LA SANTA HERMANDAD NUEVA.




La secular pugna entre la nobleza y la Corona se inclinó a favor de la primera durante el reinado de Enrique IV, al carecer del apoyo del pueblo. En Castilla se llegó a la total pérdida del principio de autoridad, se carecía de voluntad para combatir el crimen, la relajación de costumbres y los abusos se apoderaron de todos los estamentos sociales, mientras que el desdichado monarca, en opinión de Vicens Vives, “preside la descomposición del reino, sujeto a los caprichos y a las ambiciones de los bandos y los partidos”.

Para remediar males tan extendidos, ya dejamos consignado que el 8 de junio de 1473, los procuradores de la Hermandad General del Reino se habían congregado en Villacastín, con el fin de redactar un cuaderno de leyes, que serían confirmadas por el rey en Segovia, pero no obedecidas, ni mucho menos, defendidas. Sin embargo, debido a su importancia hay que reseñarlas, pues aunque aquellas Cortes estuviesen poco concurridas y se insistiese reiteradamente en la revocación de hidalguías y mercedes, con el ofrecimiento personal del duque de Alba para restablecer el orden, al menos se tuvo la esperanza de que la Corona aunque muy escasamente contaba con algunos leales.

Tanto la patente anarquía como la ausencia de autoridad fueron las razones de mayor peso específico para que, en Villacastín, surgiese la idea de una Institución o Cuerpo de entidad nacional, convertida luego en opinión de Menéndez Pidal en cuerpo general de policía, apreciación sin duda tomada muy a la ligera, pues los parecidos no son nada convenientes y las comparaciones mucho menos felices.

Las leyes de Villacastín, y no otras, fueron las que sirvieron a los Reyes Católicos como antecedente básico para, tres años más tarde, crear su famosa Santa Hermandad Nueva. Precedidas de un amplio exordio, donde se hace una detallada y prosopopeyita semblanza de la situación social del momento, fueron contenidas en nueve capítulos, cuyo resumen es como sigue:

I. Por el que todas las ciudades, villas, lugares y tierras y cualquier súbdito de Castilla, sea cual fuere su condición, preste juramento de fidelidad al rey, y de no hacerlo, la Hermandad no le defienda.

II. Forma de castigar a los blasfemos, por las Juntas y alcaldes de Hermandad.

III. Por el que cada lugar comprendido entre treinta y cien vecinos nombrará un alcalde de Hermandad y los de más de cien, dos. Los alcaldes recibirán las quejas y lanzaran el “apellido” o somatén en su jurisdicción. También seguirán a los malhechores y los condenarán y aplicarán justicia. Formarán el sumario y recibirán todas las informaciones tendentes al esclarecimiento del delito. Los alcaldes de Hermandad de villa y lugar, darán cuenta de todas sus actuaciones al de ciudad o partido judicial en un plazo máximo de tres días. El alcalde regidor que no sentencie debidamente, sufrirá la pena de dos mil maravedís, mitad para el acusador y mitad para el “Arca de la Hermandad”, sin perjuicio de las debidas indemnizaciones a la parte agraviada. Los alcaldes menores que no dieran cuenta de sus actuaciones en el plazo de tres días, incurrirán en la misma pena.

IV. Fija el número de cuadrilleros para el servicio de la Santa Hermandad, en ciudades, villas y aldeas a las órdenes de los alcaldes de Hermandad. Sus faltas reglamentarias pueden castigarse con penas corporales y pecuniarias.

V. Dispone que en las localidades con más de cien vecinos que se nombren dos alcaldes, no sean de la clase de pecheros (plebeyos), siendo uno de la clase de caballeros y otro de la de ciudadanos. Alcaldes y cuadrilleros serán nombrados por los Concejos en un plazo máximo de diez días de haberse producido alguna baja. En todo caso, el designado ha de aceptar el cargo o sufrir multa de dos mil maravedís si se niega.

VI, VII y VIII. Por los que se dan normas para celebrar las juntas generales y las de Hermandad, convocadas por los alcaldes de las capitales, arzobispados, obispados, ciudades y villas con voto en las Cortes, de mutuo acuerdo con las justicias ordinarias. La junta será convocada por los alcaldes de villas y lugares para su jurisdicción, de acuerdo con los Concejos, justicia ordinaria, regidores y la junta local, convocada por los alcaldes de cada villa realenga, abadenga o lugar, para los propios “hermanos”.

