CAPITULO III.

      Origen de la Hermandad Vieja de Toledo.— D. Fernando III (el Santo).— Rápida ojeada sobre su época y los principales acontecimientos de su gloriosa vida.— Establecimiento de las hermandades viejas de Ciudad-Real y Talavera de la Reina.— Derecho llamado de la Azadura.— D. Alfonso X y D. Sancho IV confirman los privilegios á las hermandades.— Bula del Papa Celestino V concediendo á las hermandades el título de Santa y Real. — D. Fernando IV confirma sus privilegios y les concede el uso del sello.— Confirmación de los mismos privilegios por D. Alfonso XI.

      La Hermandad Vieja de Toledo, que más adelante, y juntamente con las de Ciudad-Real y Talavera, recibió el dictado de Santa y Real, es sin disputa la primera, y la que más remota antigüedad se formó con el objeto exclusivo de perseguir cierta clase de crímenes, principalmente el robo en despoblado. Así se desprende de muchos documentos que hemos tenido á la vista, entre otros, de las Ordenanzas del ilustre Cabildo de la misma hermandad, aprobadas por el Rey D. Felipe V y señores de su Real y Supremo Consejo de Castilla, en 4 de junio de 1740 (1); en cuyo preámbulo manifiesta el caballero encargado de su redacción, que no existía en sus archivos ningún documento que acreditase la fecha de su establecimiento. De la misma manera se expresa la citada Corporación en el primer párrafo del Memorial que presentó á S.M. D. Carlos III, para la aprobación del cabildo de 1761, en que se señaló á cada individuo la clase de uniforme que debía usar, con arreglo al Real privilegio de 21 de mayo del mismo año (2). Tanto en un documento como en otro, se dice que es imposible asegurar el año fijo de la formación de esta hermandad, teniendo que recurrir para ello á la tradición; y que el documento más antiguo que se conservaba en el archivo de la misma, era un privilegio (1), en pergamino escrito en idioma latino, dado por el Sr. D. Fernando III (el Santo), el día 3 de marzo del año 1220, tercero de su reinado, á favor de los colmeneros de Toledo, confirmándolos en el derecho de cazar en los montes de dicha ciudad, que ya les había sido concedido por los Reyes sus predecesores, así como también en los fueros y costumbres que tenían desde el mismo tiempo.
      En el documento que examinamos, D. Fernando III no hace más que confirmar un privilegio de que ya gozaban los colmeneros de los Montes de Toledo en tiempo de su abuelo D. Alfonso. El héroe de la Navas de Tolosa, D. Alfonso VIII era abuelo materno de San Fernando, como padre de doña Berenguela; pero San Fernando no dice que D. Alfonso VIII fué el que concedió el referido privilegio; además, en la reseña histórica que de la hermandad de Toledo se hace en el preámbulo de las Ordenanzas citadas anteriormente, se dice que dicha hermandad se hallaba comprobada ya en el tiempo del Sr. D. Alfonso el Emperador. D. Alfonso VII es el conocido en la cronología de los Reyes de Castilla con el dictado de Emperador, si bien el primero que tomó este insigne título fué D. Alfonso VI, después de la conquista de Toledo; y si en tiempo de D. Alfonso VII se hallaba ya comprobada la hermandad, no admite la menor duda que su formación data desde el reinado de D. Alfonso VI, y que este glorioso Monarca es acreedor á las alabanzas que merecen todos los fundadores de instituciones útiles á la sociedad y á la causa de la civilización.
      Por último, para corroborarnos más y más en nuestra opinión, sólo nos basta echar una ojeada sobre la historia, y fijar nuestra atención en las disposiciones que adoptó D. Alfonso VI, después de la toma de Toledo, para que no se volviese á perder tan importante conquista. La ciudad de Toledo se rindió á las armas de Castilla el año 1085 ó 1083 de la era Cristiana, según las diversas opiniones de los historiadores, mediante la siguiente capitulación: El alcázar, las puertas de la ciudad, los puentes y la huerta del Rey, lugar fresco, ameno y delicioso, se habían de entregar al Rey D. Alfonso: el Rey moro podía partir libremente á la ciudad de Valencia ó adonde el más quisiere de sus dominios: la misma libertad habían de tener los moros que le quisiesen acompañar, los cuales podían llevarse consigo sus riquezas muebles y el menaje de sus casas: á los que se quedasen en la ciudad se les habían de conservar sus haciendas y heredades: la mezquita mayor quedaría en poder de los moros, para que en ella celebrasen sus ceremonias religiosas: no se las había de imponer más tributos que los que antes pagaban á sus Reyes, y habían de tener Jueces de su propia nación para que los gobernasen con arreglo á sus leyes y fueros.
      Con tan ventajosas condiciones, la mayor parte de los moros se quedaron en sus casas, siendo tan grande su número, que había un peligro inminente de que otra vez se alzaran con la ciudad; y para evitar este inconveniente, resolvió D. Alfonso permanecer en Toledo hasta tanto que se poblase bien de cristianos. Por medio de edictos invitó con casas y posesiones á todos los que quisiesen venir á poblar en Toledo y sus cercanías, con lo cual acudió gran número de gente, y mandó muchas compañías de soldados por toda la comarca y Reino de Toledo para allanar lo que restaba, empresa fácil por estar los moros amedrentados y ver que era imposible el conservarse, perdida la capital; y así, en poco tiempo cayeron en poder de los soldados cristianos muchas villas y lugares, siendo los de más importancia Maqueda, Escalona, Illescas, Talavera, Guadalajara, Mora, Consuegra, Madrid, Berlanga, Buitrago y otros muchos pueblos antiguos que caían cerca de Toledo, fuertes y de campiña fértil y fresca. Necesariamente en la parte más áspera y montuosa de la comarca de Toledo, tanto por haber sido siempre, y más entonces, después de seis años de guerras terribles, semillero de criminales, como por vigilar á la población mora que en ella quedaba, debió señalar terrenos el Rey D. Alfonso VI á los soldados más aguerridos de su Ejército; y como antiguamente eran las colmenas uno de los ramos más productivos de la agricultura, debieron aquellos soldados aprovechar las ventajas con que el país les brindaba, para establecer extensos colmenares, y de aquí tener origen la hermandad de los colmeneros de la ciudad y montes de Toledo, que desde tan remota antigüedad, y sujeta como todas las instituciones humanas á las vicisitudes de los tiempos, se ha conservado hasta bien entrado el presente siglo.
      Creemos haber llevado la crítica en estas investigaciones hasta los límites de la razón y del buen sentido, y dejar probado suficientemente el origen de la hermandad de Toledo. Pero antes de proseguir su historia, conviene que hablemos de la fundación de las hermandades de Ciudad-Real y Talavera, las cuales, incorporadas á la de Toledo, formaron una sola hasta su extinción.
      Las hermandades de Ciudad-Real y Talavera deben su fundación á D. Fernando III (el Santo). Este Monarca, cuyo nombre venera la Iglesia católica por sus virtudes, y que ocupa un lugar tan distinguido en la historia por sus gloriosos hechos y los notables acontecimientos de su reinado, como todos los grandes honores, y principalmente como todos los grandes Reyes de la nación española, su advenimiento al Trono fué tan singular, y en los primeros años de su reinado fueron tantas las vicisitudes porque pasó, que no podemos resistir al deseo de dar á conocer este coloso del siglo XIII, siquiera sea á grandes rasgos.
      Los Reinos de Castilla y de León, unidos bajo el cetro poderoso de D. Alfonso VI, los heredó asimismo su nieto D. Alfonso VII, el cual, á su fallecimiento, volvió á separarlos, dejando á su hijo D. Fernando, el de León y Galicia, y á su hijo D. Sancho, el de Castilla, con el señorío de Vizcaya y otros Estados. De D. Sancho nació y heredó el Trono de Castilla D. Alfonso VII (el Noble ó de las Navas), apellidado así por la famosa batalla de las Navas de Tolosa, que allanó á los cristianos los pasos de Sierra Morena y las entradas de Andalucía. De D. Fernando nació D. Alfonso IX. Este Rey casó con doña Berenguela, la mayor de las hijas de D. Alfonso VIII; y de este matrimonio, que al cabo de algunos años tuvo que disolverse por una bula de Inocencio III, motivada por el parentesco que entre sí tenían los contrayentes, nació D. Fernando III, bajo cuyo cetro se habían de volver á unir para no separarse jamás los Reinos de Castilla y de León.
