CAPITULO V.

      Rápida ojeada sobre el carácter de D. Enrique IV y principales acontecimientos de su reinado.— Reseña histórica de las Hermandades de Alava, Guipúzcoa y Vizcaya.— Disposiciones tomadas contra los malhechores en varios ordenamientos hechos en Cortes por D. Enrique IV.— Leyes y Ordenanzas de la Santa Hermandad de Castilla y de León, hechas en Castro Nuño en 2 de octubre de 1167.— Cartas expedidas en Segovia por D. Enrique IV á 12 y 22 de julio de 1473, confirmando y mandando cumplir los capítulos de la Hermandad Nueva General del Reino.— Resumen de lo contenido en la primera parte de esta obra.

      D. Enrique IV, á quien la historia reconoce por el ignominioso epíteto del Impotente, en vida de su padre ya dio pruebas de lo que sería durante su reinado. Abandonado en su educación, y rodeado en su juventud de mozuelos pervertidos, estragó sus fuerzas vitales en ilícitos pasatiempos, y enervadas sus facultades intelectuales á consecuencia de sus extravíos juveniles, contrajo una debilidad tal de carácter, que le hizo juguete de los grandes de su Reino y objeto su Real persona de los desacatos más inauditos. No obstante, á su advenimiento al Trono, hartos los pueblos del largo y triste reinado de su predecesor, y en la esperanza que siempre abrigamos, y que casi siempre sale fallida, de hallar remedio en la novedad á nuestros males, fué recibido con grande entusiasmo y alegría, disculpándosele de su anterior conducta y de las rebeliones contra su padre, en que tomó una parte tan activa, con la inexperiencia de su edad.
      Distinguíase D. Enrique por la dulzura de su carácter, y por su afabilidad en el trato con los inferiores, cosas que granjean el aprecio de las personas de elevada jerarquía. Fastuoso y sibarita, puso su Corte bajo un pie de lujo que jamás habían acostumbrado los Monarcas de Castilla, sosteniendo á sueldo exclusivamente para la guardia de su Real persona, tres mil seiscientas lanzas, magníficamente equipadas y mandadas por los hijos de los nobles. Tan excesivos eran sus gastos, que su Tesorero no pudo menos de hacerte presente la dificultad de continuar bajo el mismo pie, á lo cual le contestó: «Vos habláis como Diego Arias, é yo debo de obrar como Rey. Los Reyes, en lugar de amontonar tesoros como los particulares, están obligados á derramarlos para la felicidad de sus súbditos. Nosotros debemos dar á nuestros enemigos para que sean amigos, y á éstos para que sigan siéndolo.» Y, en efecto, tan al pie de la letra observó esta máxima D. Enrique, y de tal manera derramó sus tesoros, que en muy poco tiempo quedaron las arcas Reales sin un maravedí; pero en cambio los cortesanos aduladores, que son los únicos que aprovechan semejantes prodigalidades, le aplaudían y elogiaban llamándole el liberal.
      Ansioso del aura popular, proclamó la cruzada contra los moros; y en señal de que era su intención arrojar á los musulmanes de la Península, tomó por empresa de su escudo los dos ramos de granado trovados entre sí, que era la divisa de Granada; reunió la caballería de todas las provincias, y, en el primer tercio de su reinado, apenas se pasó un año sin que hiciera una excursión por tierra de moros al frente de Ejércitos de treinta ó cuarenta mil hombres. Pero estas expediciones, hechas con tanto aparato como ineptitud conducidas, no dieron ningún resultado. Después de talar los campos é incendiar aldeas, ó de haber hecho un vano alarde delante de los muros de Granada, se retiraba el Ejército cristiano precipitadamente á sus hogares, tratando de excusar el Rey aquellas inútiles empresas, diciendo que apreciaba más la vida de uno sus soldados, que la de mil musulmanes. Las tropas murmuraban de aquella timidez; los pueblos de la frontera del Mediodía, sobre los cuales pesaban aquellas expediciones, se quejaban de que la guerra más se hacía contra ellos que contra los infieles. A veces se trató de asegurar la persona del Monarca para impedir que licenciara el Ejército; y en tal descrédito cayó su autoridad, que el Rey de Granada, habiendo sido requerido para el pago del tributo, contestó insolentemente: que en los primeros años del reinado de Enrique, hubiera dado cualquier cosa, hasta sus mismos hijos por conservar la paz en sus dominios; pero que entonces nada daría. En el año 1455, segundo del reinado de D. Enrique, declarado nulo públicamente su matrimonio con doña Blanca de Navarra, por el Arzobispo de Sevilla, cuya declaración fué confirmada por el de Toledo, por impotencia respectiva, motivada por algún maleficio, pretexto ridículo y humillante, contrajo nuevas nupcias con doña Juana, Princesa de Portugal. Hallábase esta Princesa, á su venida á España, en todo el esplendor de su juventud; estaba dotada de una imaginación tan viva, y de tales gracias personales, que era la delicia de la Corte portuguesa. La afabilidad de sus maneras y la ligereza de su trato, que parecía desafiar el rigorismo de la etiqueta de la Corte castellana, dieron lugar á hablillas en perjuicio de su honra; rumores palaciegos designaban al Maestre de Santiago, D. Beltrán de la Cueva, como el galán favorecido, á los cuales daban pábulo la relajadísima conducta del Rey, la falta de sus facultades para el matrimonio, y las demostraciones caballerescas del apuesto Maestre. El año de 1462 dio á luz la Reina doña Juana una hija, princesa infortunada que, jurada solemnemente presunta heredera de la Corona, jamás llegó á reinar puesta en duda la legitimidad de su nacimiento, fué causa de graves conflictos en el Reino, la historia la conoce con el sobrenombre de la Beltraneja, á causa de su padre putativo, y terminó sus días en un convento de la nación de su madre, en lugar del solio de Castilla que debía haber ocupado, si la Providencia no lo hubiera tenido reservado para una excelsa y virtuosísima Princesa, destinada á sacar á España de la aflicción y abatimiento en que gemía.
      La corrupción de la Corte en tiempo de D. Enrique IV, había trascendido al clero y á las clases inferiores, las cuales, á imitación de las más elevadas, se entregaban licenciosamente á un lujo ruinoso y desmoralizador. El Rey, dado á la crápula desde su edad más temprana, continuaba encenagado en los brutales placeres de la voluptuosidad. Como consecuencia de la debilidad de su carácter, se entregaba con facilidad en manos de oscuros favoritos, á quienes había sacado de la nada, y á los cuales distinguía y colmaba de beneficios, desatendiendo á los Jefes de la antigua aristocracia. Disgustados los nobles con semejante conducta, formaron una poderosa confederación, de la cual fueron caudillos D. Juan Pacheco, Marqués de Villena, gran tramoyista y astuto cortesano, y D. Alfonso Carrillo, Arzobispo de Toledo, Prelado de carácter violento, irritable y altanero, destinado por la naturaleza más bien para los campos de batalla que para la Iglesia.
      Con tan poderosos caudillos, los confederados, reunidos en Burgos, declararon acto de fuerza el juramento que habían hecho á la princesa doña Juana, por el convencimiento que tenían de su ilegitimidad y de que en otras ocasiones habían protestado; imputaron los abusos cometidos en el gobierno á la perniciosa influencia del favorito D. Beltrán de la Cueva, y exigieron del Rey que les entregase á su hermano D. Alfonso, niño á la sazón doce años, para que fuese reconocido por su inmediato sucesor.
      Bien hubiera podido el Rey, obrando con más resolución y arrojo, siguiendo el parecer de los que así le aconsejaban, haber sofocado en su origen aquella rebelión; pero queriendo apaciguarla valiéndose de negociaciones y medios conciliatorios, consiguió sino irritar más á los sublevados. Éstos, teniendo en su poder al príncipe D. Alfonso, prepararon una ceremonia solemne para proclamarle Rey, que fué el desacato más inaudito hecho á la majestad Real que registran los anales de los Reyes de Castilla.
      En una espaciosa llanura que hay cerca de la ciudad de Avila levantaron un tablado de suficiente elevación para que pudiera verse desde todos los alrededores. Sobre el tablado colocaron un trono, y sentada en él la efigie de D. Enrique vestida de luto, con sus vestiduras é insignias Reales, espada, cetro y corona. En seguida leyeron un manifiesto en el que se pintaba con los colores más vivos la conducta tiránica del Monarca, su ineptitud para reinar y las facultades que tenían para deponerlo, aduciendo en prueba de la legalidad de semejante determinación diferentes ejemplos tomados de la historia de nuestra patria. Acto continuo el arzobispo de Toledo le quitó la corona de la cabeza, declarando que merecía perder la dignidad Real. El conde de Plasencia le quitó el estoque, diciendo que merecía perder la administración de justicia. El conde de Benavente le quitó el bastón que tenía en la mano, declarando que merecía perder el gobierno del Reino; y por último, D. Diego López de Stúñiga, le derribó con ignominia del trono, declarando que merecía perder el trono y la reverencia Real. Después sentaron en el trono al príncipe D. Alfonso, y los Grandes allí reunidos fueron besándole la mano uno á uno en señal de pleito-homenaje; las trompetas anunciaron que la ceremonia estaba terminada, y la plebe aclamó con alegría el advenimiento del nuevo Soberano. A esta ceremonia siguieron grandes disturbios que afligieron á Castilla por espacio de tres años, al cabo de los cuales murió de pestilencia el príncipe D. Alfonso. Este Príncipe, que á haberle Dios hecho merced de más larga vida, hubiera sido el duodécimo de su nombre, ya en la tierna edad en que de una manera tan irregular é ilegítima comenzó á reinar, dio pruebas del superior talento y firmeza de carácter de que estaba dotado. Pero la divina Providencia, que por espacio de once siglos ha enviado á España de tiempo en tiempo un Príncipe de igual nombre para impulsarla por el camino de la prosperidad y de la gloria, tal vez no quiso consentir que reinase bajo nombre tan excelso y preclaro el que, aunque sin culpa suya, era cabeza de una bandería usurpadora; y reservaba tan distinguido puesto al tierno infante que hoy es objeto de las más lisonjeras esperanzas para la juventud española. Muerto el príncipe D. Alfonso, la parcialidad turbulenta fijó sus miradas en su hermana, la infanta doña Isabel.
      En medio de estos disturbios todo el territorio de la monarquía castellana era víctima de la más feroz anarquía. Sólo era atendido el derecho del más fuerte; no había seguridad ni aún dentro de las mismas poblaciones, las cuales también se encontraban divididas en bandos que se hacían una guerra cruel y sangrienta. Por los caminos era imposible transitar. Los nobles, convirtiendo sus feudales moradas en cuevas de ladrones, arrebataban su hacienda al caminante para venderla después públicamente en las ciudades, ó lo aprisionaban para exigir después por su libertad un crecido rescate. Uno de estos capitanes de bandidos, D. Alfonso Fajardo, caballero muy poderoso del reino de Murcia, mantenía un tráfico infame con los moros, vendiéndoles como esclavos á los prisioneros cristianos de ambos sexos que cautivaba en sus vandálicas correrías (1). Cercado en uno de sus castillos por seiscientos caballos, mandados por el valeroso Capitán Gonzalo de Saavedra, y subyugado después de una obstinada resistencia, fué nuevamente admitido al favor Real, pues aquel Rey pusilánime y mentecato, ni aún sabía cuando debía perdonar ó castigar. Agréguese á esto las luchas parciales habidas en el mismo siglo entre los varones más poderosos del feudalismo español, como las que mantenían constantemente las casas de Ponce, Guzmán, Zúñiga, Córdoba, Aguilar, Carvajal y Benavides en Andalucía; Mojica y Avendaño en Vizcaya, Fajardos y Manueles en Murcia; Oñez y Gamboa en Guipúzcoa; y otras muchas, difíciles de enumerar, y podrá formarse una idea del estado de desorden y disolución en que se encontraba la sociedad española en aquella época tan calamitosa.
      Las provincias Vascongadas eran de las que más sufrían aquel azote desolador, y á ello debieron la organización de sus hermandades sobre una base tan estable y tan firme como las ordenanzas que para su gobierno recibieron; leyes preciosas con las cuales tanto se envanecen y que han hecho la felicidad de estas privilegiadas provincias.
      La provincia de Alava quedó libre de la dominación de los musulmanes cuando éstos invadieron la Península después de destruir la Monarquía goda á orillas del Guadalete. En aquellos tiempos en que estaban tan en boga las peregrinaciones á los santuarios, los devotos de España iban al de Santiago de Galicia por las sendas de Alava. Los alaveses creen que hasta el reinado de D. Alfonso VIII no estuvieron sometidos á los Reyes de Castilla; pero no es así; al principio obedecieron la autoridad de los reyes de Asturias; fueron fieles vasallos de D. Alfonso VI, el conquistador de Toledo; pero durante la guerra que D. Alfonso I de Aragón, el Batallador, sostuvo con su esposa doña Urraca de Castilla, la provincia de Alava se separó de esta Corona, y siguió unida, unas veces á la de Aragón, otras á la de Navarra, hasta que D. Alfonso VIII la conquistó, y desde entonces quedó definitivamente incorporada á la Monarquía castellana.
      A consecuencia de los muchos desórdenes, muertes, robos y otros desmanes que en dicha provincia se cometían á fin del siglo XIII (1) y principios del siglo XIV por la rivalidad que existía entre las villas y lugares realengos con los de Señorío ya fuesen solariegos ó de behetría (2), y por las luchas que se suscitaban á veces entre los colonos de un mismo solar ó entre éstos y sus señores, nació en ella la primera idea de hermandad. La Cofradía del Campo de Arriaga fué la primera que se conoció. Componíase esta Junta de infanzones, hijosdalgo, ricos-homes, caballeros y escuderos, del Obispo de Calahorra, del arcediano y clérigos de la provincia y de algunas señoras alavesas. Para celebrar las juntas se convocaba á los cofrades á voz de pregón. Reunidos el día designado después de practicar ciertos oficios civiles y religiosos con asistencia del Obispo de Calahorra, su Provisor y Procurador, elegían los cuatro Alcaldes de la Cofradía, uno de los cuales hacía de Justicia Mayor y á él tocaba fallar en definitiva las apelaciones. Para el gobierno militar y político de la provincia elegían á un Señor ó Conde; y éste era el capitán general y el que mandaba las fuerzas militares de la provincia en las guerras que ocurrían.
      Algún tanto se atajaron por el pronto los desórdenes con las medidas adoptadas por la Cofradía; pero como en ella prevalecía la clase noble del país, descontentos los del estado llano y los vecinos de los lugares realengos, volvieron á renovarse los disturbios entre los cofrades de Arriaga y los vecinos de Vitoria, tanto que para apaciguarlos D. Alfonso XI tuvo que enviar á su Merino Mayor Juan Martínez de Leiva. La Cofradía de Arriada se deshizo en abril de 1332, y los nobles se sometieron á lo que el Rey determinase.
