CAPITULO IV.

      Confirmación de los privilegios de la Santa Hermandad por el Rey D. Pedro I de Castilla.— D. Pedro I de Castilla manda que los de la Santa Hermandad de Toledo no puedan ser obligados á hacer servicio y facendera separadamente del Ayuntamiento de Toledo.— Ordenamiento hecho por D. Pedro I de Castilla en las Cortes de Valladolid contra los ladrones y malhechores.— Concordia celebrada entre el Arzobispo de Toledo, don Gonzalo, y la Santa Hermandad Vieja de Ciudad-Real.— Provisión de D. Pedro I de Castilla á favor de Pedro González, arrendador del derecho de asadura por la Hermandad Vieja de Toledo.— Confirmación de los privilegios de la Santa Hermandad por D. Enrique II.— Ordenamientos hechos contra los malhechores por D. Enrique II.— D. Enrique II manda formar hermandades en todo el Reino.— Confirmación de los privilegios de la Santa Hermandad por D. Juan I.— Ordenamientos hechos por D. Juan I contra los ladrones y malhechores.— D. Enrique III confirma los privilegios de la Santa Hermandad.— Carta expedida en Abenuz por el Infante D. Fernando, tutor de D. Juan II, á 16 de mayo de 1047, accediendo á las peticiones de la Hermandad de Toledo, y á las de sus colmeneros y ballesteros.— Confirmación de los fueros, privilegios y derechos de la Santa Hermandad Vieja de Toledo, Talavera y Ciudad-Real, por D. Juan II.— Ordenamiento contra los malhechores por D. Juan II.— D. Juan II manda formar hermandades en las provincias Vascongadas.

      Al morir D. Alfonso XI, fué aclamado Rey de Castilla el único hijo de legítimo matrimonio que tenía: el Infante D. Pedro, joven á la sazón de quince años. Demasiado conocido es de todo el pueblo español el turbulento reinado de este desgraciado Monarca, para que nosotros nos detengamos á reseñar tantos azares y desventuras como en él acontecieron. Si D. Pedro I de Castilla fué Cruel, y merece este ignominioso epíteto, como aseguran nuestros escritores de más nombradía, no hay duda de que también fué amante de la justicia y perseguidor de los malos; y no solamente protegió á la Santa Hermandad y le aumentó los privilegios de que ya gozaba, sino que dictó reglas generales para perseguir y castigar á los malhechores en todo el Reino.
      Por una carta expedida en Valladolid el día 3 de septiembre de 1351, segundo año de su reinado, sellada con su sello de plomo, confirmó las dos cartas dadas por D. Alfonso XI, su padre, á favor de los ballesteros de Talavera (1), de las cuales queda ya hecha mención en el capítulo precedente.
      El día 12 de septiembre del mismo año de 1351, siete días después de haber expedido la carta anterior, dio otra en las Cortes de Valladolid, concediendo una insigne merced á la Hermandad de Toledo. Desde la conquista de la imperial ciudad, los ballesteros del Rey establecidos ó con morada fija en ella y su término, acostumbraban, cuando la necesidad lo requería, á prestar sus servicios militares en unión con el Concejo de Toledo, y por lo regular sin ausentarse de su distrito. Pero como el tiempo de Alfonso XI, á causa de las guerras que aquel insigne Príncipe movió á los infieles hasta en el extremo confín meridional de España, la antigua costumbre cayó en desuso, pues los Ballesteros de la Santa Hermandad tomaron parte, por mandato del Rey, en aquellas brillantes expediciones militares, de lo cual se les seguían muchos perjuicios; los Colmeneros y Ballesteros de la Hermandad de Toledo mandaron su Escribano y Procurador Johan Ruiz, á suplicar al nuevo Rey les confirmase sus privilegios, principalmente el que tenían de no dar ballesteros para expediciones lejanas supuesto que constantemente estaban sirviendo en el Concejo de Toledo. D. Pedro I accedió á esta petición, que puede llamarse exagerada, considerando los tiempos de perpetua lucha en que fué hecha, y que los ballesteros de la Hermandad de Toledo constituían uno de los cuerpos colecticios más respetables de que entonces se componían los Ejércitos de los Reyes de Castilla.
      El Escribano y Procurador de la Hermandad de Toledo presentó sus peticiones en la Corte del Rey ante los Oidores de su Audiencia; y el Rey se dirige en su carta á los Alcaldes y á los Hombres Buenos de la Hermandad de los colmeneros de los montes de tierra de Toledo. La carta en cuestión fué librada en la Audiencia del Rey, refrendada por Gómez Ferrandes de Soria, Alcalde del Rey y Oidor de su Audiencia, y mandada escribir por el Escribano del Rey, Garzo Alfonso (l).
      Tanto la petición del Procurador y Escribano de la Hermandad de Toledo, como las solemnidades con que vemos librada la carta de que nos estamos ocupando, son muy dignas de que nos detengamos un momento á comentarlas para señalar el curso que va siguiendo en su desarrollo progresivo la institución protectora de la Santa Hermandad, origen base, núcleo, como veremos en adelante, de un sistema general de policía para todo el Reino y de los Ejércitos permanentes.
      Nunca habían tenido los ballesteros de Toledo el privilegio de no hacer servicio fuera del término de la ciudad; ningún Rey se lo había otorgado; era nada más que una costumbre; pues los Reyes, en atención á los distinguidos servicios que constantemente estaban prestando en la persecución de malhechores, á no ser en circunstancias extremas, jamás los distraían de aquel servicio, que es el que más agradecen los pueblos. Así vino formándose una costumbre, que fué respetada, como lo son todas las costumbres cuando llegan á arraigarse, los ballesteros fijaron primero su residencia, después contrajeron lazos de familia, por último, y al cabo de algunas generaciones, el cuerpo de ballesteros de Toledo llegó á componerse exclusivamente de vecinos dicha ciudad y su distrito, afiliados todos en la Santa Hermandad para gozar de sus fueros y privilegios, y por consiguiente no podía menos de hacérseles muy duro el abandonar, contra la costumbre ya establecida, su hogar y su familia para ir á la guerra. Pero conociendo la predilección con que los Reyes miraban el instituto á que estaban afiliados, supieron aprovechar la ocasión más oportuna y favorable, la del advenimiento al Trono de un nuevo Rey, Monarca que necesitaba irse procurando fuertes apoyos para hacer frente, en un día no lejano, á las tremendas borrascas próximas á estallar sobre su cabeza; y sucesor de otro Monarca, que habiéndolos distraído largo tiempo del servicio de la Hermandad, los pueblos pudieron sentir su ausencia; y así, esperanzados en la benevolencia del Príncipe; apoyados en la fuerza de la costumbre, y auxiliados por el clamor de los pueblos, confiados á su custodia, no vacilaron en aumentar el catálogo de sus peticiones para adquirir un derecho precioso, sobre los muchos que ya poseían.
      La carta está revestida de todas las solemnidades apetecibles, para que lo que en ella se mandaba tuviese fuerza de ley. Antes del reinado de D. Enrique II, que fué el fundador Real Audiencia, en las Cortes de Toro, el año 1371, el Rey dictaba leyes y administraba justicia; más para conducirse con acierto, tanto en el Tribunal como en las Cortes, le acompañaban cierto número de Alcaldes y Oidores ú Hombres Buenos, con los cuales se asesoraba; ellos componían la Audiencia del Rey, y á ellos se refiere D. Pedro I en el documento que examinamos.
      También vemos por el mismo documento, que ya va tomando forma la jurisdicción de la Santa Hermandad. En un principio no era más que un cuerpo armado que perseguía y justiciaba sin proceso á los malhechores, castigándolos con la última pena. Sus Jefes no eran Jueces ni letrados; eran más bien militares, caudillos de fuerza armada. Pero luego que D. Fernando IV autorizó á sus individuos para elegir dos Hombres Buenos que rigiesen la Hermandad; en una palabra, luego que la Hermandad se vio convertida en una verdadera institución, amoldándose á las exigencias de los tiempos, y atendiendo á su lustre y conservación, fué deponiendo su carácter de ferocidad primitiva, imprimiendo á las ejecuciones que decretaba cierto sello de justicia; comenzó á procesar á los criminales objeto de su persecución; sus dos Jefes ú Hombres Buenos tomaron el nombre de Alcaldes, á imitación de los Jueces ordinarios en aquella época, y nombraron su Escribano que custodiase su Archivo y diese fe de lo que en él se encerraba, siendo éste el origen de ese Tribunal especial que hemos visto desaparecer en el año de 1835 por una ley hecha en Cortes.
      El primer documento en que se hace mención de los Alcaldes de la Santa Hermandad, es éste que con tanta prolijidad hemos examinado, lo cual da á entender que en los últimos años del reinado de D. Alfonso XI los dos Hombres Buenos, Jefes de la Hermandad, tomaron la denominación de Alcaldes, avanzando así un paso más en el desarrollo de la institución.
      En aquellos tiempos, en que las armas no tenían un momento de sosiego, pues cuando no se lidiaba contra los moros los nobles guerreaban entre sí ó se levantaban audazmente contra los Reyes, los malhechores, los hombres que siempre, y mientras el mundo exista, han vivido y vivirán del mal que hacen á sus semejantes, andaban sueltos y libres en los teatros de sus fechorías. Además de esa escoria de la sociedad, otra lepra de la raza humana, que también es propia de nuestra miseria, y que existirá tanto como el mundo que habitamos, los poderosos que saben eludir la acción de la justicia, y los Jueces perversos y concusionarios, aumentaban á su placer y en provecho propio las amarguras y vejaciones que los pueblos sufrían. D. Pedro I de Castilla, inmediatamente que ocupó el Trono, acudió á poner remedio á tamaños males. Convocó á Cortes en Valladolid, y entre los muchos y notables artículos del Ordenamiento que hizo en ellas el día 30 de octubre de 1351, el primero es un Ordenamiento completo (y así se intitula en aquel notable documento, que tenemos á la vista), para perseguir y castigar á los ladrones y malhechores en todo el Reino.
      Conociendo el Rey D. Pedro, según él mismo manifiesta en el Ordenamiento que analizamos (1), que los Reyes y Príncipes viven y reinan para gobernar con justicia á los pueblos, que es la primera y principal de todas las obligaciones; pues no de otra manera pueden ocupar dignamente el lugar de Dios en la tierra (1), único, poderoso y recto Juez de las acciones humanas; y conociendo asimismo, que tanto en reinado de su padre D. Alfonso, como en lo que iba del suyo, los hombres no temen ni á Dios ni á la justicia del Rey habían cometido y cometían muchos crímenes, asesinatos, robos de Iglesias, raptos de hombres, de mujeres casadas, violaciones de doncellas, robos en despoblado, llegando por la impunidad á tanto la audacia de los bandidos, que asaltaban y saqueaban los lugares cercados (2); á fin de que en adelante se reprimieran tales desafueros, mandaba: Que cuando se cometiese alguna muerte, robo ú otro crimen en alguna ciudad ó villa, los Oficiales ó Ministros de la justicia de aquella villa, ciudad ó lugar, prendiesen al criminal ó criminales y les impusiesen la pena prescrita en el fuero. Que si necesitaban auxilio, lo pidiesen al Concejo ó Ayuntamiento del lugar donde el crimen se hubiese cometido, ó á cualesquiera personas; y si se no negaban á ello, el Concejo debía pagar una multa de seiscientos maravedís, y las personas sesenta maravedís cada una de moneda entonces más corriente.
      Si el crimen había tenido lugar en un camino ó despoblado la persona agraviada debía acudir á la ciudad, villa ó lugar más próximo, ó al lugar donde creyese que podía ser socorrida mejor, y exponer sus quejas al Alcalde ó á los Alcaldes (si había más de uno), ó á los Oficiales, ó al Merino (Juez de un distrito pequeño, si era Merino menor, ó de una merindad, es decir, de un distrito grande, como una ó más provincias de las actuales, si era Merino mayor), ó al Alguacil, Juez ó cualesquiera que en aquel lugar ejerciese las funciones jurídicas, ó á cualesquiera personas que en él se encontrasen. Los Ministros de justicia ó las personas que recibiesen la noticia del crimen cometido, mandarían repicar la campana, y en seguida saldrían en somatén (á voz de apellido) en persecución de los malhechores, por donde quiera que éstos huyesen; también mandarían avisos á los pueblos y lugares cercanos para que repicasen las campanas y saliesen en somatén; y lo mismo debían hacer todos aquellos pueblos donde oyesen repicar las campanas ó llegase la noticia del crimen, hasta conseguir la captura de los reos. Si el crimen se había ejecutado en alguna de las merindades de Castilla, de León ó de Galicia, y la persona agraviada exponía sus quejas al Merino mayor ó á alguno de los Merinos menores, subalternos del primero, éstos debían salir en persecución de los malhechores hasta que consiguiesen aprisionarlos. Si el agraviado, antes de llegar á la ciudad ó villa, encontraba al Merino, debía éste ponerse inmediatamente á perseguir al malhechor, y enviar avisos á los lugares más próximos para que repicasen las campanas y saliesen en somatén.
