). A consecuencia de las noticias comunicadas por los adalides, acordaron ir en su correría una legua mas allá de la ciudad de Granada hacia Sierra Nevada, y caer sobre los lugares de Nibar y Guaxar, pues á causa de estar dichos lugares en lo más fragoso de aquellas montañas, sus moradores, por considerarse en parte más segura, estaban más descuidados. La hueste cristiana invadió el territorio morisco, tomando la dirección de los dos expresados lugares pero viendo el Capitán de la Santa Hermandad, Pedro Ruiz Alarcón, que era, como dice la Crónica: Caballero esforzado y experimentado lo más de su vida en la guerra de los moros, que se iban entrando muy adentro enla tierra de los enemigos sin tomar las debidas precauciones, dijo al Conde de Cabra y á los demás caballeros, que debían dar las órdenes oportunas para tener segura la salida, porque la gente que iba á hacer aquel género de guerra, estaba dispuesta siempre á obedecer mejor á sus Capitanes cuando entraba en tierra de moros, que cuando salía, y que llevaba las fuerzas más vivas cuando iba á hacer que cuando volvía de haber hecho; pues á causa del cansancio de lo que había trabajado, ó por el orgullo de haber vencido y el deseo de salir de la tierra ajena y volver á la suya, no guardaban á la salida ó retirada el mismo orden y disciplina que á la entrada; por lo cual debían ponerse en los pasos y vados por donde habían de hacer la retirada partidas suficientes que los guardasen y que no dejaran que se apoderasen de ellos los moros. El Conde de Cabra y los demás caballeros, conociendo la oportunidad y sabiduría del consejo dado por el Capitán de la Santa Hermandad, pusieron crecidas partidas en los vados y pasos de la sierra por donde habían de salir cuya medida fué la salvación de la hueste cristiana.
      Los Capitanes cristianos lograron sorprender los lugares, objeto de la expedición, y habiendo enviado corredores más adelante hicieron presa de bastantes ganados y cautivos; pero habiendo llegado á Granada la noticia, salieron gran multitud de moros de á pie y de á caballo acaudillados por su Rey. El Monarca granadino destacó parte de sus tropas para que tomaran los vados y pasos por donde debían volver los cristianos, pero no los pudieron tomar por la precaución de tenerlos guardados; y con el resto de la fuerza que llevaba atacó al grueso hueste cristiana. Entonces se empeñó un combate porfiadísimo en aquellas ásperas comarcas, en que los Capitanes cristianos dieron á conocer la experiencia que tenían en aquel género de guerra. Reunida toda la hueste iba retirándose en el mayor orden, siempre peleando: cuando se veía muy molestada por el enemigo, destacaba algunas compañías que le hiciesen retroceder, pero sin empeñarse en la persecución por temor á las emboscadas, y así, en este orden, y con los pasos y vados guardados, hizo la hueste cristiana una brillante retirada, volviendo victoriosa á sus acantonamientos con gran parte de la presa que había cogido en el territorio morisco, debido todo á los prudentes consejos del distinguido Capitán de la Santa Hermandad; al cual perteneció toda la gloria de aquella jornada. «Pónese aquí este recuentro, dice el cronista Pulgar, no porque fuese en gran daño de los unos ni de los otros, mas porque fueron libres los cristianos, de ser todos perdidos por el buen consejo que ovieron en mirar tanto é mas la seguridad de la salida que la forma de la entrada (1)
      En el mismo año de 1485, entró el Rey Católico en el Reino de Granada con poderoso Ejército; en la batalla ó división Real, cuyo mando fué conferido á D. Pedro Manrique, Duque de Nájera, iban las Capitanías de la Santa Hermandad de Diego López de Ayala, D. Luis Fernández de Portocarrero, Pedro Ruiz de Alarcón, Bernal Francés y Francisco de Bobadilla. El Rey mandó poner sitio á un mismo tiempo á las villas de Cartama y de Coín, estableciendo su Real entre las dos villas, en un paraje desde el cual podía estar viendo las operaciones de los dos cercos y dar socorro al que lo necesitase. Los moros de la Serranía de Ronda y de todas las serranías y valles de aquellas comarcas, luego que supieron que el Rey había mandado poner dichos cercos, vinieron en gran multitud á la villa de Monda á una legua de Coín. Entre estos moros venían los famosos Gomeres, guerreros africanos, hábiles y feroces, que habían pasado de Africa para hacer aquella guerra, y estaban á sueldo del Rey de Granada. Los moros de Monda y los Gomeres, desde las sierras altas y desde los otros lugares más ásperos donde se situaron, salían á tirar saetas y tiros de espingardas y algunas veces llegaba su osadía hasta atacar á las guardias que estaban puestas por todas partes á las entradas del Real; lo cual hacía que toda la hueste estuviese en un continuo movimiento, y que los caballeros y Capitanes pusiesen el más exquisito cuidado en guardar la persona del Rey. La topografía del terreno hacía imposible dar una batalla á aquel enjambre de moros. El Rey mandó poner la artillería repartida en tres partes, y el sonido de las lombardas era tan grande, que los tiros de un cerco se oían en el otro. Los moros de la villa de Coín, aturdidos por el estruendo de la artillería, y viendo la gran brecha que los tiros abrían en el muro, no sabían qué partido tomar. Informados los Gomeres del peligro en que se encontraban aquella villa y sus moradores si llegaba á ser entrada por fuerza de armas, intentaron algunas veces entrar en ella para defenderla, pero no lo pudieron conseguir por las grandes guardias que el Rey había puesto en sitios convenientes. Puesto de acuerdo con los moros de la villa, y haciendo un esfuerzo supremo, un Capitán de aquellos Gomeres habló así á sus fieros soldados: « Ea, moros, quiero ver quién será aquel que se compadecerá de los niños é mujeres de Coín, que esperan la muerte y el cautiverio: é aquel á quien la piedad de Dios moviera, sígame, que yo me dispongo á morir como moro, por socorrer á los moros.» dichas estas palabras quitándose el blanco turbante y atándolo por un á un extremo de su lanza, mete los acicates á su fogoso corcel y á rienda suelta toma la dirección de la villa; los demás moros de su taifa le siguen, y á favor de una vigorosa salida hecha al tiempo por los sitiados, logran entrar en ella. Entonces la defensa fué mucho más enérgica; y el Rey dio orden al Duque de Nájera y al Conde de Benavente, que mandaban el asedio, pusiesen las cosas necesarias para dar el asalto. Dispuesto todo y esperando la orden del Rey para acometer, el Capitán de la Santa Hermandad, Pedro Ruiz de Alarcón, al frente de una columna compuesta de escuderos de su Capitanía y de otras tropas de las que estaban en el asedio, se dirige á la villa y entra en ella por la brecha; acomete á los moros y los lleva peleando hasta una de las plazas de la villa. Entonces cargan súbitamente y con grande alarido sobre aquel sitio los Gomeres, y consiguen separar á los cristianos que habían entrado en la villa de los que venían en su ayuda. Muchos de los cristianos que venían en la columna de Alarcón, no pudiendo sufrir el ataque de los moros ni los tiros de piedras y tejas que les tiraban por las ventanas, aturdidos y no sabiendo los lugares y las calles por donde habían de pelear, volvieron las espaldas, y los moros cargando sobre ellos los echaron fuera de la villa por el mismo portillo que habían entrado. Pedro Ruiz de Alarcón viéndose así abandonado de la mayor parte de las tropas que llevaba, no queriendo soltar la presa, es decir, salirse de la villa, se atrincheró en una calle con algunos escuderos de su Capitanía, y se mantuvo por espacio de algunas horas peleando bizarramente contra los moros, esperando ser auxiliado por nuevas tropas cristianas que se arrojarían al asalto; pero viendo que no llegaban los anhelados auxilios, y que la multitud de los moros, sobre todo los fieros Gomeres, le estrechaban y oprimían, se resolvió á morir peleando como buen caballero: No entré yo á pelear para salir de la pelea huyendo, dijo, y arremetió con inaudito denuedo á los moros que le cercaban, haciendo en ellos grande estrago. Al fin, rendido por el cansancio y desangrado por las grandes heridas que recibió, cayó al suelo sin vida, pero no vencido (1). Uno de los que murieron á su lado fué el valiente Caballero Tello de Aguilar. Cuando el Rey supo la muerte de estos dos caballeros fué tal el disgusto y la ira que tuvo, sobre todo, porque antes de que diera sus órdenes se había comenzado el combate, que mandó estrechar más el cerco y combatir la villa con las lombardas gruesas y todos los tiros de pólvora, con tanta violencia, que la población no tuvo más remedio que rendirse.
      Suspendemos aquí la narración de los servicios prestados por las Capitanías de la Santa Hermandad, porque para que fuese completa sería necesario escribir un libro de igual volumen al que tendrá este compendio histórico: baste decir, que en todos los grandes hechos de armas de aquella guerra gloriosa tomaron una parte muy principal; y que siempre eran las tropas de más confianza para los Reyes y que mejores servicios prestaron así por su calidad como por ser permanentes y no apartarse nunca del servicio activo en ninguna época del año. En prueba del brillante comportamiento que observaron en todas las ocasiones en que á su valor se confiaron misiones arriesgadas é importantes, oigamos á uno de los caudillos más ilustres de aquel tiempo. Queda dicho cuán perfectamente defendieron á Alhama los Capitanes de la Santa Hermandad que la guarnecieron en el año de 1482. Al entrar el invierno del año 1483 se confió el mando de aquella importante plaza á D. Iñigo López de Mendoza, Conde de Tendilla. He aquí la alocución que militar insigne dirigió á las tropas de su mando: «Caballeros no digo que somos mejores que los otros que este cargo han tenido, para que con orgullo cayamos en algún error, ni menos somos peores para refusar los peligros de la muerte, por ganar la gloria que ellos ganaron. Conviene, pues, que en aquellos que virtuosamente ficieron, les remedemos: é si algo dellos dejaron de facer, lo suplamos de tal manera, que los que en este cargo subcedieren reputen á buena ventura quando pudieren igualar á nuestras fazañas.» Tal era la estimación general de que gozaban aquellas excelentes Capitanías.
      Hemos presentado brillantes ejemplos de valor, de fidelidad, de constancia, de delicadeza, de pundonor y pericia militar, en la serie de sucesos, cuya relación hemos hecho con dos objetos; primero, con el de ofrecer á la consideración del Cuerpo de guardias civiles, á quien esta obra está especialmente dedicada, cuya organización militar guarda tanta analogía con la Santa Hermandad, ejemplos dignos de ser imitados; y que no dudamos que de la misma manera que en lo tocante á la seguridad pública, única cosa en que verdaderamente se ha empleado desde su establecimiento, en el periodo de paz que felizmente venimos disfrutando, ha sabido desempeñar tan admirablemente su misión protectora, captándose el aprecio universal de la nación, como en su lugar daremos á conocer, á pesar de que no cuenta con los grandes elementos de aquella institución; de la misma manera, repetimos, no dudamos que si una guerra llegara á misma manera, repetimos, no dudamos que si una guerra llegara á afligirnos nuevamente, la Guardia Civil, organizada en batallones y escuadrones, constituiría un brillante cuerpo de Ejército veterano y aguerrido, acostumbrado á las fatigas y al trabajo por la continua campaña que sostiene, y que por su valor probado y admirable disciplina sería tan útil á la nación y dejaría su honor y su nombre puestos en tan alto lugar como las Capitanías de la Santa Hermandad organizadas por los Reyes Católicos. El segundo objeto es el de hacer ver la necesidad absoluta, imprescindible de que en toda nación civilizada haya semejantes instituciones. La historia, en el curso de los siglos, sólo nos presenta en España dos instituciones de este género. La Santa Hermandad de los Reyes Católicos, tal como la hemos dado á conocer, y el actual Cuerpo de guardias civiles, que aunque no cuenta con los vastos elementos que aquella institución, si algún día los tiene, llegará quizás á sobrepujarla. Estos Cuerpos militares, cuya base principal consiste en tener en sus filas hombres escogidos, cuya divisa es el honor y la probidad, regidos por una disciplina rígida y especial, diferente de la de los demás institutos del Ejército, ocupados constantemente en comisiones delicadísimas, que sólo pueden confiarse á hombres pundonorosos y de conducta intachable; acostumbrados á operar diseminados en pequeños grupos, por parejas, por toda la nación y hasta en los campos, observando siempre con la mayor escrupulosidad las reglas de su disciplina sin que sea necesario que estén bajo la vista de sus Jefes; ejercitándose todos los días en actos de valor y de heroísmo, de esos que engrandecen el corazón y dan á conocer lo sublime del espíritu del hombre, ora castigando cara á cara con arrojo y mano fuerte á los perversos, devolviendo la tranquilidad á los pueblos; ora amparando al débil y consolando al desvalido; no considerando el servicio de las armas como un peso gravoso, como una desgracia, sino teniendo entusiasmo por él, sin estar siempre anhelando el día en que cumple el término del servicio; dichos cuerpos militares son un plantel de hombres honrados, de excelentes ciudadanos y de soldados inmejorables. En semejante servicio contraen los hombres hábitos de obediencia, de delicadeza, de probidad, de valor y de disciplina; en fin, todas las virtudes que hacen al hombre ser en el estado civil, un ciudadano honrado y digno de estimación, y en el estado militar, un soldado, en cuyas manos, en días de prueba, puede confiarse la suerte de la patria. Así hemos visto la Santa Hermandad organizada por los Reyes Católicos en una época en que la nación se hallaba sumida en la más espantosa corrupción y vandalismo; en un estado tal de desmoralización y de disolución, que nos cuesta trabajo creer lo que nos dicen en sus escritos los mismos que presenciaron tan grandes males; que nos cuesta trabajo creer que una sociedad de seres humanos haya podido existir de aquella manera; hemos visto, repetimos, á la Santa Hermandad esparcir sus Capitanías por toda la extensión de la Monarquía castellana, y apoyadas fuertemente por los Monarcas, adquirir una fuerza moral, poderosa, sin la cual todos sus afanes hubieran sido vanos, y hacer respetar en todas partes la justicia y el principio de autoridad.
      Los Reyes Católicos, sobre todo doña Isabel I, no nos cansaremos de repetirlo, tenían una alta idea de los deberes de los Reyes acerca de la administración de justicia. El rigor y la piedad tienen sus límites. Así vemos á D. Fernando, más político utilitario que su regia y animosa consorte, perdonar la vida algunos grandes criminales, que debieron haberla perdido ignominiosamente á manos del verdugo. Pero aquella incomparable Reina, no atendiendo en semejantes casos más que á la voz de su conciencia, de una conciencia altamente ilustrada y penetrada de los más rectos principios de la justicia, la vemos conceder un perdón en Extremadura, pero á condición de que los agraviados habían de ser indemnizados; perdonar en Sevilla á multitud de gente, verdaderamente no criminal, sino arrastrada en las luchas habidas entre los dos magnates de la provincia, pero eso á ruego de los mismos agraviados; y en Medina del Campo, inexorable, mandando degollar en sangriento patíbulo al caballero asesino y ladrón, indigno de ser perdonado; y en Galicia y en todas las demás partes de los dominios de su Corona, dejar á la justicia ejercer su acción saludable y terrible para extirpar el crimen y devolver la tranquilidad á los pueblos oprimidos por los malhechores y tiranos, la Santa Hermandad el brazo poderoso de los Reyes para llevar á cabo tan grande empresa, apoyada y sostenida firmemente por ellos, adquirió en breve una fuerza moral tan eminente, que donde quiera que se presentaban aquellos ilustres Capitanes con las fuerzas confiadas á su pericia y valor, los criminales huían aterrados y no osaban oponerles resistencia, porque nada era capaz de resistir la bravura de aquellos hombres obedientes, pundonorosos y disciplinados, dirigidos por los distinguidos caballeros que los acaudillaban. Estalla la guerra contra el Reino moro de Granada, y las Capitanías reúnen sus fuerzas, son las tropas más escogidas de los Reyes de Castilla; á ellas se confían las comisiones más delicadas, y no hay un hecho de armas, una acción gloriosa en toda aquella guerra en que no suene el nombre de las Capitanías de la Santa Hermandad, mereciendo sus Jefes, además del mando militar de que estaban investidos, que se les confiriera las jurisdicciones y corregimiento de las principales ciudades de la frontera (cargos que entonces eran compatibles con las funciones militares), en premio de sus servicios.
      Como la Santa Hermandad por su especial organización disponía de cuantiosos fondos los Reyes Católicos tenían en ella una mina inagotable de recursos. El año de 1483 celebró la institución su Junta General en la villa de Pinto. En dicha junta, á la cual asistieron los Reyes, los Diputados provinciales de la Hermandad, los Procuradores de las ciudades y villas principales y todos los Tesoreros, Letrados y Oficiales que tenían algún cargo en ella, después de haber adoptado todas las disposiciones necesarias para el buen régimen de la misma, pidieron los Reyes á los Procuradores y Diputados diez y seis mil bestias y ocho mil hombres para abastecer á Alhama. Los Procuradores y Diputados accedieron á la petición de los Reyes, y pusieron á su disposición en Córdoba, en fin de mayo del mismo año, los hombres y las bestias de carga que les habían sido pedidas.
      Es muy curiosa la relación que hace el cronista Pulgar de lo que pasaba en aquellas Juntas, lo cual demuestra la exquisita vigilancia que ejercían los Reyes Católicos en todo lo concerniente á la Santa Hermandad, y por consiguiente la fuerza moral que daban á dicha institución. He aquí las palabras del mismo cronista, al hablar de la Junta General de 1483, y por esta Junta puede venirse en conocimiento de lo que pasaba las demás:
      «Como el Rey é la Reina vinieron á la villa de Madrid, luego entendieron en las cosas de las Hermandades de sus Reinos, para dar en ella buena orden, porque les fué notificado que algunos Oficiales que administraban los oficios de la Hermandad, no usaban como debían del cargo que tenían, é que llevaban salarios demasiados é cosas extraordinarias. E para poner esto en ejecución, mandaron juntar los Diputados de las provincias é los Procuradores de las ciudades é villas que eran principales, é todos los Tesoreros, é Letrados, é Oficiales que tenían cargo de la gobernación de las Hermandades, los cuales fueron juntos en la villa de Pinto. Y en aquella Junta, cada un Diputado é Procurador proponía los agravios que recibía el partido de que tenía cargo en las contribuciones, si entendía que su partido estaba más cargado de lo que debía pagar. Otrosí, se proponía cualquier menosprecio ó desobediencia fecha á los Oficiales de la Hermandad. O si los Alcaldes ó cuadrilleros é otros Oficiales della, habían seido negligentes en la administración y execución de la justicia, quier por dádiva, quier por afición ó en otra manera. Venían ansímismo ante aquellos Diputados las querellas de las dádivas ó cohechos que algunos habían llevado no debidamente. Otrosí, examinaban á los Capitanes de la gente de armas que pagaba la Hermandad, si tenía tantos homes cuantos les eran pagados, é si tenían caballos é armas. Todas éstas cosas se trataban é apuraban en aquel juntamiento, é facían restituir cualesquier maravedí é otros bienes que fuesen llevados contra justicia, é punían (castigaban) á los que fallaban culpantes, é privábanlos de los oficios. Otrosí, entendieron en los salarios que llevaban los Diputados é Tesoreros é otros Oficiales, é quitaron algunos que entendieron no ser necesarios, é moderaron la tasa que entendieron ser convenible. Todo este examen mandaron el Rey é la Reina facer con gran diligencia y ejecución de justicia, sin recibir ruego de ningún gran señor, é sin acepción de personas ni de intereses, (1)