      Según un instrumento que se conserva en el archivo de Añana, hecho en la villa de Haro á 6 de agosto de 1358, la ciudad de Vitoria formaba hermandad con las de Haro, Logroño, Naxera, Santo Domingo, Miranda, Treviño, Briones, Navalello, La Bastida, Salinillas, Portilla, Salinas de Añana, la Puebla de Arganzón, Peñacerrada y Santa Cruz de Campezu. Tenían estas Hermandades para su régimen y gobierno ciertas ordenanzas pero nunca merecieron la aprobación de los Reyes. En el año 1315 se unió la Hermandad de Vitoria á la que se formó entonces durante la minoría de D. Alfonso XI, y que se denominó Santa Hermandad de los Reinos de Castilla y de León, de la cual formaron parte también las Hermandades Viejas de Toledo, Ciudad-Real y Talavera. En el año 1417, último de la minoría de D. Juan II, las Hermandades de Alava presentaron á la aprobación de la Reina gobernadora un cuaderno de ordenanzas que contenía treinta y cuatro artículos, los cuales fueron aprobados, y se mandó á las mismas Hermandades que requiriesen á otras muchas villas y lugares para que entrasen en ellas, y que si se negaban, no se quejasen de los males que sufriesen. Confirmadas estas ordenanzas por D. Juan II, el año 1443, ya dijimos en el capítulo precedente los conflictos ocurridos en dicho año entre las Hermandades y los Señores de Salvatierra y de Haro. En el mismo capítulo hemos consignado las cartas expedidas en Valladolid por el mismo citado Monarca el año 1449, mandando formar Hermandades en las tres provincias Vascongadas. D. Enrique IV las confirmó en Madrid á 22 de marzo de 1458, haciendo en sus ordenanzas algunas ligeras alteraciones; pero habiendo llegado al más alto punto de desenfreno las facciones en aquellas provincias, con el fin de poner término á los conflictos y sangrientas luchas que se sucedían sin intermisión, y como consecuencia de semejante estado de cosas, los robos y los crímenes; valiéndose de hombres sabios y experimentados, acometió en el año de 1463 la reforma general de las referidas Hermandades.
      Para llevar á cabo esta importante reforma, primeramente comisionó D. Enrique IV á los Doctores Fernán González de Toledo y Diego Gómez de Zamora, y al licenciado Pero Alonso de Valdivielso (1), para que los tres juntamente, ó á lo menos dos de ellos, inquiriesen el estado en que se encontraban las provincias de Alava, Guipúzcoa y Vizcaya, y le informasen de lo que en ellas hubiese ocurrido desde la última vez que el Rey las había visitado, los delitos que se hubiesen cometido contra las Hermandades ó por las Hermandades, por los Concejos, parientes mayores (nobles), ó por cualesquiera otras personas, á fin de proveer lo que fuese de justicia, y que no quedasen los crímenes sin el conveniente castigo.
      De la información hecha por los referidos jurisconsultos, resultó: 1.°, que las Hermandades no estaban bien gobernadas; que no se administraba debidamente la justicia en ellas, y que intervenían en ellas personas cuya influencia era perjudicial al servicio del Rey y al bien público: 2.°, que algunos capítulos del cuaderno de las Hermandades no se observaban; que otros capítulos era necesario reformarlos y corregirlos y que asimismo era necesario añadir otros capítulos á dicho cuaderno; y 3.º, que las Hermandades echaban á los pueblos indebidamente muchas contribuciones, cuyos productos se malversaban en perjuicio de las provincias y de los intereses de la Corona. El Rey en vista de este informe, expidió una carta en Fuenterrabía á 4 de mayo de 1463, dando amplias facultades á los Doctores y Licenciado referidos, y al Licenciado Juan García de Santo Domingo, para que procediesen á hacer una reforma general en las leyes y ordenanzas de las Hermandades de Guipúzcoa y Vizcaya; previniendo que lo que los citados jurisconsultos hicieren, ordenasen y mandasen fuese válido y se observase por todas las Hermandades de las indicadas provincias, vecinos y moradores de ellas, pues desde luego, y á ciencia cierta, lo aprobaba y alababa como si él mismo lo hiciera y ordenara de su propio motu y absoluto poder; porque era su merced y voluntad que las Hermandades estuviesen bien reformadas, esforzadas y obedecidas, para que en el territorio que comprendían se administrase bien la justicia; y encargaba al Escribano fiel de hechos de las Hermandades, ú otros cualesquiera Escribanos depositarios de sus cuentas y papeles, que hiciesen entrega de ellos á los mencionados jurisconsultos, so pena de incurrir en el desagrado de S.M., de la privación de sus oficios y de la confiscación de sus bienes en beneficio de la Real Cámara y del fisco.
      El día 5 de septiembre del mismo año de 1463, D. Enrique IV mandó al Doctor Fernán González de Toledo, y á los Licenciados Pero Alonso de Valdivielso y Juan García de Santo Domingo, que reformasen las leyes y ordenanzas de las Hermandades de Alava, y que mientras el último de dichos Licenciados se hallaba ocupado en asuntos de su Real servicio, los otros dos jurisconsultos, residiendo en Miranda de Ebro ó en los lugares de la provincia de Alava, donde creyesen necesario, diesen las órdenes oportunas para el gobierno de la misma, hasta terminar la reforma que tenían encomendada.
      Hallándose cumpliendo su cometido los referidos Doctor y Licenciado, el primero tuvo que ausentarse de Miranda de Ebro por haber enfermado su mujer, y otras ocupaciones graves, y dio poder amplio, el día 17 del mismo mes de septiembre, al Licenciado Pero Alonso para que, según lo tenían acordado, procediese á redactar y plantear las nuevas leyes de las Hermandades de Alava. En el poder firman como testigos tres escuderos del Doctor.
      El Licenciado de Valdivielso cumplió perfectamente el encargo. En la aldea de Riba-Vellosa, asociado con algunos honrados hombres, Procuradores y Diputados de las Hermandades de dicha provincia, especialmente con Juan López de Letona, Escribano fiel de hechos de las mismas, Gonzalo Ibañez de Landa, Pero Sánchez de Gopegui, Juan de Mendoza, Juan Fernández de Mendizabal, Martín Sánchez de Echevarría, Juan Sánchez de Ariniz, Portuño de Chaburu, Ruy Díaz de Zurbano, y otros Procuradores, redactó un cuaderno que contiene sesenta leyes, por las cuales se han venido rigiendo dicha provincia desde entonces. De estas leyes, sólo haremos mención de las relativas á la persecución y castigo de los malhechores.
      Por la I ley se establece que todas las Hermandades deben estar al servicio de Dios y del Rey, siendo su fin principal la recta administración de justicia, para que los ciudadanos honrados disfrutasen de mucha paz y sosiego, y los malhechores fuesen castigados y no pudiesen entregarse á sus fechorías.
      En la ley II se establece el número de Hermandades que había de haber en la provincia; que todas juntas formasen una Hermandad y un cuerpo; que se ayudasen y favoreciesen mutuamente, y que no se dividieran ni apartaran unas de otras; que no se impusiesen tributos á los pueblos sin acuerdo de la Junta de los Procuradores de todas las Hermandades ó de la mayor parte de ellas; que todas las villas y lugares de la provincia obedeciesen los acuerdos de la Junta de Procuradores, y que, á los que no quisieran obedecerlos, los demás los compelieran á ello; y que ningún particular ni ningún pueblo se separase de la Hermandad, so pena de cincuenta mil maravedís los primeros y de mil doblas los segundos.
      La ley III prohibe las parcialidades, ligas y monipodios, bajo pena de veinte mil maravedís á los Concejos, y de cinco mil á cada persona que tomase parte en ellos, cuyas multas se destinaban á los fondos generales de la Hermandad.
      La ley IV señala los casos de Hermandad, es decir, los delitos y negocios de que la Hermandad debía conocer. Éstos son: muertes, robos, hurtos, tomas, incendios, robos de casas con escalamiento y fractura, talas de frutales, mieses y heredades, quebrantamiento de treguas puestas por el Rey, por la Hermandad, ó por los Alcaldes y Comisarios de ella; prendas, detención y embargo de bienes hechos por propia autoridad ó injustamente; sostenimiento y acopiamiento de acotados y malhechores; tomas y ocupación de casas y fortalezas; resistencia hecha contra los Alcaldes, Comisarios, Procuradores y demás oficiales de la Hermandad; cuestiones y debates entre Concejos ó comunidades, ó entre éstas y aquéllos y particulares. Fuera de estos casos les estaba prohibido á los Comisarios, Procuradores y Alcaldes de la Hermandad entrometerse en ninguna clase de negocios, bajo la pena de 5,000 maravedís, mitad para la Hermandad y mitad para la persona ó corporación que hubiese sufrido el perjuicio.
      La ley V ordena que cada Hermandad ó pueblo, nombre un Alcalde. Los Alcaldes de Hermandad tenían jurisdicción general y universal en todas las tierras de la provincia en las cosas contenidas en los cuadernos de la Hermandad y en los casos de Hermandad. Podían perseguir y prender en todo el territorio de la provincia á los malhechores. Una vez el malhechor en poder del Alcalde que emprendió primero su persecución, ni el Alcalde del punto donde se cometió el delito, ni el del distrito donde fué capturado, podían obligarle á que les hiciera entrega del reo, pues le competía el juzgarlo y sentenciarlo. Pero si el Alcalde del punto donde se cometió el delito quería tener conocimiento de la causa, el Alcalde que persiguió y capturó al delincuente debía permitir que se asociara con él, y los dos juntos sentenciaran al reo. Si algún Alcalde era negligente para castigar un delito, otro Alcalde cualquiera de Hermandad podía asociársele para formar la sumaria y fallar ambos la causa. Si el Alcalde era recusado como sospechoso, le podía asociar el del pueblo más próximo, y si los dos eran recusados, debían asociarse á un tercero, y los tres entendían del asunto. Los Alcaldes no recusados debían conocer de los asuntos en unión de los recusados bajo pena de 2,000 maravedís.
      La ley VI establece que cada año, la Hermandad General de la provincia, nombre dos Comisarios que vigilen á los Alcaldes, y los castiguen por las faltas ó delitos que pudiesen cometer en el desempeño de su cargo.
      La ley VII trata de la elección de Alcaldes y Comisarios y de juramento que debían prestar. Esta ley es sumamente interesante, como que de la elección de buenos funcionarios pende que las leyes é instituciones den los favorables resultados que se prometieron sus autores al establecerlas.
      Toda población ó pequeña Hermandad debía elegir su Alcalde todos los años el día de San Martín, en el mes de noviembre. La Junta General de Procuradores de la Hermandad de la provincia, nombraba los dos Comisarios todos los años el mismo día de San Martín. Uno de los Comisarios ejercía su jurisdicción en las ciudades y villas; el otro en los lugares y demás tierras de la Hermandad. Los Alcaldes y los Comisarios debían ser hombres buenos y de buena fama, competentes, idóneos, honrados y ricos; hombres de autoridad y buen deseo, y abonados cada uno de ellos en cantidad de 50,000 maravedís. Debían no haber sido malhechores, ni ser aficionados ó parciales de los caballeros y parientes mayores. No podían ser elegidos Alcaldes y Comisarios aquellos que solicitaran dichos oficios y se ofreciesen á servirlos sin salario. En la elección y nombramiento de estos funcionarios les estaba prohibido á los parientes mayores y á toda clase de personas, influir directa ni indirectamente, ni procurar de cualesquier manera que recayese la elección en ciertas y determinadas personas. Los Alcaldes debían ser elegidos libre y espontáneamente por los Concejos y tierras donde habían de ejercer su jurisdicción, y los Comisarios por los Procuradores reunidos en junta general de la Hermandad. Los Concejos, tierras y Procuradores no debían elegir Alcaldes y Comisarios á personas determinadas por ruego é influencia de nadie, pues de lo contrario, cada persona mayor ó persona singular que interviniese en las elecciones, incurría en la multa de cincuenta mil maravedís; cada Concejo ó tierra en la de diez mil, y cada Procurador en la de tres mil. Los Alcaldes y Comisarios nombrados, si no querían aceptar dichos cargos, incurría cada uno de ellos en la pena de diez mil maravedís para la Hermandad, y además tenían que aceptar á la fuerza el oficio para que habían sido elegidos. Los Alcaldes nombrados se presentaban después á la Junta General para que los Procuradores aprobasen sus nombramientos. Si los Procuradores encontraban que en algunos de los Alcaldes no concurrían las circunstancias expresadas, anulaban los nombramientos y elegían otros en su lugar. Si algunos Concejos ó lugares no elegían sus Alcaldes ni los enviaban á la Junta General, los Procuradores reunidos en ella debían nombrarlos, que fuesen vecinos de los Concejos donde iban á ejercer la jurisdicción y que tuviesen todos los requisitos prevenidos. Confirmados y aprobados por la Junta General los nombramientos de Alcaldes y Comisarios, pasaban estos funcionarios á prestar el juramento. Dentro de una iglesia, poniendo la mano derecha sobre la señal de la cruz y los Santos Evangelios, juraban con la mayor solemnidad usar de sus oficios, bien, fiel y derechamente; administrar recta justicia en todos los negocios; guardar las leyes, capítulos y ordenanzas de los cuadernos de la Hermandad; no infringirlos por amor ni desamor, dádivas ni promesas, afición, parcialidad, amistad ó deudo, ni por otra cosa alguna; no dejar de administrar justicia, según debieren, con rectitud y con toda diligencia; no pertenecer durante el año de su empleo á ningún bando, parcialidad, ni divisa de caballeros ó parientes mayores, ni de sus cosas, ni de personas ningunas, si no respetar y acatar todo lo que cumpliese al servicio del Rey, al bienestar de las Hermandades de la provincia, y ejecutar la justicia con todo su poder.
      La ley VIII trata del modo de procesar y castigar á los criminales. Los Alcaldes de la Hermandad debían proceder contra los criminales, bien á pedimento y querella de parte, ó por su propio oficio en cuanto tuviesen conocimiento del delito. Si practicadas las primeras diligencias no eran hallados los reos, los Alcaldes los llamaban y emplazaban por medio de tres pregones y término de treinta días; cada pregón tenía lugar de diez en diez días. Si el reo se presentaba durante los primeros diez días era oído en justicia; si á los veinte días, también era oído; pero si no se presentaba dentro del segundo plazo, era condenado por los daños y perjuicios causados á la parte agraviada y en cinco mil maravedís para la Hermandad; si se presentaba á los treinta días también era oído; pero si pasaba este último plazo sin presentarse, era declarado autor del delito cometido; enemigo del Rey y condenado á muerte, y se mandaba á todas las Justicias que lo prendiesen donde quiera que lo hallasen, y ejecutasen la pena contra él fulminada. Si la parte agraviada pedía que el Alcalde declarase al malhechor enemigo suyo y de sus parientes hasta el cuarto grado, debían hacerlo así. Si los malhechores eran presos por los Alcaldes ó se presentaban en la cárcel en el término de los treinta días, que los recibiesen y tuviesen presos, que los oyeran en justicia; y abreviando los términos, sumarialmente, sin estrépito ni figura de juicio, fallasen sin dar lugar á malicias ni á dilaciones indebidas. Si los otros Alcaldes de la Hermandad, que ya habían tenido conocimiento del hecho, dijeren bajo juramento, que sabían la verdad, que valiese el juramento si además había otras pruebas que lo corroborasen, y que bajo juramento sentenciaran á los malhechores después de haber oído á las partes.