      Si el crimen cometido era un robo y los ladrones eran aprehendidos con el cuerpo del delito, el Merino ó Ministros de Justicia de la villa ó lugar donde se hubiese verificado, debían imponerles inmediatamente la pena prescrita en el fuero; pero si no les encontraban los objetos robados, ó si el crimen era un asesinato, ó una violencia, ó cualesquiera otro, entonces los reos debían ser conducidos al lugar en cuya jurisdicción lo habían cometido para sufrir allí la pena marcada en el fuero.
      Si los malhechores se encerraban en alguna villa ó lugar de realengo ó de otro cualquiera Señorío, siendo el Concejo requerido por los que iban en su persecución, estaba obligado á entregarlos sin demora, con el robo y con todo lo que llevasen, para que fuesen conducidos al lugar donde habían cometido el crimen, y allí sufriesen el castigo. Pero si no los quisiesen entregar y el lugar fuese de realengo ó abadengo, los Ministros ú Oficiales de Justicia que fueren demandados y se negasen á acceder á la entrega del malhechor, incurrían en la misma pena que éste merecía. Si el Concejo ponía obstáculos á la entrega del reo, ó no quería prestar su cooperación para que tuviese efecto, estaban obligados todos sus individuos á pagar al agraviado el importe del robo, y á indemnizarle del daño que en su persona y bienes hubiese recibido, á juicio del Juez que entendiese en el asunto. El agraviado debía declarar bajo juramento lo que le había sido robado y los daños que los ladrones le habían causado, y el Juez, al dictar la sentencia, tendría en cuenta la persona del agraviado, su condición, pobreza y profesión ú oficio.
      Si el Concejo, los Ministros de justicia ó los vecinos del pueblo negaban que los reos se habían encerrado en él, tenían obligación de recibir hasta diez personas de las que iban en su persecución, y acompañarlas y auxiliarlas á hacer un escrupuloso registro por todo el pueblo; y si eran hallados los malhechores, incurrían en las penas referidas; también incurrían en las mismas penas si encubrían á los ladrones, ó si se negaban á franquear las puertas del lugar á sus perseguidores. Cuando la villa ó lugar era de la jurisdicción y dominio de un noble ó Rico-hombre, y los malhechores se refugiaban en él estando el Señor, la misma obligación tenían el Señor y sus vasallos de entregar á los ladrones, ó de permitir que entrasen á buscarlos, pues de lo contrario incurrían en las penas citadas, tenían que satisfacer al robado el importe del robo é indemnizarle de los daños que se le hubiese causado, reservándose el Rey además imponer al Señor del pueblo el castigo de que le considerase merecedor por su desobediencia (1). Pero si el Señor del pueblo estaba ausente, entonces solamente el Concejo y los Ministros de justicia del mismo pueblo eran los que incurrían en las penas anteriormente referidas.
      Si los malhechores se refugiaban en algún castillo del Rey, el Alcaide estaba obligado á entregarlos á los que iban en su persecución, ó á franquear la entrada del castillo y ayudar á hacer un escrupuloso registro al Merino y Ministros de justicias que fuesen en el apellido ó somatén, como hoy se le llama. Si los reos eran hallados, el Alcaide del castillo debía dejar que se los llevaran presos; pues si se oponía, además de incurrir en las penas establecidas, se hacía acreedor al castigo que el Rey tuviese á bien imponerle. Si los castillos ó casas-fuertes no eran del Rey, sus Alcaides también estaban obligados á cumplir y guardar lo mismo; pues si así no lo hacía, incurrían en las mismas penas; y en caso de resistencia, los Merinos podían proceder contra los castillos con arreglo al fuero, uso y costumbre; es decir, tomarlos á viva fuerza y derribarlos.
      Los caballeros é hidalgos podían ir á estos apellidos ó somatenes sin incurrir en pena ninguna; ni podían ser demandados ni denostados por las muertes, heridas, prisiones ó cualesquiera otro daño que causaran á los malhechores ó á los que tomaran su defensa.
      Con el objeto de que en todos los pueblos hubiese gente preparada á salir en persecución de los malhechores al primer toque de campana, en el mismo Ordenamiento se dictan las disposiciones siguientes: las ciudades y villas de más vecindario, debían dar 20 hombres de á caballo y 50 de á pie; las de menos población, la cuarta parte de sus hombres de armas de á pie y de á caballo; y todos los pueblos habían de tener siempre destinada á este servicio la cuarta parte de su fuerza armada, la cual había de relevarse cada tres meses. El Merino, ó el Juez, ó el Alguacil, ó el Jurado, en fin, el Ministro de justicia que hubiese en la ciudad, villa ó lugar, tenía obligación de salir con la fuerza armada.
      Si los Concejos ó los Oficiales no daban para este servicio la fuerza indicada, ó ésta no quería obedecer, los Concejos de las ciudades y villas de más importancia tenían que pagar una multa de mil doscientos maravedís, cantidad equivalente entonces á lo que hoy representan 2,600 rs., próximamente; los pueblos medianos seiscientos, y las aldeas pequeñas sesenta. Los hombres de á caballo que, designados para este servicio, no obedeciesen, incurrían en la multa de sesenta maravedís, y los de á pie en la de veinte maravedís, por cada vez, destinándose el importe de estas multas para gratificar á los del mismo Concejo que hubiesen salido en persecución de los malhechores. Los Oficiales y Ministros de justicia que no saliesen con el somatén, debían pagar: los de las ciudades y villas mayores, seiscientos maravedís; los de las villas y lugares medianos, trescientos, y los de los lugares y aldeas pequeñas, sesenta; y todos los vecinos de los pueblos estaban facultados para delatar á los Oficiales, y Ministros que no cumpliesen con tan importante obligación.
      El importe de las multas impuestas á los Concejos, se distribuía de la manera siguiente: si los lugares eran realengos, las cuatro quintas partes eran para el Rey y la quinta parte restante para el denunciador; si pertenecían á otro señorío cualesquiera, las cuatro quintas partes eran para el Señor, y la quinta restante para el denunciador de la misma manera.
      Además de las multas expresadas, los Concejos, los Oficiales y Ministros de justicia y los que fuesen nombrados para el somatén, tenían que restituir lo robado á la persona agraviada, é indemnizarla de todos los perjuicios que se la hubiesen ocasionado, á juicio del Juez, como antes queda dicho.
      Por último, para que la persecución de los malhechores fuese más eficaz, se prevenía á todos los vecinos de los pueblos que llevasen á las faenas del campo sus lanzas y sus armas, á fin de que pudiesen unirse al somatén en cuanto oyesen la campana (1). La fuerza armada de las villas y lugares debía ir persiguiendo á los bandidos hasta una distancia de ocho leguas; pero si el término del pueblo era mayor, debían continuar hasta donde terminase, y dar el rastro á los del pueblo ó pueblos limítrofes, para que así siguiese el somatén de pueblo en pueblo hasta conseguir la captura de los criminales.
      Todas las legislaciones de los pueblos civilizados antiguos y modernos han consignado leyes y castigos terribles para reprimir los crímenes. Las de los romanos y las de los visigodos España, es decir, las del Fuero Juzgo, elaboradas en los célebres concilios de Toledo, no pueden ser más atroces; sin embargo, en los antiguos monumentos de nuestra legislación no encontramos unas Ordenanzas especiales para perseguir á los malhechores y ponerlos á disposición de los tribunales encargados de juzgarlos; y así, considerado bajo este aspecto, el Ordenamiento que hemos analizado, es el primer sistema general de policía para todo el Reino que ha habido en España; cabiéndole la gloria de haberlo dictado á aquel Rey de carácter tan heroico, como fatal fué su estrella, y á quien la posteridad por una parte le compadece y le concede sus simpatías, mientras que por otra hace su memoria execrable y la mancilla con dictados injuriosos.
      Los capítulos IV y VIII (1) del mismo Ordenamiento, son muy dignos de que hagamos mención de ellos y los analicemos, porque demuestran la altivez de carácter de D. Pedro I de Castilla y su deseo de refrenar, en pro de la más recta justicia, las demasías y atropellos de los Jueces perversos, crueles y concusionarios. Aprovechándose éstos tales de aquellos revueltos tiempos para satisfacer sus personales venganzas, ó su desapoderada codicia y viles pasiones, abusando de la autoridad de que se hallaban investidos; y así, sin temor ni á Dios ni á los hombres, mandaban prender y matar á ciudadanos honrados y pacíficos á quienes tenían ojeriza, á veces tal vez por sus virtudes. Los Procuradores de las ciudades y villas, se quejaron al Rey en las Cortes de Valladolid, y el Rey mandó á todos los Jueces de su Reino que se abstuviesen en adelante de cometer tales desmanes, amenazándoles en caso contrario, con todo el rigor de la ley.
      En las mismas Cortes se quejaron también al Rey los Procuradores, de los males y desafueros quo cometían los Alcaldes de los castillos y fortalezas de las ciudades y villas del Rey, en los lugares donde estaban; y manifestaron la pretensión de que se confiara el gobierno y custodia de aquellos alcázares á los hidalgos y Hombres Buenos de las mismas ciudades y villas; pero el Rey no accedió á tal exigencia; contestó á los Procuradores que sus alcázares los daría á quien le pareciera bien; pero que si los Alcaides ó Gobernadores cometían algún desafuero ó tropelía, que inmediatamente lo pusiesen en su conocimiento, y les prometía hacer en ellos tal escarmiento, que en adelante se guardarían muy bien de volverlo á ejecutar, así como también de que el agraviado sería cumplidamente indemnizado.
      La Santa Hermandad continuaba entretanto con sus señalados servicios granjeándose el aprecio y la benevolencia de todos los hombres honrados y de todos los señores poderosos amantes de la justicia. El Arzobispo de Toledo, en aquellos tiempos, aparte de su elevada categoría, como el primero entre los Príncipes de la Iglesia española, era el Señor más poderoso quizás de toda la Monarquía, por el número de sus vasallos, la extensión del territorio de su metrópoli, las muchas ciudades, villas y lugares enclavados en ella, los Obispados sufraganeos suyos y las pingües rentas y grandes recursos de que disponía. Era Arzobispo de Toledo en los primeros años del reinado de D. Pedro I, un santo varón, llamado D. Gonzalo. Su antecesor D. Gil Albornoz, había movido un pleito á los ballesteros colmeneros de Ciudad-Real para obligarles á pagar los diezmos de miel y cera. Las Hermandades de Ciudad-Real Toledo y Talavera, estaban exentas de pagar dichos diezmos por la bula de Celestino V, de que hemos hecho mención en el capítulo III; más no obstante, y por un exceso de generosidad para con la Iglesia, todos los años daban al recaudador del diezmo los vasos de corcho donde habían tenido encerrados los enjambres. Había ido el pleito en apelación á la Santa Sede que puede decirse era en aquellos tiempos el Tribunal Supremo del mundo católico, tanto para los negocios espirituales, como para los temporales; pero habiendo ocupado la silla de Toledo el Arzobispo D. Gonzalo, atendiendo á los buenos servicios de la Hermandad, despachó á su Mayordomo, Juan González Castajo, con una carta sellada con su sello secreto, para que celebrase una concordia (1) con los ballesteros colmeneros de la Hermandad de Villa Real (Ciudad-Real), la cual se verificó, juntos éstos en cabildo en el Monasterio de San Francisco, el día 20 de febrero del año 1353, y ante el Escribano de dicha villa, Hernán Pérez, quedando por esta concordia la Hermandad libre de pagar el referido diezmo.