Litografía Santa Hermandad
1 y 2. Alcalde y Ballestero de la Sta. Hermandad Vieja de Toledo. 3 y 4. Arcabucero y Lancero de la Sta. Hermandad reorganizada por los Reyes Católicos.


      Véase, pues, por este breve y sencillo relato como los Reyes Católicos, al mismo tiempo que con la mayor rigidez castigaban las más leves faltas de los individuos de la Santa Hermandad, y ejercían su vigilancia hasta el punto de ocuparse de los menores detalles de la institución, sabían premiar á los que se distinguían, y sobre todo, hacer que los Oficiales é individuos de la misma fuesen respetados, castigando cualquier menosprecio ó desobediencia cometidos contra ellos, sin recibir ruego de ningún gran señor, é sin acepción de personas ni de intereses. Este es el único medio de mantener la disciplina y de dar la fuerza moral que necesitan á Cuerpos como el de la Santa Hermandad y el actual de Guardias civiles, para que puedan desempeñar bien sus delicadas funciones. Este fué el sistema que estableció y que siguió siempre, incansable y con rara escrupulosidad, desde la creación del Cuerpo de Guardias civiles, su ilustre organizador y primer Inspector; sistema que ha venido siguiendo la Inspección de dicho Cuerpo, y á lo cual debe él mismo el prestigio de que goza en toda la nación.
      En el año de 1484 prestó también la Santa Hermandad otro eminente servicio á los Reyes, y por consiguiente á la nación. La Junta General se celebró en dicho año en la villa de Orgaz por el mes de noviembre. Asistieron á ella el Capitán General, Duque de Villahermosa; D. Alonso de Burgos, Obispo de Cuenca, Juez mayor y Presidente de la Junta Suprema; D. Alonso de Quintanilla; D. Juan Ortega y los demás Diputados, Procuradores y Oficiales que solían asistir. Después de haberse ocupado de los asuntos relativos á la institución, los expresados Ministros de los Reyes Católicos manifestaron á los Diputados y Procuradores, los trabajos que se pasaban en la guerra con los moros y los grandes gastos que ocasionaba, superiores á las rentas ordinarias de la Corona; por lo cual les encargaban de parte de Sus Altezas, que considerando aquella necesidad y el objeto á que habían de destinarse, además de las derramas ordinarias, repartiesen algunas cantidades más, pues eran necesarias para abastecer á Alhama en el verano siguiente, para aumentar el número de piezas de artillería, y para remontar la caballería, cubriendo las bajas de los caballos que habían muerto en las batallas dadas contra los moros. Los Procuradores y Diputados, con muy buena voluntad, respondieron unánimemente, que les placía servir al Rey y á la Reina con todo lo que de su parte les era demandado, porque como Reyes sabían administrar justicia, como Señores sabían defender sus Reinos; como católicos eran muy celosos de la fe de Jesucristo; como Reyes animosos sabían hacer la guerra á sus enemigos, y Monarcas prudentes sabían gobernar de tal manera sus dominios que cada uno era señor de lo suyo y nadie se atrevía á robar lo ajeno; que daban de tan buena gana los tributos á los Reyes porque con ellos eran más poderosos, y con su poder sus súbditos eran más honrados y defendidos. Que á sus predecesores no les otorgaban tan fácilmente los tributos, porque no invertían como era debido; pero que conociendo que la intención de los Reyes al pedirlos era recta, la guerra en que se iba á invertir santa, y la manera de invertirlos muy arreglada, no podían menos de otorgar con la mejor voluntad y patriotismo cuanto les era pedido; y en su virtud acordaron repartir una contribución extraordinaria de doce millones de maravedís para pagar los alquileres de las bestias que habían de llevar las provisiones á la ciudad de Alhama y á las villas de Alora y Setenil, y medio millón de maravedís más para pagar las bestias y acémilas que en el año anterior habían muerto en la conducción de provisiones y lo que fuese necesario para la artillería. El Duque de Villahermosa, el Obispo de Cuenca y los demás individuos de la Junta Suprema de la Hermandad, llevaron á la Reina la respuesta de los Procuradores; y la Reina agradeció tanto aquella prueba de afecto de parte de sus súbditos, que ordenó que no se repartiesen más que los doce millones de maravedís (1). Este ejemplo y otros muchos de que la historia esta llena, nos demuestra de la manera más evidente, que los pueblos son siempre generosos con los buenos Reyes y los buenos gobiernos, cuando ven que verdaderamente se afanan éstos por el engrandecimiento de la nación y el bienestar de sus súbditos; y que procuran lo uno y lo otro, evitándoles todos los gravámenes posibles, y no desangrándolos ni agotando fuera de tiempo é inoportunamente sus fuerzas.
      Durante la guerra, la fuerza armada de la Santa Hermandad sufrió muchas modificaciones. He aquí la reforma verificada en ella el año de 1488, y que parece fué la última. En dicho año, viendo los Reyes los grandes servicios prestados por las Capitanías de la institución, determinaron darles mayor importancia aún de la que tenían, haciendo de ellas un verdadero Ejército permanente. En su virtud, á consecuencia de lo acordado en Junta General de la Hermandad, por Real cédula de 15 de enero de dicho año, cometida al Arzobispo de Palencia, Presidente de la Junta Suprema; á D. Juan Ortega y á Alfonso de Quintanilla, se hicieron levas hasta reunir 10,000 infantes, entre los cuales se eligieron 960 espingarderos y 8,640 piqueros. Con esta fuerza se formaron doce Capitanías, cuyos mandos se dieron al Duque D. Alonso, D. Luis Fernández de Portocarrero, D. Martín de Córdoba, D. Fernando de Acuña, Diego Lope de Ayala, Pedro Ruiz de Alarcón, hijo del Capitán del mismo nombre que el año 1485 murió tan valerosamente en las calles de Coín, Antonio de Fonseca, Juan de Almaráz, Francisco Carrillo, Gonzalo de Cartagena, Mosén Mudarra y Fernando Ortiz.
      En 15 de octubre del mismo año, la Hermandad de Vizcaya, á solicitud de D. Fernando y doña Isabel organizó otra fuerza compuesta de 9,500 peones encorozados, con armaduras de cabeza, lanza y espada, y de 2,500 ballesteros con sus aparejos, espada y puñal.
      El Duque de Villahermosa continuó con el mando supremo de las tropas de la Hermandad, y ejercía sobre ellas la misma autoridad que los Cónsules en los Ejércitos romanos. Los Reyes nombraban á los Capitanes y cuadrilleros. Cada compañía constaba de 720 lanceros, 80 espingarderos, 24 cuadrilleros, ocho tambores y un abanderado, componiendo un total de 832 plazas; fuerza casi igual á la de un tercio de la Guardia Civil en la época actual; de lo cual se infiere que un Capitán de la Santa Hermandad era igual en categoría, en la clase militar, á un Coronel de nuestros tiempos, pues cada Capitanía formaba un cuerpo separado, como los actuales Tercios, y operaba de la misma manera; y los cuadrilleros, no habiendo más que 24 en cada Capitanía, su categoría debía ser igual á la de Teniente en actualidad, y no á la de cabos de escuadra, como dice uno de nuestros más distinguidos escritores militares contemporáneos.
      Las Capitanías obraban, bien aisladamente como los actuales tercios de la Guardia Civil, ó en combinación unas con otras en caso de guerra. En este último caso, á la reunión de cierto número de ellas, colocadas en línea y al mando de un Jefe superior ó caudillo, se le daba el nombre de batalla, la cual se componía á veces de infantería ó de caballería solamente, si bien lo regular era que entrasen en su composición las dos armas.
      El traje de los soldados de infantería de la Santa Hermandad era muy sencillo; consistía en calzas de paño encarnado, un sayo de lana blanca con manga ancha con una cruz roja en el pecho y espalda; cubrían la cabeza con un casco de hierro batido, muy ligero; y su armamento se reducía á la lanza y la espada pendiente del talabarte. Los arcabuceros ó espindargueros, en lugar de la lanza y la espada, llevaban el arcabuz y las bolsas de las municiones, tal como están en la lámina qué acompaña á esta obra.
      Las banderas de las tropas de la Santa Hermandad, según dice el General Conde de Clonard en su excelente y monumental Historia Orgánica del Ejército Español, estuvieron depositadas en la Real Armería de Madrid; pero hace tiempo que no existen en ella, y sólo se conservan sus dibujos en los libros de dicho Museo (1).

Litografía Duque de Villa-Hermosa
EL DUQUE DE VILLA-HERMOSA
Primer Capitán General de la Santa Hermandad.


      Antes de dar á conocer las últimas disposiciones que precedieron á la extinción de la Santa Hermandad, vamos á dar una brevísima noticia biográfica del ilustre Capitán General y de algunos de los Capitanes más famosos de la misma; noticia que consideramos necesaria para dar á conocer todavía mejor esta célebre institución, y para probar de cuánta importancia eran los mandos de las Capitanías, cuando los Reyes solamente conferían á personas de la mayor distinción, no sólo por su posición social, sino principalmente por su conducta intachable, por su caballerosidad y pundonor, y por su valor y talentos militares.




EL DUQUE DE VILLAHERMOSA.