      El año de 1214 murió D. Alfonso VIII, dejando la corona á su hijo D. Enrique, el primero de los Reyes de este nombre, niño á la sazón de 11 años. Su mujer, doña Leonor, quedó encargada del Gobierno y de la tutela del Príncipe; pero habiendo muerto poco tiempo después que su marido, nombró en su testamento á su hija doña Berenguela para que la sucediese en el gobierno del Reino y en la tutela del Rey. Esta Princesa es una de las flores más brillantes que ha producido la corona de Castilla. ¿Quién podrá encarecer bastantemente las virtudes de esta señora, dice el profundo historiador P. Mariana, su prudencia en los negocios, su piedad y devoción para con Dios, el favor que daba á los virtuosos y letrados, el celo de la justicia con que enfrenaba á los malos, el cuidado en sosegar algunos señores que gustaban de bullicios, y que el Rey su hermano se criase en las costumbres que pertenecen á estado tan alto? sólo le aquejaba la muchedumbre de los negocios y el deseo que tenía de su recogimiento y quietud. Olieron esto algunos que tienen por costumbre de calar las aficiones y desvíos de los Príncipes para por aquel medio encaminar sus particulares; en especial los de la casa de Lara, como acostumbrados á mandar, procuraron aprovecharse de aquella ocasión para apoderarse del Gobierno (1).
      En efecto, los Condes de Lara, conocidos en la historia de España por sus desmanes y turbulencias, conociendo perfectamente el carácter de doña Berenguela y su mucha modestia, comenzaron á intrigar para que depositara en sus manos el Gobierno del Reino y la tutela del Príncipe. A éste fin consiguieron con dádivas y promesas poner de su parte á un caballero llamado Garci Lorenzo, á quien doña Berenguela estimaba mucho, el cual, abusando de la bondad de su señora, lisonjeando sus pacíficas inclinaciones y ponderando las grandes dificultades que traía consigo la ardua tarea de gobernar á los pueblos, llegó á inducirla á que, consultando en una junta á los Obispos, señores y ricos-hombres, hiciese renuncia de sus poderes. Preguntados los más de los que acudieron á la junta, se adhirieron al parecer de Garci Lorenzo, y se conformaron con la voluntad de la Princesa gobernadora, dice el mismo historiador antes citado, unos por no entender el engaño, otros por estar negociados, otros por aborrecer el Gobierno presente como de mujer, y ser cosa natural de nuestra naturaleza perversa creer de ordinario que lo venidero será mejor que lo presente.
      Estando en estos tratos ocurrió el volver de Roma el célebre Arzobispo de Toledo D. Rodrigo Ximénez, que había ido al concilio de San Juan de Letrán convocada por el Papa Honorario III. Sumamente disgustado al ver la resolución de doña Berenguela, y no pudiendo deshacer lo ya hecho, sólo se atrevió á exigir al de Lara que hiciese juramento en sus manos de que miraría por el bien común y de todo el Reino, en particular que no daría ni quitaría tenencias y Gobiernos de pueblos y castillos, sin consulta Reina y sin su voluntad; que no haría guerra á los comarcanos ni derramaría nuevos pechos (contribuciones) sobre los vasallos: y, finalmente, que á la Reina doña Berenguela tendría el respeto que se debía y era razón tenerle á la que era hermana, hija y mujer de Reyes; creyendo con esto, vuelve á decir el indicado autor, que en todo procedería bien el ambicioso Conde; como si cosa alguna pudiese enfrenar á los ambiciosos, y si el poder adquirido por malos medios tuviese de ordinario mejores los remates.
      Viéndose ya el Conde D. Alvaro de Lara, dueño absoluto del poder y de la persona del joven Rey, dio rienda suelta á sus pasiones desordenadas y malos instintos, oprimiendo á los pueblos, desterrando y vejando á los nobles, y atacando las inmunidades del clero. El Deán y Vicario de Toledo se vio en la necesidad de fulminar una excomunión contra D. Alvaro. La nobleza, pesarosa de los males que sufría, acudió á doña Berenguela, la cual recordó á D. Alvaro su juramento; pero irritado con tal aviso el ambicioso Conde, se apoderó del estado y pueblos de la misma Reina, y hasta llegó su osadía á mandarla salir del Reino. Doña Berenguela para evitar mayores inconvenientes y poner á cubierto su dignidad ofendida por aquel desleal vasallo, se retiró con su hermana doña Leonor, al castillo de Otella, plaza muy fuerte cerca de Palencia.
      No había medio de cortar los vuelos al desapoderado regente. A nombre del Rey invadía los estados de los señores más principales y los arrojaba de sus castillos. La nobleza castellana, que sin embargo de algunas excepciones como los Condes de Lara, siempre desde su origen ha dado las mayores pruebas de adhesión y lealtad á sus Reyes, no se atrevía á derrocar á mano armada de su alto puesto á aquel insensato que tan mal uso hacía del supremo poder de que se hallaba investido; antes por el contrario, sufría con resignación tamaños ultrajes por no aparecer rebelde al Trono. D. Suero Tellez Girón, caballero de muy antiguo y noble linaje, y adicto á doña Berenguela, se hallaba en Montealegre, plaza fuerte y bien guarnecida de soldados, y además podía en caso necesario ser socorrido por sus dos hermanos D. Fernando Ruiz Girón y D. Alonso Tellez Girón. D. Alvaro, á nombre del Rey mandó poner sitio á esta plaza; pero D. Suero Tellez Girón, aunque hubiera podido defenderse largo tiempo, luego que fué requerido en nombre del Rey, inmediatamente hizo entrega de ella. Otros muchos ejemplos pudiéramos citar á este tenor, acaecidos en aquellos breves é infaustos años si bien hubo caballeros que siguieron diferente conducta; pues la Historia de España, más que la de ninguna otra nación del mundo, entre la multitud de acciones heroicas y rasgos sublimes que encierra en sus anales, nos ofrece como saludable ejemplo la historia de antiguas familias en las cuales parece que en todos tiempos estuvo vinculada la lealtad y la hidalguía, así como en otras la afición á los desórdenes.
      Siguiendo el de Lara su criminal carrera, por saciar su insaciable ambición, escudado con la Augusta persona del joven Rey y creyéndose seguro en el mando todavía por largo tiempo, como para poner el colmo á tantos desmanes y desafueros, mandó ahorcar á un hombre que la Reina había enviado en secreto cartas á su hermano para saber de su salud y le informase de las tropelías é injusticias que á su nombre se estaban cometiendo; hasta llegó á amenazar con cercar á la Reina en el castillo donde estaba retraída. Tales alborotos traían revuelto todo el Reino, de lo cual eran el resultado inmediato los robos, los asesinatos y todo género de maldades. Pero la Providencia divina que en sus inescrutables arcanos preparaba á la España días más prósperos y bonancibles, puso fin de la manera más inesperada á la odiosa dominación del Regente. Estando D. Enrique un día jugando con algunos servidores de su misma edad, en el patio del Palacio episcopal de Palencia, una teja desprendida del tejado le cayó sobre la cabeza causándole una herida grave, de la cual murió á los once días, el 6 de junio de 1217. El Conde de Lara, ya fuera por prolongar su gobierno algunos días, ó bien para ganar tiempo y prepararse á imponer condiciones á sus contrarios se llevó el cadáver del Rey al castillo de Tariego, y desde allí, como si viviese, continuaba despachando á su nombre los negocios del Estado. No pudo ocultar por mucho tiempo la muerte del Rey, cuya desgracia, habiendo llegado á oídos de doña Berenguela, inmediatamente despachó á D. Lope de Haro y á D. Gonzalo Ruiz Girón para que suplicasen á su marido el Rey de León, del cual se hallaba divorciada, como antes queda dicho, que le enviase á su hijo D. Fernando. Era esta misión muy delicada. Por muerte de D. Enrique quedaba heredera del trono de Castilla doña Berenguela, y con sobrados fundamentos, como se vio después, recelaban que el Rey de León pretendiese á nombre de su mujer el Gobierno de Castilla; por lo cual era necesario separar á don Fernando de su lado, sin que llegase á saber la muerte de don Enrique. Así lograron ejecutarlo los dos caballeros encargados de tan importante misión.

Litografia Fernando III el Santo
Fernando III. el Santo.

      Hallándose ya D. Fernando al lado de su madre, y divulgada la noticia de la muerte de D. Enrique, toda la nobleza corrió á ponerse de parte de doña Berenguela, que fué proclamada Reina de Castilla por las Cortes Generales del Reino, reunidas en Valladolid; y ella, con aprobación de las mismas Cortes, renunció en su hijo D. Fernando. No por esto quedó sosegado el Reino; antes, por el contrario, vinieron sobre Castilla nuevas calamidades. D. Alvaro de Lara, hecho fuerte en las ciudades y castillos ocupados por sus parciales, no obstante haber cumplido ya el Infante D. Fernando los diez y ocho años, pretendía la tutela del nuevo Rey; y el Monarca de León, pretendiendo que le correspondía el Gobierno de Castilla, la invadió con un ejército, llevando las armas contra su propio hijo. La nobleza castellana dio en esta ocasión, como en otras muchas, brillantes pruebas de su valor y de su lealtad. D. Lope de Haro y otros caballeros salieron al encuentro del Rey de León y le forzaron á volver á sus estados más de prisa que viniera (1). Inmediatamente después revolvieron contra D. Alvaro de Lara, y tanto le estrecharon, que al fin se apoderaron de su persona; con lo que se acabaron las parcialidades y D. Fernando III pudo dar comienzo á su feliz reinado (año 1218).