      Entre las grandes calamidades que sufrió España en el triste reinado de D. Pedro, ninguna como la desastrosa y larga lucha que se trabó entre los Reinos de Aragón y de Castilla. «Una guerra entre dos Reinos y Reyes vecinos y aliados, y aún de muchas maneras, trabados con deudo, el de Castilla y el de Aragón, contará el libro diez y siete: guerra cruel, implacable y sangrienta, que fué perjudicial y acarreó la muerte á muchos señalados varones, y últimamente al mismo que la movió y le dio principio, con que se abrió el camino y se dio lugar á un nuevo linaje y descendencia de Reyes; y con él una nueva luz alumbró al mundo, y la deseada paz se mostró dichosamente á la tierra. Póneme horror y miedo la memoria de tan graves males como padecimos. Entorpécese la pluma, y no se atreve ni acierta á dar principio al cuento de las cosas que adelante sucedieron. Embázame la mucha sangre que sin propósito se derramó por estos tiempos. Dese este perdón y licencia á esta narración, concedásele que sin pesadumbre se lea; dese á los que temerariamente perecieron, y no menos á los que como locos y sandios se arrojaron á tomar las armas, y con ellas á satisfacerse. Ira de Dios fueron estos desconciertos, y un furor que se derramó por las tierras (2). » Con tan sentidas frases, con tan expresivo lenguaje y enérgica concisión, el Tácito español nos presenta de una pincelada un cuadro completo de las escenas desgarradoras que tuvieron lugar por aquellos días. A esta guerra acompañó al Rey de Castilla Pero González de Toledo, que había arrendado el derecho de asadura á la Hermandad de dicha ciudad, desde el mes de septiembre del año 1364, hasta el mismo mes del año 1365. Dicho arrendatario debía recaudar aquel derecho en los términos de Toledo y de la Puebla de Montalbán, y en la cañada Segoviana; pero durante su ausencia, ningún ganadero quiso pagarlo. Acudió en queja al Rey, y por una Real provisión, expedida en Burgos (1) el día 10 de marzo de 1366, prorrogó el arriendo á Pero González por ocho meses más, á fin de que se indemnizara de lo que en el año anterior no había recaudado; y en este documento, último que expidió el Rey de Castilla, relativo á la Santa Hermandad, confirma la obligación de pagar los ganaderos este impuesto; y manda que si eran morosos ó se negaban á pagarlo, se les estrechase y apremiase, se les embargasen los ganados y bienes, para satisfacer al arrendatario ó á quien representase á la Hermandad, no solamente los derechos adeudados, sino también los daños y perjuicios que se le hubiesen irrogado.
      El Conde de Trastamara D. Enrique, hijo bastardo Alfonso XI, conocido en la cronología de los Reyes por Enrique II, fué proclamado Rey de Castilla en Zaragoza el año de 1366 por la turba de bandidos que vino en su auxilio de Francia al mando de D. Juan de Borbón, de Beltrán Claquín, y otros afamados aventureros de aquellos belicosos tiempos, tres años antes que el infortunado D. Pedro exhalase el postrimer suspiro, asesinado vilmente en el campamento de Montiel. Después de proclamado en Zaragoza, pasó D. Enrique á Burgos y fué coronado en el Real Monasterio de las Huelgas. Entre tanto, el legítimo Rey de Castilla vivía oscuro y emigrado en tierra extraña. D. Enrique convocó Cortes en Burgos, y dio su primer Ordenamiento en ellas el día 7 de febrero del año 1367.
      La Santa Hermandad había cobrado tanta fama en todo el Reino por sus distinguidos servicios y los privilegios de que gozaba, que todos los pueblos deseaban obtener permiso para constituir otras análogas, á fin de perseguir y exterminar á los numerosos bandidos que por todas partes andaban cometiendo los crímenes más horrendos, alentados por la impunidad en que quedaban á causa de la guerra fratricida y asoladora que continuamente ardía en toda la nación. Entre las peticiones que los Procuradores del Reino hicieron á D. Enrique en aquellas Cortes, se encuentra una suplicando se les conceda permiso para hacer Hermandades y poder juntarse y salir en somatén á perseguir á los malhechores al repique de campana, prenderlos y presentarlos al Juez que los había de juzgar sin que la Hermandad tuviese poder para matarlos, quejándose al mismo tiempo de que los Merinos y Adelantados mayores ponían de Merinos menores personas que no eran abonadas para dicho cargo y que ó no sabían cumplir con sus deberes ó lo que es peor aún, vendían la justicia para enriquecerse durante el tiempo que desempeñaban aquellos cargos (1). El Rey D. Enrique II no accedió á que se formasen Hermandades; pero encargó á los Adelantados y Merinos mayores que los Merinos menores y Pertigueros que nombrasen fuesen personas competentes y abonadas y que prestasen en las cabezas de las merindades una fianza de veinte mil maravedís cada uno, para responder á los desmanes que en sus respectivos destinos cometiesen.
      En el Ordenamiento hecho por el mismo Rey en las Cortes de Toro el día 1.° de septiembre del año 1369, lo primero que se dispuso es que si cualquier hombre, de cualesquiera condición que fuese, aunque fuera Hidalgo, matara ó hiriera á otro en la Corte ó en el rastro de ella, que fuese condenado á muerte; que si sacara espada ó cuchillo para pelear, se le cortase la mano; y si cometiera hurto, robo ó violencia en la Corte ó en el rastro, que sufriese la pena capital (2).
      En seguida de esta disposición, encontramos en el mismo Ordenamiento las siguientes (1): «Si algún Caballero ó Escudero poderoso, con su compañía, robare ó tomare alguna cosa, de cualesquier manera que lo hiciese, contra la voluntad de su dueño, que las Justicias le condenen á restituir lo robado, y el triplo de ello en castigo; si fuesen personas de más baja posición social, también debían restituir lo robado con el triplo en castigo; y si no tenían bienes, sufrirían una pena corporal con arreglo al fuero.»
      La averiguación del hecho había de hacerse de la manera siguiente: Si el lugar donde se había cometido el robo era aldea ó término de alguna ciudad ó villa, los Alcaldes de estos puntos debían ir á él á practicar las diligencias necesarias para descubrir la verdad; si el robo se había verificado en la misma villa ó ciudad, los Alcaldes, con mayor razón, estaban obligados á practicar dichas diligencias, si siendo requeridos para ello no lo querían hacer, tenían que restituir lo robado á la parte agraviada, y entregarle las diligencias para que por sí misma persiguiese, según el fuero, á los autores del delito. Los Alcaldes, tanto los de la Corte como los de las villas y ciudades, debían proceder en estos asuntos sumariamente, para que la parte agraviada obtuviese más pronto el cumplimiento de su derecho. Si el delito se había cometido en los caminos, se juzgaba con arreglo á las leyes establecidas. Si el autor del delito era persona poderosa, que no podía ser ejecutada por la justicia ordinaria, los Alcaldes, después de haber practicado las diligencias oportunas, las presentaban al Rey y á los Oidores de la Audiencia local, y el Rey ordenaba á los Alcaldes de su Audiencia, y su Tesorero, que tomasen el importe del robo de los sueldos ó productos de las tierras del delincuente y lo restituyesen al agraviado.
      Si los delincuentes eran moradores de algún castillo, casa fuerte ó fortaleza, ó se acogían en estos lugares y los Alcaides de los mismos los defendían, si el castillo era del Rey tenía que restituir lo robado ó indemnizar á la parte agraviada del daño que se le hubiese inferido; si era de algún Rico-hombre ó persona poderosa, el Rico-hombre; si de la Iglesia ó de alguna Orden, el Prelado ó la Orden á quien perteneciese; los Alcaldes en cuya jurisdicción hubiese acontecido el hecho, debían practicar en todo caso las diligencias oportunas para esclarecimiento de la verdad, y si requeridos para ello no querían hacerlo, debían pagar de sus bienes, según queda dicho, cuanto fuese necesario á satisfacer cumplidamente á la parte agraviada.
      No obstante estas disposiciones, como no estaba en todo su vigor y fuerza el Ordenamiento hecho por D. Pedro I para regularizar la persecución de los bandidos en todo el Reino; y como los años en que se celebraron las Cortes de Burgos y de Toro, de que acabamos de hablar, fueron los más calamitosos, y en que la lucha entre los dos hermanos fué más recia y brava, hasta morir asesinado D. Pedro en el campamento de Montiel el año 1369; infectada España de los bandidos mercenarios, que militaban en una y otra hueste, y de los que aprovechándose de aquellas aflictivas circunstancias, como siempre acontece en iguales casos, salían de sus guaridas á saciar sus perversos instintos; los pueblos, no pudiendo resistir más tan grandes males, y conociendo que no era bastante á reprimirlos el brazo de la justicia ordinaria, clamaron de nuevo al Rey para que les permitiese formar las Hermandades, á fin de que los mismos pueblos se encargaran de perseguir y capturar á los autores de tantos delitos y vejaciones como sufrían.
      D. Enrique II, conociendo la intensidad del mal y la necesidad de aplicarle un pronto remedio, y que el más eficaz era el que pedían los pueblos, juntó Cortes en Medina del Campo, principalmente para este objeto (1), y en el Ordenamiento que hizo en ellas, el día 13 de abril del año 1370, dictó las siguientes disposiciones: Que se hiciese la Hermandad en todos sus Reinos que cada comarca diese dos hombres de á caballo y los necesarios de á pie para custodiar los campos y caminos; que en cada comarca hubiese un Alcalde, bien del Rey ó de las ciudades, villas y lugares, que acompañase á los de la Hermandad, con poder para hacer justicia en los malhechores igual al del mismo Rey, si estuviese presente. Los hombres de á caballo de la Hermandad debían servir por cierto número de meses, pagados por las ciudades y villas, según el número que á cada una de ellas correspondiese.
      Todavía dio D. Enrique II algunas disposiciones muy notables, tanto para la persecución de malhechores, como en favor de la Santa Hermandad. En el Ordenamiento de los Prelados que hizo en las Cortes de Toro á 15 de septiembre de 1371, en contestación á la petición XIII que le hicieron los Príncipes de la Iglesia española, mandó que si algunos malhechores ó forzadores tomaren ó forzaren bienes de las iglesias, monasterios ó personas eclesiásticas, si á los seis días de haber sido requeridos no devolviesen lo que hubieran tomado, y diesen una cumplida satisfacción del agravio inferido á la Iglesia, los Adelantados (1), Merinos, Justicias, Alcaldes ó cualesquiera persona que ejerciesen funciones jurídicas, les embargasen los bienes y los vendiesen hasta cubrir el importe del duplo de lo que hubiesen tomado, lo cual se había de repartir de la manera siguiente: la tercera parte para el Rey, otra tercera parte para la obra de la catedral del obispado donde el robo hubiera tenido lugar, y la otra parte para el Adelantado, Merino, Juez, Oficial ó ballestero que hiciese la entrega.
      No podemos menos de extrañar que en este mandamiento Real no se impone ninguna pena aflictiva al autor de un robo sacrílego lo cual nos influye á creer que este mandato se refería solamente á personas poderosas que haciendo mal uso de su poder saciaban á veces su codicia usurpando bienes eclesiásticos.
      Por último, D. Enrique II en los últimos años de su reinado, expidió tres cartas relativas á la jurisdicción de la Santa Hermandad. Por la primera dada en Orgaz á 8 de noviembre de 1374, confirma los privilegios concedidos por su abuelo D. Fernando IV, y manda que nadie encubra ni defienda á los Golfines; que presten auxilio á las Justicias de la Hermandad. Por la segunda dada en Sevilla á 30 de noviembre de 1375 manda que las Justicias de todos los lugares entreguen los malhechores en los campos á la Hermandad, en fuerza de su jurisdicción; y por la tercera dada también en Sevilla á 14 de marzo de 1376, mandó al Concejo y Justicia de Villa Real (Ciudad-Real) y demás del Reino, que entregasen á la Hermandad los malhechores en despoblado que estuviesen presos, aún cuando ante ellos se hubiese interpuesto la querella (1).
      A D. Enrique II sucedió su hijo D. Juan I, en cuyo breve reinado de trece años tuvieron lugar acontecimientos muy notables, como la desastrosa guerra entre los Reyes de Castilla y Portugal sobre mejor derecho á la Corona. Este Monarca lo mismo que sus predecesores continuó atendiendo y mejorando la policía del Reino. En el Ordenamiento que hizo en las Cortes de Burgos el día 10 de agosto de 1379, primer año de su reinado, confirmó las hermandades que además de la Santa Hermandad había ya en varios puntos, y mandó que se guardasen de la misma manera que lo había dejado ordenado su padre D. Enrique (2).
      Uno de los crímenes más comunes en aquellos tiempos era el rapto de mujeres de cualesquiera estado y condición, y casi todos los Reyes tuvieron que adoptar medidas para reprimir y atajar semejante escándalo. Los raptores ocultaban su presa en los castillos y casas fuertes, ó en los palacios de los Señores, asi eclesiásticos como seglares; y cuando los Ministros de la justicia reclamaban á los malhechores y á sus víctimas, no podían conseguir, ni el castigo de los primeros, ni el rescate de las segundas, porque los señores los encubrían y, abusando de su poder, no consentían que se hiciese en sus moradas pesquisa alguna. Juan I, en el Ordenamiento que hizo en las Cortes de Soria (1) á 18 de septiembre de 1380, mandó, que si los Señores ó Alcaides de los castillos, alcázares y casas fuertes defendieron á los raptores de mujeres, y no los quisiesen entregar para castigarlos con arreglo al fuero, ni tampoco á ellas, que el Adelantado de la tierra donde estuviesen dichas fortalezas, enviase á requerirlos, y si no obedecían, certificado de ello por medio de testimonio librado por Escribano público, marchase contra ellos y tomase y derribase las fortalezas indicadas, para ejemplo y castigo, y para que los demás Alcaides y Señores no se atraviesen á cometer semejantes crímenes.