      Antes que el Infante D. Fernando el de Antequera fuese electo Rey de Aragón en el juicio que la historia denomina el Compromiso de Caspe, había tenido á sus hijos D. Alonso, que más adelante conquistó á Nápoles, y á D. Juan, que por muerte sin sucesión de D. Alonso, subió al Trono de Aragón, siendo el segundo en dicha Corona de los Monarcas de su nombre. Este Príncipe D. Juan, hallándose en Medina del Campo, antes de la elección de su padre, se enamoró de una dama de la Infanta doña Leonor de Albuquerque, su madre, llamada doña Leonor de Escobar, hija mayor de Juan de Escobar, caballero, señor de Grajal; de los amores pasaron á tener relaciones ilícitas, siendo el fruto de ellas D. Alonso de Aragón, Conde de Ribagorza, Maestre de Calatrava, primer Duque de Villahermosa y Capitán General de la Santa Hermandad.
      Visto por Juan de Escobar el error cometido por su hija mayor, la desheredó é instituyó por su heredera á la segunda. Doña Leonor de Escobar, arrepentida de su falta, se retiró al monasterio de Santa María de las Dueñas de Medina del Campo, donde vivió con grandísima honestidad y clausura el resto de su vida; dícese de ella que evitó tanto el ver á los hombres, que jamás quiso ver á su hijo, porque decía, que no quería ver hijo que no fuese legítimo.
      Siendo Rey de Aragón D. Juan II, dio á su hijo bastardo don Alonso, á feudo honrado, el condado de Ribagorza, y le hizo su Capitán General en la guerra que sostuvo contra su hijo primogénito legítimo el Príncipe D. Carlos de Viana, acerca del gobierno del Reino de Navarra. En aquella guerra fratricida, el joven Conde de Ribagorza dio grandes pruebas de su valor y de su genio militar. En la primera batalla derrotó el Ejército de su hermano el Príncipe de Viana; y en la batalla de Ayuar (año de 1451), le hizo prisionero. Dicen los autores que en esta batalla, el Príncipe de Viana no se quiso rendir sino á D. Alonso de Aragón, su hermano, que ya era también Maestre de Calatrava, al cual le dio su estoque y una manopla; y que entonces el Maestre, apeándose de su caballo, besó la rodilla del Príncipe. Otras memorias de aquellos tiempos, acerca de esta batalla dicen: que la gente del Príncipe de Viana llevaban á mal andar por una cuesta á la infantería del Rey de Aragón; cuando el Maestre de Calatrava con sólo treinta hombres de armas, criados suyos, envistió por el flanco la batalla ó división que mandaba el Príncipe, y la destrozó completamente, por lo cual el Príncipe tuvo que acogerse á una fortaleza y después se entregó prisionero.
      Revelada Cataluña á consecuencia de aquella desastrosa guerra entre padre é hijo, D. Juan II nombró á su hijo bastardo D. Alonso, General de su Ejército; y se condujo como General hábil y valeroso, venciendo á los catalanes en muchos encuentros.
      En la batalla de Toro, el año de 1476, de la cual tanto hemos hablado, D. Fernando el Católico, que como se vé por este relato, era mucho menor en edad, le pidió que le aconsejara lo que debía hacer aquel día. D. Alonso, rehusó al principio darle ningún consejo; pero como el Rey insistiese, le contestó, que si quería poseer la Corona de Castilla, que pelease aquel día, no como Rey, sino como escudero. Ganada la batalla por este servicio y los demás que prestó á su hermano D. Fernando en la guerra contra Portugal, su padre D. Juan le dio la baronía de Arenos con el título de Duque de Villahermosa, en libre y franco alodio, según donación hecha en el castillo de Amposta; además le dio la villa de Igualada en Cataluña, y le prometió hacerle Duque de Manresa y de toda su tierra. Pero habiendo renunciado el Maestrazgo de la Orden de Calatrava y obtenido dispensa de sus votos para casarse con doña Leonor de Portugal y de Soto, hija de Juan de Soto y de doña María de Portugal, el Rey D. Juan su padre, el Rey D. Fernando su hermano, y la Reina doña Isabel lo llevaron muy á mal, y por esta causa su padre no le dio á Manresa y le quitó la villa de Igualada. Ya hemos visto los grandes servicios que prestó á sus hermanos los Reyes Católicos, como Capitán General de la Santa Hermandad. Como todos los nobles y principales caballeros de su tiempo, su casa era una escuela militar. Gonzalo de Oviedo en sus Quincuágenas dice, que salían de su casa hombres muy diestros para la guerra, pues, «como el Duque era un espejo de la militar disciplina en su tiempo, había en su casa y servicio señalados hombres por sus personas y lanzas; los cuales, viendo muchas veces pelear á su señor y el señor á sus criados, era la casa del Duque una escuela de Marte y una examinación de caballería muy continuada y muy centrada y entendida, y tal, que no había en servicio del Duque hombre que indignamente se ciñese espada.»
      Murió en la villa de Linares del Reino de Granada, y de allí fué llevado al monasterio de Poblet y sepultado á los pies del Rey D. Juan II, su padre (1).




EL SEÑOR DE LA VILLA DE PALMA.


      Del Capitán D. Luis Fernández de Portocarrero, trae Oviedo en sus Quincuágenas, una extensa noticia acerca de su linaje y familia, de las rentas que poseía y de sus prendas personales. Según este célebre autor de aquellos tiempos, que dice le conoció personalmente, el Señor de Palma descendía de las ilustres familias italianas de Bocanegra y de Fiesco, y estaba emparentado con todas las principales familias de la aristocracia andaluza. Su primera mujer fué doña Beatriz de Córdoba, hija del Mariscal de Baena, Diego Gutiérrez de Córdoba, primer Conde de Cabra, y hermana del Segundo Conde de Cabra, el que juntamente con el Alcaide de los Donceles vencieron á Boabdil, Rey de Granada, en la batalla de Lucena y le hicieron prisionero. Muerta esta señora sin haber tenido de ella sucesión, casó en segundas nupcias con doña Francisca Manrique, hija de don Fadrique Manrique y de doña Beatriz de Figueroa, y hermana de doña María Manrique, Duquesa de Terranova, mujer del Gran Capitán. De dicha señora doña Francisca Manrique tuvo un hijo, que también se llamó Luis, y al cual el Emperador don Carlos I de España, V de Alemania, dio el título de Conde.
      De sus rentas dice el mismo escritor que eran pocas para lo que era su persona, y que las gastaba muy como señor. Su patrimonio le producía una renta anual de ocho ó diez mil ducados; tenía más de mil vasallos en la villa y tierra de Palma, la Moncloa de Sevilla y otros lugares; tenía además la Encomienda de Azuaga, que era una de las mejores de toda la Orden de Santiago, la Tenencia y Alcaldía de Constantina, que la tuvo también después de su muerte el Conde su hijo, y una Capitanía de cien jinetes de la Santa Hermandad; de manera que con las rentas de su patrimonio, la Encomienda, la Tenencia y la Capitanía, reunía quince mil ducados cada año, cantidad que se puede considerar en aquellos tiempos equivalente á lo que en el día representa un millón de reales.
      El citado cronista cuenta en su reseña biográfica la batalla de Lopera, la toma de Zahara y otros muchos hechos en de armas en que se distinguió este hábil Capitán, así en la guerra contra los moros como en la famosa guerra de Italia, donde estuvo á las órdenes del Gran Capitán, y añade que era muy valiente y gentil Capitán, de gran reputación en las cosas de la guerra por su valor y consejo. Después de la guerra de Granada pasó á Italia, mandando como Capitán General el cuerpo de Ejército que los Reyes Católicos enviaron para socorrer á Gonzalo de Córdoba cuando se hallaba cercado en la ciudad de Barleta, y permaneció en Italia hasta su muerte, que acaeció el año 1503.
      Gonzalo de Oviedo hace también la descripción del escudo de armas de este caballero, en el cual se veían las de Bocanegra o de Génova, Fiesco, Velasco y Portocarrero, con un lema en palabras latinas, que quería decir, según lo trae el mismo cronista, «Acuérdate que me hiciste como lodo, y retornarme has en polvo.»




DIEGO LÓPEZ DE AYALA,

SEÑOR DE CEBOLLA.
APOSENTADOR MAYOR DE LOS REYES CATÓLICOS.

      «Gran persona fué la de Diego López de Ayala, Señor de Cebolla, Aposentador mayor de los Reyes Católicos y Capitán de cien jinetes.» Así comienza Gonzalo de Oviedo la biografía de este famoso Capitán de la Santa Hermandad, que tantas veces hemos citando al hablar de los servicios de dicha institución. Era hijo de Juan de Ayala, Señor de Cebolla y Aposentador mayor de los Reyes Católicos, y de doña Inés de Guzmán, hija de D Luis de Guzmán, Maestre de Calatrava. El linaje de Ayala es de los más ilustres de Castilla, y reconoce por jefe ó cabeza al Conde de Salvatierra. Después de la guerra de Granada, pasó Diego López de Ayala á Navarra mandando un cuerpo de Ejército, distinguiéndose mucho en aquella guerra en que eran contendientes, de una parte D. Fernando el Católico y de la otra el Rey D. Juan de Navarra, Señor de Labrit, y Luis XII, Rey de Francia, que había venido en su auxilio. Vencidos al fin el francés y el navarro, Diego López de Ayala, encargado de perseguirlos en la retirada, les cogió gran número de prisioneros y doce piezas de artillería, ocho sacres, dos cañones gruesos y dos culebrinas grandes. Gonzalo de Oviedo termina la biografía de este Capitán haciendo la descripción de su escudo de armas.




PEDRO RUIZ DE ALARCÓN.


      Según el mismo escritor contemporáneo, era SEÑOR DE BUENACHE y de una familia muy distinguida.
      Conquistada Almería por los Reyes Católicos, fué erigida su iglesia en catedral el día 21 de junio de 1492, y nombrado Obispo de su diócesis el Provisor de Villafranca, D. Juan de Ortega, en premio de los servicios prestados en la organización de la Santa Hermandad y en la Junta Suprema de la misma, y siguió de Capellán y Predicador de los Reyes hasta su muerte que acaeció en Burgos el año de 1515 (1).

      Véase, pues, por la brevísima reseña biográfica que hemos hecho de los citadas personajes, que importante era el cargo de Capitán de la Sarta Hermandad, como dichos cargos no se confiaban sino á militares de la más alta reputación, y sobre todo, y lo que alienta á los hombres de bien á no separarse nunca de la línea de conducta trazada por los más sanos principios de la honradez y de la probidad, es como la Historia conserva las acciones buenas y heroicas de los hombres virtuosos, que en cualesquiera circunstancias de la vida saben estar á la altura de sus deberes, para elogiarlas y presentarlas ejemplo á la posteridad.
      Los Reyes Católicos desde el principio de su reinado fijaron toda su atención en la organización de la fuerza pública, que hasta entonces verdaderamente había estado en manos de los Grandes, de los Prelados y de las Ordenes militares. La formación de las Capitanías de la Santa Hermandad, fué un ensayo que dio á conocer á los Monarcas que podía arrancarse la fuerza de dichas manos y trasladarla á las del pueblo bajo la inmediata dirección de la Corona. Las mesnadas de los Grandes, de los Prelados, de las Ordenes y las milicias concejiles, además de no estar inmediatamente bajo la mano del poder ejecutivo adolecían de otro vicio muy capital, cual era, que los Reyes no podían disponer siempre de ellas en un caso dado, á veces cuando era más oportuno. Desde el Reinado de D. Juan II se conocieron algunos cuerpos militares permanentes que se llamaban Caballeros continuos, especie de Guardia Real, que cuando más ascendió á 3,600 lanzas en tiempo de D. Enrique IV, y que por su número, organización y disciplina, sus servicios eran nulos, cuando no perjudiciales á los pueblos, y no servían en manera alguna para contrapesar el poder de la aristocracia.
      Fija la atención de los Reyes en la idea de organizar la fuerza pública, de manera que solamente de su regia autoridad dependiese, apenas terminó la guerra de Granada, en el mismo año de 1492, pidieron á su Contador mayor de cuentas D. Alonso de Quintanilla, un informe acerca del armamento general del Reino, de la población del mismo, y del modo en que podría hacerse el empadronamiento militar. El célebre Ministro, á quien tantas veces hemos nombrado en el curso de esta obra, desempeñó su encargo con la maestría propia de su experiencia y de su gran talento. Este documento es sumamente importante, porque después de la organización de la Santa Hermandad, es el segundo paso que dieron los Reyes Católicos para la organización del Ejército permanente, y así, en lugar de extendernos en consideraciones acerca de su contenido, creemos ser más breves y más exactos dándolo á conocer, insertándolo íntegro como otros, en una nota (1).
      El siguiente de año de 1493 se levantaron cuerpos ordinarios y permanentes de caballería, y se prohibió por decreto de 2 de mayo del mismo año deshacer las armas que hubiese en el Reino, conminando con graves penas á los herreros y armeros que contraviniesen á esta disposición. Por otro decreto dado en Tarazona á 18 de septiembre de 1495, se estableció que todos los súbditos de cualquier ley, estado ó condición que fuesen, tuviesen en su casa y poder, armas ofensivas y defensivas, según el estado, manera y facultad de cada uno. Que los más ricos tuviesen corazas de acero, falda de malla ó de láminas y armadura de cabeza, lanza de veinticuatro palmos, espada, puñal y casquete. Los de mediana riqueza, corazas, armadura de cabeza, espada, puñal y lanza, ó en lugar de estas armas, espingarda con cincuenta pelotas y tres libras de pólvora, ó ballesta con treinta pasadores; y los de menor hacienda, espada, casquete, lanza larga y dardo, ó lanza mediana y medio pavés ó escudo; dichas armas no podían ser embargadas por ninguna clase de deudas, ni aunque fuesen á favor de la Real Hacienda. Dos revistas se pasaban al año á todos los ciudadanos armados, una el último domingo de marzo y la otra el último domingo de septiembre. A los que faltaban á estas disposiciones se les imponían ciertas penas; se daban premios á los ballesteros y espingarderos que tiraban mejor y con más acierto, y á los que en las revistas se presentaban mejor armados; á fin de que todos se esforzasen en trabajar y en tener las mejores y más lucidas armas que pudiese haber. Este fué el fundamento del espíritu y gloria militar española en el siglo XVI, de aquella gloria militar que hizo exclamar á Francisco I de Francia, prisionero en España: «¡Oh bienaventurada España que pare y cría los hombres armados! » Por último, por Real provisión dada en Valladolid á 22 de febrero de 1496, se mandó, á consecuencia del acuerdo tomado en la Junta General de la Hermandad celebrada en aquel año en Santa María del Campo, para organizar en todo el Reino la fuerza de infantería, que de cada doce vecinos se sacase un peón que no fuese menor de 20 años ni mayor de 45, el cual sino estaba armado, debía armarse á costa de los que se quedaban sin alistar, y estar pronto cuando se llamase á todos ó parte de ellos, para la guerra y otros objetos del servicio y pacificación del Reino; los alistados gozaban de ciertas exenciones, entre otras, la de no pagar la contribución de la Hermandad y otros pechos militares.
      Este documento es también de la mayor importancia, como que desde su publicación data la creación de la infantería en el Ejército permanente, y hemos creído muy oportuno enriquecer nuestra obra insertándolo íntegro en las notas (1).
      Como hemos visto por las disposiciones anteriores, los Reyes Católicos, á favor de la Santa Hermandad, habían conseguido su objeto, cual era el de arrebatar la fuerza pública de manos de las clases privilegiadas, para tenerla constantemente á sus inmediatas órdenes. Creado un cuerpo permanente de Caballería, que más adelante se le conoció con la denominación de Guardas Viejas de Castilla, armado todo el pueblo y hecho el alistamiento general, podían contar con un Ejército aguerrido y permanente, si bien los cuerpos que habían de componer la Infantería no se hallaban constantemente sobre las armas. Esta reforma quiso plantearla algunos años después de la muerte de la Reina Isabel el Cardenal Cisneros, pero tuvo que quedar aplazada por la oposición de los pueblos. Creyendo ya los Reyes, que con tener así organizada la fuerza pública podían atender en todo caso á las guerras, y creyendo también que estando muy autorizada la institución de la Santa Hermandad y libre de malhechores toda la nación, bastarían para atender á la seguridad pública los Alcaldes y Cuadrilleros que en las ciudades y pueblos se nombraban anualmente, con el fin de aliviar á los pueblos de las contribuciones y derramas para el sostenimiento de las Capitanías, que ya no creían necesarias; estando en Zaragoza expidieron una pragmática á 29 de junio de 1498, aboliendo el impuesto anual de 18,000 maravedís que se satisfacía por cada cien vecinos para el sostenimiento de un hombre de á caballo de la Hermandad, suprimiendo la Capitanía General, las Capitanías y la Junta Suprema ó Tribunal Superior y los Jueces ejecutores de la institución, dejando subsistentes las leyes de la Hermandad en cuanto á las funciones de los Alcaldes y Cuadrilleros y al modo de perseguir y castigar á los malhechores, y mandando que las causas que antes iban en apelación á la Junta General se llevasen á los mismos Reyes ó á los Alcaldes de Corte, que debían fallarlas con arreglo á leyes hechas en Torrelaguna. Esta importantísima pragmática, que fué la causa de la destrucción de la Santa Hermandad de Castilla y del desprestigio y aniquilamiento de las Hermandades con destino á la seguridad pública que por entonces se conocían en España, como veremos más adelante, hemos creído muy oportuno darla á conocer en toda su extensión á nuestros lectores, como lo hemos hecho con los documentos más importantes y que más influencia han tenido en el desarrollo ó decadencia de estas instituciones (1).