      Apaciguados los ánimos, y habiéndose convertido en paz duradera las treguas pactadas con el Rey de León, volvió á pensarse en dirigir las armas contra el enemigo común. El célebre historiador tantas veces citado, D. Rodrigo, Arzobispo de Toledo, publicó la nueva cruzada, y el Sumo Pontífice concedió á los que se pusiesen la cruz para guerrear en España, las mismas la indulgencias que á los que iban á la Tierra Santa. Gran muchedumbre de guerreros de todos los puntos de la Península acudió á este llamamiento; pero no pudo emprenderse por entonces ninguna expedición D. Fernando atendió primero á exterminar formidables cuadrillas de forajidos y salteadores de caminos, que de resultas de los anteriores desórdenes andaban sueltos y pujantes, y en poner en orden el gobierno de sus Estados.
      Muy ardua tarea ha sido siempre la de gobernar á los pueblos. En aquellos tiempos el Rey debía conducir los ejércitos á la guerra y administrar por sí mismo la justicia. A la par de ser un guerrero, debía reunir en su persona todas las cualidades que constituyen un juez instruido y honrado. Las ciudades y villas emancipadas del feudalismo, se regían, cada una de las cuales, por sus fueros ó carta-puebla. El Alcalde, asociado á ocho ó diez hombres buenos, administraba la justicia, y de sus sentencia la parte agraviada sólo podía apelar al Rey; el cual, oídas las partes, y con conocimiento de las leyes ó fueros porque se regían los litigantes, pronunciaba el fallo definitivo. En un pleito seguido entre las ciudades de Segovia y Madrid, sobre pertenencia de tierras de sus respectivos términos, el mismo Rey D. Fernando III asistió por espacio de muchos días al escrupuloso deslinde que mandó practicar, antes de pronunciar su sentencia. Antes, su abuelo D. Alfonso VII muy amigo de la justicia aborrecedor de las demasías é insolencias de los poderosos, habiendo sabido que un Infanzón de Galicia había despojado á pobre labrador de todos sus bienes, y que amonestado á nombre del Rey por el Gobernador de la provincia, se había negado á obedecer, él mismo, disfrazado y sigilosamente, se presentó de improviso en la morada del orgulloso Infanzón, mandole prender y ahorcar de un árbol; notable ejemplo de regia justicia, de donde el fénix de los ingenios españoles, el inmortal Lope de Vega, tomó el argumento para su más famosa comedia titulada El mejor Alcalde el Rey.
      El año de 1225 comenzó D. Fernando III aquella serie brillantes de conquistas que, comenzando por la rendición de Baeza y concluyendo en la de Sevilla, forma una de las páginas más hermosas de nuestra historia. Este Monarca, después de haber juntado bajo su cetro la mejor y la mayor parte de España, supo gobernarla con sumo acierto; y siendo el Príncipe más poderoso de toda la Península, observó hasta su muerte una política amistosa con los otros Reyes cristianos, atento solamente á llevar á cabo la expulsión de los sarracenos. Cuidó asimismo de la legislación de sus Reinos, y no sin razón es mirado por algunos historiadores como el verdadero fundador de la Monarquía española.
      Hecho este ligerísimo bosquejo del reinado de tan excelso Príncipe, pasemos á narrar la fundación de las hermandades de Ciudad-Real y Talavera de la Reina.
      Preparábase el Rey D. Fernando III á emprender la conquista de Jaén, cuando, hallándose en Córdoba al comenzar el invierno de 1242, supo que su madre, la Reina doña Berenguela, había salido de Toledo en dirección á Andalucía. La Reina doña Berenguela residía comúnmente en Toledo, capital entonces del Reino de Castilla; y durante las ausencias del Rey D. Fernando, quedaba encargada del Gobierno del Reino, tarea dificilísima que desempeñaba con sumo acierto, y de la cual, desembarazando á su hijo, le dejaba en completa libertad para proseguir el curso de sus conquistas; pero era para ella carga demasiado pesada, por ser enemiga del bullicio del mundo y porque su mucha modestia la mortificaba, haciéndola creer que no poseía las dotes necesarias para desempeñar su cometido. Hallábase ya esta insigne señora en los postreros años de su vida; y deseando pasarlos en la quietud y recogimiento del alma con Dios, anhelaba vivamente conferenciar con su hijo para que la libertase de tan grave peso; y con este objeto, sin temor á los rigores de la estación, se puso en camino para Andalucía. D. Fernando, solícito y amoroso, para evitarle tanta molestia, la salió al encuentro. Viéronse madre é hijo en un pequeño lugar ó cortijada, llamado entonces Pozuelo Seco de Don Gil, donde más adelante, en el año 1262, D. Alfonso X (el Sabio) trazó con la punta de su espada el recinto de la población de Villa-Real, hoy Ciudad-Real, capital de provincia. Era el lugar del Pozuelo, con las tierras colindantes, propiedad de un rico-hombre de Castilla, llamado don Gil Turró Ballestero. Este noble caballero, vecino de la ciudad de Alarcos, habiendo quedado destruida dicha ciudad después de la famosa batalla del mismo nombre, tan funesta á las armas castellanas, se había retirado á vivir á aquellas tierras suyas. Con motivo de las guerras continuas que se hacían moros y cristianos, ó cristianos y moros, entre sí, era imposible el completo exterminio de las numerosas gavillas de facinerosos que de tiempo en tiempo aparecían, y que entonces se conocían con el nombre de Golfines. Por aquellos años se formó una numerosísima acaudillada por un forajido audaz y valiente, llamado Carchena. Aquellos hombres desalmados se entregaban á todos los excesos propios de la vida azarosa que habían emprendido: robaban á los caminantes, á los labradores, á los ganaderos, las granjas y colmenares; incendiaban los montes, saqueaban las aldeas, forzaban las mujeres y asesinaban á los hombres. Aprovechó D. Gil la circunstancia de la permanencia del Rey en Pozuelo en su misma casa, para informarle de los males é insultos que sufrían de los Golfines, y de las medidas que para reprimirlos habían adoptado, pidiéndole al mismo tiempo su auxilio y Real confirmación. En efecto, D. Gil y sus dos hijos Pascual Ballestero y Miguel Turró, con otros caballeros, labradores y colmeneros, habían formado hermandad, como se acostumbraba aquellos tiempos, y emprendido una activa persecución contra los Golfines. Enterado el Rey D. Fernando III, hizo grandes elogios del celo y valor de D. Gil y demás caballeros de la hermandad; les concedió algunas exenciones y franquicias; aprobó el instituto formado, y trató de que la persecución de los Golfines se hiciese en adelante de una manera regular y ordenada, á fin de llevar á cabo su completo exterminio, y mantener constantemente la comarca libre de semejante plaga.
      A éste fin, y con acuerdo del Santo Rey, los ballesteros, cazadores, hortelanos, colmeneros y gente montaraz de que componía la hermandad, se dividieron en tres cuadrillas. La primera, á cargo del mismo D. Gil, se situó en Pozuelo para vigilar y guardar toda aquella comarca. La segunda, á las órdenes su hijo Pascual Ballestero, se situó en las Ventas de Peña Aguilera, jurisdicción de Toledo; y la tercera, mandada por Miguel Turró, su otro hijo, en Talavera. Desde entonces la persecución fué más activa y más autorizada; terribles los escarmientos que hicieron en los Golfines, á los cuales inmediatamente que los cogían los suspendían de los árboles y los mataban tirándoles saetas, dejándolos después colgados de los mismos árboles hasta que los huesos se caían al suelo; ejecutándose comúnmente estas justicias en un lugar llamado Peralvillo, á dos leguas de Ciudad-Real. Este bárbaro suplicio, con otros castigos terribles de que en su lugar hablaremos, se conservaba en el siglo XVI. El maestro Pedro de Medina dice en su libro de las Grandezas de España: «Saliendo yo de Ciudad-Real para Toledo — (á mediados del siglo XV), — vi junto al camino, en ciertas partes, hombres asaeteados con mucha cantidad, mayormente en un lugar que se dice Peralvillo, y más adelante, en un cerro alto, donde está el arca, que es un edificio en que se echan los huesos destos asaeteados después que se caen de los palos.» En los primeros tiempos de estas hermandades no hubo más que un sólo castigo para los facinerosos: la muerte dada á saetazos con más ó menos refinamiento de crueldad, según el espíritu de venganza que inspiraban sus malos hechos á sus perseguidores.
      Seis semanas permanecieron en Pozuelo los Reyes D. Fernando III y doña Berenguela; aquella vez fué la última en su vida que, madre é hijo, tuvieron la dicha de abrazarse; y como memoria de aquella entrevista, quedó establecida la benéfica institución que examinamos.