      Los castillos de los señores feudales y los lugares de sus señoríos, eran el amparo de todos los criminales; y examinando la historia en sus fuentes, es decir, en los documentos que nos conservan las disposiciones emanadas de los Gobiernos en diferentes épocas y reinados, disposiciones dirigidas á remediar males, á cortar abusos ó á iniciar reformas según las exigencias de los tiempos; en los reinados que vamos recorriendo, y á través de los disturbios y escenas sangrientas de aquellas edades belicosas, observamos irse reuniendo paulatinamente todos los elementos necesarios para la grande empresa que llevaron á cabo los Reyes Católicos, la de la unidad del poder en la nación; y el mismo análisis que vamos haciendo nos da la razón verdadera por qué aquellos Augustos Monarcas escogieron, dándole nueva organización, á la Santa Hermandad para derrocar para siempre el feudalismo.
      Los malhechores solían acogerse también, después de cometido el crimen, en los lugares de Señorío, con la misma seguridad que si en el día lo hiciesen en alguna nación de la cuál no pudiésemos extraerlos por no tener con ella ningún tratado de extradición; si los agraviados recurrían á los Consejos u Oficiales de Justicia de tales lugares, no conseguían ser atendidos, pues dichas corporaciones y los encargados de la Administración de Justicia se negaban á prender á los malhechores y á indemnizar lo robado, diciendo que no tenían tales usos y costumbres, siguiéndose de este modo de proceder muchos males por la impunidad de los bandidos, y el mayor descaro y osadía con que se entregaban á sus depredaciones. En las Cortes que se celebraron en Valladolid el año de 1385 (1), los Procuradores del Reino expusieron sus quejas al Rey sobre este estado de cosas, y le pidieron que mandase que cuando algunos malhechores se acogiesen á los referidos lugares, los prendiesen y los entregasen en las ciudades, villas, lugares ó cabezas de las Merindades más próximas, ó en él lugar donde cometieron el crimen; y que si los Oficiales de Justicia y los Concejos no querían obedecer, que las hermandades prendiesen á los primeros é hiciesen en ellos justicia, como á aquellos que pleito ajeno lo hacen suyo; es decir, como si fuesen los verdaderos criminales. El Rey no se atrevió á dar tales facultades á las hermandades. Las hermandades eran el gran elemento popular; eran, en una palabra, el pueblo mismo armado de poderes extraordinarios, y que día por día iba escatimando á los señores feudales sus fueros y privilegios, y castigando con mano fuerte sus desmanes. D. Juan I, en el Ordenamiento que hizo en aquellas Cortes el 1.° de diciembre del año citado, se limitó á confirmar lo ordenado por su padre en las Cortes celebradas en Toro en los años de 1369 y 1371.
      En el año de 1386, en las Cortes que se celebraron en Segovia (2), los Procuradores pidieron al Rey que tuviese á bien mandar, á fin de que la Justicia estuviese mejor administrada y los Reinos mejor guardados, que las ciudades, villas y lugares hiciesen hermandades, y se juntasen unas con otras, así las de poblaciones realengas ó cuyo señor directo y único era el Rey, como las de poblaciones pertenecientes á señoríos. El Rey accedió á esta petición, y dispuso, en el Ordenamiento que hizo en aquellas Cortes el día 24 de noviembre del citado año, que se hiciesen las hermandades como en el tiempo de su abuelo D. Alfonso XI, y que en la persecución de malhechores se procediese con arreglo á lo dispuesto por D. Pedro I de Castilla en el Ordenamiento que para dicho fin hizo este Monarca en las Cortes Valladolid á 30 de octubre de 1351, que hemos analizado en páginas anteriores.
      Esta es la última disposición que D. Juan I tomó para perseguir á los malhechores, y ella nos marca un paso más en el desarrollo de las instituciones cuya historia venimos haciendo, presentándonos invadidas por las hermandades las moradas del feudalismo.
      A la edad de 32 años murió D. Juan I desgraciadamente, de la caída de un caballo, el día 9 de octubre de 1390, dejando por sucesor en sus Reinos á su hijo D. Enrique III, conocido en la historia por el Doliente, á causa de su naturaleza enfermiza. Este Monarca, en cuyo cuerpo, debilitado por la dolencia que en la temprana edad de 27 años le llevó al sepulcro, se encerraba un alma grande dotada de singular energía, confirmó á las hermandades en sus privilegios y jurisdicción (1), si bien á los ballesteros de la de Toledo quitó el que les había concedido D. Pedro I de Castilla, de no hacer servicio lejos del término de dicha ciudad (2).
      El 24 de diciembre del año 1406 pasó á mejor vida D. Enrique III, dejando por heredero del Trono á su hijo D. Juan II, niño de veintidós meses de edad; nombrando por Tutores del Rey y Gobernadores del Reino, durante su minoría, á su esposa la Reina viuda doña Catalina de Alencastre, nieta de D. Pedro I de Castilla, y á su hermano el Infante D. Fernando. En el nombramiento de este Príncipe para Tutor del niño D. Juan II y Gobernador del Reino, dio el Rey D. Enrique III una señalada prueba de su talento y conocimiento de los hombres D. Fernando era uno de esos Príncipes que encontramos de tarde en tarde en la historia de las naciones para consuelo de la humanidad, y que por desgracia para los pueblos, á veces transcurren siglos enteros, sin tener la dicha de ver regidos sus destinos por Príncipes dotados de tan relevantes prendas. Amante de la equidad y de la justicia, gobernó con rectitud y benignamente á los pueblos, siendo respetado de los grandes y temido de los moros. Aprovechando los grandes armamentos que tenía dispuestos su difunto hermano don Enrique III, para la campaña que iba á abrir contra los infieles, cuando acaeció su muerte, realizó aquel proyecto con extraordinaria gloria, apoderándose de Antequera, por lo cual en la historia se le llama D. Fernando de Antequera; de las villas de Zahara, Cañete y Pruna; del castillo de Ortexicar y de la torre de Alhaquín, hoy villa de Torre de Alhaquime; y no se sabe hasta qué punto hubiera reducido á la morisma con la fuerza de sus armas, si en medio de sus triunfos no hubiese venido á sorprenderle la fortuna, premiando su valor, su talento y sus virtudes, ciñendo á sus sienes la Corona de Aragón, para la que fué designado en el famoso juicio conocido por el Compromiso de Caspe.
      El día 16 de mayo del año 1407, á los seis meses de haberse encargado del Gobierno de la nación, expidió el Infante D. Fernando una carta en Yébenes, accediendo á las peticiones de la Hermandad de Toledo, que prueba la rectitud de este Príncipe en todos sus actos, y la altura á que ya se encontraba la institución de la Santa Hermandad. Este documento es, podemos llamarlo así, un reglamento aprobado por el Rey, para la distribución de los principales cargos de la Hermandad y la inversión de los fondos de que era poseedora.
      Aunque la Hermandad celebraba sus juntas, y en ellas tomaba los acuerdos que le parecían convenientes para el mejor cumplimiento de su cometido, no obstante, como en todas las grandes corporaciones, no dejaban de deslizarse algunos abusos, que daban margen á disputas y cuestiones entre los hombres buenos de la Hermandad, que vivían en Toledo, que eran regularmente los más favorecidos, y los colmeneros y ballesteros que vivían en los montes de la misma ciudad; y habiendo acudido unos y otros en el citado año, al Infante D. Fernando, con sus respectivas peticiones, de las cuales se deducía que la Hermandad se formó primeramente de los Hombres Buenos, vecinos de Toledo, que tenían colmenares en los montes; que fué confirmada por Reyes antecesores á D. Juan II; y, según confesión de los colmeneros y ballesteros que vivían en los montes, que los Hombres Buenos de Toledo estaban en posesión hacía mucho tiempo de tener los oficios principales de la Hermandad; examinado todo por el Consejo Real, se acordó en provecho común de la misma, y el Infante decretó para en adelante lo siguiente (1): Que cuando tuvieran que hacer elección de los oficios de la Hermandad celebrasen su cabildo como tenían de costumbre, y eligiesen por Alcaides, dos Hombres Buenos, de conocida honradez, pertenecientes á la Hermandad y vecinos de Toledo, como hasta entonces lo habían venido haciendo; que los privilegios originales de la Hermandad estuviesen bajo la guarda de los Hombres Buenos la misma, que vivían en Toledo, según lo habían hecho también hasta entonces, y que éstos diesen traslado de ellos, signado y sacado con autoridad de Juez, á los Hombres Buenos, colmeneros y ballesteros que habitaban en los montes, para que los tuviesen aquellos individuos que ellos ordenaren. Que los Alguaciles y Cuadrilleros fuesen escogidos entre los Hombres Buenos, colmeneros y ballesteros que vivían en los montes y en los campos. Que los vecinos de Toledo nombrasen tres Hombres Buenos, y otros tres los colmeneros y ballesteros de los montes, para que ante estos seis individuos rindiesen sus cuentas los Mayordomos que habían sido de la Hermandad, y la misma formalidad se guardase para exigir las cuentas á los que lo fuesen en adelante, estando facultados los demás individuos de la Hermandad para asistir, si querían, al acto de rendir las cuentas el Mayordomo; y que este cargo recayese siempre en uno de los Hombres Buenos vecinos de Toledo. Que siendo indispensable que los Cuadrilleros tuviesen dinero para perseguir á los malhechores, mandaba que el Mayordomo entregase á cada uno de los siete Cuadrilleros doscientos maravedís, y que luego que se les acabase esta cantidad y diesen cuenta de su inversión al Mayordomo, que éste les volviese á dar otra cantidad, á fin de que siempre tuviesen dinero para dicho objeto; que si sobre este particular ocurrían algunas dudas, recurriesen al Rey para que las resolviese, y que tanto los unos como los otros observasen este reglamento, so pena de incurrir en el desagrado de su Alteza y en la multa de diez mil maravedís cada uno, para la regia cámara.
      Este documento, como se ve por su contenido, es un Reglamento completo, formado por el Consejo Real y autorizado por el Tutor del Rey para el gobierno de la Hermandad, y en él confirma cuanto hemos expuesto antes acerca del origen institución y de las funciones que desempeñaban en ella los Cuadrilleros. Por este Reglamento vemos también que desde el principio del reinado de D. Juan II la Hermandad estaba más autorizada, y tenía reglas fijas á que atenerse en su gobierno interior, dictadas y sancionadas por el Supremo poder ejecutivo.
      Leyendo detenidamente multitud de acuerdos que hemos tenido á la vista tomados por los Hombres Buenos de la Santa Hermandad en los reinados desde D. Fernando IV, su verdadero fundador, hasta D. Juan II, donde ahora hemos llegado, muchos de ellos nos han llamado extraordinariamente la atención, sobre todo los que dicen relación al ejercicio de sus facultades jurídicas para sentenciar y castigar á los malhechores, y á la mancomunidad de intereses que entre sí guardaban las tres partes, podemos llamarlas así, de que se componía la institución.
      Reunidos el miércoles 18 de febrero del año 1355 ( era de 1393) en las casas que fueron de Per Esteban, el Mozo, ordenaron: que cuando ocurriera fuego en los montes de Toledo, todos que viviesen á dos leguas de allí, debían acudir á apagarlo, so pena de cincuenta maravedís cada uno para el que había recibido el daño; que prendiesen á los incendiarios y los tuviesen presos hasta que los Alcaldes conociesen del asunto; y si así no lo hicieren, que ellos pagasen el daño (1).
      Entre los acuerdos tomados el día 2 de febrero del año 1361 (era de 1399), reunidos los Alcaldes y Hombres Buenos de la Hermandad en las casas de Juan Martínez, Alcalde entonces de la misma, se encuentran los tres siguientes: Primero, que tuvieran colmenares no pusiesen mujeres para guardarlos sino por un mes, mientras buscaban hombres para dicho oficio. Segundo, que los guardas de colmenas tuviesen las armas que cada uno supiese manejar, para lo que ocurriera en servicio del Rey; y tercero, que los que sirviesen á alguno en los montes á soldada ( salario ) por cierto tiempo, y se quisieren ir á servir á otro, terminado el plazo porque se habían ajustado, lo avisaran á su amo con un mes de anticipación, para que pudiese éste buscar otros sirvientes; pues si así no lo hacían, tenían que seguir sirviéndole el año siguiente á un salario regular, y pagarle cincuenta maravedís (1).