Litografía Juan Ortega
Dn. JUAN ORTEGA.
Primer Obispo de Almería.


      Los Reyes Católicos, al tomar esta determinación, sin duda con el objeto de aliviar á los pueblos de la contribución de la Hermandad, cometieron un error tan grave, que sus consecuencias las ha venido sintiendo la nación española hasta que se instituyó la actual Guardia Civil. El error de los Reyes Católicos en dos cosas sumamente notables; la primera, en creer que habiendo abatido el feudalismo y destruido las fortificadas guaridas de los poderosos bandidos, y teniendo armado el pueblo, sería imposible que volviesen á reproducirse aquellas hordas de criminales que antes se habían conocido; y por consiguiente, que no era necesaria una fuerza militar tan poderosa para el servicio ordinario de la seguridad de las vías de comunicación; además, que en caso necesario, podían dedicarse á dicho servicio los cuerpos permanentes de Caballería ya organizados; y la segunda, en creer que á causa del terror que sólo el nombre de la Santa Hermandad inspiraba, los Alcaldes y Cuadrilleros elegidos anualmente en los pueblos, sin necesidad de la vigilancia que hasta entonces habían ejercido sobre ellos la Junta Suprema y los mismos Reyes, bastarían para exterminar las cuadrillas de malhechores que pudieran organizarse. La enormidad de los crímenes que se cometían en los Estados de la corona de Castilla al advenimiento de los Reyes Católicos; el estado tan fatal y horrible en que entonces se encontraba la nación, dio lugar á que, después de castigados los criminales y reprimidos sus excesos, reinase una extremada confianza; y satisfecha además la imperiosa necesidad de que la fuerza pública estuviese solamente á las órdenes de los Reyes y que no pudiesen disponer los magnates de sus respectivos vasallos á su antojo, se creyese que eran inútiles y dispendiosas las Capitanías de la Santa Hermandad. Los Cuadrilleros elegidos anualmente en los pueblos, con la gente que se ponía á sus órdenes, no eran suficientes por sí solos para prestar el servicio que antes hacían auxiliados por los jinetes y hombres de armas de las Capitanías, ni concurrían en ellos las circunstancias que adornaban á los individuos de las mismas. Los Alcaldes de Hermandad, elegidos anualmente también por los pueblos, sin estar bajo la vigilancia de los Diputados provinciales, llamados después Jueces ejecutores, y de la Junta Suprema, y enredados de ordinario en competencias con las Justicias ordinarias, no tenían ya ni el espíritu de corporación ni el apoyo y estímulo que antes para ejercer bien sus cargos; y sobre todo, tanto á los Cuadrilleros como á los Alcaldes de Hermandad, les faltaba la fuerza moral que les daban la Capitanía General y el Tribunal Superior de la institución; la fuerza moral, que es la verdadera fuerza de las instituciones de seguridad pública. Los Cuadrilleros y los Alcaldes de Hermandad, es decir, la fuerza encargada de perseguir á los criminales y la justicia que había de castigarlos, desde la publicación de la citada Pragmática, dejaron de ser ramas de un árbol robusto, partes de una institución grande gobernada por un centro poderoso de acción, que comunicaba á todos sus actos la unidad y la fuerza irresistible del conjunto; y se convirtieron en ramas desprendidas á las cuales faltaba la savia del tronco, el apoyo, la unidad de acción, el estímulo, y que por lo tanto no podían menos de irse abandonando, desprestigiándose de día en día, hasta extinguirse por completo. El Consejo Real no ejercía ni podía ejercer sobre los Alcaldes de Hermandad la vigilancia que la Junta Suprema, ni tenía sobre ellos las mismas facultades; la Pragmática de 1498 sólo facultaba al Consejo para entender en las apelaciones de las causas por casos de Hermandad.
      Esto fué lo que sucedió, desde el 15 de agosto de 1498 en que cesaron en sus funciones la Capitanía General, la Junta Suprema, los Jueces ejecutores de las provincias, los Veedores ó inspectores y las Capitanías de la Santa Hermandad, la institución quedó destruida. Desde entonces se introdujo el desorden y el abandono en tan delicadas funciones; los Alcaldes y Cuadrilleros abusaron indignamente de sus cargos, y en los cuadernos de las Cortes celebradas en el siglo XVI, en Toledo, Segovia, Valladolid y Madrid, en los años 1525, 32, 34, 37, 48, 55 y 85, se encuentran numerosas quejas hechas por los Procuradores del Reino, denunciando los más graves abusos, así de la Santa Hermandad General del Reino como de la Vieja de Toledo, Ciudad-Real y Talavera. Por el contenido de dichas quejas (1) se ve que los Alcaldes y Cuadrilleros cometían toda clase de abusos, formando procesos por cosas leves con la intención de estafar á los encausados, suspendiendo las sumarias, y como vulgarmente se dice, echando tierra, sobre delitos graves, dejándose sobornar por los delincuentes, y obrando, en fin, como hombres que teniendo que ejercer un cargo sólo por espacio de un año, sin temor á ser vigilados por un superior, no trataban más que de explotar y hacer mal uso de las facultades que en mal hora se les habían confiado. Parece también que con motivo de la guerra de las Comunidades de Castilla se ensañaron con los del bando vencido, lo cual les acarreó más el odio de los pueblos, y esto se comprende observando la fecha de las Cortes en que los Procuradores del Reino comenzaron á presentar sus quejas contra los Ministros de la Santa Hermandad.
      Si á principios del siglo XV daban ya los Ministros de la institución lugar á que se formularan contra ellos quejas tan graves, puede figurarse el lector en que estado se hallaría la misma al comenzar el siglo XVII: fué la piedra de toque, el blanco de la sátira de todos los insignes escritores de aquel tiempo; leyendo sus obras, no parece sino que todos á porfía, en tremenda cruzada se levantaron á dar el golpe de gracia á la mal parada institución, que ni una sombra era de lo que había sido, ni menos merecía el nombre que llevaba, nombre que habían ilustrado tantos insignes personajes en el reinado de los Reyes Católicos. Entre todos los distinguidos escritores de aquella época memorable y gloriosa para las letras españolas, ninguno ha pintado mejor, ni con crítica más mordaz, severa, aguda y exacta lo que eran entonces los Cuadrilleros de la Santa Hermandad, que nuestro inmortal Cervantes. He aquí el último párrafo del capítulo 45 de la parte primera del Quijote, en que después de haber narrado con su gracia sin igual la descomunal pelea trabada sobre la bacía convertida en yelmo de Mambrino y de la albarda del burro del barbero en jaez de caballo castizo, en la famosa venta, que D. Quijote imaginaba ser castillo y encantado, cosa que el socarrón de Sancho iba ya creyendo, pues tales eran las aventuras que en ella les habían acontecido, dice lo siguiente: . . . .« pero viéndose el enemigo de la concordia y el émulo de la paz menospreciado y burlado, y el poco fruto que había granjeado de haberlos puesto á todos en tan confuso laberinto, acordó de probar otra vez la mano, resucitando nuevas pendencias y desasosiegos.
      Es, pues, el caso, que los cuadrilleros se sosegaron por haber entreoído la calidad de los que con ellos de habían combatido, y se retiraron de la pendencia por parecerles que de cualquiera manera que sucediese, habían de llevar lo peor de la batalla; pero uno de ellos, que fué el que fué molido y pateado por D. Fernando, le vino á la memoria que entre algunos mandamientos que traía para prender á algunos delincuentes, traía uno contra D. Quijote, á quien la Santa Hermandad había mandado prender por la libertad que dio á los galeotes, y como Sancho con mucha razón había temido. Imaginando pues, esto, quiso certificarse si las señas que de D. Quijote traía venían bien, y sacando del seno un pergamino, topó con el que buscaba, y poniéndosele á leer despacio, porque no era buen lector, á cada palabra que leía ponía los ojos en D. Quijote, y iba cotejando las señas del mandamiento con el rostro de D. Quijote y halló que sin duda alguna era el que el mandamiento rezaba, y apenas se hubo certificado, cuando recogiendo su pergamino, con la izquierda tomó el mandamiento, y con la derecha asió á D. Quijote del cuello fuertemente, que no le dejaba alentar, y á grandes voces decía: favor á la Santa Hermandad, y para que se vea que lo pido de veras léase este mandamiento, donde se contiene que se prenda á este salteador de caminos. Tomó el mandamiento el cura, y vio como era verdad cuanto el Cuadrillero decía, y cómo convenían las señas con D. Quijote. El cuál viéndose tratar mal de aquel villano malandrín, puesta la cólera en su punto, y crujiéndole los huesos de su cuerpo, como mejor pudo él asió al Cuadrillero con entrambas manos de la garganta, que á no ser socorrido de sus compañeros, allí dejara la vida antes que D. Quijote la presa. El ventero, que por fuerza había de favorecer á los de su oficio (el ventero era también Cuadrillero), acudió luego á darle favor; la ventera, que vio de nuevo á su marido en pendencias, de nuevo alzó la voz, cuyo tenor le llevaron luego Maritornes y su hija, pidiendo favor al cielo y á los que allí estaban. Sancho, dijo, viendo lo que pasaba: vive el Señor, que es verdad cuanto mi amo dice de los encantos deste castillo, pues no es posible vivir una hora con quietud en él. D. Fernando despartió al Cuadrillero y á D. Quijote, y con gusto de entrambos les desenclavijó las manos, que el uno en el collar del sayo del uno, y el otro en la garganta del otro bien asidas tenían; pero no por esto cesaban los Cuadrilleros de pedir su preso, y que les ayudasen á dársele atado y entregado á toda su voluntad, porque así convenía al servicio del Rey y de la Santa Hermandad, de cuya parte de nuevo les pedían socorro y favor para hacer aquella prisión de aquel robador y salteador de sendas y de carreras (carreteras).— Reíase de oír estas razones D. Quijote, y con mucho sosiego dijo: venid acá, gente soez y mal nacida, ¿saltear de caminos llamáis al dar libertad á los encadenados, soltar los presos, socorrer á los miserables, alzar los caídos, remediar los menesterosos? ¡Ah gente infame, indigna por vuestro bajo y vil entendimiento, que el cielo no os comunique el valor que se encierra en la caballería andante, ni os dé á entender el pecado é ignorancia en que estáis en no reverenciar la sombra, cuando más la asistencia de cualquier caballero andante! Venid acá, ladrones en cuadrilla, que no cuadrilleros; salteadores de caminos con licencia de la Santa Hermandad, decidme, ¿quién fué el ignorante que firmó mandamiento de prisión contra un tal caballero como yo soy? ¿quién el que ignoró que son exentos todo judicial fuero los caballeros andantes, y que su ley es su espada; sus fueros sus bríos; sus premáticas, su voluntad, ¿quién fué el mentecato, vuelvo á decir, que no sabe que hay ejecutoria de hidalgo con tantas preeminencias ni exenciones, como la que adquiere un caballero andante el día se arma caballero y se entrega al duro ejercicio de la caballería? ¿Qué caballero andante pagó pecho, alcábala, chapín de la Reina, moneda forera, portazgo ni barca? ¿Qué sastre le llevó hechura de vestido que le hiciese? ¿Qué castellano le acogió su castillo, que le hiciese pagar el escote? ¿Qué Rey no le asentó á su mesa? ¿Qué doncella no se le aficionó, y se le entregó rendida á todo su talante y voluntad? Y finalmente, ¿Qué caballero andante ha habido, hay ni habrá en el mundo, que no tenga bríos para dar él sólo cuatrocientos palos á cuatrocientos Cuadrilleros que se le pongan por delante?»
      He aquí, pues, un retrato de cuerpo entero de los Cuadrilleros de la Santa Hermandad en el siglo XVII. En este párrafo de elocuencia inimitable, en esos apóstrofes tan chistosos y cáusticos, en que al mismo tiempo que con singular ironía se ponderan las excelencias de la andantesca caballería; ¡cuántos denuestos, cuántos humillantes adjetivos no se lanzan contra ministros de la institución! ¡Qué modo de pintar su cobardía ignorancia y venalidad! En el mismo capítulo hay otros párrafos que pintan y censuran las repugnantes cataduras, los groseros modales y palabras soeces de los Cuadrilleros. Pero en realidad, esta fuerte censura sólo iba dirigida contra los Cuadrilleros de la Santa Hermandad Vieja de Toledo, Ciudad Real y Talavera, que eran los que tenían á su cargo más especialmente las comarcas de la Mancha; lo cual se confirma también, porque en el capítulo siguiente al que antes hemos citado, dice uno de los Cuadrilleros, porfiando por llevarse preso á don Quijote, que ellos no hacían sino cumplir los mandatos de su mayor, es decir, del Cuadrillero mayor, ó Capitán de los ballesteros de la Santa Hermandad Vieja, cargo que solamente se conocía en dicha institución. También existían en aquella época en todos los pueblos del Reino los Alcaldes y Cuadrilleros de la Santa Hermandad General; pero estaban todavía más desprestigiados que los de la Santa Hermandad Vieja.
      Otra consecuencia se desprende del párrafo citado del Quijote: lo mucho que contribuye á hacer respetar y dar fuerza moral á las instituciones de seguridad pública, el porte decoroso de sus individuos, su valor verdadero exento de fanfarronadas, la compostura y aseo de sus personas en todos los actos de su penoso servicio, y sus modales y palabras corteses y dignas; cualidades que tanto enaltecen y distinguen á los individuos del actual cuerpo de la Guardia Civil; cualidades que nunca deben abandonar, porque su abandono sería una prueba verdadera de decadencia de la institución.
      Las censuras de los escritores del siglo XVII contra la institución que ellos conocieron, mal llamada la Santa Hermandad, no hay duda de que eran merecidas; así como los cronistas del siglo XV no encuentran palabras para elogiar á las famosas Capitanías que poseía la institución en su tiempo. La Santa Hermandad en los siglos XVI y XVII era un cuerpo sin cabeza, una cosa informe, una policía mal organizada; su antiguo prestigio y su afamado nombre hicieron más prolongada su triste agonía; agonía tan larga, que ha motivado, cosa que cuesta trabajo creer, que en nuestros tiempos el común de las gentes en general, y la mayor parte de las personas ilustradas, aun de las consagradas al estudio de nuestra historia, no conozcan verdaderamente la célebre institución cuya historia y vicisitudes hemos bosquejado, y que crean que la Santa Hermandad nunca había sido obra cosa que lo que Cervantes nos pinta con tan amargas frases (1).