      Viendo los pastores, vaquerizos, porqueros y ganaderos, el gran bien que les resultaba de los buenos oficios de la hermandad, á fin de que no se deshiciese, contribuyeron voluntariamente al principio, con una res al año de cada rebaño, para la manutención de la gente armada de la misma (1). En los principios de esta institución, los ballesteros y hombres de guerra alistados en ella, hacían su juramento, estando libres de ciertas cargas, ya fuesen servicios personales ó tributos, y gozaban de algunos privilegios como el de cazar exclusivamente ellos en ciertos montes, no pagar portazgos en los puntos adonde llevaban á vender la caza, etc.
      Establecidas las hermandades de Ciudad-Real y Talavera continuaron, juntamente con la de Toledo, formando una sola hermandad, con las mismas facultades, privilegios, franquicias y derechos, si bien en muchos documentos vemos que al hablar de ella, se dice las tres hermandades de Villa-Real ó Ciudad-Real, Toledo y Talavera.
      D. Alfonso X (el Sabio) les confirmó todos los privilegios é inmunidades de que gozaban, y en 1273 concedió al Pozuelo Seco el nombre de Villa-Real. D. Sancho IV (el Bravo), no solamente se los confirmó y aumentó, sino que también impidió que las hermandades se disolviesen. Limpias de Golfines las referidas provincias, y pareciéndoles á los individuos de las tres hermandades, que habían usado con los bandidos un rigor exagerado, solicitaron del Rey les permitiese renunciar sus exenciones y privilegios, y al mismo tiempo elevaron una súplica á Su Santidad, Celestino V, que entonces presidía y gobernaba la Iglesia católica, para que les relevase del juramento que tenían hecho. El Rey no quiso por su parte admitir la renuncia solicitada por las hermandades; y noticioso de la súplica elevada por las mismas á la Corte de Roma, acudió también al Padre común de los fieles, rogándole encarecidamente que no relevase del juramento á las hermandades, pues de su continuación dependía la seguridad de los caminos, y la paz y sosiego de sus Reinos. El Sumo Pontífice accedió gustoso á lo que D. Sancho le rogaba, y en el año 1294 expidió una bula, mandando á las hermandades continuar en el desempeño de su cometido; dándolas el dictado de Santa, Hæc sancta vestra fraternitas, y eximiendo á sus individuos de pagar diezmos de miel y cera, y las soldadas á sus criados.
      Desde entonces las tres hermandades continuaron la persecución y castigo de los malhechores con más regularidad, estableciendo en lugares oportunos Cuadrilleros, á cuyo cargo estaban pequeñas partidas de las fuerzas de que se componían.
      Entre las fuerzas colecticias de que se componían los antiguos Ejércitos, las Milicias de los Concejos no eran las más inferiores las cuales, auxiliaban en la guerra á los Reyes, mandadas por los Alcaldes y Cuadrilleros. Los Cuadrilleros hacían las veces de Capitanes de compañía y de Comisarios ordenadores. Según se ve por la traducción romanceada del Fuero otorgado por el Rey D. Alfonso VIII á la ciudad de Cuenca el año 1180, poco después de la conquista (1), los Cuadrilleros eran los encargados de custodiar y de distribuir las presas cogidas al enemigo, el día designado para la partición, y de dar á cada cual fielmente la parte que le correspondía. Llevaban asientos ó registros de toda la ganancia, de los moros prisioneros, bestias, ganados, rebaños y armas, y cuidaban de su custodia; siendo su principal obligación cuidar de los heridos, enfermos, viejos, flacos, rezagados, procurar bagajes para conducirlos, pues de no hacerlo así eran multados, y con el importe de las multas se alquilaban las acémilas necesarias para el indicado servicio. En una palabra, tenían á su cargo, además del mando militar de las cuadrillas, toda la parte administrativa y la policía de las huestes; lo cual no puede menos de llamar nuestra atención, pues en el día vemos á la Gendarmería francesa desempeñar funciones análogas ó parecidas en los Ejércitos; las que igualmente corresponderían á la Guardia Civil española si acompañase á un Ejército á alguna expedición. La ley 12, del título 26 de la segunda Partida de D. Alfonso el Sabio, que trata de lo que deben hacer los Cuadrilleros y los Guardas de lo que se gana en las guerras (2), dice, que los Cuadrilleros deben nombrarse, dividiendo en cuatro partes la hueste ó cabalgada, y escogiendo de cada cuatro uno bueno, que fuese tal, que tuviese temor á Dios y vergüenza, y sobre todo, tres circunstancias muy principales. La primera, que fuesen leales; la segunda, que tuviesen buen entendimiento, y la tercera, que fuesen sufridos; á fin de que no obrasen mal por codicia supiesen cumplir con su obligación, y no se ensañaran ni quejasen por las palabras descomedidas que dijesen los hombres. Habían de hacer juramento de cumplir bien y lealmente su cometido, y debían ser pagados con toda puntualidad antes de hacer la partición, á causa del mucho trabajo que tenían; pero si á sabiendas cometían abusos, engaños ó robos en el ejercicio de sus funciones, debían pagar el séxtuplo del daño que causaren y si no tenían para pagarlo, eran condenados á muerte, por haber abusado de la confianza de sus compañeros.
      Los Reyes Católicos, una de las primeras reformas que emprendieron para organizar el Ejército, fué la de dividir las mesnadas en batallas de 500 plazas, y cada batalla en diez cuadrillas de 50, regidas por Jefes llamados Cuadrilleros, que eran hombres de alguna inteligencia (instrucción), vestidos de distinto modo que los soldados, para que fuesen conocidos entre ellos (1). Los Cuadrilleros, pues, eran los Oficiales subalternos en los antiguos ejércitos; y tal era su importancia, que en las hermandades acaudillaban las cuadrillas, y tenían á su cargo las Comandancias de los puestos.
      D. Fernando IV fué uno de los Reyes que más favorecieron á las Hermandades viejas de Ciudad-Real, Toledo y Talavera. Al morir D. Sancho IV, padre de D. Fernando, todos los elementos de parcialidades, discordias y revueltas se desencadenaron alrededor del Trono, ocupado por un niño de nueve años, que todavía no se hallaba capaz de imponer respeto á sus turbulentos y soberbios vasallos. D. Sancho IV (el Bravo), después de haberlos halagado para que le ayudasen á escalar el Tronó contra las justas pretensiones de su sobrino el Infante de la Cerda, y en y en la guerra criminal que sostuvo contra su mismo padre, para acallar sus exigencias se vio precisado después á tratarlos con vara de hierro; y así fué que á su muerte, de la misma manera que una máquina de vapor demasiado comprimida salta en mil pedazos, la expansión que experimentaron los ánimos se convirtió en huracán deshecho que amenazaba concluir con la ya poderosa Monarquía castellana.
      «En Castilla no podían las cosas tener sosiego, dice nuestro gran historiador P. Mariana, al hacer la pintura de los tristes principios del reinado de D. Fernando; los nobles, divididos en parcialidades, cada cual se tomaba tanta mano en el Gobierno, y pretendía tener tanta autoridad cuantas eran sus fuerzas: el pueblo, como sin gobernalle, tenebroso, descuidado, deseoso de cosas nuevas, conforme al vicio de nuestra naturaleza, que siempre piensa será mejor lo que está por venir que lo presente. Cualquiera hombre inquieto, tenía grande ocasión para revolverlo todo, como acontece en las discordias civiles. Por las ciudades, villas y lugares, en poblados y despoblados, cometían á cada paso mil maldades, robos, latrocinios y muertes, quién con deseo de vengarse de sus enemigos, quién por codicia, que se suele ordinariamente acompañar con crueldad. Quebrantaban las casas, saqueaban los bienes, robaban los ganados; todo andaba lleno de tristeza y llanto; miserable avenida de males y daños. La Reina era menospreciada por ser mujer; el Rey, por su tierna edad, no tenía autoridad ni fuerzas.... »(1).
      No menos recargada es la introducción que hace al mismo reinado un ilustre historiador contemporáneo (2). «Pocos Príncipes de menor edad, dice, subieron al Trono en circunstancias más difíciles y espinosas, y pocos habrán encontrado reunidos y prontos á estallar más elementos de discordia, de ambición, de turbulencias y de anarquía, que las que entonces fermentaban en derredor del Trono castellano. Príncipes de la sangre Real; Monarcas extraños y deudos, apartados y vecinos, sarracenos y cristianos; magnates tan poderosos como Reyes y con más orgullo que si fuesen Soberanos; aliados que se convertían en traidores, y vasallos inconsecuentes y desleales, enemigos entre sí y enemigos del tierno Monarca, cuya legitimidad, por otra parte, como Rey y como hijo, no era tan incuestionable faltaran razones para disputarla, todo conspiraba contra la tranquilidad del Reino, todo contra la seguridad del Rey, sin valiera á su madre la previsión con que procuró captarse la voluntad de los pueblos, apresurándose á dictar medidas con la abolición del odioso impuesto de la Sisa, con que su esposo Sancho los había gravado.»