IX. Por el que se daban normas para perseguir los delitos. Alcaldes regidores, concejos y justicias de cada distrito, eran nombrados por cuatro meses, lo mismo que el número de hombres necesario entre veinte y sesenta años de edad, para el permanente servicio de la Hermandad. La plantilla orgánica quedó fijada en la siguiente cuantía:

  Número de vecinos    Número de hombres 
de 15 a 30
de 31 a 100
de 110 a 150
de 160 a 200
de 220 a 500
de 550 a 1.000
de 1.100 a 1.500
de 1.600 a 2.500
5
15
20
30
40
60
100
150

A grandes rasgos, el servicio destinado a la persecución de ladrones y criminales habría de prestarse de la forma siguiente: Conocido el peligro o denunciado el delito, el alcalde de Hermandad, auxiliado por el cuadrillero y el número suficiente de “hermanos”, organizaba la captura hasta la localidad próxima en que hubiese fuerza de Hermandad, para continuar el servicio. Caso de que el alcalde o fuerza de la última localidad se negasen a colaborar, los primeros continuarán la persecución y los desobedientes o segundos, pagarán todas las costas ocasionadas por aquellos.

Iglesia de Villacastín
Iglesia de Villacastín (Segovia).

Si los malhechores se refugiasen en algún castillo, su alcaide ha de entregarlos inmediatamente a la Hermandad o, de lo contrario, “será condenado a muerte de saeta, pagar las costas de la Hermandad y a la persona agraviada los daños ocasionados”. El que fuere nombrado juez para juzgar al alcaide de castillo o fortaleza, no podrá excusarse de dicha comisión sin exponerse a la multa de mil maravedís. Si los nombrados por periodos de cuatro meses no fuesen suficientes, los alcaldes de Hermandad estaban facultados para obligar a todos a tomar las armas. Para ello, labradores y peones llevarían sus propias lanzas y horcas; era asimismo atribución de los Concejos nombrar un capitán jefe de la fuerza armada cuando se considerase necesario.

Como delitos de competencia de la Hermandad quedaron señalados los siguientes: la falsificación de moneda, muy común en la época; la protección y auxilio a los monederos falsos y la compra a sabiendas de dicha moneda; el robo a incendio en despoblado; la violencia a mujeres casadas, viudas y doncellas; los asesinatos cometidos en poblado y yermo; la prisión de personas en cualquier punto del reino sin las órdenes correspondientes; el tomar contra la voluntad de su dueño y sin pagar el precio debido, alimentos, ropas, enseres, viandas, bestias, etc., con la condición de fuerza tanto en yermo como en poblado. Si la cuantía de lo robado era tasada de ciento diez maravedís en adelante, se condenaba la primera vez con la restitución del importe de lo robado y el cuádruplo del mismo, más las costas ocasionadas a la Hermandad; en caso de insolvencia, el inculpado recibía cincuenta azotes; si había reincidencia, la pena se aumentaba gradualmente.

Los llamados “casos de Hermandad” expuestos se completaban con otros, como la vigilancia en los precios de viandas y comestibles, con el fin de reprimir los abusos de que eran objeto los viajeros desconocedores de la región por los comerciantes desaprensivos. La evitación de aquellos males que se cometían por quien, con el pretexto de cobrar deudas, causaba daños innecesarios; la prohibición de embargos no consentidos por las leyes; la instigación a otros para tomar prendas o bienes libremente, a fin de resarcirse de la deuda, etc. Caso de ejecutarse la sentencia de muerte a saeta, se hacia públicamente, atando al condenado a un palo, como era “costumbre en las antiguas Hermandades”. El ordenamiento de Villacastín se completó con los acuerdos de las Cortes de Santa María de Nieva (28 VII 1473), donde, a petición de los procuradores, quedó prohibida la construcción de nuevos castillos sin permiso del rey.

Isabel la Católica
Isabel la Católica, por Madrazo. Biblioteca Nacional. Madrid.

Isabel I de Castilla comenzó su reinado en 1474, con la guerra contra Alfonso V de Portugal, partidario de “la Beltraneja”. Nada hacía prever que de tan enrevesados a inciertos comienzos saldría la unidad nacional, seguida del periodo más brillante de nuestra historia. Por tratar ahora sólo de Castilla, pulmón y corazón de España, y de sus cuestiones sociales relacionadas con el orden público, nos detenemos en un breve comentario.