      La Pragmática de 1498 ha sido causado que en España no tengamos, desde el siglo XV, una institución de seguridad pública infinitamente mejor organizada y de mayor antigüedad que la Gendarmería francesa, institución que indudablemente hubiera con el tiempo extirpado para siempre de ciertas clases de nuestra sociedad la inclinación y los hábitos de organizarse en cuadrillas para salir á robar á los caminos reales. Un ejemplo tenemos de esto en nuestras provincias Vascongadas, modelo de países morigerados, y que hasta mediados del siglo XV habían sido las comarcas más turbulentas y donde mayores crímenes se cometían contra la propiedad y la seguridad de las personas. Las Hermandades, creadas en ellas durante el reinado de D. Enrique IV con las leyes penales tan terribles de que ya queda hecha mención en su lugar correspondiente, comenzaron á reprimir los malos hábitos de aquellos habitantes y á poner un término á sus prolongadas é incesantes contiendas, origen de tantos crímenes. La Santa Hermandad General del Reino extendida por los Reyes Católicos á aquellas provincias, continuaron tan benéfica obra; y publicada la Pragmática de 1498, los celosos Procuradores de Alava, solicitaron de los Reyes restablecieran en toda su fuerza y vigor las Hermandades organizadas en dicha provincia por D. Enrique IV, con sus juntas generales de Procuradores, con su junta permanente de Diputados, tal como quedan descritas, organización muy parecida aunque en menor escala á la de la Santa Hermandad General; y habiendo accedido los Reyes á la referida solicitud, expidieron sus cartas en la villa de Ocaña á 3 de diciembre de 1498 (1) restableciendo las Hermandades de las provincias Vascongadas, y así dicho país tan favorecido por sus fueros, lo fué también por seguir gozando de los beneficios de la institución que en el resto de España había quedado desorganizada y reducida á la nulidad.
      Tan esencial es que toda institución destinada á la seguridad pública en todo el Reino, dependa de un centro directivo, que dé unidad y fuerza á su acción, que sin esa circunstancia esencialísima no puede concebirse su existencia. Los cuerpos de seguridad pública, destinados y dependientes exclusivamente de ciertas localidades y provincias, no obstante, de que no puede negarse que hayan prestado buenos servicios, nunca han podido gozar del prestigio, ni ser tan útiles al Estado como las Capitanías de La Santa Hermandad y los Tercios de la Guardia Civil; las primeras obedientes á las órdenes de su Capitán General, los segundos á las de su General Director. El día en que desgraciadamente y que no es de esperar, se suprimiese la Inspección de la Guardia Civil y se diese distinta organización á los Tercios, la institución no tardaría en desaparecer, y tal vez dejando tan tristes recuerdos como los Cuadrilleros de la Santa Hermandad cuando en los siglos XVI y XVII no estaban sujetos á un Capitán General y á los Capitanes de tercios ó provincias.
      Esta necesidad se acaba de reconocer en Francia. Durante el primer Imperio, antes del año 1815, la Gendarmería francesa que no contaba más que 10 ó 12,000 hombres, era dirigida por un primer Inspector General de la Gendarmería, cargo que fué conferido primero á un General de División y después á un Mariscal de Francia. Desde el año 1815, después de la caída del Imperio de Napoleón I hasta el año actual, la Gendarmería que ha ido aumentándose sucesivamente hasta componer un cuerpo de 25,000 hombres, de los cuales, cerca de las dos terceras partes son de caballería, ha estado dirigida por una oficina subalterna á cargo de un General de Brigada, y por un Comité ó Junta consultiva establecida en el Ministerio de la Guerra, que no tenía otras facultades que emitir su voto en las cuestiones que le eran consultadas acerca de la institución en su parte puramente militar. Como se vé, la Dirección de la Gendarmería no estaba bien organizada; la Gendarmería no estaba presidida por un Jefe que por su graduación, carácter y atribuciones la representase debidamente cerca de todos los Ministerios de quienes depende y con quienes está en estrechas relaciones por las funciones civiles que ejerce; era, pues, absolutamente indispensable, que como en la época del primer Imperio napoleónico, y lo mismo que en España y en Austria, la Gendarmería tuviese un Inspector General que estuviese en comunicación directa y recibiese las órdenes de todos los Ministerios que tienen relación con ella y que las trasmitiese, explicase é hiciese cumplir á sus subordinados. Esta necesidad la hizo ver en el vecino Imperio, el año pasado de 1857, en un excelente opúsculo, un distinguido escritor en materias militares (1); y en el Boletín ó Diario de la Gendarmería en el número correspondiente al día 11 de mayo del presente año de 1859 (2), hemos visto que ha sido nombrado por un decreto imperial de 2 de dicho mes á propuesta del Ministro de la Guerra, Inspector General permanente de la Gendarmería, el General de División (grado que es equivalente al de Teniente General en España), Conde de La Rue, Presidente que era de los Comités de la Gendarmería y del Estado Mayor, y adjunto ó Secretario de dicho Inspector General, M. Letellier Blanchard Teniente Coronel de Estado Mayor, Secretario que era del Comité consultivo de la Gendarmería.
      Así es que, volviendo á la Santa Hermandad, la verdadera causa de su destrucción fué la supresión de la Capitanía General y de las Capitanías ó tercios. Las leyes de Torrelaguna se conservaron; doña Juana, su hijo el Emperador Carlos I y sus sucesores Felipe II y Felipe III, no sólo procuraron conservarlas en toda su fuerza y vigor, sino que dieron otras leyes muy oportunas y encaminadas á que aquellos vestigios que quedaban de la célebre y poderosa institución continuasen prestando en lo tocante á la seguridad pública iguales servicios que ella, lo cual era de todo punto imposible, al mismo tiempo que publicaban nuevas pragmáticas reformando las penas contra los malhechores, las cuales tampoco producían los efectos apetecidos. La destrucción de la institución fué inevitable á consecuencia de aquella medida.
      En efecto, D. Carlos y doña Juana en las Cortes de Toledo, año 1523, mandaron que las apelaciones de los fallos dados por los Alcaldes de Hermandad en negocios de 6,000 maravedís abajo, se hiciesen á los Corregidores de las provincias; y en negocios de mayor suma á los Alcaldes ú Oidores de las Chancillerías (1).
      En las Cortes celebradas en Segovia el año 1532 y después en las de Valladolid el año 1548, mandaron que los condenados á muerte de saeta no sufriesen vivos esta terrible pena, sino que fuesen primero ahogados; y que los Alcaldes de Hermandad se sujetasen en la percepción de sus derechos á lo dispuesto en el arancel (2).
      En las Cortes celebradas en Madrid el año de 1534 mandaron que los Alcaldes de Hermandad no se excediesen en sus oficios de lo que les estaba mandado en las leyes, y de lo contrario que fuesen castigados (3).
      En el año 1539 mandaron en Toledo que de los Alcaldes y Jueces de la Hermandad se apelase á los Alcaldes ú Oidores de las Chancillerías; y que en la Corte y cinco leguas al rededor de ella, las apelaciones se dirigiesen á los Alcaldes de Corte (4).
      Felipe II en las Cortes de Madrid del año 1583 mandó: 1.°, que los Alcaldes de la Hermandad fuesen á hacer las informaciones siempre que se les presentasen querellas ó tuvieran que poner Receptores, y que en el cobro de las costas, derechos y salarios guardasen y cumpliesen lo que sobre lo mismo estaba dispuesto y ordenado á los Alcaldes mayores de los Adelantamientos. 2.°, que los Alcaldes de Hermandad firmasen al fin de los procesos los honorarios que llevasen (5).
      Felipe III expidió una Real Cédula en 1639 mandando que todas las justicias diesen favor y auxilio á los Cuadrilleros, sin obligarles á manifestar el objeto de su comisión hasta tener presos los delincuentes (1).
      Pero todas estas órdenes de nada sirvieron: la institución, sin un centro directivo, sin una fuerza militar escogida y sujeta á una rígida disciplina, como lo estaban las Capitanías de la Santa Hermandad y como lo están en el día los Tercios de la Guardia Civil, degeneró en una policía mal organizada, propensa á la prevaricación, é incapaz por ningún concepto de velar por la seguridad pública ni de continuar la grandiosa obra de las famosas Capitanías. Felipe II en el Código titulado Nueva Recopilación, que mandó publicar el año 1567 (2), todas las leyes de la Hermandad hechas en Torrelaguna el año 1485, y las demás de que acabamos de hacer mención; pero la institución desprestigiándose de día en día, á mediados del siglo XVII, por sí misma se extinguió por completo.
      Doña Juana, D. Carlos I y D. Felipe II aumentaron y reformaron las penas contra los ladrones y vagos. El año de 1552 mandaron, que á los vagabundos, en lugar de la pena de azotes que era la única que se les imponía, la primera vez fuesen condenados á galeras por cuatro años, siendo expuestos públicamente á la vergüenza si eran mayores de 20 años; la segunda á cien azotes y ocho años de galeras, y la tercera á cien azotes y á galera perpetuamente (3).
      En el mismo año y en la misma Pragmática mandaron que los ladrones que según las leyes del Reino debían ser condenados á azotes, en adelante, por la primera vez, siendo el ladrón mayor de veinte años, fuese sacado públicamente á la vergüenza y condenado á servir cuatro años en galeras; y la segunda vez, cien azotes y á galeras perpetuamente. Si el hurto era cometido en la Corte, la primera vez, al ladrón mayor de veinte años se le imponía la pena de cien azotes y ocho años de galeras; y segunda doscientos azotes y á galeras perpetuamente. Los demás delitos contra la propiedad eran castigados con arreglo á las leyes establecidas (1).
      D. Felipe II, por una Pragmática dada en mayo de 1566, mandó, que las penas que debían imponerse á los ladrones, si buenamente podían ser conmutadas en galeras, que lo fuesen; y acrecentó la pena de galeras anteriormente expresada, haciendo que en vez de cuatro años fuesen seis, y en vez de ocho diez (2).
      La Santa Hermandad Vieja de Ciudad Real consiguió de los Reyes Católicos la confirmación de sus privilegios el día 14 de diciembre de 1485 por carta expedida en Alcalá de Henares (3). Con fecha 28 de marzo de 1491, los mismos señores Reyes otorgaron un privilegio á favor de la Santa Hermandad Vieja de Toledo, Ciudad Real y Talavera, mandando que en el término de la jurisdicción de las mismas, las Justicias les entregasen los delincuentes que fuesen de su competencia, para que éstos castigasen con arreglo á sus estatutos (4); y por carta dada en Madrid á 28 de febrero de 1495, confirmaron á las tres Hermandades en todos sus privilegios (5).
      La Reina doña Juana, por carta dada en Segovia á 20 de agosto de 1505 (6), dio licencia y facultad á los Alcaldes, Alguaciles, Cuadrillero mayor y Cuadrilleros de la Santa Hermandad Vieja, para que cuando fuesen en persecución de algún malhechor ó malhechores pudiesen llevar varas de justicia por las ciudades, villas y lugares de los Reinos y Señoríos de la Corona de Castilla; y por carta dada en Valladolid á 28 de febrero de 1513, la misma Reina confirmó á la expresada institución en todos sus privilegios (7). También existe una carta expedida por D. Fernando el Católico, en Burgos, á 6 de diciembre del año 1511 confirmando los privilegios á la Santa Hermandad Vieja (8).
      El Emperador Carlos V, por privilegio otorgado con fecha 8 de mayo de 1536 (1), concedió á la Santa Hermandad Vieja que conociese de los delitos de fuerza y estupro.
      Don Felipe II le confirmó todos sus privilegios por carta expedida en Toledo á 6 de noviembre de 1560 (2); y en 7 de junio de 1567, otorgó el privilegio de que conociese del delito de lesa Majestad (3).
      El mismo Rey D. Felipe II con fecha 5 de noviembre de 1575 otorgó otro privilegio á favor de dicha Santa Hermandad, facultándola para que conociese de las causas de los Ministros de la misma, con justificación privativa á los Alcaldes (4).
      D. Felipe IV le confirmó también todos sus privilegios por carta expedida en Madrid á 3 de junio de 1622 (5); y con fecha 13 de agosto de 1624 otorgó un nuevo privilegio á favor de dicha institución, mandando que conociese de las causas formadas por delitos cometidos en las huertas del Rey en Toledo. (6).
      D. Carlos II le confirmó también sus privilegios por carta expedida en Madrid (7) á 25 de julio del año 1667. En 5 de septiembre de 1668 fué librada una Real Provisión por S.M., y Señores de su Real Concejo de Castilla, para el seguimiento, prisión y castigo de los ladrones, salteadores y facinerosos, y para que todas las justicias diesen toda la gente que pidieran los Ministros de la Santa Hermandad de Toledo, satisfaciéndoles los salarios dichas justicias de los Propios de los pueblos, y si no los tuviesen, haciendo un reparto entre los vecinos, y en el caso de que por aquellos se pusiese algún óbice ó reparo; que los Ministros de la Santa Hermandad los obligasen á ello, y apremiasen, imponiéndoles multas y por los demás medios permitidos por las leyes, para todo lo cual se daba comisión en forma por dicha Real Provisión á cualquier Hermano ó Ministro de la mencionada Real Hermandad (1). El mismo Rey, por privilegio otorgado con fecha 8 de de septiembre de 1678, mandó que la Santa Hermandad Vieja persiguiese á los gitanos y facinerosos, costeando las costas los culpados, y á falta de ellos los Concejos de los lugares; y no teniendo propios que hiciesen un reparto entre los vecinos (2); y en 7 de diciembre de 1682 expidió una Real cédula mandando que fuesen perpetuos los dos oficios de Escribano del Cabildo de la Santa Hermandad Vieja, y dando facultad á dicho Cabildo para que nombrase las personas que habían de ejercer los expresados oficios.