      Por fortuna, y para bien del Trono y de los pueblos, la madre del Príncipe D. Fernando era doña María de Molina; es decir, una de esas nobilísimas matronas, de notable entendimiento y dechado de virtudes, gloria de España, cuya memoria, la nación agradecida bendice, admira y respeta. El primero que levantó la bandera de la rebelión fué el inicuo Infante D. Juan, tío del Rey niño. Este personaje, hijo espúreo de sangre real cristiana, traidor y asesino, aprovechó aquellas aflictivas circunstancias para añadir nuevos crímenes á los muy enormes con ya había manchado el primer tercio de su desastrada vida. El perturbador del Reino en tiempo de su hermano D. Sancho el Bravo; el que después de haber debido la vida y la libertad á la generosa doña María de Molina, pasó á Africa, se hizo aliado del Rey de Marruecos, volvió á España capitaneando un ejército infiel, puso sitio á Tarifa y cometió la vileza de degollar delante de sus murallas al inocente hijo de Guzmán el Bueno, ¿cómo no había de ser el primero en arrojar la tea de la discordia en medio de aquel campo lleno de materias inflamables, cubierto de mal apagadas cenizas? Aquel monstruo de iniquidad, vendido al Rey moro de Granada y apoyado por él, no bien supo la muerte de su hermano D. Sancho, tuvo la osadía de cometer bajeza de hacerse proclamar Rey de Castilla y León en aquella ciudad infiel; único ejemplo que nos ofrece la Historia de España durante el largo periodo de la reconquista, de un Príncipe, proclamado Rey, y de Castilla y de León, bajo los auspicios de un Monarca sarraceno, en una ciudad mora y por súbditos infieles.
      No tardó tampoco en salir á campaña D. Diego de Haro, que se hallaba refugiado en Aragón, después de la muerte de su hermano D. Lope, Señor de Vizcaya, á quien su orgullo y altanería sus ilimitadas exigencias para con el Rey D. Sancho el Bravo, le acarrearon la desastrosa muerte que sufrió en las célebres Cortes de Alfaro. Aquel magnate, á favor de los presentes disturbios, salió de su destierro, se apoderó de Vizcaya, señorío y estados de sus ascendientes, y comenzó á correr y talar las fronteras de Castilla. La Reina en aquel conflicto llamó en su auxilio á los hermanos Condes de Lara, á quienes D. Sancho, en sus últimos momentos había recomendado que no abandonaran nunca á su hijo; les suministró recursos para que levantaran tropas y combatieran al de Haro; pero los Laras no podían cambiar de genio, ni olvidar su tradicional costumbre de ser desleales á sus Reyes y amigos de revueltas; y así abusaron de la confianza de la Reina, y en lugar de combatir, se unieron con el de Haro.
      Otro personaje, de sangre real, ya viejo y achacoso, recordando sus bríos, malos hábitos y novelescas aventuras de sus años juveniles, lanzose también á la palestra, y logró meter no poco ruido y suscitar demasiados obstáculos á la Augusta madre del joven Rey. El célebre aventurero Infante D. Enrique, hermano de D. Alfonso el Sabio; el que después de conquistar á los moros Lebrija, Arcos y otras ciudades de Andalucía, enemistado con su hermano se puso al lado del Rey de Aragón; estuvo en Africa al servicio del Rey moro de Túnez, donde adquirió grandes riquezas, y pasando en seguida á Italia obtuvo la dignidad senatorial y fué ardiente defensor de los derechos del triste Conradino al trono de Sicilia, hasta que en la batalla de Tagliacozzo, vencidos los confederados, se acogió al monasterio de Monte-Casino, cuyo abad le entregó al usurpador Carlos de Anjou á condición de que le conservara la vida; este príncipe cuya historia es un vivo reflejo del espíritu aventurero que predominaba en los guerreros de la edad media, después de haber sufrido en Francia veinte y seis años de prisión, se presentó en la Corte de su sobrino D. Sancho el Bravo, que lo recibió con benevolencia; pero no contento en su modesto retiro, sin embargo de hallarse ya al borde del sepulcro, aprovechando las borrascas de aquellos tiempos, comenzó á recorrer las tierras de Sigüenza y Osma, haciendo llamamiento á los Concejos, aparentando favorecer al Rey y á la Reina; y con estos manejos y otras supercherías que iba sembrando por donde quiera que pasaba, sobre todo ofreciendo á los pueblos alivio en los tributos, talismán engañoso que no deja de emplear ningún político ambicioso de mala especie, consiguió ser nombrado Regente del Reino.
      Todo era intrigas y deslealtad en torno de aquella noble matrona y de su augusto hijo. Habiendo enviado al Gran Maestre de Calatrava con otros nobles para que viesen de reducir á la obediencia á los Laras y al de Haro reunidos, confabuláronse también con los insurrectos, amenazando apoderarse de Villa-Real, y obligaron á la Reina á acceder á las demandas de los amotinados y renunciar á Vizcaya. Fué necesaria toda la prudencia y firmeza de carácter de aquella señora para que se sentara en el Trono su hijo, que al cabo, seducido por el infame Infante D. Juan y el revoltoso Conde de Lara, le pagó tantos afanes con un acto vituperable de ingratitud, si bien sólo sirvió para realzar más las muchas virtudes de la Reina. Para colmo de males, también el Rey de Aragón entró por tierras de Castilla proclamando los derechos de D. Alfonso de la Cerda.
      Sosegados, pues, tantos alborotos, guerras intestinas y exteriores, cuya enmarañada relación nos ofrece la crónica de don Fernando IV; salido ya de la minoría, comenzó á gobernar sus Estados con regular acierto: continuó la guerra contra los moros; tomó á Gibraltar y puso sitio á Algeciras, y murió el año 1312 de la era cristiana, á los veinticinco años de su edad y diez y siete de reinado, con la coincidencia fatal de que nos habla la historia, y por lo cual se le conoce con el dictado del Emplazado.
      Muchos y grandes servicios debieron prestar las tres hermandades de Ciudad-Real (entonces Villa-Real), Toledo y Talavera durante el reinado de este Monarca, á juzgar por los muchos privilegios que les concedió en tan breve tiempo. Las tres hermandades defendieron á Ciudad-Real contra los Maestres de Calatrava, sublevados, como queda dicho, durante la menor edad de D. Fernando, y por tan señalado servicio les concedió el uso del sello (1); y por los documentos que vamos á extractar se ve el gran interés que tuvo D. Fernando en que continuaran y se perpetuasen aquellos institutos.
      Como al principio la hermandad se estableció por cierto tiempo determinado no se fijó la manera de nombrar los Jefes que debían reemplazar á los primeros que tuvo, luego que éstos fallasen ó se inutilizasen para el servicio, bien por la edad, bien por heridas que recibiesen en la persecución de los malhechores. Los Reyes D. Alfonso (el Sabio) y D. Sancho IV, inmediatos sucesores de San Fernando, alentaron á las tres hermandades á proseguir en la persecución de criminales, conservándoles las exenciones de que gozaban ó concediéndoles algunas más en premio de sus servicios; pero dejándolas obrar por sí mismas, con independencia igual á la de las hermandades que entonces formaban entre sí los pueblos para fines análogos. Hay que advertir que esta Santa Hermandad se diferenciaba de las populares en que los Concejos no tenían ninguna intervención en ella, pues sólo se componía de algunos caballeros labradores, hortelanos colmeneros, ballesteros y cazadores: más bien tenía en sus principios la traza de una cofradía de las que en aquella época se formaban, que no de una hermandad propiamente dicha, tal como entonces se conocían. Ni tampoco perseguían á los criminales por ciertos y determinarlos delitos sino en general á los delincuentes de crímenes cometidos en yermos ó despoblados, á los cuales luego que los capturaban, los suspendían con unos garfios de los árboles y los mataban á saetazos sin otra forma de proceso.
      D. Fernando IV puede decirse que fué el verdadero fundador de la Santa Hermandad, si hemos de dar título de fundador á una institución útil á la sociedad, á aquel que la establece sobre una base bastante firme para que le preste estabilidad y le asegure larga vida. En efecto, por una carta dada en Toledo á 25 de Septiembre de la era 1340 (año 1302), mandó dicho Rey, que cuando se juntasen los ballesteros y colmeneros de la hermandad de Toledo, de Talavera y de Villa-Real, para perseguir y echar á los Golfines de la Xara (de los montes), á fin de evitar las disputas que se suscitaban entre ellos, por no tener un Jefe por quien ser convocados, y de quien recibiesen las órdenes oportunas, lo cual era en menoscabo del buen servicio, que escogiesen dos hombres buenos ó regidores de entre ellos, que fuesen capaces de desempeñar tal cargo, y les diesen poderes suficientes para que todo lo que ellos mandas en hecho ó comisiones propias de la hermandad, que todos lo hiciesen, y que el que no lo quisiese hacer, ó rehusara ponerse á sus órdenes, pagara por cada acto de desobediencia 100 maravedís, y que los dos hombres buenos, ó aquellos á quienes ellos mandasen, que pudiesen prender y castigar á los desobedientes (1).
      Por este documento se ve ya un principio de verdadera organización; ya tenían el medio de nombrar sus Jefes, sin lo cual era imposible que desempeñasen bien su cometido.