      La ley IX trata de las Juntas generales que habrían de celebrarse cada año. Las ordinarias eran dos, la una en el mes de mayo, tenía lugar en la ciudad de Vitoria, y la segunda en el mes de noviembre el día de San Martín, en el punto donde en la Junta anterior se hubiese acordado. También podían celebrarse Juntas extraordinarias en caso de urgente necesidad.
      La ley X establece que en las Juntas ordinarias y extraordinarias interviniese el Alcalde á cuya jurisdicción perteneciera el punto donde los Procuradores se juntasen, á fin de que todo lo que se hiciese en las Juntas tuviese mayor autoridad.
      La ley XIII establece el juramento que habían de hacer los Procuradores, Alcaldes y Comisarios que se hallasen presentes á la Junta, de dar bien sus votos. Este juramento se reduce á manifestar que sus votos siempre tendrán por objeto dar apoyo á las medidas y acuerdos beneficiosos para toda la provincia, y no obrar con la mira exclusiva de reportar alguna ventaja particular ó local. Los que infringían el juramento eran privados de sus oficios y multados en 2,000 maravedís para la Hermandad.
      La ley XIV ordena que las Juntas sólo entiendan de casos de Hermandad, de los hechos de los Alcaldes y Comisarios y de las quejas que de ellos diesen los pueblos, y sobre esto que dictasen justas providencias.
      La ley XVI ordena que cuando los Alcaldes de la Hermandad no administrasen bien la justicia ó sostuviesen á los malhechores en su jurisdicción, ó soltaran y diesen por absueltos á malhechores que merecían la pena de muerte ú otras penas cualesquiera, por ruegos, favor ó dinero, ó por las mismas causas, dejasen de hacer justicia, que pasasen á las partes todo el daño que por ello les hubiese sobrevenido; que perdiesen el oficio y quedaran inhabilitados para ser Alcaldes en los tres años siguientes; que sufriesen las penas que debían haber impuesto á los malhechores; que pagasen la multa de 2,000 maravedís para la Hermandad; que devolviesen á las partes el duplo del dinero que hubiesen recibido; pero si alguna de las partes era cómplice en el cohecho, entonces dicha cantidad debía entregarse á la parte contraria. A las mismas penas estaban sujetos los Comisarios y Procuradores de la Hermandad que faltasen á la Justicia.
      La ley XVIII trata de las cualidades y circunstancias que deben concurrir en los Escribanos de la Hermandad, casi iguales á las que se exigen para los Alcaldes, Comisarios y Procuradores.
      La ley XIX ordena que los Alcaldes den cuenta todos los años en las Juntas generales de los delitos que se hubiesen cometido en sus respectivos distritos; de las pesquisas que hubiesen hecho para prender á los malhechores y de las penas que les hubiesen impuesto. Si las Juntas creían conveniente que los Alcaldes presentaran los procesos para examinarlos, debían hacerlo así; y el que se negaba á ello, era quitado de Alcalde, inhabilitado para serlo en los tres años siguientes y multado en 5,000 maravedís para la Hermandad.
      La ley XX ordena que las ciudades, villas y lugares de la Hermandad paguen el salario de costumbre á su Procuradores.
      La ley XXI prohibe que pueda ejercer cargo de la Hermandad ninguno que no sea vecino de ella.
      La ley XXIX prohibe dar acogida á los malhechores de la Hermandad y establece las penas siguientes: 1.ª Toda ciudad, villa, lugar ó tierra de la Hermandad que diese acogida y sustento á cualesquier acotado (condenado en rebeldía) y malhechor, debía pagar una multa de 10,000 maravedís para la Hermandad. 2.ª Los particulares que cometiesen el mismo delito, 5,000. 3.ª Las casas donde se acogieren y estuviesen los malhechores, habían de ser tomadas, derribadas y reducidas á ceniza por la Hermandad. 4.ª Los que defendiesen, amparasen y no permitiesen á los Alcaldes y Comisarios de la Hermandad buscar á los malhechores en sus casas y fortalezas, ó en otros lugares, y además los prenden y molestan, eran castigados con las mismas penas que los malhechores merecían.
      La ley XL ordena que en la primera Junta General que celebrase la Hermandad se anotasen en un libro todos los que habían sido acotados ó sentenciados en rebeldía en los diez últimos años, y que se pasase nota á todos los Concejos, villas y lugares para que no les permitiesen residir en ellos. Que los Alcaldes notificasen sus nombres, so pena de la multa de 5,000 maravedís por cada acotado que encubriesen; y que en adelante, siempre que declararan á alguno acotado, lo notificasen á la Junta General, para sentarlo en el libro indicado y pasar nota á todos los pueblos de la Hermandad. El Alcalde que faltara esta parte de la ley incurría en la multa de 10,000 maravedís.
      La XLI dispone que luego que estuviesen registrados en el libro de la Hermandad los nombres de los acotados, que cualquiera que los encontrase dentro del territorio de la Hermandad los pudiese prender y matar sin pena ninguna, pues eran enemigos declarados del Rey y de su justicia.
      La ley XLII ordena que si algunos caballeros, personas poderosas ó Concejos no pertenecientes á la Hermandad, hubiesen dado acogida á malhechores, y éstos, abusando de aquella protección, cometiesen nuevos daños en tierras ó á individuos de la Hermandad, y requeridos sus protectores por ésta, no quisiesen entregarlos, que la Hermandad pudiese apoderarse en cualquier tiempo de los bienes que dichos señores, ó sus vasallos, ó vecinos de los indicados Concejos tuviesen en territorio de la misma, para con su importe indemnizar á la parte agraviada.
      La ley XLI establece que el pago de las costas corresponde á los culpables.
      La XLVI prohibe á los Concejos y particulares de cualquier estado y condición que fueren, que hagan resistencia á los Alcaldes y Comisarios de la Hermandad, y á las personas encargadas por éstos para perseguir y prender á los malhechores; que no traten de ponerlos en libertad ni quebranten la prisión donde estuvieren, pues de lo contrario incurrirían en las penas establecidas y en la multa de 10,000 maravedís las personas, y de 20,000 los Concejos.
      La ley XLVII establece que los Alcaldes y Comisarios sirvan sus oficios un año, y lo mismo los Procuradores de la Hermandad, si bien estos últimos funcionarios podían ser reelegidos.
      La ley XLVIII ordena á la Hermandad que intervenga en los ruidos y reyertas que ocurriesen entre linajes, Concejos y personas poderosas, facultándola para que imponga penas á los culpables.
      La ley XLIX declara caso de Hermandad los debates entre Concejos, comunidades, y entre particulares y las referidas corporaciones.
      La ley L ordena se castigue á los que procuren sobornar la justicia de la Hermandad, y á los Jueces prevaricadores.
      La ley LI ordena á los Comisarios vigilar el uso que los Alcaldes hacen de sus oficios, castigarlos si faltan á sus deberes, y si creen que deben ser depuestos, denunciarlos á la Hermandad. Por la misma se faculta á la Hermandad para que castigue y destituya á los Comisarios negligentes.
      La ley LII establece la pena de muerte para el crimen cometido con alevosía.
      La ley LIII ordena que para evitar las Juntas extraordinarias de la Hermandad, en la general ordinaria de San Martín de noviembre, además de los Alcaldes y Comisarios se nombren cuatro Diputados, los cuales juntamente con los dos Comisarios resuelvan aquellas cosas que ocurran, y para las cuales los Alcaldes no estaban facultados.
      La ley LIV declara caso de Hermandad las detentaciones de la propiedad valiéndose de la fuerza, y además de las penas establecidas impone á los detentadores la multa de 3,000 maravedís para la Hermandad.
      La ley LV limita á ciertos casos las facultades de los Alcaldes para proceder contra los criminales cuando no preceda la querella ó pedimento de la parte agraviada.
      La ley LVI restringe la jurisdicción de los Alcaldes, y establece que los criminales sean juzgados por los Alcaldes del término donde cometieron el delito.
      La ley LVII ordena que cuando los reos sean insolventes, la Hermandad del término donde fué cometido el delito pague las costas.
      La ley LX establece la manera de perseguir á los criminales: el somatén anunciado por el repique de la campana en el punto donde se perpetró el delito.
      La provincia de Guipúzcoa, lo mismo que la de Alava, no fué dominada por los sarracenos; y en el reinado de D. Alonso VIII quedó definitivamente incorporada á la corona de Castilla.
      La primera noticia auténtica que se tiene de su gobierno es la que suministra una Real cédula de D. Enrique II, fechada en Sevilla á 20 de diciembre del año 1375, en la cual se dice en tiempo de D. Alfonso XI estaba formada la Hermandad. Ignórase el año de su establecimiento. Con el fin de poner coto á los desmanes y fechorías de los nobles ó parientes mayores, D. Enrique II quiso que se hiciese otra Hermandad á imitación de la que ya había, para lo cual expidió la Real cédula citada y comisionó á su alcalde García Pérez Camargo, el cual añadió varios capítulos al cuaderno por que se regía la Hermandad, y se crearon los siete Alcaldes de la misma, que fueron repartidos por los dos valles de Mondragón y Segura y La Marina. Este cuaderno fué confirmado por D. Juan I en Real cédula que expidió en Burgos á 18 de septiembre de 1379.
      Don Enrique III creyó conveniente establecer algunas leyes nuevas, para lo cual, estando en Avila, á 20 de marzo de 1397, comisionó al doctor Gonzalo Moro, individuo de su Consejo, Corregidor y Veedor de Guipúzcoa y Vizcaya. Este letrado reunió á los Procuradores de la Hermandad en la villa de Guetaría y dio cumplimiento á la orden de su Soberano. D. Juan II, con el fin de poner remedio á los muchos daños y males que se ejecutaban por las parcialidades de Oñecinos y Gamboinos, dispuso por Real cédula, expedida en la villa de Dueñas á 23 de abril de 1453, que no se pudiese apelar de las sentencias dadas por los Alcaldes de la Hermandad sino á su Real Persona.
      A pesar de tan sabias y repetidas providencias, nunca fueron mayores los alborotos en Guipúzcoa como en los primeros años del reinado de D. Enrique IV. No eran bastantes las leyes de la Hermandad recién confirmadas ni todo el celo de los pueblos unidos entre sí á contener la insolencia de los parientes mayores, que encastillados en sus torres y casas fuertes destruían con la gente de su parcialidad todo el país, derramando mucha sangre, robando é incendiando las casas, talando los campos, sin que nadie pudiese andar seguro por los caminos; y para colmo de estos horribles atentados, tenían á veces la osadía de provocar á pueblos enteros, por medio de carteles que fijaban en ciertos sitios, á que midiesen sus fuerzas con ellos en un combate. Informado el Rey de tales escándalos y desórdenes, en el mes de febrero de 1457 pasó en persona á Guipúzcoa, y habiendo recorrido toda la provincia, mandó se derribasen y allanasen las casas fuertes de Olaso en Elgoibar, la de Lazcano en el mismo lugar, la de Leizaur en Andoain, la de San Millán en Zizurquil, la de Murguía en Astigarraga, las de Gaviria y Ozaeta en Vergara, la de Zaldivia en Tolosa, la de Astigarribía en Guetaría, la de Zarauz en Zarauz, la de Alcega en Hernani, la de Achega en Usurbil y otras varias. En seguida pasó á Vizcaya y ejecutó lo mismo con las casas fuertes, desterrando á Estepona y ó puntos de la Península á los más culpables en tan ruidosos disturbios (1). Para mayor tranquilidad de la provincia, estando el Rey de vuelta en Vitoria, á 30 de marzo del mismo año, confirmó el cuaderno de Ordenanzas redactado por el doctor Gonzalo Moro, añadiendo otras hasta el número de 147. En el año de 1459 se ajustó una famosa concordia entre Guipúzcoa y San Sebastián, por la cual se comprometía esta ciudad á que por el plazo de veinte años sus vecinos acudiesen á los llamamientos de apellidos ó somatenes de la Hermandad, siempre que ocurriesen, no obstante el privilegio que gozaban por el título LXVII del citado cuaderno de Ordenanzas, de no alejarse más de una legua de sus moradas en semejantes ocasiones, y que la provincia daría favor igualmente en tales casos á San Sebastián, bajo la pena de 2,000 doblas del cuño del Rey á los que no guardasen dicha concordia (2).
      Posteriormente volvió D. Enrique IV á Guipúzcoa con motivo de las vistas que tuvo en la frontera con Luis XI, Rey de Francia; y por Real cédula despachada en Fuenterrabía á 4 de mayo de 1463 comisionó á los Doctores Fernán González de Toledo y Diego Gómez de Zamora, y á los Licenciados Juan García Santo Domingo y Pedro Alonso de Valdivielso para que reformasen las leyes de la Hermandad de la provincia como antes queda dicho. Los Comisionados reunidos con los Procuradores de las provincias en la villa de Mondragón á 13 de julio del mismo año, formaron un nuevo cuaderno de 207 leyes. En los años de 1469 y 1470 la Junta de la Hermandad dispuso nuevas leyes que fueron aprobadas por D. Enrique IV en Ocaña á 30 de enero de 1469 y en Medina del Campo á 23 de agosto de 1470. En 8 de enero de 1482 reunidos los Procuradores de la provincia en Basarte, en la iglesia de Santa María de Olas, con asistencia de su Corregidor Juan de Sepúlveda, establecieron algunas ordenanzas que fueron confirmadas por los Reyes Católicos á 17 de marzo del mismo año. Doña Juana y su hijo el Emperador Carlos V de Alemania, I de España, confirmaron en 18 de febrero de 1519 las ordenanzas relativas á las Juntas de la provincia. En 15 de octubre del año de 1583 se formó una recopilación de las leyes y ordenanzas de la Hermandad confirmadas hasta entonces por los Reyes de Castilla. No hallándose comprendidas en esta recopilación muchas leyes establecidas y confirmadas posteriormente, ni las mercedes y privilegios particulares, tuvo por conveniente la provincia formar una nueva recopilación, lo cual fué ejecutado con grande acierto en el año 1692, por D. Miguel de Aramburu, caballero muy distinguido del país, y de vasta y sólida instrucción. Con licencia expedida por el Rey D. Carlos II, á 3 de abril de 1696, se imprimió esta obra en Madrid, con el título de: Nueva recopilación de los fueros, privilegios, buenos usos y costumbres, leyes y ordenanzas de la M.N. y M.L. provincia de Guipúzcoa. Por esta recopilación, á la cual se añadió un suplemento en 1758 de varias ordenanzas posteriores, se ha gobernado la provincia de Guipúzcoa.
      De esta nueva recopilación sólo vamos á examinar las leyes comprendidas en los títulos 10, 13, 16, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 34, 35, 36 y 39.
      El título X trata de la jurisdicción de la Hermandad. El capítulo 1.° de dicho título contiene la ley CIII de las ordenanzas de la misma, reformadas por los Comisarios de D. Enrique IV, y en ella se establece, que la Hermandad de la provincia se guarde y observe y que la Junta y Procuradores de ellas procedan contra los que la quebrantaren. Si alguna villa quebrantaba la Hermandad, debía pagar cincuenta mil maravedís para las otras villas y lugares obedientes, y si era una Alcaldía, treinta mil maravedís.