Litografía Felipe II
FELIPE II.


      A pesar de tantos privilegios y mercedes, prueba inequívoca de la protección de los Reyes á esta antiquísima institución, debemos confesar con la ingenuidad de historiadores imparciales que la Santa Hermandad Vieja ó sean las tres Hermandades de Toledo, Ciudad Real y Talavera; en el siglo XVI, á causa del abuso que hizo de sus numerosos privilegios, entró decididamente en el periodo de su decadencia. Su existencia al mismo tiempo que la Santa Hermandad General del Reino, con la poderosa organización que dieron á ésta los Reyes Católicos, sólo se concibe, teniendo como tenían los mismos Reyes la idea de abolir un día las famosas Capitanías, á causa de hallarse entonces toda su atención fija en una reforma esencial y de grande trascendencia: la creación del Ejército permanente; sólo así se concibe que no hubieran abolido la Santa Hermandad Vieja, y que la confirmaran al fin en sus privilegios tanto por los buenos servicios que venía prestando desde muy antiguo, como por el respeto á que es acreedora toda institución cuya creación se remonta á una lejana antigüedad, que ha sabido resistir á los embates de tiempos calamitosos sin desprestigiarse. Pero desde el principio del siglo XVI, cuando más poderosa era y cuando menos obstáculos debía encontrar en el ejercicio de sus funciones, por la reducción que habían sufrido en sus prerrogativas las clases privilegiadas, seguramente á causa de los muchos privilegios que había adquirido, abusó de ellos de tal manera, que se hizo odiosa hasta á los pueblos de las comarcas donde ejercía su vigilancia; sosteniendo pleitos ruidosos con el Ayuntamiento de Toledo, queriendo usurpar dicha á corporación municipal muchas de sus atribuciones en los montes de sus propios, suscitando y sosteniendo diariamente, con demasiada y perjudicial frecuencia competencias con las justicias ordinarias; permitiéndose los Cuadrilleros cometer en los pueblos escandalosos atropellos y dando lugar que más de una vez las justicias ordinarias no respetasen fueros de la institución y prendiesen á los Cuadrilleros (1); así es que cayó en tal desprestigio, que en el siglo XVI los Procuradores del Reino formularon contra ella quejas en las Cortes (2), en el siglo XVII fué el blanco de la sátira, y desde el siglo XVIII, es decir, desde el principio del reinado de Felipe V, ya apenas funcionaba, y desde entonces, como veremos en el capítulo siguiente, vino arrastrando una existencia lánguida, hasta existir sólo en el nombre y quedar extinguida por completo en los primeros años del reinado de nuestra Reina Doña Isabel II. A fin del siglo XV la Santa Hermandad Vieja construyó las cárceles que llevan su nombre en Toledo, Ciudad Real y Talavera, las cuales, como habrá podido ver el lector por la lámina que hemos dado representando exactamente la portada de Toledo, tienen en sus portadas los escudos de armas de los Reyes Católicos y del Emperador Carlos V, lo cual indica que no se terminó su construcción hasta los primeros años del siglo XVI.
      Para dar una idea completa acerca de todas las instituciones de seguridad pública que se han conocido en España bajo la denominación de Hermandades, vamos á terminar esta época haciendo una breve reseña de las Hermandades de Aragón y de Navarra.
      Aragón.— También en Aragón á principios del siglo XIII solían confederarse algunos pueblos y grandes señores con los mismos fines que en Castilla. Hermandad con fines políticos ninguna más poderosa hubo en España en dicho siglo que la del famoso Privilegio de la Unión. Para protegerse contra los malhechores, la más antigua fué la que se verificó en la ciudad de Jaca el día 13 de noviembre de 1224; los vecinos de esta ciudad desde la edad de siete años, se ligaron bajo estrecho juramento con los de Zaragoza y Huesca. En el año 1260, con motivo de las discordias entre los ricos-hombres y los Infantes, para precaverse contra los robos y crímenes que se cometían, no sólo en las ásperas comarcas de Ribagorza, Jaca y Sobrarbe sino también en la tierra llana, muchas villas y lugares se confederaron por cinco años, y en Ainsa acordaron las medidas necesarias para perseguir á aquellos malhechores; la mayor parte de los cuales eran soldados desmandados que, con el título de Peones y Lacayos vagaban par el país dedicados á semejante género de vida.
      Las disensiones y bandos que reinaban en Aragón así como en casi toda España en el siglo XV, era la causa principal de que hubiese muchos delincuentes; los cuales contaban con la protección de los señores y caballeros que los recogían y favorecían en sus castillos y lugares, para servirse de ellos después en las guerras que según las costumbres de aquellos tiempos se hacían los poderosos entre sí. Era tan general este mal, que se necesitaba echar mano de medidas muy enérgicas y extraordinarias para reprimirlo y remediarlo, para lo cual era indispensable derogar las antiguas leyes y costumbres, sobre todo, la de los desafíos; y justamente, si en alguna cosa estaban de acuerdo los aragoneses era en no hacer mudanza alguna que pudiese tener relación con la administración de justicia. Desde tiempos antiguos estaba el Reino de Aragón dividido en juntas, siendo cada una de ellas una comarca de dicho Reino. En cada una de ellas había un Capitán que se llamaba también Sobrejuntero, los cuales tomaban el mando de la fuerza que salía en persecución de los malhechores; y aunque tenían poder para perseguirlos y dar la voz de apellido, sin necesidad de que les hubiese sido presentada querella de parte, sus facultades eran muy limitadas. Las regiones ó juntas en que se hallaba dividido Aragón eran siete, á saber: las de Zaragoza, Huesca, Egea y Tarazona; otra junta componían las comarcas de Ribagorza y Sobrarbe; otra la de los valles que se extienden hasta Litera, y la última la de Almacellas; pero este sistema había decaído completamente por el transcurso del tiempo.
      A fines del siglo XV encontrábase en tal mal estado la seguridad pública en Aragón, que en el año de 1487 determinaron los Reyes Católicos pasar á Zaragoza para poner algún remedio en esto, y hacer las reformas necesarias en la gobernación de aquellos Estados.
      Antes que los Reyes pasaran á Zaragoza, el Prior de los Jurados de Huesca, á nombre de esta ciudad, en el mes de mayo de 1486, había requerido á los Jurados de Zaragoza, para que como cabeza del Reino convocasen las ciudades y villas, á fin de deliberar y proveer lo que creyesen conveniente para reprimir y evitar tantos crímenes como se cometían; sobre todo, supuesto que no había esperanza alguna de que las Cortes se convocasen. Los de Huesca insistían mucho en esto porque aquella ciudad y toda su comarca de la otra parte del río Gallego era el distrito más castigado por los malhechores. Los de Zaragoza determinaron consultar al Arzobispo que era Lugarteniente general del Reino, pues creían que sin su consentimiento no se debían convocar las ciudades y villas. El Arzobispo, después de haberlo consultado con su consejo, les respondió que convocasen las Universidades ó Comunes en Zaragoza, para que cada uno hiciese relación de todos los trabajos y daños que padecían. Entonces los Jurados acordaron convocarlas cuando el Lugarteniente General estuviese presente para que fuese sabedor todo cuanto acordasen.
      Los Jurados de Zaragoza hicieron el mandamiento de convocación; y habiéndose reunido los Procuradores de las villas y ciudades en las casas de la Puente, á 4 de septiembre de 1486, hicieron las Ordenanzas de una Hermandad que había de durar tres años, y las juraron y firmaron el día 26 de octubre del mismo año; también adoptaron ciertas disposiciones para impedir los bandos y peleas motivadas por los mismos. Luego que el Rey llegó á Zaragoza, la Hermandad se extendió á cinco años; haciéndose tan general, que todo el Reino entró en ella excepto el Condado de Ribagorza que se gobernaba conforme á las leyes de las Vegerías de Cataluña; aunque esto no obstó para que en el año de 1488, el Arzobispo Lugarteniente del Rey enviase á aquellas montañas alguna fuerza de la Hermandad contra Guiralt de Bardaxi, y para que obligase á muchos pueblos, después de sosegados, á que formasen Hermandad. La Hermandad, en Aragón, quedó pues establecida por cinco años, el día 18 de diciembre de 1487, entrando en ella las ciudades de Zaragoza, Huesca, Tarazona, Teruel, Calatayud, Daroca y sus comunidades: Jaca, Barbastro, Borja, AIbarracín y su comunidad, y las villas de Alcañiz, Monzón, Alagón, Alquezar y sus aldeas; Egea de los Caballeros, Tauste, Uncastillo, Sariñena, Almudebar y sus aldeas; Bolea, Fraga, Magallón, Loharri y sus aldeas y Sadava.
      Los Procuradores de la ciudad y comunidad de Calatayud y los de la ciudad de Jaca, no la quisieron admitir más que por tres años.
      Se organizaron tres Capitanías de cincuenta lanzas cada una y se repartieron por las comarcas de Aragón. Cada Capitanía tenía su Capitán nombrado por el Rey, los cuales habían de ser naturales y vecinos de Aragón. Se determinaron los casos de Hermandad; se acordó que el Oficial Superior ó Juez Mayor de la Hermandad había de ser ciudadano de Zaragoza, cuyo nombramiento lo había de hacer el Rey, eligiéndolo de la terna que para dicho cargo le había de ser presentada por los Jurados y su Consejo. Las tres personas que fueron elegidas primeramente, de las principales de Zaragoza, por el Cabildo y Consejo de la ciudad, fueron, el Vicecanciller Alfonso de la Caballería, el Secretario Gaspar de Ariño y Juan López de Alberuelo.
      Desde el día 1.° de enero de 1488 comenzó á funcionar la Hermandad. El Rey nombró Presidente de ella á D. Guillén Ramón de Moncada, que fué después Obispo de Vich y de Tarazona, y para Juez mayor, eligió de la terna á Juan López de Alberuelo. En el año de 1490 fué reemplazado D. Guillén Ramón de Moncada por D. Ramón Cerdán, Señor de Sobradiel, y así sucesivamente se fué confiriendo este alto cargo á los más principales ciudadanos.
      La oposición que sufrió la Hermandad en Aragón por parte de la nobleza fué infinitamente más enérgica que lo que sido en Castilla; así es, que no pudo desarrollarse de la misma manera. Los enemigos de la Hermandad, apelando á cuantos medios buenos y malos le sugerían su anhelo por destruirla, consiguieron en las Cortes celebradas en Tarazona en 1495, que se suspendiera por diez años; y en las Cortes de Monzón del año 1510 quedó totalmente abolida; reservando á las ciudades, villas y lugares que tenían particulares privilegios, el derecho de establecer y ordenar sobre las personas y causas lo que por fuero y costumbre del Reino les era permitido; y en virtud de este acuerdo, restablecieron ciertas leyes y fueros para la buena é igual ejecución de la justicia en lo criminal y en lo civil. Antes de terminar este punto de nuestra historia, debemos hacer una advertencia muy importante, cual es, que en Aragón, desde remotos tiempos, se atendía en la administración de justicia al principio de que era preferible que el culpable quedara impune, si para castigar el delito había riesgo de condenar á un inocente; principio opuesto al que predominaba, como queda manifestado, en las leyes de las Hermandades de las provincias Vascongadas (1).
      Navarra.—En esta provincia que por sí sola, desde remotos tiempos y hasta los primeros años del siglo XVI, constituyó un Reino, también se conocieron las Hermandades desde principios del siglo XII. Afortunadamente, en nuestras investigaciones históricas para formar este compendio, hemos encontrado en el tomo 2.º del Diccionario de Antigüedades de Navarra, publicado por el Archivero de aquella provincia, el erudito D. José Yanguas y Miranda, un excelente artículo sobre las Hermandes de Navarra desde su primitivo origen hasta su completa extinción, lleno de curiosísimas noticias; artículo que, siendo imposible hacer sobre la misma materia un trabajo tan conciso y completo como este, debido á la pluma de persona tan competente, no hemos vacilado en insertarlo íntegro, seguros que su autor nos concederá su beneplácito. El artículo comienza así:
      Hermandades. Las que se hacían para perseguir los malhechores eran de dos clases; la una tocaba á la tranquilidad entre los pueblos limítrofes de los Reinos diferentes y en que la libertad en que estaban de hacer correrías y dañarse recíprocamente, favorecía á los hombres de mal vivir contra el sosiego y seguridad general; por lo que algunas veces, los pueblos, que conocían estos inconvenientes, establecían ciertas reglas para no ser molestados. La otra clase de Hermandad se refería á la seguridad interior de cada país, persiguiendo y castigando á los que atentaban contra ella. La primera se puso en práctica en el año de 1204 (1) entre los pueblos confinantes de Navarra y Aragón, los cuales se reunieron por medio de Diputados en la Estaca, que era un castillo de la Bardena. Asistieron por parte de Navarra los Junteros ó Diputados de Tudela, Arguedas, Valtierra, Cascante, Cadreita, Alesves ó Villafranca, Milagro, Falces, Santa Clara, Caparroso, Murillo el Fruto, Murillo de las Lomas y Carcastillo; y por Aragón, Tauste, Esscia ó Egea, Luna, el Bayo, Luecia, Biota y Erla. Acordaron ayudarse mutuamente contra todos los que les hiciesen mal, y se obligaron al resarcimiento de todo lo que les sobreviniere: que ningún hermano ó cofrade pudiese prender á otro cofrade hasta hacerlo saber á los Junteros en la Junta, á no ser que fuese fiador ó deudor: que si hubiese desafío entre los cofrades, los Junteros escogiesen los combatientes cada uno respectivamente de los de su Reino, y que no encontrándolos pudieran sacarlos de la tierra; todo salva la fidelidad á los Reyes de Aragón y Navarra: (caj. f. 208.).