      Más interesante es aún el privilegio que les otorgó en el siguiente año de 1303, por su carta dada en Toledo también en el día 25 de Septiembre, y por el cual hacía obligatorio un impuesto, con cuyos productos podían atender al sostenimiento de la Santa Hermandad; impuesto que se ha conservarlo hasta su extinción en el presente siglo: el derecho de asadura mayor y menor, con otras disposiciones sumamente graves, para hacer más eficaz la acción de la justicia.
      En los primeros tiempos de las tres hermandades vimos que los ganaderos, agradecidos á sus buenos servicios, voluntariamente contribuyeron con una res al año por cada hato de ganado, para ayudar á su mantenimiento y á los muchos gastos que la persecución de los bandidos les originaba; pero andando el tiempo se fué entibiando aquel celo y generosidad de los ganaderos, lo cual, unido al perdón ó indulto que los Golfines alcanzaban, bien del Rey, por convertirse de ladrones en valentísimos soldados, ó bien acogiéndose en los castillos fronteros, para después de concluidas las campanas militares volver á sus fechorías; pues más que bandidos propiamente dichos, y tal como hoy los conocemos, eran más bien soldados merodeadores, plaga de todas las guerras antiguas y modernas, que se entregaban á todos los excesos más vituperables, llegó el caso de que la Santa Hermandad ni pudiese ocurrir á los gastos que se le originaban, ni á tener aquel ascendiente moral sobre los bandidos, que más que la fuerza material, contribuye á su exterminio; y habiendo expuesto al Rey las circunstancias en que se hallaba, para que dispusiese lo que fuera de su real agrado, el Rey dijo en su citada carta de 25 de Septiembre del año 1303 (1), á todos los Maestres de las órdenes, á todos los Concejos, Alcaldes, Merinos, Jueces, Justicias, Alguaciles, Comendadores, y á todas las demás autoridades, vaquerizos de las Ordenes y demás hombres de su Señorío, á quienes aquella carta fuese mostrada, que habiendo llegado á su noticia que por causa de los perdones que los Golfines alcanzaban, tanto de su real persona, como de los Maestres y Concejos era tal su atrevimiento, y hacían tan ineficaz la persecución de las tres hermandades, que éstas no podían ni matarlos ni echarlos de los montes; y que cuando iban en persecución de los Golfines, en algunos lugares no querían venderles los víveres que necesitaban comprar y que pagaban con su dinero, y que los pastores y vaquerizos se negaban á darles las asaduras, había tenido á bien disponer y mandar, que siempre que los colmeneros de las hermandades les demandaran auxilio para perseguir y matar á los Golfines se lo diesen; que les vendiesen los víveres que necesitaran, y que los vaquerizos y pastores les diesen de cada hato una asadura (una res) al año, sin que se pudieran excusar de hacerlo por ninguna carta, ni privilegio que tuviesen, pues su voluntad era que gozaran de aquél derecho para su servicio y gran beneficio del país (1). Que los colmeneros emplazaran á los vaquerizos y pastores que se negaran á dar las asaduras, los cuales habían de comparecer ante el Rey, donde quiera que estuviese la Corte, á los nueve días del emplazamiento, á decir al mismo Rey por que no cumplían sus órdenes, so pena de cien maravedís de la moneda nueva: es decir, de la mejor de aquel tiempo. Igualmente mandaba á todos aquellos á quien aquella carta fuere mostrada, ó traslado de ella, signado ó firmado por escribano público, que no se amparasen ni encubriesen á ningún Golfín, por perdón que le hubieran concedido, ni por otra razón alguna; antes por el contrario, que se apoderaran de las personas de los encubridores y de todos sus bienes, y tanto las primeras como los segundos los entregasen á los colmeneros (2); y á éstos mandaba que hiciesen en los encubridores de los Golfines la misma justicia que hubieran hecho en los Golfines mismos (3); que guardasen los bienes tomados para hacer con ellos lo que él (el Rey) les mandase, y que se lo enviaran á decir en sus cartas, selladas con sus sellos y testimoniadas por escribanos públicos, á fin de saberlo con toda certeza y mandar lo que tuviere á bien; recomendando, tanto á los colmeneros como á los escribanos, que de ningún modo hiciesen lo contrario (4), ni se excusasen los unos por los otros de cumplir aquel mandato, so pena del castigo merecido y de perder cuanto tuviesen. Y por último, mandaba á los escribanos públicos de las villas de sus Reinos, á quien la carta fuese mostrada, que siempre que los colmeneros les pidiesen testimonio de cómo cumplían lo mandado en ella, las Justicias, Autoridades ó personas á quienes la mostraran, ó el traslado de ella, que se lo diesen, y que no se negasen á ello so pena de los oficios y de sus bienes (1); y que después de leída la carta la devolviesen á los colmeneros.
      Pero como siempre los impuestos, aunque sean leves y estén destinados á las cosas más beneficiosas para los pueblos, han parecido pesados á los contribuyentes, y éstos han procurado cometer los mayores fraudes posibles en su pago, aconteció que muchos se negaban á pagar las asaduras; los vaquerizos y pastores juntaban sus rebaños para formar con muchos uno sólo, á fin de no pagar todo lo que debieran; y en algunos pueblos y castillos les exigían portazgos por la caza y algunas otras cosas que solían llevar para vender ó para su uso particular, de lo cual estaban exentos desde la fundación de las hermandades, excepto en la Puente de Alcántara; acudieron en queja al Rey, pidiéndole les confirmase todos los privilegios y derechos de que ya gozaban, y que les diese extendida en pergamino la carta de 25 de Septiembre de 1303, porque aquella estaba extendida en papel y se les rompía (2). El Rey D. Fernando IV accedió gastoso á la petición de la Santa Hermandad, y la dio en Toledo, el día 12 de abril del año 1309, una carta en pergamino, sellada con su sello de cera colgado, requisito que no habían tenido las anteriores, confirmándola en todos los derechos y privilegios que por las cartas ya citadas la había concedido, y mandando á las Justicias y Autoridades que no permitiesen en sus lugares que se cobrase á los colmeneros de las hermandades portazgos por la caza ú otras cosas que llevasen, pues así era costumbre desde los Reyes, sus antepasados (3); y vaquerizos y pastores cuyos ganados pastaran ó pasaran por el distrito de la Santa Hermandad, la diesen las asaduras (sendas asaduras de cada manada), sin que nadie, de manera alguna, dejara de hacerlo, ni se opusiese á ello, so pena de mil maravedís de la moneda nueva para el Rey, y de satisfacer á la Santa Hermandad el duplo del daño que la causaren.
      Favorecidas las tres hermandades con tantos privilegios, y dotadas con los recursos necesarios para atender á sus muchos gastos, emprendieron con tal ardor la persecución de los bandidos, que pocos años después se podía transitar por todas partes, en el distrito que antes ocupaban, sin temor alguno. En el mes, de Septiembre del año 1312 se cumplía el tiempo que debía durar la Santa Hermandad, y queriendo el Rey que no se deshiciese, antes bien que continuara en sus funciones siempre y sin plazo determinado; y si como aquel monarca presintiera su cercana muerte, que acaeció el 7 de aquel mismo mes de Septiembre, se apresuró á expedir en Toledo, el día 13 de julio de 1312, una carta, documento notabilísimo, en la que, haciendo señalada mención y grandes elogios de los servicios prestados por la Santa Hermandad, la confirmaba en todos los fueros y privilegios que él y los Reyes sus antepasados la habían concedido; la mandaba continuar por siempre en la ardua tarea que á su cargo tenía; y á fin de que por ningún concepto los colmeneros y ballesteros se apartasen de aquel servicio, les mandaba también que aunque los Caballeros y Regidores de Toledo les pidiesen auxilio para ir á la frontera, que no se lo diesen, previniendo al mismo tiempo que nadie se atreviera á exigirles semejantes servicios, so pena de cien maravedís de la buena moneda, tampoco se atraviese ninguno á ponerles obstáculos en el desempeño de su cometido, ni á embargarles nada de lo que les perteneciese so pena de mil maravedís de la moneda nueva.
      Para que el curioso lector pueda conocer este notable documento y comprender toda su importancia, no hemos vacilado en insertarlo íntegro en una nota (1).
      Muerto D. Fernando IV en la flor de su juventud, le sucedió en el Trono su hijo D. Alfonso XI, niño entonces de trece meses.
      Pocas naciones han sido tan castigadas como España á causa de las minorías de los Reyes. No bien hubo cerrado D. Fernando sus ojos para dormir el eterno sueño, cuando se desencadenaron en torno de la cuna del regio Infante todas las bastardas ambiciones que en tales casos suelen suscitarse. Cuantos eran los personajes que por su posición cerca del Trono, ó por los lazos de la sangre que los unía á la familia Real, se creían con poder para aspirar á la Tutela del Rey y la Regencia del Reino, otros tantos pretendieron tan importantes cargos, solicitando unos y otros, ya el apoyo de doña María de Molina, ya el de doña Constanza, madre del Príncipe heredero del Trono de Castilla.