      El capítulo 2.°, ley LXV de dicho cuaderno, faculta á los Procuradores de la Junta para que corrijan las sentencias mal dadas por los Alcaldes de la Hermandad, y para que los castiguen y destituyan si por su ignorancia ó malicia lo mereciesen.
      El capítulo 3.° contiene una disposición dictada por D. Enrique IV en 8 de julio de 1470 facultando á la Hermandad de la provincia para que pueda juzgar los delitos que los vecinos de ella cometieren en la mar ó en cualquiera parte fuera de su territorio. El capítulo 4.° contiene otra disposición del mismo Monarca dada en 25 de septiembre de 1468 para que la Junta de la Hermandad juzgue los pleitos civiles y las causas criminales que susciten entre los Concejos, ó entre éstos y particulares de su territorio.
      El capítulo 5.° contiene la ley XIII de las citadas ordenanzas, la cual faculta á los Alcaldes de la Hermandad para que juzguen á los que cometieren muertes y heridas alevosamente durante la noche, y á los que cometieren los mismos delitos con ballesta ó arma de fuego, aunque fuesen vecinos de villa cercada. Tiene por objeto esta ley que dichos crímenes sean castigados con más eficacia y prontitud. El capítulo 6.° contiene una Real disposición dictada por don Enrique IV á 27 de noviembre de 1473. Por ella se faculta á la Junta y Procuradores de la Hermandad y á los Alcaldes, siempre que preceda mandato de aquellos, para que procedan contra los rebeldes y desobedientes á los llamamientos de la provincia, y para que en el término de nueve días pronuncien sentencia contra ellos, les quemen las casas y les talen las heredades. También se les faculta para tratar de la misma manera á los que los favorezcan y amparen, y para condenar á muerte á los que injuriasen, hiriesen ó hicieran violencia á los Procuradores y Alcaldes, ó á los comisionados por éstos, en el ejercicio de sus funciones.
      El capítulo 7.° ordena que sólo conozcan de los pleitos y casos de Hermandad la Junta y Alcaldes de la misma, y el Rey ó las personas diputadas para ello por S.M.
      El capítulo 8.° previene que los Comisarios, Jueces ó Diputados nombrados por el Rey para conocer de los casos de Hermandad, se arreglen á los procedimientos y leyes de la misma y no juzguen de otra manera alguna.
      El capítulo 11 contiene la ley CXX del cuaderno de Ordenanzas hechas por los Comisarios de D Enrique IV en 1463. Esta ley faculta á las Justicias de Guipúzcoa y de Vizcaya para que para que mutuamente puedan entrar en el territorio de ambas provincias á capturar los criminales refugiados en ellas.
      El capítulo 12 previene que los pueblos circunvecinos á la provincia de Guipúzcoa entreguen á la Hermandad de la misma los delincuentes que en ellos se hubiesen refugiado; y que si las Justicias de dichos pueblos no querían entregarlos, los Alcaldes de la Hermandad pasaran á prenderlos.
      El capítulo 13 faculta á la Junta de la Hermandad, siempre que se componga de la mayor parte de los Procuradores para que destituya á los Alcaldes que no desempeñen bien su cometido.
      El capítulo 14 declara que todas las personas vecinos y moradores de la provincia de Guipúzcoa están sujetos á la jurisdicción de la Hermandad sin que puedan eximirse de ella por preeminencias, títulos ó privilegios que tuviesen.
      El capítulo 15 ordena que las casas que fuesen derribadas y quemadas por mandamiento y sentencia de la Junta de la Hermandad, no puedan ser reedificadas sin licencia del Rey.
      El capítulo 19 faculta á la Hermandad para que pueda desterrar de su territorio á los que le pareciere que no eran fieles al servicio del Rey.
      Y el capítulo 21 para que pueda conocer de todos los casos contenidos en el cuaderno de sus Ordenanzas y de todo lo que descienda de dichos casos y de sus incidencias.
      El título XIII trata de los Alcaldes que había de haber en todo el territorio de la provincia, de sus cualidades y juramento que habían de prestar, y de la manera de proceder en las causas criminales.
      El capítulo 1.° de dicho título previene que haya siete Alcaldes de Hermandad en toda la provincia de Guipúzcoa. Las circunstancias y cualidades que se exigían á estos funcionarios son las mismas que hemos manifestado al ocuparnos de los de la Hermandad de Alava y la precisa condición de que habían de saber leer y escribir. La elección tenía lugar en el mes de junio el día de San Juan. La primera Alcaldía comprendían á Segura con sus vecindades, Villarreal de Urrechua con las suyas, la Alcaldía de Arería y Villafranca con sus vecindades.— La segunda Tolosa con sus vecindades, Aiztondo y Hernani.— La tercera San Sebastián, Fuenterrabía, Villanueva de Oyarzún con su tierra, Astigarraga y Belmonte de Usurbil con su vecindad.— La cuarta Mondragón, Vergara, Salinas, Elgueta, Placencia y Eibar con sus vecindades.— La quinta Elgoibar con el valle de Mendaro, Motrico, Deva y Zumaya con sus vecindades.— La sexta Guetaría, Cestona, Zarauz y Orio con todas sus vecindades.— La séptima Azpeitia y Azcoitia con sus vecindades y con la Alcaldía de Sayaz.
      El capítulo 2.° que contiene la ley XXXIV del cuaderno de Ordenanzas hecho en 1463 por los Comisarios de D Enrique IV, establece el juramento que habían de prestar los Alcaldes antes de entrar á ejercer sus cargos, cuya fórmula está llena de terribles imprecaciones para en el caso de que dichos funcionarios no cumpliesen bien su cometido.
      El capítulo 3.°, ley V de dicho cuaderno, ordena que si los querellantes recibieren daño por culpa de los Alcaldes de la Hermandad, lo paguen los Concejos que los eligieron.
      El capítulo 4.° establece la jurisdicción de los Alcaldes de la Hermandad para sentenciar y ejecutar, sin embargo de la apelación, en los cinco casos siguientes: — 1.° Hurto ó robo en camino y fuera de camino.— 2.° Fuerza y violencia.— 3.° Fractura é incendio de casas, mieses, viñas y frutales.— 4.° Corta ó tala de árboles frutales y barquines de herrería.—5.° Heridas y muertes cometidas con alevosía.
      El capítulo 5.° ordena que los Oídores y Alcaldes de las Reales Chancillerías remitan á los Alcaldes de la Hermandad los delincuentes comprendidos en los cinco casos citados, que se presentaren ante ellos, y que en quitar á dichos Alcaldes el conocimiento de las causas que pendieren en su Tribunal.
      El capítulo 6.° ordena que los Alcaldes inquieran la verdad de los hechos por cuantos medios les sugiera su celo, y según lo probado, sentencien las causas.
      El capítulo 7.° establece la pena capital para los delitos de muertes y heridas.
      El capítulo 8.° establece el modo de proceder en las causas criminales, de la manera siguiente: Preso el reo, el Alcalde que fué en su seguimiento formará la sumaria, y para dictar la sentencia convocará al Alcalde más próximo, el cual debe acudir á dicho llamamiento so pena de quinientos maravedís para el Alcalde que lo convocó. Si los dos Alcaldes están en discordia, llamará á un tercero, el cual está obligado á ir al punto donde estén reunidos los otros dos bajo la misma pena, y no habían de separarse sin sentenciar la causa ó pleito; el que contraviniere debía pagar quinientos maravedís para los otros dos. De la sentencia dada por los tres Alcaldes ó á lo menos por dos de ellos, no podía apelarse.
      El capítulo 9.º establece, que cuando se cometiese alguna muerte ó herida, si el agresor y el ofendido eran de una misma villa ó alcaldía de la Hermandad, sean juzgados con arreglo á su fuero; pero si fuesen de distintas alcaldías, que competa el conocimiento de la causa al Alcalde que recibiese la querella.
      El capítulo 10, ley XXXVI del cuaderno de Ordenanzas redactado por los Comisarios de D. Enrique IV en 1463, ordena la forma de proceder por indicios contra los delincuentes en la provincia de Guipúzcoa. Este capítulo es muy notable y no podrá menos de llamar la atención de nuestros lectores, si comparan sus prescripciones con nuestra actual legislación penal sobre la misma materia. Dice el capítulo en cuestión: que siendo muy difícil castigar los delitos en la provincia, por tres razones; la primera, porque según el fuero, para ejecutar á un malhechor, era necesario que el crimen se probase con dos testigos de vista; la segunda, porque siendo casi todos los de la provincia Hijos-dalgo, no podría aplicárseles el tormento; y la tercera, porque siendo aquella tierra muy montuosa y despoblada era muy difícil hacer la prueba de testigos, por cuya causa los malhechores cada día andaban más osados y dañinos; se ordenaba y mandaba que, si alguno era acusado de haber cometido un crimen, y de las pesquisas que se hiciesen resultaren contra él tales presunciones, suficientes, así por declaración de hombres como de mujeres, «ora por un testigo de vista, ora por fama pública en la comarca, de que el tal cometió el crimen y que por ello huyó de la tierra; ó si es fama, que un hombre mató á otro y que lo vieron huir con el arma ensangrentada, ó si un hombre amenazó á otro que lo mataría, y el amenazado después apareció muerto y no se pudiese saber quien lo mató; que todas esta presunciones que siguiendo la vía ordinaria daban lugar á la prueba del tormento hiciesen prueba plena, y la Hermandad ejecutase á aquellos sobre quienes recayesen semejantes indicios, condenándoles á muerte y confiscándoles los bienes.» — Dejamos á la consideración de nuestros lectores apreciar los resultados de semejantes apruebas. A grandes males, grandes remedios, y en el estado de desmoralización de aquella época, sólo la justicia de las Hermandades con sus procedimientos breves y sumarios, con sus penas terribles, ejecutadas inexorablemente en todos los delincuentes, de cualesquiera clase y condición que fueran, podía atajar los males que aquejaban al cuerpo social.
      El capítulo 11, ley LI del citado cuaderno de Ordenanzas es también muy notable. Dice, que si no se hallase en las leyes de la Hermandad pena expresa para algún delito, que los tres Alcaldes más próximos al punto donde el delito se perpetró, y que sea válida la sentencia que dieren; si no estaban de acuerdo los tres Alcaldes, que consultasen con el Corregidor de la provincia ó con el Alcalde del Rey, y si ninguno de estos funcionarios estuviesen á la sazón en la provincia, que se asociasen con otros Alcaldes, y se ejecutara la sentencia que dieren.
      El capítulo 12, ley XXIII del mismo cuaderno, previene á los Alcaldes, que averiguada la verdad, hagan justicia brevemente sin plazos ni luengas.
      El capítulo 14 previene á los Alcaldes que no pongan á cuestión de tormento á ningún hermano de la Hermandad, sin consejo y parecer firmado por letrado conocido, afiliado también en ella, bajo pena de muerte y confiscación de sus bienes para la Hermandad.
      El capítulo 15 previene á los Alcaldes bajo pena de muerte y confiscación de sus bienes, que no pongan preso á ningún hermano de la Hermandad y propietario en cantidad de 10,000 maravedís, no siendo un malhechor público.
      El capítulo 16 impone á los Alcaldes de la Hermandad que no observen las Ordenanzas ó que se excedieren en el ejercicio de sus funciones, y en las causas criminales fatigasen é hiciesen sufrir demasiado á los delincuentes, la pena de dos meses de cadena en el lugar donde se celebrase la Junta, y las demás penas contenidas en el cuaderno.
      Los capítulos 17, 18, y 19, tratan de las costas procesales.
      El capítulo 20, ley XCIV del citado cuaderno de Ordenanzas, señala á los Alcaldes que ejecutasen á malhechores, el premio de 30 florines además de su sueldo regular de 1,000 maravedís anuales.
      Por el capítulo 21 se reduce el salario de los Alcaldes de la Hermandad á 417 maravedís anuales, equivalentes á 1152 reales en la época actual.
      El capítulo 24 da facultades y jurisdicción á los Procuradores de la Hermandad para que reunidos en Junta General ordinaria ó extraordinaria, castiguen á los Alcaldes que abusen de su oficio, fatigando á unos con prisiones, hasta pasar el año de su Alcaldía, emplazando á otros con el pretexto de que resultan pruebas contra ellos, etc., y para que esta jurisdicción concedida á los Procuradores no pudiera ser eludida podían castigar á los Alcaldes antes ó después de fallar éstos los negocios en que habían cometido abuso.
      El capítulo 26, ley XXXIV del cuaderno de Ordenanzas, faculta al Corregidor ó Alcalde de Casa y Corte que anduvieren por la provincia, para castigar á los Alcaldes de la Hermandad que no fuesen diligentes en el cumplimiento de su cargo, imponiéndoles penas aflictivas ó pecuniarias.
      En el título XVI se establecen las formas para emplazar á los poderosos, de la siguiente manera: Recibida la queja por el Alcalde, á costa del querellante enviaba un mozo al poderoso con la carta de emplazamiento, ó bien iba el mismo Alcalde á emplazarlo; y el Escribano del lugar, residencia del emplazado, tenía obligación de librar testimonio.
      Por el capítulo 4.º de este título se impone la multa de 2,000 maravedís á los que emplazados por la Junta de la Hermandad no compareciesen personalmente.
      El capítulo 5.° dispone, que ningún habitante de la provincia de Guipúzcoa pueda ser llamado personalmente á la Corte como no sea para cosas muy importantes al servicio de S.M., y en virtud de cédulas y provisiones Reales, firmadas á menos por tres Oídores del Consejo Real; que las cédulas ó albalaes que no estuvieren extendidos en esta forma, fuesen obedecidos, pero no cumplidos, y que aquellos contra quienes se dieran no incurriesen en ninguna pena por no cumplirlos, pues era uno de los privilegios de que gozaba la provincia.
      Por el título XXVII los naturales y vecinos de la provincia de Guipúzcoa gozan el privilegio de que no lo puedan ser embargadas sus armas ofensivas y defensivas ni para pago deudas ni por otra causa.
      Por el título XXVIII se prohiben: 1.º, las ligas, monipodios, confederaciones, obligaciones de esta especie, Ayuntamientos de Concejos, de Universidades y de personas singulares, bajo la pena de mil doblas á los Concejos, mitad para la Cámara y fisco de S.M., y mitad para las necesidades de la provincia; y de cien doblas á los particulares; 2.°, el ir los de la provincia á tomar parte en los bandos de Vizcaya, Alava, Oñate, Encartaciones, Navarra y Labort, bajo las penas marcadas en cuaderno de Ordenanzas, y además la de perder sus casa los que las tuvieren, y los que no, ser declarados criminales, encartados y sentenciados á muerte; 3.°, que ningún Concejo, villa ni lugar, ni ninguna persona particular, se atreviese á hacer llamamiento, Ayuntamiento ni apellido de gente, ni á amenazar á ningún Alcalde de la Hermandad, ni otras Justicias, bajo las penas que la Junta de la Hermandad tuviese á bien ponerles.