      En 1258, habiendo ocurrido en Cisa, Baiguer, Oses y Armendariz, territorios de Navarra la baja, algunos desórdenes, el Gobernador ó Senescal del Buno estableció para contenerlos una Hermandad entre los pueblos, prohibiendo que anduviesen por el país reunidos los caberos (caballeros ú hombres á caballo) sino en número de cinco, esto es, tres hombres y dos rapaces; de los escuderos sólo dos; que los labradores ni sus hijos anduviesen en peonía, y si lo hiciesen quedase á voluntad de su señor el ajusticiarlos; los encubridores debían quedar también á merced del señor. Cuando para evitar los desórdenes, se apellidase Orde, todo hombre que no saliese á la Orde estando en el pueblo, pagase 20 sueldos de morlanes de pena, la mitad para el Rey la otra mitad para la tierra; y que los pueblos se socorriesen los unos á los otros bajo pena de 100 sueldos: (caj. 2, núm. 10.).
      En 1368 el Rey D. Carlos II, deseando extinguir los malhechores de la parte de Guipúzcoa y Alava, mandó que se hiciese una Hermandad entre los pueblos de ambos Reinos (1); se acordó en ella, que si algunos anduviesen robando ó haciendo mal, el primer pueblo que lo supiese repicase las campanas para avisar á los inmediatos; que todos unidos saliesen contra los malhechores hasta prenderlos; y que las gentes que fuesen en apellido, no tomasen nada por fuerza en los lugares á donde llegasen. Esta Hermandad se renovó en 1407 en Vitoria reinando D. Carlos III de Navarra: (caj. 94, núm. 9.) y en lo sucesivo se valieron los Reyes de las Hermandades para sofocar las disensiones y guerras de unos pueblos contra otros (véase guerras en el mismo Diccionario.) Por los años 1469 se hizo nueva Hermandad entre los pueblos de Navarra y Aragón en la cual intervinieron Diputados de ambos Monarcas: esto es, por parte Rey D. Juan II que también lo era de Navarra, Alfonso de Samper, caballero aragonés; y por la de la princesa Doña Leonor, como heredera propietaria y Gobernadora de Navarra, D. Pedro de Sada, Alcalde de Corte. El documento relativo á esto es un borrador que no sabemos si llegó á formalizarse; los artículos que contiene son los siguientes:
      Que en cada pueblo de la Hermandad, los Jueces ordinarios fuesen los Presidentes de la misma Hermandad, excepto en la villa de Egea de los Caballeros, donde debería serlo aquel que el Consejo designara en cada año, y que pasado el año cesase y no pudiese ser reelegido durante el tiempo de la Hermandad.
      Que en Sangüesa y demás pueblos y valles de su merindad, fuesen Jueces y Presidentes anualmente los que eligiesen sus Consejos.
      Los Presidentes y Jueces de la Hermandad deberían conocer y juzgar, aconsejados de los consejeros que se les designaba, ó de la mayor parte de ellos, á los malhechores de cualesquiera crímenes ó delitos cometidos en el territorio de la Hermandad, jurando al tomar posesión de sus cargos, en manos de un Jurado del pueblo, de ejercer su oficio bien y lealmente, según la ordenanza de la Hermandad, todo odio, amor, favor é parcialidad apart pasados.
      Que para acusar los delitos, se nombrase en cada pueblo un Procurador, el cual sea parte legítima en semble (juntamente) con la part damnificada, ó sin aquella, para solicitar el cumplimiento de la ordenanza.
      Que los que renegaren ó blasfemaren de Dios pagasen 10 sueldos jaqueses de multa; los que renegasen de la gloriosa Virgen María siete sueldos; y los que renegasen de algún Santo ó Santa cinco sueldos, aplicadas estas multas, la tercera parte para el acusador, y las dos restantes para gastos de la Hermandad del pueblo donde se cometiera el delito. Si el delincuente no pudiese pagar la multa debería sufrir un día de cárcel por cada sueldo.
      Que todos los habitantes comprendidos en los pueblos de la Hermandad de 18 años arriba y de 60 abajo, ó á lo menos uno de cada casa, fuesen obligados á tener las armas necesarias de ballestas con sus arneses, lanzas, dardos, espadas, adargas, paveses, pavesinas y broqueles para que en los apellidos pudieran salir armados, bajo la pena de cinco sueldos. Que estas armas no pudieran ser ejecutadas por deudas ni pena alguna.
      Que luego que se presentase al Presidente de la Hermandad en cualquiera pueblo alguno que hubiese sido robado, herido ó injuriado, se llamase en apellido á toque de campana, ó de otra manera, á los comprendidos en la Hermandad para perseguir á los malhechores, debiendo concurrir todos bajo pena de 100 sueldos jaqueses; y lo mismo cuando el aviso se diese particularmente y sin llamamiento general á cualquiera de los hermanos, bajo la pena en este caso de 10 sueldos. Si algún hermano dijese que no concurrió por no oir la campana, debería jurar si la oye ó no.
      Que presos los delincuentes se entregasen al Presidente de la Hermandad del pueblo donde se hubiese cometido el delito para su castigo.
      Que si alguno de la Hermandad fuese herido ó damnificado en el ejercicio de sus funciones, se le indemnice á expensas del común de la Hermandad donde hubiese recibido el daño.
      Que en caso de necesidad unos pueblos convocasen á otros y que fuesen obligados á concurrir bajo la pena de 10 sueldos.
      Que cuando no fuese necesaria la concurrencia de todos los hermanos, el Presidente pudiera elegir el número que le pareciese, siendo obligados á ir los nombrados.
      Que contra los reos ausentes se formasen procesos por el Presidente ó Juez citándolos por pregones en el pueblo donde se cometiese el delito, una sola vez, y sino compareciesen fuesen condenados en contumacia y encartados. El término de la citación no podía exceder de diez días. Podían condenar, con los consejeros designados, hasta la pena de muerte, sentenciando la causa breve, sumariamente y de plano, sin estrépito ni figura de juicio, solament atendida la verdat.
      Que las condenaciones de los prófugos encartados se comunicasen por el Presidente que hiciese la condenación á todos los demás de la Hermandad.
      Que si el prófugo se refugiase en algún pueblo ó castillo fuera del distrito de la Hermandad, esta requiriese á la justicia ó Alcaide de él para su entrega, con los efectos robados, si los hubiere, y que en el caso de resistencia la Hermandad pudiese tomar satisfacción de los males hechos por el prófugo, con los de los vecinos del pueblo ó Alcaide del castillo que lo acogiese.
      Si el prófugo se refugiase en algún lugar, castillo, infanzonía, casa fuerte ú otro cualquier pueblo de algún señor de vasallos fuese requerido su dueño ó aliado por el Presidente para la entrega del reo, y en caso de negarse, la Hermandad podría usar de la fuerza y dañar á la persona y bienes del señor Alcaide y vecinos de la tal fortaleza. Si respondieran que el prófugo no estaba en ella, la Hermandad podía pedir que le diesen escombro (registro) al cual puedan facer entrar aquel número de personas que al Presidente ú Oficial de la Hermandad parescerá, no excediendo de diez y sin armas, dando rehenes los de la casa fuerte para la seguridad de los que á facer el dicho escombro entrase. Si el dueño ó aliado del castillo se negase al registro, podría la Hermandad usar de la fuerza como queda dicho.
      Que si los prófugos tuviesen bienes, embargasen y vendiesen de ellos lo necesario para satisfacer los daños reclamados, cuyo valor sería graduado á juramento de los damnificados, y también los gastos ocasionados á la Hermandad, entregando los bienes que sobrasen á los herederos del prófugo.
      Que dichos bienes se entendiesen ser aquellos que seis meses antes de cometido el crimen poseían los prófugos, siendo nulas las ventas ó traspasos posteriores. Que los que ocultasen los bienes de los reos y no los manifestasen después de hecho público pregón, tuviesen de multa 500 sueldos.
      Que los presos por la Hermandad no pudiesen obtener libertad bajo fianzas ni de otra manera, ni les valiese ningún fuero ni manifestación del Justicia de Aragón, sino que fuesen traídos á juicio con cadena al cuello, separados los unos de los otros, ante el Juez para responder á los cargos instruyendo el proceso según la forma del fuero de los homicidios, fecho é ordenado por el Señor Rey en las últimas Cortes de Calatayud, pudiendo abreviar los términos á voluntad del Juez.
      Que el reo se defendiese por sí mismo y no por Abogado ni Procurador. Que sino respondiese á los cargos se declarase por confeso. Que el Juez diese la sentencia con consejo de sus Consejeros ó de la mayor parte de ellos. Que el proceso se instruyese de día ó de noche, en cualquier lugar público ó secretamente, inclusa la ejecución de la sentencia.
      Que el desafuero en la forma de proceder, no comprendiese á los hombres abonados ó de buena fama, los cuales no podían ser detenidos ni presos con la cadera en el cuello ni otras presiones que sepan á tormento ni pena, á juicio de los Presidentes de la Hermandad ó Jueces y Consejeros, sino á los hombres disfamados, á los asesinos, á los acusados de hurto, los taladores de los campos y abejares, incendiarios, matadores ó robadores de ganados, los nigrománticos, mágicos, blasfemos de Dios, de la Virgen y de los Santos, y raptores de mujeres.
      Que en cada ciudad, villa ó lugar de la Hermandad, se organizase la gente de ella en compañías de 10, 50 y 100 hombres con sus respectivos Jefes, los cuales deberían dar cuenta al Juez de cada distrito dos veces al año, en enero y junio, de estar todos dispuestos con sus armas bajo la pena de diez sueldos. Que además se pasase revista general de la Hermandad cada año en el día de nuestra Señora de septiembre.
      Que si los Presidentes ó Jueces de Hermandad fuesen omisos en la administración de Justicia, pudieran ser acusados ante el Rey de Aragón, ante la Princesa de Navarra ó el Lugarteniente de este Reino ó ante la Junta General de la Hermandad.
      Que en la ciudad de Jaca se nombrasen el número de Consejeros que pareciese á Mossén Juan López Gurrea, Gobernador de Aragón; y en los otros pueblos de la Hermandad fuesen Consejeros los que nombrasen los respectivos jurados. Que estos Consejeros jurasen ejercer bien y fielmente sus encargos.
      Que durante el tiempo de la Hermandad, los pueblos de Aragón y de Navarra comprendidos en ella, no se hiciesen daño alguno los unos á los otros en personas ni bienes, ni tomasen prendas ni usasen de marías ó represalias bajo pena de muerte.
      Que en el término de cuarenta días, después de firmada la Hermandad, pudiera admitirse á todos los pueblos, gentiles hombres, escuderos, infanzones ó señores que quisieren entrar en ella, firmando los aragoneses ante el Presidente de Jaca ó Egea, y los navarros ante el Presidente de Sangüesa, y que pasado dicho término no se admitiese á nadie.
      Que la Hermandad durase tres años, y que ninguno de sus individuos pudiese separarse de ella en este tiempo, á no ser de conformidad de todos, ó que el Rey de Aragón ó la Princesa Navarra dispusiesen otra cosa. Que las Juntas generales de la Hermandad se celebrasen el primer año, esto es, el de 1470 en Jaca; el segundo en Sangüesa, y el tercero en Egea. Que á estas Juntas generales concurriesen Diputados de todos los pueblos que excediesen de sesenta fuegos, que tratasen de todos los negocios de la Hermandad relativos á su buen gobierno; pero que no se pudiera echar ninguna contribución que excediese de 60 dineros jaqueses por cada casa de la Hermandad, á no estar todos acordes en ello.
      Que todos los habitantes de los pueblos de la Hermandad tuviesen salvoconducto para estar y viajar con sus mercaderías, bienes y ganados por donde quisieren de un Reino á otro.
      Que si entre los individuos ó pueblos de la Hermandad se suscitasen cuestiones ó riñas y reuniones para hacerse daño, los Presidentes acudiesen inmediatamente á poner paz, exigiendo treguas y suspensión de toda vía de hecho é imponiendo penas á los desobedientes.
      Finalmente, que las penas impuestas se cobrasen en Navarra, contando seis dineros y meaja jaqueses por gros de Navarra (caj. 160, núm. 50.).
      Por lo que respecta á las Hermandades para la tranquilidad interior de Navarra, resulta que las había ya en los tiempos de D. Sancho el Fuerte, y que se llamaban Juntas; pero que en 1281 con motivo del descontento contra el dominio de Francia, se hicieron terribles ó sospechosas al Gobierno, quien mandó recibir una información acerca de las Juntas que se formaban por las gentes de Navarra para defenderse de los poderosos caballeros balderos en los reinados de D. Sancho el Fuerte y los Teobaldos, y si estas Juntas se hacían de orden de los Reyes. Entre otros testigos, el Abad de Aldaba juró que había oído decir, que de resultas de las violencias que cometía contra el pueblo D. Iñigo Martínez de Subiza, pidieron al Rey que les dejase hacer juras para defenderse, y el Rey concedió á los infanzones, á los labradores y á los de la Iglesia que pudieran ejecutarlo; pero los ricos hombres y caballeros, andando separados no podían hacer justicia, y pidieron que se nombrase por Cabo ó Comandante á D. Almorabí, como se hizo: que con este orden se empezó á perseguir y castigar á los malhechores, mas á poco tiempo el mismo Almorabí abusó también de su poder, y entonces se levantó el pueblo, pidió otro cabo y se nombró á don Lope Arceiz Darsi, et mandaban hombres, et destragaban, et palacios quemaban, et facían toda justicia de los malfictores, et con tanto eran los pobres defendidos, et el senorío defendido, et la tierra estaba en paz: Que cuando murió el Rey D. Sancho, ocurrió que D. Sancho Ochoa de Ganiz tomó ovejas y hombres, pero D. Sancho Ferrández se hizo Jefe de la Junta, y destruyeron palacios y viñas. Que el cabo ó Jefe lo elegían los de la Junta, y el Rey lo aprobaba. Que siendo cabo D. Lope Arceiz Darsi, fué ahorcado en Iza un hombre llamado Jurdán y sus hijos. Que siempre observó el testigo que había juras, más no por su talant (voluntad) del Rey. Que el Gobernador D. Eustaquio, cuando la navarrería fué destruida (1), mandó que se hiciesen juras por las comarcas á causa de los excesos de los caballeros y hombres balderos, y les ofreció que si no podían defenderse, él les ayudaría con sus fuerzas (caj. 246, núm. 105).