      Cinco eran los pretendientes : D. Pedro y D. Juan, tíos del Rey difunto; los Infantes D. Felipe y D. Juan Manuel, y D. Juan Nuñez de Lara, pues la casa de los Lara necesariamente había de figurar en las revueltas.
      No pudiendo conciliarse tantas ambiciones individuales. Don Juan Nuñez de Lara, el más osado de todos, fué el primero que intentó sacar al Rey de Avila, donde se criaba; y lo mismo intentaron hacer D. Pedro y doña Constanza; pero los Caballeros de Avila se opusieron, y el Obispo se encerró en la Catedral con el precioso depósito que le estaba confiado, cumpliendo así las secretas instrucciones de la prudentísima doña María de Molina, que, con mucha razón, no quería que á nadie se entregase su nieto hasta que las Cortes determinasen á quién se había de conferir tan elevado cargo.
      Congregadas las Cortes en Palencia (año 1313), todos los pretendientes acudieron acompañados de cuanta gente armada pudieron reunir; de manera que más parecía que habían sido convocados para emprender alguna expedición contra los sarracenos, que para tratar pacífica y mesuradamente de los negocios interiores del Estado. Los Prelados y los Procuradores de los Concejos se hallaban también tan divididos como los nobles y los pueblos mismos, y á fin de evitar una guerra civil, se vieron en el triste caso de tener que tomar una resolución por demás extraña y fatal para el Reino, que así acontece cuando la voz del patriotismo es sofocada por la discordante de las mezquinas ambiciones personales. Acordaron las Cortes de Palencia que se dividiese la Tutela, y que el Infante D. Pedro, con la Reina doña María de Molina, y el Infante D. Juan, con doña Constanza, ejerciesen la Tutoría y el Gobierno en las ciudades y pueblos que por cada uno se declarasen ó se hubiesen declarado. Pero habiendo ocurrido poco después la muerte de doña Constanza, el Infante D. Juan desistió de sus pretensiones, y la crianza del Rey fué encomendada exclusivamente á su abuela doña María de Molina, á la cual los ciudadanos de Avila hicieron entrega de la persona del Rey, continuando dicha señora con la Tutela, juntamente con los Infantes D. Juan y D. Pedro.
      Mas no por esto, ni por haber muerto poco después los Infantes peleando valerosamente en los campos de Granada, se acabaron las disensiones. A falta de unos ambiciosos, se reproducían otros, y toda la prudencia de doña María de Molina, única Tutora legítima y desinteresada, no era bastante á reprimir aquella desatada anarquía. A fin de ver si haciendo un esfuerzo supremo era posible poner remedio á tan triste estado de cosas, en el año 1321 convocó la Reina Cortes en Palencia; mas para colmo de males adoleció gravemente en Valladolid, no tanto por los años, cuanto por hallarse sus fuerzas consumidas y gastadas por las fatigas y pesadumbres de tres turbulentos reinados; y pasó á mejor vida, dejando los reinos de Castilla sumidos en la más desventurada orfandad.
      Nada puede compararse con el cuadro tan desconsolador que nos ofrece la crónica antigua del estado de desmoralización y vandalismo que en grande escala se desarrolló, á manera de una epidemia terrible, en toda la Monarquía castellana. La voz de la justicia, de la humanidad y del patriotismo, dejó por largo tiempo de oírse, cediendo su lugar á todos los furores de la fuerza, de las rapiñas, de los odios y de las venganzas. Los pueblos, divididos, unos elegían por Tutor del Rey á unos, otros á otros, otros no elegían á ninguno, y todos se consumían en guerras estériles y desastrosas. Los mismos pueblos interiormente estaban divididos en bandos, y se ofendían los partidos contrarios, ora para obligar los más fuertes á los más débiles á tomar por Tutor á aquel á quien ellos querían, ora para desembarazarse de toda tutela, ora para satisfacer sus odios particulares. Todos los Ricos Hombres y los Caballeros vivían de latrocinios, y los Tutores se los consentían por no privarse de un auxilio; más cuando alguno de aquellos abandonaba á un Tutor por otro, el Tutor abandonado le invadía sus estados trayéndole sus castillos y matándole sus vasallos, diciendo que así lo hacía para castigar los desafueros que había cometido cuando estaba en su partido. Los que tenían el poder en las villas y lugares que no habían querido reconocer á ninguno de los Tutores, no satisfechos con apoderarse de las rentas del Rey, oprimían á los vecinos con impuestos que inventaban á su capricho. En ninguna parte del Reino se administraba justicia; los hombres no podían trasladarse de un lugar á otro sin ir muchos juntos y bien armados; en los lugares abiertos nadie podía morar; los de los lugares cercados vivían de robos y crímenes; llegó á no ser extraño el encontrar los hombres asesinados en los caminos, ni los robos y males que se cometían diariamente en las ciudades y en los campos (1). Así fué que D. Alfonso XI, luego que salió de la Tutela (año 1325) y comenzó á gobernar por sí mismo sus Estados, viendo el Reino despoblado y yermos muchos lugares, por haber emigrado gran parte de sus súbditos á Aragón y Portugal durante el largo periodo de su minoría; y siendo un Príncipe dotado de rara energía, consagró toda su atención y sus esfuerzos á hacer que imperase por doquiera la justicia, y á cercenar de raíz aquel cáncer social, castigando y exterminando con mano fuerte los ambiciosos y criminales, ya fuesen señores poderosos y altaneros, ya fuesen miserables bandidos de baja estofa; haciéndose acreedor, con las tremendas ejecuciones que mandó hacer hasta en personas de sangre Real, que la posteridad le reconozca con el dictado de Justiciero.
      En tan críticas circunstancias como las que hemos bosquejado, el instinto de la propia conservación indujo á muchas ciudades, villas y lugares á formar una poderosa Hermandad, en la cual entraron también Toledo, Ciudad-Real y Talavera, para defenderse de los daños que les pudieran hacer los Tutores del Rey. La carta de esta Hermandad fué hecha en Burgos el día 2 de julio del año 1315, siendo este precioso documento una prueba evidente del estado de desmoralización en que estuvo sumido el Reino de Castilla, y los muchos y atroces crímenes que se cometían en aquella infausta época, de que ya hemos hecho mención. Entre los artículos que contiene esta carta, se encuentra uno muy notable, en que se determina la manera de perseguir y castigar á los ladrones. Inmediatamente que era cometido un robo, la persona robada debía presentarse á la Autoridad más próxima al lugar donde se había verificado, y la Autoridad, con los vecinos de los pueblos y los fijos-dalgo de las villas donde el robo se había cometido, debía salir sin tardanza y sin excusa de ninguna especie, en persecución de los criminales, y si conseguían su captura, justiciarlos, aplicándoles las penas que entonces estaban en uso, y de que hemos hablado en párrafos anteriores. Si los malhechores se encerraban en alguna villa, castillo ó casa fuerte, sus perseguidores estaban obligados á bloquear el sitio donde se hubiesen acogido, y no volver á sus hogares hasta que les fuesen entregados los reos y los objetos robados, los cuales debían devolver á sus dueños. Si el castillo era del Rey, el Alcaide ó el magnate que á nombre del Rey lo tuviese, debía entregar los objetos robados y los malhechores á los que fuesen en su persecución, ó de lo contrario, pagar lo robado y el duplo más en pena; y los Hidalgos y Caballeros de las villas de la Hermandad que no quisiesen ir en persecución de los ladrones cuando para ello fueren llamarlos, en castigo debían indemnizar á la persona que había sufrido el robo (1).
      En medio de aquella anarquía y del general desenfreno de todas las clases de la sociedad, la Santa Hermandad indudablemente debió continuar con el mayor celo la persecución de malhechores en los distritos de Toledo, Ciudad-Real y Talavera, pues vemos confirmados todos los fueros y privilegios á que se había hecho acreedora durante el reinado de D. Fernando IV, por una carta expedida en Burgos el día 10 de octubre del mismo año de 1015, por doña María de Molina y los Infantes D. Juan y D. Pedro, á nombre del Rey D. Alfonso XI, de quien eran Tutores (1). En dicha carta, sellada con el sello de plomo, se insertan íntegros los privilegios concedidos por D. Fernando IV á la Santa Hermandad, de los cuales queda hecha mención en el lugar correspondiente; y en la confirmación de ellos se vuelve á encargar el más exacto cumplimiento de los mismos y de todas sus cláusulas á todas las Autoridades del Reino, pues de lo contrario sufrirían las penas en ellos establecidas; y á los escribanos públicos se les ordenaba dar testimonio á los colmeneros de la Santa Hermandad, siempre que se lo pidiesen, de cómo cumplían las Autoridades lo que en aquella carta se les mandaba, y si se negaban á darlo, eran privarlos de la Escribanía. A los individuos de la Santa Hermandad se les facultaba para embargar bienes á los que los que no quisieran cumplir lo mandado en la citada carta, por valor de la pena en lo que hubiesen incurrido, y si así no lo hacían, eran multados en mil maravedís de la moneda nueva.