      El título XXIX es sumamente interesante; trata de las fuerzas, despojos y hurtos. El capítulo 1.° ordena que cuando algún Conde ó Señor poderoso intentara apoderarse de algún lugar ó persona, se diese la voz de apellido ó somatén padre por hijo; que la muerte del ofendido se vengase con la del agresor; si estaba preso, se procurase, valiéndose de la fuerza, ponerlo en libertad; y que si algún vecino honrado moría ó era herido en el apellido, que la provincia se encargase de su curación, subsistencia y la de su familia. Los Concejos que no acudían al llamamiento eran castigados con la multa de mil doblas, y con la de ciento los particulares.
      El capítulo 2.° ordena que si alguna persona, merino ó ejecutor intentase poner en ejecución alguna provisión Real, contraria al fuero de la provincia, sin que por los Procuradores de la misma, á lo menos por la mayor parte de ellos, no se hubiese mandado cumplir semejante provisión, que se resista al comisionado, y que si buenamente no quisiera desistir de su pretensión, que lo maten.
      El capítulo 3.º impone la multa de 5,000 maravedís á los que despojaren á otro por fuerza de su posesión, mitad para el agraviado y mitad para la provincia, y á los Alcaldes que procedieren á despojar á alguno sin oír á las dos partes.
      El capítulo 4.° dispone que al despojado se le vuelva á poner en posesión de sus bienes, procediéndose en la causa sumariamente, sin embargo de que pueda apelar la parte que se considere agraviada.
      El capítulo 8.°, ley XXX del cuaderno de Ordenanzas, dispone para castigar la negligencia de los pueblos en la persecución de los malhechores, que paguen todo lo que se robare en los caminos reales de su jurisdicción; y que el que se querellase de haber sido robado no siendo verdad, pague el duplo de la cantidad que dijo haberle sido robada y las costas que por su causa la Hermandad hiciere; y si fuese insolvente, que pase el tiempo designado por la Junta en la cadena de la provincia y sufra además cien azotes.
      El capítulo 9.°, ley VII del cuaderno de Ordenanzas, establece la pena de muerte para el que robe en despoblado cantidad de diez florines arriba, además del pago de lo robado y las costas; y para los que roben menor cantidad, la indemnización á la parte agraviada y la multa de siete tantos más para la Hermandad; si reincidiese, la pena de muerte.
      El capítulo 10, leyes XXI y XXII del mismo cuaderno, impone á los que pidieren por los caminos, montes, casas y herrarías, sin licencia de los Alcaldes, la pena de cuarenta días de cadena y la devolución de lo tomado.
      El título XXX trata de las penas que deben imponerse á los encubridores.— El capítulo 1.°, ley VIII del cuaderno de Ordenanzas, establece las mismas penas para los encubridores malhechores que para éstos.— El capítulo 2.°, ley XXVI mismo cuaderno, ordena que si los señores de casas fuertes no quisiesen permitir á los Alcaldes y Justicias hacer pesquisas en ellas, que éstos lancen el apellido; y si tomada por fuerza la casa encontrasen en ella el ladrón y las cosas robadas, que la derriben, y que el señor pague las costas que hubiere hecho la Hermandad, si se encontrase dentro de ella, y si no, el que la tuviese por él.— El capítulo 3.°, ley XVI del cuaderno, establece la multa de 600 maravedís por primera vez para el que á sabiendas tuviese en su compañía algún criminal; la de 1,200 maravedís y dos meses de cadena por la segunda vez, y por la tercera la misma pena que al criminal. — Y el capítulo 4.º establece para los que den armas y mantenimientos á los criminales las penas siguientes: por primera vez 300 maravedís, por la segunda 600, por la tercera 1,400 y por la cuarta la misma pena que al criminal, á no ser que pruebe que lo fuerza.
      El título XXXI trata de los vagabundos y andariegos. El capítulo 1.° de este título, ley XXXVII del cuaderno de Ordenanzas, establece la pena de seis meses de cadena por primera vez á los vagabundos, por la segunda dos años de destierro de la provincia, y por la tercera la de muerte.— El capítulo 2.º ordena que los vagabundos de mala vida no sean puestos en libertad bajo fianza.
      El título XXXII trata de los acotados ó sentenciados en rebeldía.— El capítulo 2.°, ley XX del cuaderno de Ordenanzas, establece varias penas pecuniarias para los Concejos y personas que no lanzasen el apellido cuando viesen acotados.— El capítulo 3.° ordena que el acotado preso llevando rallón sea ahorcado en una horca muy alta, echándole una soga por la garganta y otra por debajo de los brazos; pero que si obtuviese perdón de la parte ó se entregase voluntariamente á la Justicia y justificare que no debía ser acotado, que entonces por el delito de llevar rallón fuese degollado.— El capítulo 4.º señala el premio de 1,000 maravedís para el que prendiere ó matase al acotado y al que lo acompañase.— El capítulo 5.° señala el premio de 500 maravedís para el que delatare al acotado.— El capítulo 6.° ordena que el acotado que quisiere justificar su causa, se presente ante el mismo Alcalde que lo sentenció y no ante otro Juez.— Y el capítulo 7.° ordena que los acotados que se presentasen ante la Junta de la provincia no puedan ser puestos en libertad bajo fianza, sino que permanezcan en la cárcel pública hasta que prueben su inocencia ó hasta que vayan á cumplir la pena, y que ningún otro Juez conozca de la causa de los que así se presenten.
      El título XXXIV trata de las armas ofensivas de uso prohibido.— Por el capítulo 1.° se establece la pena de muerte para los fabricantes de rallones, por ser un arma sumamente perjudicial, á causa de que sus heridas eran incurables.— Y por los capítulos 2.° y 3.° se establece la misma pena para los que usaren rallones y para los que con intención de matar ó herir á cualquiera disparasen con ballesta, rallón, saeta, tragaz, vira ú otra arma cualquiera, aunque errasen el tiro y quedara frustrado su intento.
      El título XXXV trata de las treguas, acechanzas y desafíos.— Cuatro capítulos contiene este título, todos ellos dignos de mencionarse, porque dan á conocer perfectamente el espíritu de la época en que se dictaron.— Por el 1.° se establece la pena de muerte para todos aquellos que con alevosía, quebrantando las treguas otorgadas por las partes, ó por los Alcaldes, ó mandadas otorgar por las partes, aunque después las dos, ó alguna de ellas no las otorgasen, cogiendo descuidado á su contrario le hiriese, prendiese ó le infiriera algún daño en su persona ó hacienda.— Por el 2.° se establece la misma pena para castigar los asesinatos y heridas hechas con premeditación y alevosía.— Por el 3.° se señala la pena de seis meses de cadena para todo aquel que procurando herir ó matar á otro alevosamente, no llegase á consumar el crimen por algún incidente contrario á su voluntad, que es lo que hoy se llama delito frustrado.— El capítulo 4.° prohibe terminantemente los desafíos, por los infinitos males que de su consentimiento se seguían á la provincia, y por ser un uso gentílico, abiertamente en contradicción con las piadosas, sublimes y benéficas máximas del cristianismo, derogando todas las leyes y ordenanzas por las cuales en tiempos anteriores se arreglaban y permitían.
      El título XXXVI trata de la persecución de los malhechores. Tiene tres capítulos.— Por el 1.° se dispone, que en cualesquiera lugar, montaña, casa ó ferrería, se cometiese algún robo, el Alcalde de aquella jurisdicción lanzase el apellido ó somatén. Hecho esto por la Autoridad competente, de casas donde hubiese hombres de 25 á 50 años, debía salir uno, ó de lo contrario pagar la multa de 110 maravedís para los que salieren; y los pueblos que no acudiesen al llamamiento debían pagar 1,100 maravedís, 300 para el Alcalde que lanzó el apellido y 800 para la Hermandad, y además indemnizar al robado. Cada pueblo estaba obligado á perseguir á los malhechores hasta el pueblo más inmediato; si los malhechores eran muchos y el pueblo inmediato no tenía fuerzas suficientes para salir contra ellos, los que ya venían persiguiéndolos debían continuar unidos á éstos hasta llegar á otro pueblo de mayor número de habitantes; y así de pueblo en pueblo hasta capturarlos ó echarlos de la provincia. El pueblo que por su negligencia en salir á perseguir los malhechores, diera lugar á que se escaparan y á que no se pudiesen rescatar los objetos robados, tenía que indemnizar á la parte agraviada y pagar las costas que hubiese hecho la Hermandad, quedándole siempre el derecho de reclamar contra el ladrón, si alguna vez era preso, y si tenía bienes responder.— El capítulo 2.° ordena que la primera persona, hombre ó mujer, que encontrase el cadáver de alguna persona asesinada, lanzara el somatén en el lugar más inmediato al sitio que había sido teatro del crimen, y que bajo las mismas penas establecidas en el capítulo anterior, de todas las casas donde hubiera hombres de 25 á 50 años, saliese uno; que los vecinos de los pueblos que se pusiesen en movimiento al oír el toque de somatén, se fuesen juntando los unos con los otros hasta conseguir la captura del criminal, á fin de que la persecución fuese más eficaz y tuviese mejor éxito.— Por el capítulo 3.º se faculta á los Procuradores de la Hermandad para que, reunidos en Junta general ó particular, con asistencia del Corregidor de la provincia, puedan dar hasta 100 doblas de premio al que prendiera á un malhechor. Esta disposición tenía por objeto conciliar la actividad en la persecución de los malhechores con el menor gasto para los pueblos.
      El título XXXIX trata de los incendios; y en él se establece la pena de muerte para los incendiarios de casas, mieses, viveros, viñas, frutales, herrerías, colmenas, navíos, montes bravos y jarales; y además la indemnización del daño y las costas si tuviere con que pagar el delincuente.
      La provincia de Vizcaya, con más motivo que las otras dos provincias sus hermanas de que acabamos de hablar, no fué dominada por los sarracenos. Acerca de su historia sólo se distingue de las otras por los Condes ó Señores que tuvo, entre los cuales descuellan los de la nobilísima y poderosa casa de Haro. No es cierto que el Condado y Señorío de Vizcaya tuviese desde remotos tiempos un Código de leyes original, formado por sus mismos habitantes reunidos bajo el árbol de Guernica. D. Alonso XI les concedió el año 1338 el Fuero de Logroño, primera ley escrita que tuvieron los vizcaínos, y en su dación se explica la necesidad que tenían de dicho Fuero, y nada se habla de derogación de leyes anteriores; habiéndose regido hasta entonces por el sistema de los Godos, es decir, por las costumbres adquiridas y las sentencias de los Jueces. La provincia de Vizcaya por su situación topográfica á orillas del mar Cantábrico, por las producciones de su suelo y sobre todo por el carácter guerrero, industrioso y emprendedor de sus habitantes, fué siempre muy ambicionada por los grandes señores del feudalismo; y hasta los Reyes, además del supremo dominio que tenían sobre ella como sobre todas las demás de la Monarquía española, codiciaban su inmediato señorío; y he aquí el origen de muchas turbulencias que por entonces acaecieron, y de los muchos fueros, privilegios y libertades que ha disfrutado y disfruta aún, y que concedidos en distintas épocas y lugares, llegaron á formar con el tiempo una especie de Código constitucional sumamente útil y glorioso para aquellos habitantes (1).
      Concedido á los habitantes de Vizcaya el fuero de Logroño en el año 1342, reunidos bajo el árbol de Guernica con sus señores D. Juan Núñez y doña María Díaz de Haro, dijeron ser preciso tratar de los fueros de Vizcaya, cuáles eran, «porque fincasen establecidos para los que entonces eran y serían en adelante; » y arreglaron un cuaderno de treinta y siete leyes sobre diversos puntos, relativos á los respetos que debían á su Señor y á la administración de justicia. Presentado este cuaderno de leyes posteriormente á D. Juan I, siendo aún Infante, fueron confirmadas todas en Olmedo á 22 de junio de 1376. El mismo Infante y señor de Vizcaya, antes de confirmar estas leyes, había dado en 1372 un privilegio en que además de conceder nuevas gracias á los vecinos de Bilbao, recopilaba en él casi todos los fueros antiguos de Vizcaya con tal extensión y claridad, que parece hecho como regla de gobierno universal para todos los demás pueblos; repitiendo lo mismo en otro privilegio semejante dado el 20 de enero de dicho año á la villa de Tavira de Durango. No obstante estos privilegios, en la carta de población de la villa de Miravalles, año de 1375 y en la de fundación en 1376 de las villas de Mungía, Larrabezua y Errigoitia, dio á todas ellas el fuero de Logroño. Con esta legislación, parte consuetudinaria y parte escrita, en parte común y en parte propia de los pueblos particulares, continuó gobernándose el señorío, hasta que en 1452 se formó un Código más completo y general, en cuya introducción se dice expresamente que sus fueros hasta allí habían sido de albedrío y que no estaban escritos. Los defectos de esta recopilación, los muchos privilegios que en todo el resto del siglo XV recibió Vizcaya de los Reyes de Castilla, y las naturales variaciones que exigen los tiempos, obligaron á los vizcaínos á principios del siglo XVI á pensar seriamente y dar á sus leyes más uniformidad, quitando la confusión que nacía de las citas de diferentes fueros y desterrando la necesidad de la prueba que hasta entonces habían tenido que hacer en muchos juicios, de si eran ó no cosas de fuero aquellas sobre las cuales se litigaba, lo cual ocasionaba muchas dilaciones y costas á las partes, suscitando grandes dudas y perplejidades á los Jueces para la decisión de los negocios. Estos deseos se explican en el poder que dieron con fecha 5 de abril de 1526 á catorce letrados muy inteligentes en la materia, para que examinando el fuero escrito y los privilegios, libertades, usos y costumbres que tenía el Señorío, lo reformasen. Los comisionados cumplieron con puntualidad tan honroso encargo y redactaron la Colección de Fueros, que firmada inmediatamente por el Emperador Carlos V y por su madre doña Juana, y confirmada después por los Reyes sus sucesores, se halla impresa, y es por la que se ha venido gobernando aquella importante provincia.
      En cuanto á las leyes penales, creemos con bastante fundamento que los comisionados de D. Enrique IV en 1463 igualaron las provincias de Guipúzcoa y Vizcaya; pero en la última colección de Fueros de esta provincia que hemos citado en el párrafo anterior, se derogaron muchas de dichas leyes, dejando subsistentes solamente las siguientes:
      El título VIII de la citada colección trata de la forma y orden de proceder en las causas criminales y de los casos en que los jueces debían proceder de oficio.— La ley I de este título dice que según el fuero, uso, costumbre, franqueza y libertad que goza la provincia, ni los Jueces ni sus Ministros podían proceder de oficio ni á petición de parte contra ningún vizcaíno, á no ser por los delitos siguientes: hurtos, robos, violación de mujer, muerte de hombre extranjero que no tuviese pariente alguno en la provincia, andar pidiendo por los caminos y fuera de los caminos, mujeres conocidas por desvergonzadas y revolvedoras de vecindades, inventoras de coplas y cantares deshonestos, que el Fuero llama profazadas; alcahuetes, que el fuero llama charraterías; hechiceros y hechiceras; contra los que incurrieren en crimen de herejía, de lesa majestad, monederos falsos ó reos de crimen nefando contra natura. Contra todos los delincuentes por semejantes delitos podían proceder sin necesidad de emplazarlos bajo el árbol de Guernica; mas para proceder contra delincuentes por otros delitos era necesario que precediera el emplazamiento bajo dicho histórico árbol.