      En el mismo año, reunidos en las Navas de Estena, ordenaron que los ganados de las tres hermandades de Toledo, Villa Real y Talavera no pagasen el derecho de asadura, siempre que los pastores certificaran pertenecer á cualquiera de ellas (2).Por último, vamos á dar á conocer dos acuerdos, el uno tomado el día 4 de septiembre de 1389, y el otro el día 7 de septiembre del año 1389, que demuestran las amplias facultades de la Santa Hermandad en el ejercicio de su jurisdicción en aquel tiempo, y la manera de celebrar sus Juntas anuales. Por el primero, reunidos los colmeneros de Toledo, Talavera y Villa-Real en las Navas de Estena el día y año citados, ordenaron que los Alcaldes de dichos tres lugares, cada uno en su jurisdicción, diese licencia á sus Cuadrilleros para andar por los montes y tomar las medidas que considerasen más oportunas para la mejor custodia de ellos. Que si prendiesen á algún malhechor, diesen cuenta á su respectivo Alcalde; y si éste no quería ó no podía ir á sustanciar la causa, que la sustanciasen los Cuadrilleros, y matasen al malhechor si merecía pena de muerte; que los objetos robados que le encontraran los guardasen para devolverlos á sus dueños; y si así no lo hacían, debían pagar á la Hermandad la cantidad de maravedises que les fuese impuesta (3).
      Y por el segundo, reunidos en el mismo lugar, acordaron (4) que, aunque de tiempos remotos estaba ordenado que perteneciesen á la Hermandad todos los que en los montes de Toledo tuvieran de treinta colmenas arriba, y que asistiesen á su costa á las Juntas anuales que era costumbre celebrar todos los años por el mes de septiembre, en las Navas de Estena, lugar de los mismos montes; viendo que esta obligación impuesta á los Hombres Buenos de la Hermandad era muy perjudicial para la mayor parte de ellos, sobre todo para los de Ciudad-Real y Talavera, pues no poseyendo cada uno, como corta diferencia, más que treinta ó cuarenta colmenas, apenas los alcanzaban sus productos para suplir los gastos de este viaje obligatorio; y siendo al mismo tiempo muy necesario que asistiesen á las Juntas cierto número de individuos de la Hermandad, bien portados, cual cumplía á la honra del instituto, en adelante todos los años debían concurrir al lugar de las Juntas doce hombres de los de á caballo ó de mulas, y veintiséis de los de á pie; de éstos, los doce jinetes y seis infantes habían de ser de Toledo, y los veinte restantes de los montes, cinco Cuadrilleros y tres individuos de cada cuadrilla; que cada uno de los de á caballo llevase dos hombres de á pie, de edad de veinte años arriba, uno de ellos lancero y el otro ballestero, con sus armas correspondientes; de la misma manera los veinte hombres de los montes, de los cuales diez habían de ser lanceros y los otros diez ballesteros, debían llevar los primeros sus lanzas, y los segundos sus ballestas con todo su almacén; que la Hermandad suministrase de sus fondos á los de á caballo para cada uno de ellos y los dos hombres que le habían de acompañar, ciento veinte maravedís de la moneda vieja; á los Cuadrilleros veinte maravedís sobre su sueldo, y otros veinte á los demás hombres. Los nombrados para asistir á la Junta debían reunirse en Toledo el día de la Virgen de Agosto, y allí los Alcaldes de la Hermandad les hacían saber que si no iban á la Junta, los de á caballo estaban sujetos á pagar una multa de cien maravedís, y de cincuenta los de á pie; y entregaban á cada uno la gratificación acordada quince días antes de celebrarse la Junta, esto es, antes del primer domingo de septiembre, que era cuando regularmente se verificaba. Los que por ocupación ú otra causa justa no podían asistir, cinco días antes de la Junta debían decírselo al Alcalde y devolverle los maravedises, á fin de que pudiese nombrar á otro. Los hombres de á caballo y de á pie que debían ir á Toledo á la Junta, tenían la obligación de reunirse el sábado antes en la posada de Valdelagua, y los que no hubiesen acudido á ella á las doce del día, incurrían en la multa de cien maravedís. Ultimamente, reunidos todos en dicha posada, debían salir de ella juntos, y entrar así en el Real donde la Hermandad celebraba sus juntas.

Litograf¡a Reyes Católicos
LOS REYES CATOLICOS
ISABEL Y FERNANDO.

      Estos acuerdos y otros muchos que hemos examinado, arrojan mucha luz y confirman cuanto llevamos expuesto acerca de la constitución de la Santa Hermandad; en efecto, esta corporación era la única de su clase en el Reino, que poseía privilegios tan singulares y tan amplios, no pudiendo menos de llenarnos de asombro que á fin del siglo XIV, y sin otras facultades jurisdiccionales que las que había adquirido por la fuerza de la costumbre, dispusiese de la vida y servicios de los hombres que caían bajo su férula, de una manera casi despótica y con inaudita rudeza, hasta el extremo de autorizar á un mero y tosco Cuadrillero de los montes para que por sí y ante sí, y en sumario proceso, condenase á muerte y ejecutase á los malhechores es decir, para que á un tiempo fuese perseguidor, Juez y verdugo del delincuente; privilegios y modo de proceder que necesariamente habían de dar lugar á desmanes é injusticias, y á provocar los celos y la envidia de los poderosos; y que al entrar en edades más ilustradas debían sujetarse, como en efecto se sujetaron, á reglas fijas y muy claramente definidas.
      Las otras hermandades que se formaron en tiempos de don Enrique II para la persecución de malhechores, sólo tenían facultades para prender á aquellos y entregarlos á la Justicia ordinaria; pero la Santa Hermandad, ó sean las hermandades de Toledo, Ciudad-Real y Talavera, además de constituir un Tribunal excepcional, igual en facultades á las primeras Autoridades jurídicas del Reino, sus individuos en general estaban sumamente favorecidos en sus intereses particulares, libres de impuestos y cargas que pesaban sobre los demás propietarios y agricultores y así, tampoco es de extrañar que desde tiempos antiguos, y sobre todo en los últimos pasados siglos, los Alcaldes, Mayordomos y Oficiales de ellas perteneciesen á lo más principal de la nobleza de las tres ciudades mencionadas, y fueran dichas tres hermandades uno de los institutos nobiliarios de la nación.
      En los últimos años de la minoría de D. Juan II, es decir, desde 1412 á 1418, en que sólo fué tutora del Rey y Gobernadora del Reino la Reina doña Catalina, por haber pasado á ocupar el Trono de Aragón el Infante D. Fernando de Antequera, los Señores feudales, Alcaides de castillos y Jueces ordinarios, prevalidos de que no estando al frente del Gobierno un Príncipe de tanta entereza y rectitud como el Infante, y sí una débil mujer como lo era la Reina viuda, podrían volver impunemente á cometer sus antiguos desafueros, comenzaron á suscitar obstáculos á la Santa Hermandad en el ejercicio de su jurisdicción, negándose á entregarle los malhechores, sacando á éstos de las cárceles donde ella los había puesto, tomando prendas, persiguiendo y amenazando á los Alcaldes, Regidores, Cuadrilleros, Oficiales y Hombres Buenos de la misma, no permitiéndoles que extrajesen de sus Señoríos, fortalezas y jurisdicciones á los que habían cometido crímenes en los términos y montes que estaban bajo la vigilancia de aquellos, encubriendo y amparando á los malhechores, é impidiéndoles la recaudación del derecho de asadura; entonces, á fin de reprimir estos desórdenes, las hermandades de Toledo, Talavera y Villareal mandaron sus Procuradores á la Corte, y habiendo éstos expuesto sus quejas, la Reina viuda, á nombre de su hijo, en carta expedida en Valladolid á 26 de febrero de 1417 (1), no solamente mandó que se guardasen los fueros, privilegios, derechos y exenciones de la Santa Hermandad, sino lo que es más, les concedió el derecho de extraer á los criminales que hubieren cometido algún delito en los términos, yermos y montes de su jurisdicción, de cualesquiera lugar adonde se hubiesen acogido, fuesen ó no de Señorío, y mandando á las Autoridades y Señores que no pusiesen á los Oficiales de la misma ningún obstáculo antes bien les ayudasen á ejecutarlo así, ó de lo contrario irían en el desagrado de su Alteza, en la multa de diez mil maravedís de la moneda usual entonces, en las demás penas marcadas en los privilegios de la Santa Hermandad, y previniendo á los Alcaldes, Oficiales, Cuadrilleros y Hombres Buenos de la misma, que emplazaran á las Justicias y Señores que se hallasen en el caso indicado, para que comparecieran ante el Rey en el término de quince días, á manifestar por qué habían procedido de aquella manera.
      Tal extensión de poder, privilegios tan señalados, protección tan decidida por parte de todos los Monarcas castellanos á la Santa Hermandad, no obstante el empeño con que los señores feudales y las Justicias ordinarias del Reino procuraban suscitarla obstáculos, atropellar sus fueros, reducirla á la más completa nulidad y hacerla desaparecer, prueban evidentemente que sus individuos, además de cumplir con el mayor celo los deberes que la institución les imponía, eran también en aquellos tiempos guerreros, y en que la Majestad Real andaba expuesta con tanta frecuencia á ser juguete de las mezquinas ambiciones de los nobles, los vasallos más fieles á su Rey, y los que más eficaz auxilio le prestaban, tanto en las guerras contra los infieles, cuanto en las revueltas movidas por turbulentos poderosos.
      Tocamos al fin de la primera parte de nuestra obra, y en seguida vamos á entrar en la segunda, en la época gloriosísima á que dio comienzo el reinado de los Reyes Católicos, época en que la institución de la Santa Hermandad llegó á su completo desarrollo, y en que organizada militarmente y dirigida por un esclarecido varón de la regia estirpe, prestó eminentes servicios al Estado, acabando la obra de civilización á que parecía destinada desde un principio por la Providencia. Mas antes de hollar el extenso y ameno campo que divisamos de cerca, es necesario que, siquiera á grandes rasgos, demos á conocer los calamitosos reinados de D. Juan II y de su hijo D. Enrique IV, que precedieron á aquel periodo histórico de gloria y de ventura. Jamás la Majestad Real se vio más vilipendiada y escarnecida en el Trono de Castilla, que en dichos dos reinados. Jamás la grandeza, dividida y yéndose parte de ella en pos de Príncipes turbulentos ó de privados ambiciosos, dio más rienda suelta á sus pasiones, ni mayores escándalos al mundo. Únicamente por medio de esta rápida excursión histórica que vamos á hacer, pueden explicarse satisfactoriamente las medidas que al principio de su reinado tomaron los Reyes Católicos, y su acierto en elegir á la Santa Hermandad, reorganizándola, para contener aquel desbordamiento de la nobleza.
      D. Juan II, como hemos dicho anteriormente, tuvo por Tutores en su menor edad á su tío el Infante D. Fernando y á su madre doña Catalina de Alencastre. De las relevantes prendas del primero ya hemos hablado: no era así la segunda; la viuda de D. Enrique III no estaba dotada de la prudencia ni de la grandeza de alma que hemos admirado en doña Berenguela y en doña María de Molina; era, por el contrario, un alma común, inhábil para el mando y neciamente celosa de su autoridad. Como todos los espíritus mezquinos, entregaba su confianza á personas miserables que abusaban de ella, y daba fácilmente oído á chismes, sospechas y rencillas, sin la noble prudencia del Infante, el triste reinado de D. Juan II hubiera sido precedido de la más escandalosa tutoría.
      Estimándola el Rey su esposo en lo poco que valía, aunque la dio parte en el gobierno, no creyó conveniente dejar á su cuidado la educación y custodia del Príncipe, sino que mandó expresamente en su testamento que fuese puesto en poder de dos caballeros de su confianza, Diego López de Stúñiga, Justicia mayor de Castilla, y Juan Velasco, Camarero Mayor del Rey; los cuales, en compañía del sabio obispo de Cartagena, D. Pablo de Santa María, le habían de guardar y educar cual convenía al Trono, donde, andando el tiempo, debería asentarse.