      También resulta que en 1425 había Hermandades con Alcaldes particulares, destinadas á perseguir á los malhechores; que Juan López, Alcalde de Lecumberri, Lope Periz su hermano, Pedro Miguel de Bertiz y varios eclesiásticos de Larraun, cometieron el exceso de soltar á la fuerza un preso hecho por Hermandad y sus aliados, y que el Rey mandó proceder contra las personas y bienes de los delincuentes y que se derribasen sus casas (caj. 109, núm. 18; caj. 124, núm. 1 y 15.). Consta igualmente, que ya antes del reinado de Carlos III de Navarra, existía Hermandad, y que ese Monarca formó una nueva con un comisario de cada merindad (cajón 1,355, núm. 19.). En 1540 se arregló una Hermandad en las Cortes de Olite para paz, utilidad y provecho del Reino. Disponían entre otras cosas que Presidentes y Jueces mayores en cada una de las merindades ejerciesen las facultades de tales Jueces en las cosas tocantes á la Hermandad. El Alcalde de Pamplona era Presidente y Juez (cajón 155, núm. 27.). Los gastos se pagaban por repartimientos generales entre los habitantes del Reino. En 1488 las Cortes acordaron una contribución de dos reales por fuego, así eclesiásticos como seglares, judíos y moros que tuviesen fuego; pero haciendo los repartos entre los habitantes de cada pueblo según la posibilidad de sus vecinos (caj. 165, núm. 21.). Por este tiempo comenzó á tomar el título de Santa Hermandad (caj. 165, núm. 64.). La Hermandad solía establecerse por un año. La que se hizo por las Cortes en 3 de febrero de 1494, debía durar hasta último de diciembre; entre otras cosas se estableció que á los que renegasen de Dios y de la Virgen se les clavasen las lenguas en lugar público, que los que hiciesen fuerza á mujeres casadas, viudas ó vírgenes, sufriesen pena de muerte, la misma pena se aplicaba á los que ocupasen por fuerza las ciudades, villas y lugares y casas fuertes, y á los ladrones, robadores y salteadores de caminos (caj. 165, núm. 64.) En 1496 la ciudad de Tudela y el valle de Roncal se resistieron á entrar en la Hermandad porque estaban en guerra los unos contra los otros (véase Tudela) (1). Siguió la Hermandad prorrogándose de Cortes á Cortes con la fuerza de 60 caballos, hasta principios del siglo XVI, en que los pueblos comenzaron á disgustarse de este establecimiento, según se infiere de una carta que Juan de Eguarás y Ojer Pasquiner, Procuradores á Cortes por Tudela, escribían á la misma ciudad, á que decían, que S.A. (el Rey) estaba muy enojado contra aquella, diciendo que por Tudela no se hacía la Hermandad, y que todo el Reino se excusaba con Tudela, y respondía como ella que muy mejor serviría la ciudad á sus altezas sin Hermandad que con Hermandad. (Archivo del Reino.— Sección de Cortes.) Duró, sin embargo, este establecimiento hasta el año 1510, en que las Cortes, después de haber mucho platicando sobre el negocio de la Hermandad, conociendo aquella ser sin ningún fruto ni provecho para el Regno, no la quisieron prorrogar. Ni tampoco en las Cortes de 1511 á pesar de que el Rey lo propuso con mucha instancia por la necesidad de favorecer la justicia ordinaria y dar temor á los que vivían mal. (Archivo del Reino, recopilación de actas de Cortes.)
      Hemos terminado la segunda parte de nuestra obra, dando á conocer sucintamente, cual requiere la brevedad del trabajo que hemos emprendido, todas las vicisitudes de las instituciones que se han conocido en España bajo la denominación de Hermandades. Hemos visto á los pueblos en medio de sus tribulaciones, al principio del siglo XII, lanzar el grito de Hermandad implorar de sus convecinos y compatriotas la unión y el afecto de hermanos para defenderse mútuamente de los malhechores los sarracenos y de los señores feudales. Hemos visto nacer de aquella Hermandad sin organización ni disciplina, tumultuaria y sediciosa, la Hermandad consagrada exclusivamente á perseguir á los malhechores en la comarca de Toledo; extenderse después éstas á las de Ciudad Real y Talavera con el beneplácito de un santo y magnánimo Rey. Hacerse acreedora por sus notables servicios en la persecución de malhechores, á que los Reyes sucesores de San Fernando la concedieran distinguidas mercedes, y á que el nieto del mismo Rey invocara la poderosa influencia del Vicario de Jesucristo para que impidiera su disolución; á lo que no sólo accedió el Padre común de los fieles, sino que ensalzó más la institución dándole el dictado de Santa. Muere Sancho IV, el nieto de San Fernando, de quien acabamos de hablar dejando en triste orfandad y edad temprana á su hijo Fernando, el IV de dicho nombre. La feroz anarquía, hija desatentada y ciega de las más viles pasiones, se desencadena y agita todo el territorio castellano. Los pueblos, viéndose pisoteados por los turbulentos señores que se disputaban la Regencia lanzan otra vez á fin del siglo XIII el grito de Hermandad, el mismo grito invocado al comenzar el siglo XII; y juntos en Valladolid el año de 1295 los Procuradores de varias ciudades y pueblos, organizan con fin político por primera vez la Hermandad de los Reinos de León et de Galicia, cuyas sencillas Ordenanzas quedan insertas en su lugar correspondiente (1). Durante aquellas turbulencias, la ya Santa Hermandad de Toledo, Ciudad Real y Talavera, aunque atenta siempre al objeto principal de su instituto, cuando era requerida por la Reina viuda, por la excelsa doña María de Molina, madre del niño Rey, supo ponerse de su parte y dar auxilio á la causa más justa; lo cual la hizo acreedora á que D. Fernando IV, desde que empuñó la riendas del gobierno, en todo su breve reinado, y hasta pocos días antes de exhalar el último suspiro, la colmase de distinciones, la diese condiciones de estabilidad y la hiciese perpetua.
      D. Fernando IV, dejando en la cuna al más glorioso de los Alfonsos; al que había de anonadar con su espada victoriosa el bárbaro poder africano y cerrar las puertas de España á sus tremendas invasiones; á Alfonso XI, en fin, que por su inexorable carácter estaba destinado á ser conocido por la posteridad con el glorioso dictado de Justiciero. La anarquía, la insurrección inspirada por inmodestas ambiciones vuelve á levantar su horrible cabeza. Los pueblos, viéndose otra vez atropellados y escarnecidos por aquella turba de magnates ambiciosos que se disputan como hambrientos lobos los jirones del poder, vuelven á lanzar el grito de Hermandad, vuelven á invocar la unión de sus hermanos; y fuertes con dicha unión, reunidos en Burgos el día 2 de julio del año 1315, renuevan la Hermandad de Castilla y de León; pero esta vez, redactando unas Ordenanzas para su gobierno y defensa, terribles y enérgicas, que no parecen sino un código escrito por furiosos revolucionarios (1). ¡Tal sería la angustiosa situación en que se encontraban los pueblos en aquella triste y lamentable época!
      Sale D. Alfonso XI de su menor edad, restablece el imperio de la justicia en sus Estados, y distingue con sus favores á la Santa Hermandad de Toledo, Ciudad Real y Talavera, por su conducta leal y prudente en los disturbios del Reino, y por sus buenos servicios como institución de seguridad pública en las comarcas donde ejercía su jurisdicción.
      A D. Alfonso sucede su hijo D. Pedro, el primero y el único en Castilla de los Monarcas de su nombre; pues con tan odiosos colores nos han pintado su conducta sus contemporáneos, que á esta nación, siempre magnánima y generosa, no obstante haber cambiado ya las ideas acerca de la ferocidad atribuida á este desgraciado Monarca, ha repugnado siempre dar su nombre á ningún Príncipe que pudiera heredar el Trono. D. Pedro I de Castilla, más desgraciado que cruel, nacido con el mismo temple de alma y el mismo valor heroico y caballeresco, con las mismas vehementes pasiones que su glorioso padre, hubiera sido el esclarecido continuador de su política y de sus triunfos sobre los moros, si la ambición de sus hermanos bastardos no le hubiera suscitado mil contrariedades y revueltas, hasta que le arrebataron la corona y la vida. De este Monarca, que tan odiosa quieren hacernos su memoria, hemos tenido que hacer señalada mención, por haber sido el primero que trató de plantear una persecución regular y sistemática contra los malhechores en todo el Reino, arrancándolos de las fortalezas de los Señores, en las cuales siempre encontraban seguro asilo; y por las mercedes que concedió á la Santa Hermandad de Toledo, Ciudad Real y Talavera.
      Sus sucesores Enrique II, Juan I y Enrique III respetaron en sus privilegios á dicha Santa Hermandad, y á veces contribuyeron á que no se deshiciera por completo la Hermandad General de Castilla y de León.
      En los calamitosos reinados de D. Juan II y de su hijo D. Enrique IV, la Santa Hermandad de Toledo, Ciudad Real y Talavera, por sus buenos servicios, se hizo acreedora á que el primero de estos dos Monarcas le confirmase sus privilegios de la manera más honorífica. El segundo introdujo y organizó las Hermandades en las provincias Vascongadas, logrando con ellas moralizarlas y hacer un cambio completo en las costumbres de sus habitantes, tan fieros y turbulentos entonces. En los últimos años de su angustioso reinado, no pudiendo hacer frente á la turbulenta nobleza que le rodeaba, que le había desprestigiado completamente su autoridad, vuelve el rostro en momentos supremos de tribulación y de congoja al pueblo, invocando la Hermandad General de Castilla y de León, que ya apenas existía, y hace que se reúnan sus Procuradores y que establezcan ciertas Ordenanzas, á lo menos para reprimir los delitos contra la propiedad y la seguridad individual. Muere este Monarca al año siguiente, y entra á sucederle su hermana Doña Isabel I.
      El Reino presentaba el aspecto de la desolación, de la barbarie y del vandalismo. Aquella Reina y su preclaro consorte, Reyes nacidos para emprender y llevar á cabo grandes reformas, en medio de la guerra con que se inaugura su glorioso reinado, suscitada por su vecino y pariente el Rey de Portugal, conciben tres grandes pensamientos; pacificar el reino, restableciendo el imperio de la justicia castigando á los criminales; arrancar la fuerza pública de manos de los magnates y ricos hombres, y completar la reconquista del territorio español sobre los infieles. Y para tan grandes empresas, desde el primer año de su reinado, guiados y asistidos por hábiles Consejeros, levantan al pueblo de su postración á la voz de Hermandad; le organizan, le dan Ordenanzas adecuadas y convenientes, desterrando las antiguas, que encerraban un germen de desobediencia y de sedición; forman las famosas Capitanías, primer ensayo del Ejército permanente, destruyen á los malhechores en todos los Estados de Castilla, ponen término á las disensiones de los magnates, llevan la guerra á Granada, y aniquilado el poder agareno, creados cuerpos permanentes de caballería, armado y alistado bajo sus reales banderas todo el pueblo español, creen terminada la obra de la célebre institución y la disuelven suprimiendo su parte más esencial, dejando solamente una sombra de ella.
      Todo en este mundo, naciones, pueblos, instituciones, individuos, todo nace, crece y perece; todo está sujeto á esta ley constante, inflexible, inalterable, de la humanidad. Disuelta la Santa Hermandad, después de conseguidos tan grandes fines, en su disolución, arrastra todas las demás instituciones del mismo nombre que con el exclusivo objeto de la seguridad pública, los mismos Reyes habían establecido en otros Estados que hasta entonces no habían formado parte de la Corona de Castilla. Entonces también, la Santa Hermandad de Toledo, Ciudad Real y Talavera, que para diferenciarse de la Santa Hermandad General, siendo en realidad hija suya, había tomado el sobre nombre de Vieja, no obstante que los mismos Reyes autorizaron su continuación respetando sus privilegios, como reliquias veneradas, también entró en el período de su decadencia; y aunque ha sobrevivido á todas, vamos á verla en el capítulo siguiente, ó sea en la tercera parte de nuestra obra, concluir en el siglo presente, por consunción, por completo aniquilamiento de sus fuerzas, apaciblemente, como un anciano venerable, que después de una vida larga y gloriosa vuelve al seno del Supremo Hacedor, porque los años han hecho ya su vida inútil para sus semejantes.

Litografía Felipe V
FELIPE V.