      El título IX trata de las acusaciones y denuncias y del orden de proceder en ellas.— La ley V de este título establece que, si formada la sumaria resultase delincuente el acusado de algún delito que no fuera de los expresados, debía ser emplazado bajo el árbol de Guernica por término de treinta días, haciendo pregón cada diez; si se presentaba era oído en justicia, y si no, era sentenciado en rebeldía, encartado y acotado.— La ley IX del mismo título prohibe á los Jueces dar tormento á ningún vizcaíno, ni amenazarle con el tormento, excepto en los crímenes de herejía, de lesa majestad, de moneda falsa y de pecado de sodomía.— La ley X establece que en los delitos de robo, hurto, herida hecha con saeta ó muerte en paraje yermo ó de noche alevosamente, si contra alguna persona en esto casos hubiese indicios y presunciones tales, que no siendo Hijo-dalgo, justa y debidamente se pudiese poner á cuestión de tormento, que sean bastantes los indicios para que se pueda condenar al presunto reo á la pena ordinaria, aunque sea la de muerte; pero en los demás delitos, que la pena no sea la ordinaria, sino una pena arbitraria, teniendo en consideración calidad del crimen, la persona, estado, linaje y oficio del delincuente y acusado, así como también la del acusador é injuriado; y que dicha pena no pueda ser la de muerte, ni la de mutilación de miembro, ni de efusión de sangre, ni pena corporal, desdecimiento, pérdida de bienes, ni parte de ellos, ni destierro que exceda de tres años ni fuera del territorio de Vizcaya.
      El título X trata de los encubridores. Según la ley I de este título los encubridores eran castigados con arreglo al Fuero; pero mientras el delincuente no era sentenciado, ni podía ser preso, ni la persona que le había dado acogida podía ser tenida por encubridora.
      El título XI, ley XXV prohibe absolutamente la confiscación de bienes.
      El título XVI trata de las entregas y ejecuciones.— La ley III de este título establece, que ningún vizcaíno pueda ser preso por deudas, á no ser que sean consecuencia de delitos ó de un cuasi delito, ni ejecutada la casa de su morada, ni embargadas sus armas y caballo, por ser todos los vizcaínos hijos-dalgos, desde tiempo inmemorial, y que el Juez que hiciera lo contrario pagase 10,000 maravedís, mitad para el vizcaíno ejecutado, y la otra mitad dividida por partes iguales para los pobres del hospital y para el fondo destinado á reparar los caminos de Vizcaya.— La ley IV del mismo título ordena, que ningún prestamero, merino, ni ejecutor, entre en la casa de ningún vizcaíno para ejecutarle, ni se acerque á ella á distancia de cuatro brazas contra la voluntad de su dueño, y que se le pudiese resistir sin incurrir en pena alguna, si persistía en su intento, á no ser que la ejecución fuese motivada por algún delito ó cuasi delito; y en este caso el ejecutor debía entrar acompañado de un Escribano. También podían entrar los ministros de la Justicia en las casas de los vizcaínos, siempre que fuese para prender á acotados ó malhechores refugiados en ellas, llevando en debida forma mandamiento de Juez competente.
      Y por último, la ley IX del título XXXIV que trata de las penas y daños, establece la pena de muerte como alevoso á todo aquel que disparase tiro de pólvora contra amigo ó enemigo, en tregua ó fuera de ella, y aunque no hiciese con el tiro el daño que se propuso; y la misma pena para el Señor ó pariente mayor que lo mandase tirar.
      Estos cuadernos de leyes, confirmados por los Reyes que se han venido sucediendo en el trono de España hasta el presento siglo, han hecho la felicidad de las tres provincias hermanas. Tal vez parezcan demasiado terribles las leyes penales consignadas en dichos cuadernos; con efecto lo son; sobre todo en las de la provincia de Guipúzcoa predomina el principio de atajar el mal á todo trance aún á costa de la vida del inocente; y en la época actual, en que nos guiamos por el principio opuesto, quizás parezcan monstruosas, atroces, á los jurisconsultos modernos, y anatematizarán la intención y las teorías de los Letrados del siglo XV. Pero debemos tener presente las circunstancias y las ideas de aquellas épocas turbulentas, el exagerado poder que de hecho se arrogaban los Señores y la poca fuerza con que contaban los Monarcas y los pueblos para hacer valer su derecho. Las penas podrán quizás ser atroces; quizás á la sombra de ellas pudieron cometerse algunas iniquidades; la prueba de indicios podrá ser la más absurda de todas, y más de una vez desgraciadamente sería sacrificada la inocencia al vengativo rencor de algún perverso que sabría utilizarla pérfidamente para sus dañados fines; pero no hay duda que los resultados de tales leyes han sido magníficos. Desde su promulgación data la prosperidad las provincias Vascongadas; á la sombra de dichas leyes siguieron primeramente la paz y la tranquilidad interior, base de todo edificio social, y sin las cuales las sociedades de los hombres se convierten en desiertos habitados por fieras; y como á las leyes protectoras de la prosperidad y de la seguridad individual, acompañaban otras muchas sabias leyes administrativas y económicas, aquellas privilegiadas provincias habitadas por un pueblo dócil, valiente, morigerado, sobrio, emprendedor y henchido de verdadero patriotismo, han ido creciendo en población, industria y comercio; han contraído esos hábitos de obediencia á las autoridades, á las disposiciones emanadas de los poderes legítimos, que es en lo que consiste la verdadera civilización; y han contraído también ese espíritu de localidad, ese amor á sus fueros, á esas leyes á quien deben el ser la región más envidiable de toda la Península Ibérica y la admiración de las naciones extrañas.
      En el día están derogadas todas las leyes penales que hemos citado. El Código Penal vigente es el que rige en aquellas provincias como en toda la nación; ya han desaparecido como no podía menos de suceder con el transcurso del tiempo, aquellos Alcaldes de Hermandad que hemos pintado con tantas facultades y prerrogativas; así como también aquellos Corregidores y Alcaldes de Casa y Corte, sin residencia fija que andaban administrando justicia. Las tres provincias están divididas en Juzgados de primera instancia, los cuales pertenecen á la Audiencia territorial de Burgos. Las Juntas de los Procuradores de Hermandades y pueblos, en la actualidad sólo se ocupan de la gestión económica.
      Hemos visto en cuanto llevamos narrado de la presente obra, que todos los Reyes repetidas veces tuvieron que dar órdenes apremiantes y disposiciones exageradas para evitar que los Señores y Alcaides de los castillos diesen acogida á los malhechores. En el tiempo de D. Enrique IV se cometieron estos abusos de una manera tal, que puede decirse sobrepujaron con mucho á los demás reinados. En las Cortes celebradas en Toledo en el mes de julio de 1462, los Procuradores de las ciudades y villas con voto en Cortes hicieron las tres peticiones siguientes, que se encuentran atendidas por dicho Monarca en el Ordenamiento que hizo en las mismas á 20 del citado mes.— Por la primera hacen presente los Procuradores los muchos males que se seguían al país por el amparo que los castillos fronterizos, en virtud de sus privilegios, daban á los malhechores, y pedían al Rey, que no obstante dichos privilegios, se obligase á los ladrones á restituir lo robado, y que aunque el Rey los perdonase, quedara siempre el derecho á la parte agraviada para reclamar. El Rey, en vista de esta petición, restringió los privilegios, concediéndolos solamente á los castillos fronteros á tierra de moros.— Por la segunda hicieron presente los muchos daños y excesos que se cometían por algunas ligas y confederaciones que bajo el pretexto de hermandades se hacían en algunas villas y lugares del Reino, sin aprobación del Monarca. El Rey mandó que sólo las Hermandades que hubiesen obtenido su Real aprobación fuesen respetadas, y que las demás fuesen deshechas y castigados sus promovedores.— Y por la tercera suplicaron al Rey que los Alcaides y Tenientes de las fortalezas edificadas en villas ú lugares realengos, no tuviesen sobre dichas poblaciones facultades jurisdiccionales, porque de ello se seguían muchos robos, daños, prisiones y atropellos (1). El Rey también accedió á esta petición.
      En la Real cédula expedida por D. Enrique IV mandando guardar la declaración y sentencia dada en Medina del Campo á 16 de enero de 1465 (2), por el Conde de Plasencia y el Marqués de Villena por una parte, como diputados de la confederación de que ya hemos hablado y á la cabeza de la cual estaban el segundo de estos personajes y el Arzobispo de Toledo, y de la otra por Pero Hernández de Velasco y Gonzalo de Saavedra, Diputados por el Rey, para transigir con los conjurados y arreglar la forma de gobierno y las leyes que debían regir en adelante, encontramos también un párrafo muy extenso destinado á prohibir con penas severas que los Prelados, Caballeros y lugares de señorío no diesen acogida á los malhechores y deudores, luego que fuesen requeridos por las Justicias de los lugares donde hubiesen cometido el crimen ó contraído la deuda, los Alcaides y Señores los entregasen; todo tal como lo había prescrito D. Juan II en las Cortes de Zamora el año de 1432.
      La Santa Hermandad fué el áncora de salvación para la Monarquía castellana en el turbulento reinado de D. Enrique IV. El año de 1467 ardía en su mayor furor la guerra civil suscitada por los conjurados, y en dicho año tuvo lugar en Olmedo una sangrienta batalla entre las tropas Reales acaudilladas el Maestre de Santiago D. Beltrán de la Cueva, y las de los conjurados por el Arzobispo de Toledo, que lució en ella sus dotes militares, si bien con desgracia, porque salió vencido y herido en un brazo. A favor de tales revueltas los malhechores, disfrazados con el nombre de gente de guerra, como sucede en todas las guerras civiles, para eludir la justicia de la Santa Hermandad, única cosa para ellos entonces temible, salían á los caminos y cometían toda clase de desafueros. La Santa Hermandad de Castilla y de León, previsora y fuerte para hacerse respetar, celebró el día 2 de octubre de dicho año una Junta general en Castro Nuño (1) para esclarecer ciertos capítulos de sus leyes y dictar las disposiciones que las tristes circunstancias en que se encontraba el Reino y la gravedad de los crímenes que se cometían hacían necesarias.
      Reunidos los Procuradores acordaron: 1.° Que, supuesto los destrozos acaecidos en encuentros de gente de guerra no eran tenidos por caso de Hermandad, á fin de que los malhechores no se excusaran diciendo que el mal que habían causado era consecuencia de un combate, ó para quitar armas y víveres al enemigo; los ciudadanos honrados que para sus negocios tuviesen que viajar, sólo llevasen para su defensa lanza, espada y puñal; pues si llevaban otras armas y sobre todo la adarga, la Santa Hermandad no podría intervenir si les sucedía algún accidente; pues con estas armas se creería que iban en son de guerra. Que fuese caso de Hermandad los robos de acémilas cargadas de provisiones, aunque fuesen para gente de guerra. Que los hidalgos al servicio de señores poderosos, pudiesen llevar por los caminos sus armas liadas y cargadas en acémilas, y que el robo de ellas se tuviese por caso de Hermandad; y de la misma manera el robo hecho á peones en el tránsito desde sus moradas hasta las de sus señores, cuando fuesen llamados por éstos, y aunque llevasen sus armas.— 2.° Que siempre que la Justicia ordinaria, por negligencia ú ocupación, no impidiera los escándalos y disturbios que solían acaecer en los lugares y no pusiesen treguas, los Alcaldes de la Santa Hermandad intervinieran y las pusieran, y el quebrantarlas fuese caso de Hermandad y castigados por ella los que tal hicieren.— 3.° Que cualesquiera ciudad, villa ó lugar de la Santa Hermandad, pudiese edificar una cárcel para los reos de Hermandad, si lo creyese oportuno, y que tuviese un carcelero ejecutor.— 4.° Que todas la ciudades, villas, lugares, alfoz, valles, sexmos, etc., de la Santa Hermandad, tuviesen preparada y asalariada la gente de á pie y de á caballo necesaria para el servicio de la misma según estaba mandado, y que los que no hubiesen cumplido con dicha ley la cumpliesen en el término de diez días, bajo la pena de 20,000 maravedís.— 5.° Que en cada ciudad, villa ó lugar, fuese capitán de la fuerza de la Hermandad uno de los dos Alcaldes, elegido para este cargo por los Diputados del mismo punto; que asimismo los Diputados de cada provincia eligiesen un capitán para toda ella, y que la Junta General nombrase un capitán general que tuviese el mando de todas las fuerzas de la Hermandad. Otras disposiciones muy notables también tomaron los Procuradores en esta Junta, para el régimen de la Santa Hermandad, y para dar á esta institución mayor fuerza. Solamente el elemento popular, poderoso de por sí, y organizado militarmente como se ve por las anteriores disposiciones que quedan extractadas, pudo salvar la Monarquía española en el siglo XV, de un espantoso cataclismo.
      El año 1473, penúltimo del reinado de D. Enrique IV, reunidos los Procuradores de la Santa Hermandad en Villacastín el día 8 de julio, redactaron los capítulos de La Hermandad Nueva general del Reino, los cuales fueron confirmados y mandados cumplir por el Rey en sus cartas expedidas con dicho objeto en Segovia (1) á 12 y 22 del mes y año citados.
      Este notable documento da á conocer el triste estado de anarquía en que se hallaba España en aquella época, y el abatimiento de la Majestad Real. El mismo Rey dice en sus cartas viendo los males que sobre sus Reinos habían venido en aquellos últimos nueve años, de tal manera que la justicia estaba pervertida de todo punto, con lo cual tanto había crecido la osadía de los perversos que nadie, de cualesquiera estado y condición que fuese tenía seguridad en su persona y bienes, ni en las poblaciones ni en los caminos; y que no habiendo sido posible poner remedio á tamaños males por las guerras y discordias intestinas que de continuo habían alterado la pública tranquilidad, mandaba y encomendaba á los Procuradores de los Estados, ciudades y villas, que por el servicio de Dios y el suyo, y por y paz de sus Reinos, le propusieran lo que creyesen conveniente en tan aflictivas circunstancias. Los Procuradores reunidos en Villacastín enviaron á decir al Monarca por medio de sus cartas y mensajeros, que mientras ellos discutían, (platicaban) acerca de las medidas y disposiciones que era conveniente tomar, les parecía que para que la justicia fuese recobrando su imperio, los ciudadanos honrados pudiesen vivir con seguridad y los malos fuesen castigados, debía formarse una Hermandad general en todos los Reinos y Señoríos de la Corona de Castilla; y presentaban á su Real aprobación las leyes y ordenanzas que habían hecho para la ejecución de ella.
      Estas leyes y ordenanzas van precedidas del siguiente pomposo preámbulo, que aunque algo extenso, insertamos porque pinta perfectamente con enérgicas frases el desastroso reinado del mísero D. Enrique.