      Pero esta cláusula del testamento de D. Enrique III no se cumplió; la Reina alegó sus derechos de madre, y no quiso consentir que separaran á su hijo de su lado; el Infante y los testamentarios no se opusieron, y esta fatal condescendencia fué la causa de todos los escándalos y desgracias que sobrevinieron después. Temiendo la Reina que alguna parcialidad de los grandes, haciendo valer el testamento del Rey, tratara de arrebatarle su hijo, en el cual cifraba ella toda su importancia y su poderío, su único pensamiento era no perderlo un instante de vista; casi siempre lo tenía encerrado, y sólo las personas de su confianza podían entrar á verlo. Tan oculto estuvo aquel desgraciado Príncipe en los seis últimos años de su menor edad, que cuando murió de repente su madre, el día 1.° de junio de 1418, la primera providencia de los grandes encargados del Gobierno, fué abrir las puertas del Palacio para que el Rey saliese á las calles á ver y para ser visto de su pueblo, reputándose aquel día en la opinión general como el de un segundo nacimiento. Ocho meses después fué declarado mayor de edad y se entregó del Gobierno; pero en el largo cautiverio en que su madre lo había tenido había contraído los dos vicios que más rebajan la dignidad del hombre, porque lo incapacitaban para desempeñar con firmeza y cordura cualesquier cargo en la sociedad: la indolencia y la servidumbre. Incapaz para el mando, no sólo por la tierna edad de catorce años en que se encontraba, sino también por el hábito que había contraído de estar sometido ciegamente á su madre, aunque fuera ya de tutela, todavía necesitaba tutores, y fueron muchos los que le ofrecieron sus hombros para que descargara sobre ellos la pesadumbre del gobierno.
      Dos parcialidades se formaron entonces, cuyas maquinaciones é intrigas por arrebatarse el mando, fueron muchas las veces causa de que se derramara la sangre española en lucha fratricida, y ocupan todo el largo reinado de aquel infeliz monarca. Era el caudillo de la primera el célebre Condestable D. Alvaro de Luna. Este personaje, hijo de ilícita unión, colocado desde su adolescencia por su tío D. Pedro de Luna, Arzobispo de Toledo, en la cámara del niño Rey, en el número de sus donceles, supo por su talento, su gracia, la virtud de su ingenio y la distinción de sus modales captarse el aprecio de las damas de la Corte, excitar los celos de los cortesanos, é inspirar al joven Monarca una pasión tan vehemente y profunda hacia su persona, que no podía estar ni un momento separado de su lado. Si don Alvaro se ausentaba alguna vez de la Corte, el joven Rey le despedía con los ojos arrasados de lágrimas, y echándole los brazos al cuello, le rogaba con la mayor ternura que volviera pronto á su servicio. La compañía de D. Alvaro era su delicia, ausente de él, siempre estaba triste, aburrido y pesaroso; por las noches le hacía acostar á los pies de su lecho; y con tan distinguidas mercedes, tanto era el valimiento de que llegó á gozar el favorito, que siendo un simple doncel, al trasladarse la corte desde Segovia á Valladolid, en el año de 1419, sacó su hueste de trescientos hombres de armas, yendo en pos de su estandarte muchos jóvenes de las casas más ilustres, entre los cuales se señalaban García Alvarez, Señor de Oropesa; Alfonso Tellez de Girón, Señor de Belmonte; D. Alfonso de Guzmán, Señor de Santa Olalla, y Pedro de Portocarrero, Señor de Moguer.
      A la cabeza de la segunda parcialidad, se encontraban los Infantes de Aragón D. Juan y D. Enrique, primos hermanos del Rey de Castilla. Estos Infantes eran hijos de D. Fernando de Antequera; y tanto por los servicios que su padre había prestado en su menor edad á D. Juan II, cuanto por los estados que poseían en el territorio de la corona de Castilla, ambicionaban tener el primer lugar en la Corte de su primo, y ser los dueños absolutos del Gobierno. He aquí de qué manera dieron principio á satisfacer su ambición.
      Los dos infantes no estaban acordes entre sí, y cada cual tenía sus adeptos, su camarilla. Celoso D. Enrique del valimiento de su hermano D. Juan, y ambicionando la mano de su prima la Infanta doña Catalina, hermana del Rey, que llevando en dote el rico marquesado de Villena, unido al maestrazgo de Santiago que él ya poseía, le darían todos los medios de grandeza, de riqueza y de poder á que su corazón aspiraba, para no ceder á ninguno y abrirse paso para todo lo que su orgullo ó su capricho le sugiriese; no contando en su favor con la voluntad de la Infanta, y hallándose ausente su hermano D. Juan, que había ido á celebrar sus bodas con doña Blanca, Princesa heredera del Trono de Navarra, se decidió, aprovechando tan oportuna ocasión, á poner por obra su designio por medio de un golpe de mano.
      Primeramente fatigó con recados importunos y proposiciones á cual más excesivas, á D. Alvaro de Luna, Juan Hurtado de Mendoza y Fernán Alonso de Robres, que eran los que estaban en la intimidad del Rey, para que favoreciesen sus proyectos; pero viendo que eran inútiles estas gestiones, hallándose el Rey en Tordesillas, con su prima la Infanta doña María de Aragón, con quien acababa de desposarse, y su hermana la Infanta doña Catalina, hizo venir en secreto, á la desfilada, trescientos hombres de armas, y con ellos y sus parciales, Garci Fernández Manrique, su Mayordomo mayor y consejero íntimo, el Condestable D. Ruy López Dávalos, el Adelantado Pedro Manrique, el Obispo Juan de Tordesillas y otros caballeros, cubiertos todos con capas pardas para no ser conocidos, se introdujo por sorpresa en palacio la noche del 12 de julio de 1420. Lo primero que hicieron los conjurados fué prender á Juan Hurtado de Mendoza y á su sobrino Pedro Mendoza, en quienes consideraban sin duda mayor oposición; y hecho esto se fueron á la Cámara del Rey, que estaba abierta, y le hallaron durmiendo, y á sus pies á D. Alvaro de Luna. El Infante se acercó al Rey, y despertándole, le dijo: «Señor, levantaos, que tiempo es.— ¿Qué es ésto? dijo el Monarca despavorido y turbado? —Señor, contestó el Infante, yo soy venido aquí por vuestro servicio para separar de vos las personas que mal os sirven, y para sacaros de la sujeción en que estáis.» Dijéronle las prisiones hechas, ofreciéronle más larga relación luego que se levantara; y el Obispo y el Condestable, como hacen siempre todos los autores de conspiraciones se esforzaban en manifestar al Rey los muchos desórdenes se cometían en la Real casa y en el Gobierno del Estado, y en persuadirle que aquello que hacían era en su servicio y para bien universal del Reino.
      En palacio entre tanto todo era confusión y desorden, en todas partes se cruzaban y se revolvían hombres de guerra, damas, sirvientes, unos armados, otros medio desnudos, preguntándose consternados y despavoridos la causa de aquel alboroto. Los conjurados, mientras duró la agitación en Palacio tuvieron buen cuidado de no dejar salir al Rey de su cámara, y para aplacarle le decían, que aunque los demás cortesanos eran malos, D. Alvaro de Luna era muy buen servidor suyo y debía conservarle á su lado. D. Alvaro de Luna que entonces no era más que un mero Gentil Hombre, si bien con el valimiento que gozaba, debido al cariño que el Rey le tenía, cauteloso ó sorprendido, supo guardar en aquella ocasión el prudente silencio que su situación le prescribía; y los conjurados, agradecidos tal vez á aquella inacción que tan favorable les fuera, procuraron ganarle con toda clase de obsequios, y entonces se le nombró del Consejo del Rey, con la pensión de 100,000 maravedises anuales que disfrutaban todos los que ejercían igual cargo.
      Dueño el Infante D. Enrique de la persona del Rey; quiso primeramente instalarse en el Alcázar de Segovia; pero no habiendo podido conseguirlo, porque el alcaide de dicha fortaleza, Teniente de D. Juan Hurtado de Mendoza, no quiso entregarla sin un mandato expreso de éste; y aunque á D. Juan Hurtado de Mendoza se le puso en libertad para que hiciese la entrega por sí mismo, en lugar de hacerlo, se fué á Olmedo á enterar al Infante D. Juan, de cuanto había ocurrido en Tordesillas, se determinó que pasara la Corte á Avila. Pero todavía tuvo que sufrir otra contrariedad en este proyecto el autor de la conjuración. La Infanta doña Catalina no amaba al Infante D. Enrique, y temiendo que éste, prevalido de la ventajosa posición en que se encontraba en aquellos días, procuraría que el Rey la obligase á una unión que su corazón repugnaba, con pretexto de despedirse de la Abadesa del Monasterio de religiosas que había en Tordesillas, se entró en dicho Monasterio, y envió á decir á su prima la esposa del Rey, que se fuese en buen hora, que ella no entendía salir de allí. Llamada y vuelta á llamar de parte del Rey y no queriendo obedecer, fué preciso que el Obispo amenazara á la Abadesa, y que Garci Fernández hiciese un amago de derribar el convento; entonces salió la Infanta, habiéndola ofrecido antes que no violentarían su inclinación y que dejarían á su lado á su aya María Barba.
      Estando la Corte en Avila, el Infante D. Enrique hizo llamamiento á sus parciales; y al mismo tiempo, el Infante D. Juan, el Infante D. Pedro su hermano y el Arzobispo de Toledo, hicieron llamamiento de los suyos para liberar al Rey de la opresión en que le tenía D. Enrique, é indudablemente hubiera habido un conflicto entre los dos hermanos, sin la prudente y oportuna mediación de su madre la Reina viuda de Aragón. Transigieron los dos partidos, y á fin de tener más superioridad, D. Enrique y los suyos acordaron conservar en la Corte mil lanzas á sueldo del Rey.
      En los primeros días de agosto del mismo año (1420) la Corte se trasladó desde Avila á Talavera, en cuyo viaje fué más feliz el Infante en sus amores, pues habiendo podido ver hablar á la Infanta en la torre de Alamín, ya sea que se hiciese amar ó temer de ella, lo cierto es que consintió en ser su esposa, y luego que estuvieron en Talavera se celebró el desposorio, con lo cual el ambicioso Infante vio completo el éxito que se propusiera al mover tamaño escándalo. Sin embargo, aún no estaba contento, quería conservar el poder que había escalado y para esto trataba de llevar al Rey á Andalucía donde su partido era más poderoso que el de su hermano.
      Cansado el Rey de ser juguete de aquel tropel de ambiciosos de que se hallaba rodeado, y anhelando salir de la opresión en que le tenían, durante el viaje de Avila á Talavera, había manifestado más de una vez á D. Alvaro de Luna el deseo de escaparse de entra sus manos; D. Alvaro, conociendo la exquisita vigilancia que el Infante ejercía sobre el Rey, se lo desaconsejó, pero luego que en Talavera, vio que el Infante, distraído con las dulzuras de su nuevo estado, iba á Palacio más tarde que solía, creyó llegada la ocasión que deseaba, y acordó con el Rey las disposiciones necesarias para la evasión.
      El día 29 de noviembre de 1420 fué el día destinado llevar á cabo semejante plan. El Rey se levantó á la hora del alba, oyó misa y montó en una mula. Al echar andar manda se avise al Infante y á los caballeros que le acompañaban en sus diversiones, de como iba á caza de una garza que tenía concertada, y en seguida partió á carrera acompañado solamente de D. Alvaro, de D. Pedro Portocarrero, cuñado de éste; de Garci Alvarez, señor de Oropesa, que llevaba delante el estoque del Rey, y de otros dos caballeros que dormían en su cámara. El halconero mayor con la gente de servicio, iba detrás sin saber cuál era el objeto de aquella cacería. Llegados á la puente de Alverche, el Rey y D. Alvaro dejan las mulas que llevaban, y montan en caballos que al efecto estaban prevenidos; hacen subir en otro al halconero mayor, se arman de lanzas con el pretexto de cazar un jabalí, y separándose de la comitiva, de tal manera aguijonearon sus cabalgaduras, que á las dos horas de haber salido de Talavera, se hallaban á cuatro leguas de distancia de dicha villa en el castillo de Villalba. Este castillo no ofrecía buena defensa, por lo cual fué preciso dirigirse al de Montalván, á la otra parte del río. La comitiva del Rey se había aumentado, pues el conde D. Fadrique y el de Benavente, sabedores del secreto y algunos otros caballeros, habían podido alcanzarlo. El Rey con los dos Condes, D. Alvaro de Luna y algunos otros caballeros se metió en la barca, pasó el río, se dirigió á pie al castillo de Malpica, á esperar que llegase el resto de su comitiva con los caballos. Volvieron á montar, y al caer la tarde llegaron al castillo de Montalván, donde pudieron descansar tranquilos de aquella azarosa correría.