      Hallándose reunidos los Hombres buenos de la Santa Hermandad en las Navas de Estena el día 1.° de Septiembre del año 1338 para poner Cuadrilleros y guardas en los montes, como tenían costumbre de hacerlo todos los años, los recaudadores de los montazgos y demás rentas Reales, les embargaron las asaduras ó reses; principal tributo con que atendían á los gastos que les ocasionaba la persecución de los malhechores; por lo cual determinaron enviar tres Procuradores que hiciesen saber al Rey el desafuero cometido por los perceptores de las rentas Reales. Al efecto, los Hombres Buenos de Toledo nombraron á Alfonso Sánchez; los de Talavera á Alonso Gómez, y los de Villa Real (Ciudad Real) á Pero Martínez. Estos Procuradores fueron á Alcalá de Henares, donde entonces se hallaba la Corte, y expusieron sus quejas al Rey, mostrándole la carta anteriormente citada; y don Alfonso XI, amante de la justicia é implacable exterminador de los bandidos, penetrado de los buenos servicios de la Santa Hermandad, el día 11 de aquel mismo mes de Septiembre expidió una carta escrita en pergamino y sellada con su sello de plomo colgado de hilos de seda de colores (1) mandando á los recaudadores de la Real Hacienda que devolviesen á los de la Santa Hermandad las asaduras, pues que nunca había sido su voluntad que se las quitaran; á los vaquerizos y ganaderos, que continuasen pagando el derecho de asadura todos los años, para sostenimiento de la Santa Hermandad, sin que pudiesen excusarse por privilegio alguno que tuviesen y confirmando además á la misma institución en todos los fueros, franquicias y privilegios que les habían sitio concedidos por los Reyes sus antepasados, reiterando como ellos á todas las Autoridades del Reino que los respetasen, y que siempre que los individuos de la Santa Hermandad les pidiesen auxilio se lo diesen; pues de lo contrario incurrirían en la pena de pagar mil maravedís de la moneda nueva para el fisco, y á la Santa Hermandad el duplo del daño que por su negligencia ó desobediencia se la irrogare.
      Los ballesteros de la Santa Hermandad también prestaron señalados servicios á D. Alfonso XI en la memorable batalla del Salado (año de 1340), según vemos en el preámbulo de las Ordenanzas del Tribunal de la misma en Ciudad-Real (1); si bien su autor, el Alcalde de noche, D. Alvaro Muñoz comete el grave error de suponer la batalla en la época de D. Fernando IV, padre de D. Alfonso. No obstante, á nosotros no nos queda duda de que los ballesteros de la Santa Hermandad auxiliarían al Rey no solamente en la batalla del Salado, sino también en todas las empresas guerreras de importancia por los notables documentos que hemos examinado, y cuyo contenido vamos á extractar.
      En el año de 1348, hallándose la corte en Alcalá de Henares, se presentó al Rey un Procurador de la Santa Hermandad, llamado Juan Ruiz, en solicitud de que D. Alfonso XI confirmara los privilegios que á dicha institución había concedido y confirmado por su carta anteriormente citada de 11 de Septiembre de 1338. D. Alfonso XI, no solamente accedió á lo que el Procurador de la Santa Hermandad solicitaba, sino que en una carta expedida en Alcalá de Henares el día 13 de marzo de aquel mismo año de 1348 (2) dice, que para hacerles más bien recibía á los Hombres Buenos de la Hermandad y á todas sus cosas bajo su encomienda, custodia y protección, y que excepto los casos de tener que obligarles al pago de las deudas ó fianzas que hubiesen contraído en sus negocios particulares, ó en el de que se negara á pagar derechos legítimamente establecidos, ó de que trataran de extraer del Reino cosas prohibidas, nadie los molestara en lo más mínimo, ni les embargara sus bienes, so pena de pagar al fisco seiscientos maravedises alfonsinos y á los Hombres Buenos de la Hermandad el duplo de todo el daño que hubiesen recibido; y si cualesquiera, ya fuese Justicia, Autoridad, Concejo ó Rico-home, se negase á respetar y cumplir lo que en aquellas cartas Reales se prescribía, además de las penas indicadas, debían comparecer ante el Rey á los quince días de ser emplazados á manifestar los motivos que hubiesen tenido para no haber obedecido, y los escribanos estaban obligados á librar testimonio á los individuos de la Hermandad, siempre que se lo pidiesen, de cualesquier desafuero ó desobediencia que las Autoridades cometiesen con ellos, so pena de perder el oficio de la Escribanía.
      Toledo, Ciudad-Real y Talavera, merecieron en la edad media de nuestros Reyes muchas exenciones y privilegios, y los ballesteros de Talavera en particular recibieron grandes mercedes de D. Alfonso XI. Hemos examinado dos cartas expedidas por dicho Rey, la primera en Madrid el día 2 de noviembre del año 1345, sellada con el sello de plomo; y la segunda en Almodóvar del Campo, el día 28 de marzo del año de 1349, sellada con el sello de la poridat. Por la primera manda, que en lugar de ser ciento cincuenta los ballesteros de Talavera y su término, á causa de haberse disminuido este número por muerte de unos, ausencias y vejeces de otros, se reorganice este cuerpo y se componga de ciento veinte ballesteros, diez de los cuales deberían ser de caballería; que todos fuesen escogidos por el Alférez Gonzalo Gil; que se previniesen de muy buenas ballestas y de todos los pertrechos necesarios para cuando los llamase á su servicio, declarando á todos los ballesteros exentos de cargos concejiles y á ellos, á sus mujeres mientras permaneciesen viudas, á sus hijos hasta la edad de diez y ocho años, y á sus hijas hasta que contrajesen matrimonio, libres de pagar toda clase de impuestos y tributos, ya fuesen para el Rey, para la Iglesia ó para el Concejo de la villa (1). En la segunda carta mandaba á los Alféreces de ballesteros Johan Alvarez y Gonzalo Gil que completasen el número de ciento cincuenta ballesteros en Talavera, y que los apremiasen á prevenirse inmediatamente de muy buenas ballestas, para que fuesen á reunirse con él donde quiera que se encontrase. En aquel año puso sitio á Gibraltar D. Alfonso XI; empresa desgraciada en que hizo prueba de todo el valor y energía de que estaba dotada su grande alma, y en donde una terrible dolencia, que por entonces asolaba la Europa, le arrebató al amor de sus súbditos el día 26 de marzo de 1350. Por los documentos últimamente citados se prueba que los ballesteros de la Santa Hermandad, además de perseguir con el mayor celo á malhechores, asistían á los Reyes en la guerra; y del último de dichos documentos se deduce que los ballesteros de Talavera debieron concurrir al asedio de Gibraltar.
      D. Alfonso XI fué uno de los Reyes que con mayor energía, saña y crueldad, pues así creía que era su deber, según las ideas y las doctrinas de los sabios de aquellos tiempos (1), persiguió á toda clase de malhechores, y en su corazón irritado jamás encontraron clemencia. Apenas entrado en la edad de la adolescencia, declarado mayor de edad, recorre todo su Reino para exterminarlos, y comienza por tomar á viva fuerza y arrasar castillo de Valdenebro, guarida de bandidos de la clase noble, á los cuales hace ejecutar con inexorable rigor, y continúa después su visita castigando toda clase de delitos, rodeado de un aparato imponente. Por el mismo tiempo expide en Madrid una carta (1) mandando procesar á todos los Alcaides y Señores de castillos y fortalezas, al abrigo de las cuales se cometiesen daños y robos en las comarcas inmediatas á ellas; y, por último, hacia el fin de su reinado, por cartas expedidas (2) en Soria y en Valladolid manda á los Adelantados y Justicias de sus Reinos, que si los Alcaides y Señores de las fortalezas no quisiesen entregar los malhechores que en ellas se refugiasen, que las tomen y derriben para ejemplo y castigo, y para que otros no se atrevan á amparar y encubrir á aquella escoria de la sociedad.
      Las medidas y penas dictadas por D. Fernando IV contra los encubridores de bandidos, es de lo más notable que contienen sus citadas cartas. Cierto es que siempre y en todas épocas ha habido y habrá, como consecuencia de la humana miseria, hombres perversos en la guerra declarada contra sus semejantes; pero también lo es que si los Gobiernos al mismo tiempo que atienden á la persecución y exterminio de esos seres abyectos y degradados, castigasen severamente y con penas casi iguales á sus encubridores, más fácil sería, si no arrancar de raíz, á lo menos mantener angostada esa cizalla que coarta y entorpece la actividad de los hombres emprendedores, pacíficos y honrados. Punto es éste sumamente delicado y grave, que nos proponemos tratar con la extensión debida cuando lleguemos á ocuparnos de la benemérita Guardia Civil, analizando las leyes vigentes sobre encubridores, y sus resultados; comparándolas con las que han regido en las distintas épocas que abraza esta historia, y teniendo en cuenta las diferentes fases por que ha pasado la sociedad española, y las ideas dominantes en el siglo en que vivimos.