      «En el nombre de la Santa Trinidad, et de la eterna unidad, que vive et regna por siempre sin fin, el cual es llamado sol de Justicia, et es complida et mera Justicia, et fizo con él su grand saber et grand poder los cielos et la tierra, et todas las cosas que en ellas son, et fizo las criaturas razonables para que el mundo fuese poblado et él fuese servido et loado, et que cada cosa catase su principio et lo que debía acatar, et fueren gobernados en toda Justicia, sin la cual la paz ni otro verdadero bien non se puede haber ni conseguir, et como quier que todos los hijos de los hombres fuemos fechos et formados para amar et facer Justicia, mas por la maldad del enemigo antiguo et por nuestros deméritos et pecados, lo contrario se ha fecho et de cada día se fase et perpetra en estos Regnos de Castilla et León, et entre todas las personas, et de todos estados dellos muchas Cibdades et tierras son quemadas et despobladas, la verdad es consumida, la fuerza et el robo se frecuenta, et el homicidio se usa, la tiranía et la cobdicia prevalece, la desobediencia de Dios y del Rey nuestro Señor se usa, los malos son ensalzados, la corona de los buenos abatida; porque manifiestamente con el Profeta David, clamando á Dios nuestro Señor, podemos decir:— «¡Levanta! ¿Por qué duermes, Señor? ¡Levanta, et non nos deseches para siempre! ¿Cuándo porné consejo á la mi ánima ó habrá dolor en el mi corazón por todos los días?» É asimesmo podemos decir lo que decía el Rey Salomón: «¡Ví á los cayados et mezquinos ser prendidos, et las lágrimas de los miserables sin consuelo: non ví quién librase al forzado de mano del que le fuerza, et porque juzgo por mejor á los muertos que á los vivos, et mejor que amos al que nunca nació!» — Et veyendo que todo esto se fase et usa muy más largamente en estos malaventurados Regnos. Nos los Procuradores de las Cibdades et Villas de los dichos Regnos, et de todos los Estados dellos veyéndonos desmanparados de todos remedios, et convocando para esto el auxilio de Dios, en todas las cosas poderoso, acordamos de nos juntar pidiendo de toda afección por merced á nuestra Señora la Virgen Santa María que rogase á su Fijo Jesucristo Nuestro Señor nos despertase algún camino para el comienzo del reparo de tantos males, et sobrello habiendo muchas pláticas et fablas con acuerdo et deliberación de muchas et notables personas, así clérigos como Religiosos et legos, los cuales conocimos ser exentos de toda cobdicia et temor, non perdonando para esto al trabajo nin á las depensas de nuestras propias faciendas, entendimos que lo que más complida al servicio de Dios et del Rey D. Enrique nuestro Señor, et al bien et pro común de estos Regnos et de todas las personas dellos era proveer en el caso de la Justicia, et para ejecución de aquella según los males et daños tan intolerables que en este Regno hay al presente en tanto que entendíamos en otras mayores et más arduas cosas, acordamos de faser unión et Hermandad general en todos estos Regnos de Castilla et de León, et en todas las Cibdades, et Villas, et Logares dellos, para aquellos unánimes et conformes se pueda ejecutar la Justicia, et los buenos vivan en seguridad, et los malos hayan pena, la cual Hermandad facemos en la forma siguiente.»
      El capítulo 1.° de este cuaderno de leyes, ordena á todas las ciudades, villas, lugares y tierras, y todos los súbditos de la corona de Castilla, de cualesquiera estado y condición que fueran, prestasen juramento de obediencia, fidelidad y lealtad al Rey, y que las ciudades, villas, lugares ó personas que lo contrario hiciesen, que la Hermandad no los defienda y sean declarados ajenos y extraños á ella.
      Por el capítulo 2.° se encarga á las Justicias y Alcaldes ordinarios que castiguen con arreglo á las leyes á los blasfemos.
      El capítulo 3.º ordena que todos los lugares de treinta á cien vecinos nombren un Alcalde de Hermandad; y de los cien vecinos arriba dos Alcaldes. En el mismo capítulo se da poder á estos Alcaldes para recibir las quejas y lanzar el apellido ó somatén en el término de su jurisdicción; para seguir y hacer seguir á los malhechores, para juzgarlos con arreglo á las leyes, terminar las causas con arreglo á las leyes y ejecutar y hacer ejecutar sus sentencias, así interlocutorias como definitivas. Los Alcaldes de villas, lugares y tierras sujetas á la jurisdicción de ciudades y villas realengas, sólo tenían poder para recibir las querellas, prender á los malhechores, formar el sumario y recibir alguna información á prueba, debiendo dar parte al tercer día al Alcalde de la ciudad ó villa cabeza de aquel partido judicial, el cual debía ir al día siguiente al lugar donde estuviere preso el malhechor y terminar la causa, sentenciándole con arreglo á las leyes. El Alcalde Regidor que no fuese á sentenciar al malhechor incurría en la pena de 2,000 maravedís, mitad para el acusador y mitad para el arca de la Hermandad, y además indemnizar el daño á la parte agraviada; y en la misma pena incurrían los Alcaldes inferiores que no diesen parte al superior del estado del sumario al tercer día de haberlo comenzado.
      El capítulo 4.° manda que en todas las ciudades, villas y lugares se pongan Cuadrilleros para el servicio de la Santa Hermandad, á las órdenes de los Alcaldes, los cuales podían castigar sus faltas y desobediencia imponiéndoles penas corporales ó pecuniarias.
      El capítulo 5.° ordena que las ciudades, villas y lugares de cien vecinos arriba que debían nombrar dos Alcaldes, si gozaban de la exención de que sus habitantes no pudieran ser pecheros, nombrasen dichos Alcaldes, uno del estado de los Caballeros y Escuderos y el otro del estado de los ciudadanos; y si no tenían dicha exención y había en ellos pecheros, que uno de los Alcaldes fuese de los Caballeros y Escuderos y el otro de los pecheros. Que los Concejos de las ciudades, villas y lugares requeridos con estos capítulos procediesen á la elección y nombramiento de Alcaldes y Cuadrilleros en el término de diez días; con obligación los elegidos de aceptar sus cargos, so pena de 2,000 maravedís cada uno de los que rehusasen admitirlos para la Hermandad.
      Los capítulos 6.°, 7.° y 8.°, establecen el modo de celebrar sus Juntas los hermanos de la Santa Hermandad, en el orden siguiente:—1.° Los Alcaldes de la Hermandad de las ciudades y villas notables, que eran capitales de Reinos, Arzobispados y Obispados, ó de las ciudades y villas con voto en Cortes, de acuerdo con las Justicias ordinarias y Regidores de las mismas, podían convocar para Junta general á todos los hermanos cuya asistencia creyesen conveniente, bien fuesen de dichas capitales y término de su jurisdicción ó de otros lugares más lejanos;— 2.° Los Alcaldes de la Hermandad de otras villas y lugares inferiores, con acuerdo de los Concejos, Justicia ordinaria y Regidores de los mismos, podían convocar para celebrar Junta á los hermanos del término de su jurisdicción;— y 3.° Los Alcaldes de lugares de la jurisdicción de ciudades y villas realengas podían celebrar Junta con los hermanos de su propio lugar.
      El capítulo 9.° establece la manera de perseguir á malhechores. En dicho capítulo se ordena y manda á los Concejos, Justicias y Regidores de cada ciudad, villa ó lugar que en unión con los Alcaldes de la Hermandad nombren cada cuatro meses cierto número de hombres de veinte á sesenta años, para el servicio de la misma en la forma siguiente. En los lugares de 15 á 30 vecinos, 5 hombres; en los de 31 á 60, 10; en los de 61 á 100, 15; en los de 110 á 150, 20; en los de 160 á 200, 30; en los de 220 hasta 500, 40; en los de 550 á 1,000 vecinos 60 hombres; en los de 1,100 á 1,500, 100 hombres; en los de 1,600 á 2,500 vecinos, 120; y en los de 2,300 vecinos en adelante, 150 hombres. Esta fuerza armada estaba á las órdenes de los Alcaldes y Cuadrilleros de la Santa Hermandad. Cuando ocurría perseguir á malhechores, los Alcaldes, con los Cuadrilleros y el número de hombres que creían necesario, salían en su persecución hasta el primer lugar poblado que tuviese fuerza suficiente para continuarla por sí sólo. Si los Alcaldes y la fuerza armada de algún lugar poblado se negaban á salir, la fuerza que ya iba en persecución de los malhechores debía continuar, y los que habían desobedecido y faltado á su obligación tenían que pagar las costas ocasionadas por los primeros. Si los malhechores se entraban en alguna villa cercada, castillo ó casa fuerte, aunque no fuese de la Hermandad, los Alcaldes de la misma debían requerir á los Alcaides de dichas fortalezas para que inmediatamente los entregasen. La resistencia del Alcaide á obedecer este mandato era caso de Hermandad, y era condenado á muerte ejecutada con saeta, á pagar los daños á la parte agraviada y á la Hermandad las costas que hubiese hecho en la persecución de los malhechores. Las personas nombradas para procesar á tales Alcaides, no podían excusarse y tenían que aceptar dicha comisión so pena de 2,000 maravedís. Si la gente nombrada cada cuatro meses en cada pueblo no era suficiente para salir en persecución de los malhechores, los Alcaldes tenían facultades para obligar á todos los hermanos de la Hermandad á tomar las armas para dicho objeto, y á fin de que todos á toda hora estuviesen prontos para salir en somatén, se obligaba á los labradores á llevar consigo á las faenas del campo sus lanzas. Quedaba al arbitrio de los Alcaldes la fuerza que debían sacar en tales ocasiones; y á la determinación de los Concejos, Justicias y Regidores, si los Alcaldes debían llevar varas y de que forma habían de ser, y si era oportuno nombrar á alguno por capitán de la fuerza armada que saliese en pos de los bandidos, según entendieren que cumplía mejor á la ejecución de la Justicia y al bien de la Hermandad.
      A continuación de este capítulo se declaran casos de Hermandad los siguientes delitos: —1.° La fabricación de moneda falsa, el dar favor y auxilio á los monederos falsos, y el comprar á sabiendas dicha moneda; —2.° Robo é incendio en poblado ó fuera de despoblado; —3.° Violencia hecha á mujeres casadas, doncellas y viudas; —4.° Asesinatos cometidos en caminos ó en despoblado; —5.° prisión de personas hecha en poblado ó despoblado sin mandato de la Justicia; —6.° Tomar contra la voluntad de su dueño y sin pagar el precio debido, mantenimientos, viandas, bestias y ganados á labradores ú otras personas de cualquiera estado y condición que fueran, por fuerza, en poblado ó despoblado. Si el robo era en cantidad de 110 maravedís, ó menor, y el que lo hizo no era conocido por ladrón ni estaba encartado, por la primera vez se le condenaba á pagar lo robado, y el cuadrúplo de su importe y las costas que la Hermandad hubiese tenido que hacer para prenderlo; si era insolvente, á sufrir públicamente cincuenta azotes; y si reincidía en el mismo delito después de promulgada esta ley, era sentenciado á muerte por saeta.
      Además de estos seis casos vemos en el mismo cuaderno las siguientes disposiciones: 1.ª Para que los viajeros y trajinantes de cualquiera estado y condición no tuviesen motivo de queja de los pueblos por donde transitaran, se ordena, á los Alcaldes y Cuadrilleros de la Hermandad que obliguen á los vendedores de viandas y comestibles, á vendérselos por sus dineros y al precio que estuvieran en dichos lugares; y que si no los querían vender, los compradores pidiesen tomarlos y hacer entrega del precio á los Alcaldes y Cuadrilleros ó cualquier hombre ó mujer del pueblo.— 2.ª Para evitar los muchos males y daños que se cometían por personas que con el pretexto de deudas tomaban prendas á otras, y por los Alcaides y señores de fortalezas que robaban con el mismo pretexto ó como jueces ejecutores á Concejos y personas; se prohibía terminantemente que hiciese á otro embargo de bienes, sino con arreglo á las leyes; so pena de ser tenido el que hiciere lo contrario por ladrón conocido, y condenado por ello á muerte de saeta. El que intrigara ó diese comisión á otro para tomar las prendas fuera de la ley, por la primera vez perdía la deuda, y por la segunda era condenado á pena de saeta.— 3.ª La misma pena de saeta se establece para los que ejecutasen y tomasen prendas indistintamente á los vecinos de cualesquiera pueblo, con el pretexto de cobrar los maravedises de juros impuestos sobre los mismos; pues en dichas ejecuciones solían pagar los que no debían, y esto era causa de que los lugares se despoblasen; si bien dichas ejecuciones podían llevarse á efecto contra los verdaderos deudores, siempre que fuese en virtud de cartas acordadas por el Consejo del Rey y libradas por dicha Corporación, ó por de la Justicia ordinaria del distrito á que el pueblo correspondiese.— 4.ª Y por último, se mandaba que la pena de saeta se verificase públicamente, puestos los condenados en un palo, como acostumbraban hacerlo las antiguas Hermandades.
      Vistos y examinados estos capítulos por el Rey, les dio su Real aprobación, por encontrar que cumplían perfectamente al servicio de Dios y suyo y al bienestar de sus Reinos, para lo cual expidió una carta en Segovia á 12 de julio de 1473, con toda la fuerza y vigor de sentencia pasada en cosa juzgada, y ordenando á su Consejo librase las cartas de confirmación en la misma forma, á todas las ciudades y villas que las pidieren.
      En el mes de octubre del mismo año, celebró Cortes D. Enrique IV en Santa María de Nieva, y en ellas, entre las peticiones que le presentaron los Procuradores del Reino, era una quejándose de los daños y tropelías que causaban los Alcaides de las fortalezas, y de los muchos castillos que se levantaban sin permiso del Rey; suplicando que, por lo menos, diese por nulas todas las licencias que para dicho objeto había dado en los últimos diez años, y que mandase derribar todas las que se habían construido en aquella década, tanto con su licencia como sin ella, y que aquellos que no cumpliesen este mandato en el término de dos meses, incurriesen en las penas de los que levantaban casas fuertes en suelo ajeno y sin licencia y contra expresa prohibición de su Rey y Señor natural. Y D. Enrique IV, aprobando en todas sus partes esta petición de los Procuradores, en el Ordenamiento que hizo en dichas Cortes á 28 del mes y año expresados, mandó que así se cumpliera y ejecutase.
      Terminada la primera de las épocas en que hemos dividido la presente historia, vamos á detenernos un momento á presentar á nuestros lectores el cuadro que la misma ofrece, y los puntos de contacto que existen entre las antiguas instituciones que dejamos bosquejadas y las que con idéntico fin existen en el día.
      Entre los muchos males que la mano poderosa del Supremo Hacedor ha hecho pesar sobre los hombres, para el cumplimiento de sus inescrutables designios, uno de los mayores es, como primer resultado de las disidencias humanas, el estado de lucha sorda ó violenta, que la desigualdad de clases, de estado y de condición social engendra entre los hombres. El hombre siempre ha tenido la tendencia de sobreponerse á sus semejantes, de esclavizarlos, de tenerlos sujetos á su omnímodo poder. En contraposición á esta tendencia dominante y perturbadora de los vínculos sociales, de los eternos principios de la equidad y de la justicia que llevamos gravados en nuestra mente y en nuestro corazón desde que nacernos, Dios nos ha dotado de un instinto eficaz, inapreciable, áncora firmísima y sublime, salvadora de la humanidad en las deshechas borrascas que los vientecillos más leves levantan en el proceloso mar de nuestras pasiones; este instinto es el de la propia conservación. Las inspiraciones de este instinto desarrolladas y depuradas en el crisol de la razón, luz poderosa y clarísima de que Dios ha dotado á su criatura predilecta, para formar con ella la cúspide de su esplendorosa y magnifica creación, han hecho nacer el espíritu de asociación. El espíritu de asociación ha reunido á los débiles contra los fuertes; derrocados los fuertes, pulverizado su poder, hechos fuertes los débiles por la concurrencia de sus fuerzas, han tratado de asegurar sus conquistas, y de aquí esos diversos Códigos de leyes que, teniendo por base la gran Ley natural, procurando de día en día interpretarla mejor, sacando de ella las más directas deducciones, han ido mejorando la sociedad, extirpando los abusos de la fuerza y las desigualdades monstruosas que no reconocían por origen la virtud, el saber ó el valor empleado en defensa de la patria.