      El Infante D. Enrique, luego que recibió el primer recado del Rey, se levantó y se puso á oír misa muy despacio. Estando en la misa, entró en la Iglesia, todo azorado, su privado Garci Fernández, y le dijo que el Rey se iba huyendo á toda prisa sin saber á dónde. Los circunstantes se alarmaron creyendo que el Rey iba á juntarse con el Infante D. Juan, que se decía hallarse cerca á la cabeza de un buen número de gente de guerra. El Infante, no obstante, los ruegos y lágrimas de su esposa y de la Reina su hermana, dio orden para que todos los caballeros y grandes que estaban en Talavera, con toda la gente de guerra que allí hubiese, se armasen para salir en pos del Rey. Él mismo entró en su posada á armarse también. En el largo rato que estuvo conversando con su esposa y hermana sobre aquel suceso, llegaron noticias ciertas de la dirección que el Rey llevaba y de la poca gente que le acompañaba. Entonces, cediendo de sus ruegos la Reina y la Infanta, D. Enrique salió de Talavera en dirección de la puente de Alverche acompañado de todos los grandes que entonces componían la Corte, entre ellos el Arzobispo de Santiago, D. Lope de Mendoza, el Condestable Dádalos, Garci Fernández Manrique y el celebérrimo poeta D. Iñigo López de Mendoza, señor de Hita, que más adelante se tituló Marqués de Santillana, componiendo entre próceres, caballeros y escuderos, hasta quinientos hombres de armas. Allí determinaron que el Infante se volviera á Talavera para ordenar desde allí todo lo que conviniera á sus designios, y que el Condestable, con el grueso de la gente, siguiese al Rey hasta alcanzarle y hacerle volver á Talavera. En esto llegó á la puente de Alverche Diego Miranda guarda del Rey, y despachado por él para decir al Infante don Enrique como iba al castillo de Montalván á ordenar las cosas que cumpliesen á su servicio, mandando al mismo tiempo que nadie saliese de Talavera hasta que él les diese orden para ello. El Infante no hizo caso del regio mandato, y siguió adelante en sus planes de la misma manera que momentos antes los había concertado con sus parciales; disculpándose para proceder así, con que el Rey no obraba por voluntad propia, sino seducido por los que le acompañaban.
      Los refugiados en el castillo, viendo la falta absoluta de viandas y provisiones que en él había, y estando seguros de que inmediatamente iban á ser cercados, procuraron recoger todas las vituallas que pudieron en la mañana del día siguiente que, por cierto, fueron en muy corta cantidad. Un incidente desagradable ocurrió la primera noche de su mansión en aquella fortaleza, y que pudo tener muy tristes consecuencias. Registrando las defensas del castillo á oscuras, el Rey se hincó un clavo en la planta del pie. Todos se acongojaron mucho, por que ¿qué se hubiera dicho de aquellos nobles castellanos, que á un Rey, casi niño todavía, sacaban de su palacio, apartándolo de las delicias de la Corte y del regazo de su tierna y joven esposa, y á toda prisa lo llevaban á un castillo donde no había nada preparado para recibirle, ni muebles, ni víveres, ni luz, expuesto á una desgracia como la que le había sucedido? Pero, por fortuna, la herida no fué de gravedad; la mujer del Alcaide restañó la sangre con aceite hirviendo y la curó del modo mejor que pudo hasta que vinieron los cirujanos de la Corte. En seguida dieron órdenes á todos los pueblos comarcanos, y principalmente á las Hermandades, para que viniesen á servir y socorrer al Rey. Inmediatamente acudieron unos y otras solícitas á dicho llamamiento; pero los parciales de D. Enrique les cogieron la delantera, consiguieron engañarlos en el primer momento y tomaron para sí las provisiones que para el Rey traían.
      El Condestable Dávalos y los caballeros que venían en persecución del Rey, antes de formalizar el sitio del castillo de Montalván, lo cual siempre era para ellos repugnante, trataron, ó de conocer á fondo las intenciones del Rey, ó de disuadirle de su propósito, si era que aquella fuga la había emprendido de su propia voluntad. Para esto le enviaron sus mensajeros, los cuales desde la barrera del castillo le manifestaron con mucho respeto la maravilla que les había causado el modo como había salido de Talavera y refugiándose en aquel castillo. Que no siendo aquella fuga útil ni decorosa á su servicio, no podían creer que hubiese tomado semejante extraña determinación, sino movido por las sugestiones y pérfidos consejos de los que le acompañaban, y que allí estaban esperando sus órdenes. El Rey oyó la embajada desde las almenas; y con ceño y áspero tono respondió que él estaba allí de su voluntad, que así lo había enviado á decir con Diego Miranda, y que no pusiesen la menor duda en ello. No satisfechos los mensajeros con esta respuesta y queriendo instar todavía en sus pretensiones, el Rey, irritado, les mandó callar y que se fuesen en buena hora.
      Entonces el Condestable y los caballeros que con él iban, cometiendo un desacato inaudito á la majestad Real, pusieron cerco al castillo, si bien por consideración al Rey no lo hostilizaron, sino procuraron rendir por hambre á los refugiados en él. Asentaron sus reales de manera que no podía salir del castillo más que un caballo. Todos los días enviaban al Rey un pan, una gallina y un pequeño jarro de vino para comer y otro tanto para cenar; le enviaron también su cama, y uno de los reposteros se dio trazas de que dentro de los colchones fueran algunos panes para que se socorriesen los caballeros que acompañaban al Rey; algunos otros socorros, en muy corta cantidad, recibieron de parecidos modos, y hasta un pobre pastor, sabiendo la necesidad en que tenían al Rey, subió al castillo como pudo, llevando una perdiz en el seno, y habiendo pedido que lo llevaran donde estaba el Príncipe, se la dio diciéndole: «Rey, toma esta perdiz.» El Rey le agradeció mucho el regalo, y cuando salió le dio su recompensa. Quince años tenía entonces D. Juan II, y en aquellas singulares y extraordinarias circunstancias dio pruebas de una firmeza tal de carácter, que desgraciadamente no volvió á repetir en todo el curso de su largo reinado. Resuelto á no entregarse á sus perseguidores, y con el objeto de resistir el tiempo necesario para recibir los socorros que esperaba, á fin de alimentarse él y los cuarenta ó cincuenta caballeros que le acompañaban, mandó matar su caballo, y comido que fué se mataron otros dos.
      Vista aquella tenaz resistencia por el Condestable y sus compañeros, y no queriendo cargar con toda la responsabilidad de aquella odiosa acción, rogaron al Infante que, con la Reina, la Infanta el resto de la Corte, se viniesen de Talavera. Accedió el Infante, y en el Consejo que tuvieron, acordaron continuar el bloqueo de la misma manera; enviaron al Obispo de Segovia á ver al Rey; el Obispo le habló largamente, afeando mucho la manera con que se había ausentado de la Corte y refugiado en aquel castillo, queriéndole persuadir que el estar allí el Infante no era para darle enojo; que podía ir á Toledo, donde estaría muy á su placer, asegurándole que luego que saliese del castillo, el Infante y los demás Caballeros irían donde él ordenase. El Rey contestó al Prelado lo mismo que á los demás mensajeros; que allí estaba de su voluntad y por verse libre de ellos; y que si querían hacer su servicio y cumplir sus órdenes, se marchasen inmediatamente, y entonces saldría él y se iría donde más le conviniera.
      El Infante no por esto mudó de propósito. Hubo después una entrevista entre el Condestable y D. Alvaro de Luna, de la cual tampoco los sitiadores sacaron ningún partido. El Infante envió en seguida al castillo á los Procuradores del Reino á ver si lograban persuadir al Rey; pero esta embajada tuvo peor éxito que todas las anteriores, pues el Rey se quejó á ellos amargamente de que hubiesen dado su aprobación al escándalo sucedido en Tordesillas. Conocida la voluntad del Rey, y sabiendo que el Infante D. Juan venía desde Olmedo á marchas forzadas á auxiliar al Rey con ochocientos hombres de armas, que los pueblos, cansados de aquel escándalo, ponían en movimiento sus milicias y las Hermandades su gente, los sitiadores se vieron precisados á levantar el campo. El Infante D. Enrique solicitó antes de partir, entrar á besar la mano al Rey; pero no se le consintió y se le mandó trasladarse á Ocaña. Al Infante D. Juan se le mandó un expreso, avisándole lo ocurrido, y previniéndole que se detuviese donde quiera que se encontrase hasta recibir nuevas órdenes; pues el favorito que tanto había arriesgado en servicio de su Señor, creía ya llegado ya llegado el momento de satisfacer su propia ambición, y no quería entregarle en manos de la otra parcialidad. Por último, dadas después diferentes órdenes, y tomadas las disposiciones que parecieron convenientes, á los veintitrés días de su permanencia en Montalván, salió el Rey de esta fortaleza, acompañándole más de tres mil hombres entre los grandes, caballeros, ballesteros y lanceros, de las Hermandades que habían acudido á libertarle y defenderle. El Rey agradeció mucho á las Hermandades su fidelidad nunca desmentida hacia sus Monarcas por instituciones análogas, y por la eficacia de su auxilio; y entre las muchas mercedes que les concedió, á Villa Real dio el título de Ciudad á petición de los individuos de la Santa Hermandad (1) de dicha población.
      No seguiremos narrando episodios del reinado de D. Juan II porque no es ése nuestro objeto. Por el triste comienzo de su vida política se puede conocer el estado de aquella época, la altivez de los grandes, y la naturaleza de las intrigas que ponían en juego para llevar á cabo sus planes ambiciosos. El episodio, cuya narración hemos hecho, aparte de su dramático interés, tiene para nosotros el muy estimable de dar á conocer los servicios tan distinguidos que prestaban á los Reyes las instituciones destinadas á la persecución de malhechores, cuyas fuerzas eran las más fieles y las que en circunstancias calamitosas auxiliaban más eficazmente la causa de la legalidad y de la justicia.
      Desde el acontecimiento del castillo de Montalván comienza el largo periodo de treinta y cuatro años, consumidos estéril y afrentosamente por los hombres políticos de aquel tiempo, en mezquinas intrigas, con el objeto de apoderarse del gobierno y satisfacer su sed de mando. Elevado á la cumbre del poder el favorito del Rey, D. Alvaro de Luna, con el lugar tan privilegiado que ocupaba en el corazón del Monarca, sus altas dotes y esclarecido talento, con las fuerzas y recursos que entonces tenía la Monarquía castellana, indudablemente á él quizás hubiera estado reservada la dicha de ser el caudillo que hubiese dado cima á la reconquista de España, si una parcialidad, poderosa por su número, por la calidad de los personajes de que se componía y los extraordinarios auxilios con que contaba, no se hubiese propuesto, constante y tenazmente, arrancarle del corazón del Rey y del Gobierno supremo de la nación.
      Viendo los Infantes D. Juan y D. Enrique que el privado no les dejaba parte en la gobernación del Reino, rodeados de lo principal de la nobleza castellana, y auxiliados por su hermano el Rey de Aragón, se unieron, suscitaron rebeliones, movieron guerras; y, á veces vencedores, á veces vencidos, ora esclavizando al Rey y convertidos en su centinela de vista, ora desterrados de su Corte, sus intrigas en aquel triste y dilatado reinado muestran que cuando los hombres llamados por su posición, su talento y sus luces á regir los destinos del país, en lugar de guiar su ambición por el verdadero cauce de la gloria, agrupándose, uniéndose, poniendo de acuerdo sus ideas y sus fuerzas para un sólo y determinado fin, el del engrandecimiento de la madre patria, se dejan arrastrar de intereses bastardos, de miserables, petulantes y mezquinas pasiones, se dividen con una guerra pérfida y sorda, sólo por miras exclusivistas, nada grande, nada provechoso pueden hacer enredados en semejante cúmulo de intrigas y de crímenes, en que se pierden los afectos de la amistad, hasta los de la familia, se sacrifica el amor á la justicia y á la propia honra en aras de ídolos de barro, y las naciones se paralizan en la carrera de la civilización, y sus fuerzas se agotan, como las del hombre atacado por una calentura lenta y continua, hasta el punto de postrarse en desaliento, de perder la conciencia de su propio valer, y creerse incapaces de rayar nunca á la altura que otras más felices, contentándose con caminar á pasos tardos á la zaga hasta de las más inferiores. Fácilmente se concibe la dura prueba á que estuvieron expuestas las hermandades en tan largo espacio de tiempo, en el cual la nobleza castellana andaba desbandada y revuelta suscitando continuas perturbaciones sociales. En efecto, en el año 1423 pretendió la nobleza anular la carta dada á favor de la Santa Hermandad el año 1417 por la madre de D. Juan II, tutora entonces del Rey y gobernadora del Reino. No hay duda que dicha carta, de la cual ya hemos hablado, contenía cláusulas que en cierto modo amenguaban las facultades jurisdiccionales de los señores feudales; en ella se afeaban sus demasías, y con multas crecidas y penas rigurosas se les obligaba á no dar refugio en los pueblos de sus señoríos á los criminales y á entregarlos sin excusa á los Oficiales de la Santa Hermandad que se presentasen á reclamarlos; por lo cual reclamaron contra dicha Real disposición, alegando que había sido dada en tiempo de tutela; pero nada consiguieron, sino por el contrario, que fuese confirmada por D. Juan II en Fuentsalida á 1.° de mayo de 1423 (1).
      Las continuas rebeliones en Castilla de los Infantes de Aragón D. Enrique y D. Juan, ya entonces Rey de Navarra, fueron causa de que en el año de 1429, estallara una verdadera guerra civil; en la cual Aragón y Castilla, dos coronas regidas á la sazón por dos Reyes primos hermanos, se hubiesen despedazado en una lucha fratricida y afrentosa, si por fortuna los asuntos de Nápoles no hubiesen distraído al Rey de Aragón, y al Rey de Castilla la guerra de Granada en que alcanzó una insignificante victoria en la batalla de la Higuera, que tuvo lugar el día 1.° de Julio de 1431, en la famosa vega que se extiende al pie de la ciudad que fué el último baluarte musulmán en la Península. Tan señalado triunfo, única gloria militar del reinado de D. Juan II, debido al valor y pericia de D. Alvaro, si bien elevó al privado toda la altura del poder que llegó á alcanzar, exacerbó más las pasiones de sus émulos; y apenas acabada la guerra contra los infieles, que por desgracia fué muy breve, pues terminó en el mismo año, volvieron á las cábalas para arrancarle el poder; pero como el Condestable D. Alvaro de Luna (2) no era hombre que se lo dejase arrancar, y sus adversarios no se lo quisiesen consentir, las intrigas y animosidades de los partidos fueron causa de que los últimos veinte años del reinado de D. Juan II se pasasen en una lucha miserable, en que se dieron batallas vergonzosas, que á haberlos empleado bien, con las fuerzas y lozanía que entonces tenía la corona de Castilla, hubiese sido la época de sus triunfos más gloriosos. ¡Qué triste lección para los hombres políticos y los pueblos!
      Aprovechándose los malhechores de circunstancias tan propicias para ellos, y encontrando un asilo seguro en las villas y lugares de casi todas las tierras y señoríos, y principalmente en ciertos lugares de los Maestrazgos de Santiago, Calatrava, Alcántara, Priorato de San Juan y sus encomiendas, salteaban los caminos, capturaban y forzaban con el mayor descaro á mujeres casadas, viudas y doncellas, ocasionando á los ciudadanos pacíficos y honrados todos los daños imaginables. Si los Ministros de la Real Chancillería, ó los Alcaldes de Casa y Corte, ó cualesquiera autoridades trataban de prenderlos en los lugares donde se habían acogido, no sólo no lo conseguían, sino eran maltratados y presos por los mandarines de dichos lugares llegando el escándalo á tal extremo, que los agraviados sufrían en silencio sin atreverse á quejar, con gran descrédito y mengua de la justicia; escándalo, que dicho sea de paso y con afrenta de la moderna civilización, lo hemos visto repetido en nuestros días en algunas localidades. Los Procuradores del Reino en las Cortes celebradas en Madrid en el mes de febrero 1435 (1) hicieron presente al Rey aquellos males, suplicándole expidiese órdenes apremiantes, y el Rey accediendo á tan justa petición, así lo hizo á fin de que quedara desembarazada y expedita en lo posible la acción de la justicia.
      También dispuso, en la orden que expidió en Alcalá de Henares á 9 de marzo de 1436 (2), determinando la gente y armas que los Señores, Prelados y otros caballeros habían de llevar en la Corte, que todos estaban obligados á entregar á la justicia, á cualesquiera de sus hombres que cometiese robo, ó á indemnizar lo robado; y que si cometían otro crimen cualquiera, que el Señor á quien perteneciese jurase hacer todas las diligencias necesarias para entregarlo á la justicia; y que si no lo podía capturar, que jurase no volverlo á recibir en su compañía, ni darle mantenimiento, ni favor, ni auxilio alguno, y entregarlo á la justicia luego que lo capturase: disposición acertada, que no ha mucho tiempo debió repetirse, para librar cierta provincia del terrible azote de un puñado de bandidos.
      En las provincias Vascongadas también se habían formado Hermandades populares desde muy antiguo, como en otras partes de España, siendo uno de los deberes de su institución la persecución de malhechores. No nos hemos ocupado todavía de ellas, porque les reservamos un lugar especial en nuestra historia, en el capítulo siguiente, en que trataremos del reinado de D. Enrique IV, época en que dichas Hermandades recibieron del Trono ordenanzas especiales para su Gobierno. No obstante, no podemos dejar de indicar en este capítulo, á fuer de exactos narradores, algunos sucesos en que tuvieron una parte muy activa y desgraciada. Continuaban las turbulencias en Castilla; la parcialidad contraria al Condestable gozaba de un momento de triunfo sobre su poderoso rival, allá por los años de 1441 al 43, y en este último, confirmada la Hermandad de Alava en sus fueros por el Rey, se sublevaron sus individuos contra los nobles, atacaron las casas de varios caballeros y sitiaron á D. Pedro López de Ayala, Señor de Salvatierra, Merino mayor de la provincia de Guipúzcoa, en su villa de Salvatierra. Este caballero, viéndose asediado, envió á pedir ayuda á su deudo D. Pedro Fernández de Velazco, Conde de Haro; el cual, juntando cuatro días después de haber recibido el aviso, 500 lanzas y 4,000 infantes, se puso en movimiento sobre Salvatierra y obligó á los de las Hermandades á levantar el cerco con pérdida de mucha gente.
      Pero como fuesen las provincias Vascongadas unas de las más revueltas en aquella época, por radicar en ellas las poderosas casas de Haro y de Stúñiga, cuyos Jefes, á fines del reinado de D. Juan II se hallaban metidos en las conspiraciones que se tramaban contra el favorito, y que al fin fué su resultado la desgraciada y estrepitosa caída de éste; conociendo tanto el Rey como el Condestable su Consejero, que sólo en las Hermandades podían encontrar un apoyo eficaz y bastante á contrabalancear el poder de los Señores de aquella tierra; estando la Corte en Valladolid, expidió el Rey una carta fechada en 4 de agosto de 1449 (1) dirigida al Concejo, Alguaciles, Regidores, Caballeros, escuderos y hombres buenos de la villa de Tolosa; trasladándoles otra carta dada en el día 3 de dicho mes y año, dirigida á todos los Concejos, Alcaldes, Prebostes, Regidores, Caballeros, Escuderos, Oficiales y Hombres Buenos de las ciudades, villas y lugares del condado y señorío de Vizcaya; de la provincia, tierra y merindad de Guipúzcoa; de las hermandades de la misma tierra; de las ciudades de Vitoria y Orduña, y toda la tierra de Alava; de las villas de Valmaseda y tierra de Mena, con toda la tierra de Frías; de las villas de Pancorbo y Miranda de Ebro; de la ciudad de Santo Domingo de la Calzada y de la Merindad de Rioja.
      En esta carta les decía que, entendiendo cumplir á su servicio, al bien común, á la paz y sosiego de sus Reinos; para sofocar y evitar los escándalos, movimientos y levantamientos que continuamente perturbaban el orden en aquellas provincias; para defender las villas, lugares y tierras; para evitar y castigar los robos, violencias y daños cometidos sin razón ni derecho; para resistir á los perturbadores de la tranquilidad pública y hacerles guerra cuando el Rey lo creyera conveniente ó cuando lo mandara para dar favor y auxilio á los Corregidores y Alcaldes de Casa y Corte, para que hiciesen cumplir la justicia, para que las cartas y mandamientos Reales fuesen obedecidos y cumplidos; las rentas, pechos, alcábalas, bien pagadas, y los recaudadores y arrendadores de las rentas públicas no sufriesen daño ni mal alguno, ni encontrasen obstáculos en el ejercicio de sus funciones; para impedir que ninguna persona sin su especial mandato se apoderase de las ciudades, villas, lugares y tierras, y para que más fácilmente pudiesen venir en su auxilio cuando lo necesitare y lo enviase á pedir, les mandaba en aquella ocasión formar Hermandades declarando derogadas para los casos especificados, las leyes que los prohibían; y bajo pena de incurrir en su Real desagrado, privación de oficios y confiscación de bienes, mandaba en la misma carta á los Duques, Condes, Marqueses, Ricos-Homes, Maestres de las Ordenes, Priores, Comendadores, Subcomendadores, Alcaides de los castillos, casas fuertes y llanas, especialmente á los Mariscales Santiago de Stúñiga y Sancho de Londoño, Guarda mayor del Rey, y ambos de su Consejo; al Prestamero Mayor de Vizcaya; al Guarda Mayor, Iñigo Díaz de Stúñiga; á Sancho de Leiba y á Lope de Rojas, que entraran y prestasen á las Hermandades todo el favor y auxilio que necesitaran, y que no consintieran que nadie las suscitase obstáculos en el desempeño de su cometido; y por último concedió licencia para entrar en dichas Hermandades y para las cosas en esta Carta expresadas, á todas las ciudades, villas y lugares que quisieran tomar parte en ellas. Al trasladar esta Carta el Rey al Concejo de la villa de Tolosa le mandaba también ingresar en la Hermandad.
      Esta carta de D. Juan II dada en los últimos años de su reinado, fué muy fecunda en consecuencias altamente favorables para las provincias Vascongadas, de cuyos beneficios aún gozan en el día, como se verá en el capítulo siguiente; y el mismo documento es una prueba irrefragable de que el único apoyo con que contaba el Trono en épocas turbulentas, era el pueblo constituido en Hermandades, las cuales atendían principalmente á la persecución y castigo de los malhechores, á la defensa de la propiedad y de la seguridad individual, que tan expuestas andaban entonces á ser objeto de las usurpaciones y tropelías de las clases privilegiadas.
      D. Juan II terminó su largo y desastroso reinado de una manera correspondiente á sus comienzos. Juguete de los bandos en que se hallaba dividida la nobleza, en cuyas cábalas é intrigas tomaron activa parte contra el favorito la Reina, su segunda esposa, por cierto correspondiendo malamente al autor de su matrimonio con el Rey de Castilla, y el Príncipe de Asturias Don Enrique, éste con censurable veleidad; dominado el Rey por la Reina y sus parciales, expidió en abril de 1353 la Real cédula siguiente, contra lo que su corazón le dictaba: «D. Alvaro de Stúñiga, mi Alguacil Mayor, yo vos mando que prendáis el cuerpo á D. Alvaro de Luna, Maestre de Santiago, é si se defendiese, que le matáis. Yo el Rey.» —Este documento, arrancado al débil Monarca contra su favorito, contra el hombre de más altas prendas y que mayor afecto profesaba á su Rey en aquella época, fué la causa de la perdición del Condestable, y por cierto en circunstancias en que por el poder que gozaba no podía semejante atrevimiento de sus enemigos. Éstos, armados con el mandato del Rey, documento precioso para ellos, que autorizaba la conspiración que tan hábilmente habían urdido, cercaron al Condestable en su posada de Burgos, el miércoles 4 de abril de 1153, y preso, despojado de sus inmensas riquezas y encerrado en la fortaleza de Portillo; el día 2 de junio del mismo año, fué degollado públicamente en un patíbulo, en Valladolid, por mano del verdugo, acusado á voz de pregón, de usurpador de la Corona Real. El Rey, acongojado de la muerte que había mandado dar á su privado, no hallándose sin su compañía, murió lleno de remordimientos en Valladolid el día 21 de julio del año siguiente de 1454, diciendo en su agonía, tres horas antes de expirar á su médico de Cámara: «Bachiller Cibdad-Real, nasciero yo fijo de un mecánico é hubiera sido fraile del Abrojo, é no Rey de Castilla.» —Cuando reflexionamos sobre estas tremendas lecciones de la instabilidad de las cosas humanas, cuyo recuerdo nos conserva la historia á través de los siglos, nos afirmamos y más en la creencia que abrigamos y que quisiéramos infundir y gravar en la mente y en el corazón de todos nuestros semejantes, de todos nuestros conciudadanos, que la felicidad del hombre la constituye exclusivamente la práctica de la virtud y el recto proceder en todas las condiciones y circunstancias de la vida. Armados con tan poderoso escudo, arrastraremos con frente serena todos los males, resistiremos con valor los asaltos de los inicuos, y sumergida nuestra alma en bálsamo tan suave y vivificador, en la hora suprema, en esa hora en que forzosamente tenemos que abandonar todo lo que nos rodea, al tocar ese límite de las desigualdades humanas, saldremos con la conciencia tranquila de este mundo que nos arroja de su seno, llenos de esperanzas en la misericordia infinita del Supremo Hacedor, sin que tengamos que exclamar con el corazón desgarrado de profunda tristeza, como el desgraciado Monarca de Castilla, que, en su agitada agonía, revolviéndose en su lecho mortuorio envidiaba la suerte del más pobre artesano, del más humilde y oscuro religioso.