      Destruido el imperio de los godos en España por el valor los sarracenos, aquella inmensa catástrofe fué causa de que naciese un pueblo nuevo, una nueva sociedad regenerada, que, señora después de largos siglos de guerra de los antiguos dominios de sus antepasados, con sus proezas asombró y avasalló al mundo. Confundida, amalgamada la noble raza goda con los valerosos cántabros, con los hijos de las tribus indómitas que ningún poder de la tierra había podido subyugar; juntos en las asperezas de Asturias y de la antigua Vasconia, llorando y rugiendo de sus infortunios, mezclada su sangre, hermanados sus rencores, regeneradas las almas débiles por la desgracia, convertido el sibarita godo en fuerte guerrero por las rudas privaciones á que de repente se vio sometido, exaltados todos por una misma fe religiosa; en un venturoso día, entre los estampidos del trueno, el pálido fulgor de los relámpagos, de las exhalaciones eléctricas, en medio de los torrentes de agua que descargaban sobre la tierra las abiertas cataratas de las nubes, desde la montaña de Covadonga, como Dios desde el monte Sinaí, lanzaron el grito de independencia y libertad, y aterraron con sus armas y sus bríos á sus orgullosos vencedores. Desde entonces comenzó una lucha terrible, una lucha á muerte entre la raza agarena, á la sazón en todo el vigor de su fuerza, en todo el esplendor de su gloria, y la nueva raza española desvalida y naciente, pero llena de entusiasmo y de confianza en sí misma.
      Como es regular que siempre suceda, los hombres de más valor y de más ingenio fuéronse erigiendo en caudillos, reuniendo las turbas aguerridas alrededor de sus pendones, conduciéndolas al combate y repartiendo con ellas el fruto de sus victorias. Los Reyes, para premiar sus servicios é ir al mismo tiempo edificando sólidamente el edificio de su Trono, dábales el señorío en y propiedad de las tierras regadas con su sangre y por vasallos y colonos á los guerreros de sus huestes, reservándose solamente sobre aquellas y éstos el alto dominio ó imperio. Así fuéronse extendiendo sobre el suelo español, á la par de su reconquista, ese gran número de feudos y señoríos, realengos, abadengos, solariegos y behetrías, idénticos en el fondo de su institución, con diversidad de clases de régulos y señores; pues eran ilustres personajes, valientes en la guerra, sesudos en el Consejo, ó Corporaciones y Príncipes eclesiásticos, que así difundían la palabra y las letras divinas como blandían la lanza en los campos de batalla, y todos reconocían un mismo origen, la victoria y la conquista.
      Pero llegó un día, pasadas algunas generaciones, en que los descendientes de los primeros fundadores, acostumbrados á ver desde la cuna en torno de sí humildes servidores, vasallos sumisos, no sabiendo apreciar los servicios de aquella menuda gente, ni reconociendo que ella era la base de su grandeza y poderío, se acostumbraron á mirarla con desdén, á designarla con el ignominioso epíteto de villana, á abrumarla con rudos tratamientos y con pechos gravosísimos, extrayéndola hasta el último quilate de su fuerza para aumentar sus comodidades y regalos. En su ciego orgullo, no contentos con el dominio tiránico y vejatorio que sobre sus vasallos ejercían, desconocieron y atentaron contra la alta autoridad de sus Reyes, arrogándose de hecho y por la fuerza facultades y prerrogativas de que nunca habían estado investidos. Entonces los Reyes, en uso de sus derechos y para hacerlos valer, invocando el espíritu de asociación, fueron declarando libres del poder de los señores las ciudades y villas más populosas, poniendo bajo su jurisdicción extensas comarcas y muchos lugares, y así fueron levantando en frente del poder feudal el poder municipal.
      Viéndose los pueblos con leyes y vida propias, cobijados con el manto y cetro protectores de sus Reyes, y libres de la tiranía de sus antiguos señores, para defenderse de sus ataques y hacerse fuertes contra ellos, lanzaron el grito de Hermandad, expresión la más gráfica y significativa de la unión á que entonces aspiraban, y del espíritu de asociación; y para dar más fuerza á estas asociaciones, presentándolas á los ojos del vulgo con cierto carácter sagrado, revistiéronlas de formas y exterioridades religiosas, invocando el patrocinio de algún Santo.
      Los primeros ensayos de estas Hermandades dieron á conocer á la plebe cuánta era su fuerza; y por sí mismos, sin preceder licencia, ni aprobación del Monarca, juntáronse los plebeyos, soltaron los útiles de sus oficios mecánicos, empuñaron las armas, y con el hierro en una mano y la tea incendiaria en la otra, cayeron de improviso sobre la morada de sus señores llevando por do quiera la desolación, la muerte y los estragos.
      Un Monarca, ilustre por su justicia y prudencia, de esclarecido renombre por su valor y sus conquistas, D. Alfonso VI, el Bravo, el expugnador de la imperial Toledo, la gran figura del siglo XI en la España cristiana, aprovecha aquel espíritu de asociación y de hermandad que germinaba entonces en la plebe, y forma con los soldados más aguerridos de sus huestes victoriosas, en las fragosidades del término de la ciudad conquistada, una colonia militar, que no otra cosa fué en su principio la Hermandad Vieja de Toledo, con la cual asegura para siempre su conquista y hace accesibles aquellos poblados montes y fértiles valles á la industria y laboriosidad del pacífico y honrarlo agricultor.
      Siglo y medio no había transcurrido, cuando otro Monarca, cuya espada victoriosa persigue á los hijos del Islam hasta los extremos confines de la feraz Andalucía arrancando á su poder las ciudades más populosas, con sus fértiles comarcas, con sus risueños vergeles; Monarca á quien la Iglesia, por sus virtudes ha designado un lugar en sus altares, D. Fernando III (el Santo), el tercer año de su reinado, á principios del siglo XIII expide una carta en Toledo, confirmando á la Hermandad de colmeneros de sus montes, en el privilegio de la caza, único de que entonces gozaba; y pocos años después, con su aprobación y estímulo, se organizan las Hermandades de Ciudad Real y Talavera, las cuales unidas á la de Toledo, emprenden una persecución activa, regular y sistemática contra las numerosas hordas de forajidos, que acaudillados por Jefes astutos y valientes, asolaban las comarcas del centro de España. Tales debieron ser sus servicios, que agradecidos los labradores y ganaderos, voluntariamente se obligaron á pagar un impuesto, que más adelante los Reyes hicieron forzoso, para el sostenimiento de tan útil institución.
      Su hijo D. Alfonso X ( el Sabio ) les confirma sus Fueros, concede al Pozuelo de Don Gil el nombre de Villa Real, y con la punta de su espada traza el círculo que debía abrazar la nueva población, hoy capital de una provincia. Su sucesor D. Sancho IV (el Bravo) les aumenta los privilegios é impide la disolución de las tres Hermandades, impetrando de la Santidad de Celestino V que no relevase de sus juramentos á los individuos afiliados en ellas; y el Sumo Pontífice, no sólo accedió á los ruegos del Monarca castellano, sino que concedió á las tres Hermandades, que juntas formaban una sola, el dictado de Santa, eximiéndolas del pago de los diezmos de miel y cera. D. Fernando IV, desde el principio hasta el fin de su breve reinado, miró á la ya Santa Hermandad con la mayor solicitud; hizo obligatorio el impuesto llamado derecho de asadura, les prescribió el modo de nombrar sus Jefes, que más adelante tomaron el título de Alcaldes con atribuciones jurídicas, y sus Cuadrilleros ó Comandantes de puestos y partidas, Oficiales subalternos que en las antiguas milicias desempeñaban funciones análogas á las que hoy competen á la Guardia Civil cuando sale con algún ejército á campaña. Impuso las mismas penas á los encubridores que á los malhechores, conminó con terribles castigos á las Autoridades que no prestasen auxilio á los individuos de la Santa Hermandad; dos males que en la época actual, no obstante la ilustración del presente siglo, se tocan, y que muchas veces hacen fracasar las más activas diligencias de los guardias civiles, siendo un obstáculo para el éxito de sus operaciones; confirma á sus individuos en la exención que de tiempo inmemorial gozaban de no pagar derechos por la caza que llevasen; y de la misma manera que está consignado en el Reglamento de la Guardia Civil, prohibió que sus individuos fuesen destinados á otros servicios que los de su instituto, lo cual prueba los profundos conocimientos históricos que posee sobre la materia el ilustre organizador de la institución actual; y, por último, pocos días antes de morir, en lo más florido de su juventud, aquel malogrado Monarca expide en Toledo una carta haciendo perpetua la Santa Hermandad.
      Don Alfonso XI hereda el Trono de su padre á la tierna edad de trece meses. Durante su niñez se desencadenan en torno de su cuna las ambiciones de sus más poderosos vasallos, siendo causa de que se organice fuertemente para contener los desmanes de aquella turbulenta nobleza la poderosa Hermandad de los reinos de Castilla y de León, que también tomó el dictado Santa; Hermandad que había sido iniciada por muchas ciudades y villas durante la menor edad de D. Fernando IV, en la cual entraron las de Toledo, Ciudad-Real y Talavera, y que fué el principio de aquella guerra tenaz y constante del pueblo contra el feudalismo, hasta conseguir su completa destrucción. Salido apenas de la menor edad D. Alfonso XI, recorre su Reino con grande aparato, administrando por sí mismo justicia, haciendo sentir la fuerza de su mano poderosa hasta á los Príncipes de su familia, conquistando el dictado de Justiciero, y confirma y aumenta los privilegios de la Santa Hermandad Vieja, estimulándola á proseguir en su benéfica obra. Su hijo D. Pedro I de Castilla, Rey esclarecido y caballero, alma templada, digno de otra época, cuya memoria como historiadores imparciales nos guardaremos muy bien de manchar con el ignominioso epíteto con que le designaron sus traidores y revoltosos enemigos, apenas sube al Trono, concede á los Ballesteros de Toledo un insigne privilegio, y en las Cortes de Valladolid expide un ordenamiento para la persecución de los malhechores en todos sus Reinos, que demuestra sus ardientes deseos de que sus súbditos disfrutasen de la más completa paz interior, para cuyo fin no reparó en atacar con arrojo y firmeza los derechos señoriales, franqueando las puertas de los castillos y fortalezas, guaridas infames de asesinos y ladrones. A las pesquisas de la justicia ordinaria, conminando con terribles castigos á los Alcaides y Señores que no acataran sus órdenes, y á los Jueces perversos conculcadores de la justicia.
      Su sucesor D. Enrique II confirma los privilegios de la Santa Hermandad Vieja; manda la sean entregados los que cometiesen crímenes en los campos de su jurisdicción; señala penas á los encubridores; y accediendo á los repetidos deseos de los Procuradores del Reino, ordena se forme una Hermandad general para la persecución de los malhechores en toda la Monarquía. Su hijo D. Juan I continúa la obra de su padre, y accediendo á los deseos de las Cortes del Reino, reorganiza las Hermandades poniéndolas bajo el mismo pie en que estaban en tiempo de su abuelo D. Alfonso XI, mandando entrar en ellas las ciudades, villas y lugares de los Señoríos, y restablece en toda su fuerza y vigor el Ordenamiento de D. Pedro I, contra los bandidos y malhechores.
      D. Fernando el de Antequera, tutor de su sobrino don Juan II, expide en Yébenes una carta á favor de la Santa Hermandad Vieja, reglamentándola y sujetando á reglas ciertas y determinadas el nombramiento de sus principales cargos y la inversión de los fondos que ingresaban en sus arcas; ordenando que los Cuadrilleros de la misma tuviesen siempre á su disposición ciertas cantidades para confidencias, espías y demás gastos que suele ocasionar la persecución de los bandidos, de las cuales debían dar minuciosa cuenta al Tesorero de la Hermandad; recurso de que en el día carece el Cuerpo de guardias civiles.
      Doña Catalina de Alencastre, madre y tutora del mismo Príncipe, confirma el año 1417 los derechos de la referida Hermandad, facultando á sus individuos para extraer á los criminales de todas las villas y lugares, inclusos los de Señorío. Don Juan II luego que salió de la menor edad confirmó dichos privilegios, premió á los Ballesteros de Villa Real, concediendo á sus ruegos á dicha villa el título de ciudad que desde entonces lleva, y mandó formar Hermandades en las provincias Vascongadas, como único medio de hacer frente á la nobleza y parientes mayores de aquellas provincias, modelo hoy de países obedientes morigerados, y entonces las más desmoralizadas de toda la nación. Por último, D. Enrique IV, en medio de los disturbios que agitaron sin cesar su triste reinado, conociendo que las Hermandades eran el verdadero y único apoyo de los Reyes contra las pretensiones de la nobleza, confió á letrados de consumada experiencia y saber la reorganización de las Hermandades de las mismas citadas provincias, y de tal manera cumplieron su encargo, y tan acertadas fueron sus leyes, que extirparon el mal de raíz, devolviendo la paz y con ella la prosperidad á aquellos pueblos que tanto tiempo hacía que no gustaban sus tranquilos goces; y en el último año de su vida y reinado, agradecido á las Hermandades, no pudiendo ya soportar la tiranía de la facciones, contemplando su hermoso Reino dividido, desgarrado, debilitado, consumido é infectado de criminales, manda formar la Hermandad Nueva General, restableciendo la antigua Santa Hermandad de Castilla y de León, con la que hemos terminado la presente época, como único medio de salvación para su Trono.
      He aquí, pues, cómo una institución, la Santa Hermandad Vieja de Toledo en que un principio, apareció en la sociedad española con el modesto y benéfico fin de la persecución de malhechores, por el celo y buen comportamiento de sus individuos se fué desarrollando paulatinamente hasta tornar las gigantescas proporciones que hemos bosquejado, dando lugar á que á su imitación se formasen otras instituciones idénticas más poderosas, y con miras políticas, que prestando poderoso auxilio á los Reyes fueron minando lentamente el soberbio edificio del feudalismo español.
      Vamos á ver ahora cómo estas instituciones populares, reorganizadas y puestas en acción de una manera vigorosa y uniforme por dos regios consortes de corazón valiente y elevado espíritu, llevaron á cabo la destrucción del feudalismo en España, limpiaron los caminos de malhechores, hicieron respetar las grandes reformas introducidas en la gobernación del Reino por tan esclarecidos Monarcas, y sirvieron de base á la organización de los ejércitos permanentes.