Muy mermada la esperanza de evolución social planteada a partir del siglo XI, la nobleza, primero balbuciente, se hizo más tarde, durante los siglos XIV y XV, con casi toda la riqueza nacional. A ello contribuyó poderosamente la reglamentación de los mayorazgos y maestrazgos dada por Alfonso X. Pedro Molas es contundente sobre lo que decimos, al darnos su impresión de la catastrófica situación producida por los Trastámara, creadores “de una nueva aristocracia, en gran parte con bastardos reales”, a la que concedieron en régimen de señorío extensísimos dominios, e incluso ciudades que hasta habían sido de realengo. Hubo grandes señores que dominaron el reino, no sólo de hecho en calidad de grandes propietarios sino también de derecho, al detentar los grandes cargos de la administración y del gobierno. No obstante, en Isabel I, otra Trastámara, iba a cumplirse el adagio de que “no hay peor cuña que la de la misma madera”.

Los Reyes Católicos, al decretar la organización de su famosa Santa Hermandad Nueva para el reino de Castilla, tuvieron que sortear algunas lagunas difícilmente insalvables, como las ya expuestas sobre Vascongadas, León y Galicia. Sin embargo, al final, su voluntad quedaría triunfante, hasta vencer resistencias tan tenaces como la de la archidiócesis toledana, defensora por razones obvias de la Hermandad Vieja. Dado que la Santa Hermandad Nueva tuvo existencia limitada, comprendida entre 1476 y 1498, algunas de las antiguas Hermandades volverían a surgir con diferencias en tiempo y espacio, pero también con pérdida del espíritu unionista en beneficio del sentido particularista, tan enraizado como idiosincrásico.

Don Alfonso de Aragón
Don Alfonso de Aragón, duque de Villahermosa,
capitán general de la Santa Hermandad Nueva.

La Santa Hermandad Nueva, por su eficacia en el robustecimiento de la autoridad real, del mantenimiento del orden público y de la justicia, estuvo llamada a ser, apenas nacida, el brazo armado más poderoso de Castilla, al margen de cuestiones políticas, del poder directo de los reyes y de influencias y presiones de otros estamentos en pugna. Su acción llegó, desde luego, hasta el último rincón del reino. No hay duda de que los Reyes Católicos, personajes con un espíritu mucho más elevado que sus antecesores, tuvieron una visión muy diferente y supieron ensamblar la acción policial con la militar, apoyarse decididamente en el pueblo, darles efectiva protección y reducir al mínimo las ambiciones y poder de la nobleza. Nuevos conceptos y nuevas ideas precursoras, a fin de cuentas, del Renacimiento a punto de hacer su entrada en la historia.

Es un juicio, tan extendido como apresurado, afirmar que la Santa Hermandad Nueva es el antecedente histórico más calificado de la Guardia Civil. Esta opinión, aunque no resiste un estudio crítico meditado, tiene, en cambio, el apoyo de una valoración afectiva, deducida, acaso, de situaciones similares, como son la creación de una y otra como una de las primeras medidas tomadas por dos reinas españolas del mismo nombre y, sobre todo, el realizar una eficaz, pronta y victoriosa lucha contra la anarquía y el desorden público, el poseer ambas una doble condición policial y militar, o al contrario, etc. No obstante, opinamos que la relación no llega a más y los parecidos sólo alcanzan a ser dos instituciones con análogas misiones, a grandes rasgos, separadas, en cuanto al tiempo, por cuatro siglos, y donde, si el espíritu de servicio permanece, los procedimientos y la organización de una y otra, salvo alguna singular reminiscencia, son enteramente diferentes.

De todas formas, hemos de salir al paso de juicios como el de Ubieto Arteta, quien, aunque reconoce que no había otros procedimientos para el mantenimiento del orden público que los ejercidos por las Hermandades, bien conocidas en el siglo XIV y, sobre todo, en “su punto culminante”, el siglo XV, integradas por gentes de los Concejos que, sirviéndose de saetas o “cuadrillos” perseguidores implacables “lo mismo por el robo más insignificante que por el más espantoso crimen” , una vez apresado el reo, lo llevaban a un montículo donde juntamente con el celebraban un banquete y, a los postres, lo ataban a un madero y le disparaban “unos veinte cuadrillos o saetas”, recibiendo premio el que los clavaba en el corazón y teniendo que pagar multa los que lo clavaban fuera del pecho; cree sinceramente el autor como se verá a continuación, que fueron mucho más que unos despiadados y sádicos ejercitantes de tan peculiar tiro al blanco, apuesta y banquete incluidos.

Diremos, para terminar, que el aparato orgánico y burocrático de la Santa Hermandad Nueva, con un presupuesto anual de treinta y dos millones de maravedís, fue tan considerable que dicho monto supone el doble del asignado a la Guardia Civil en 1844, año de su creación. Las muchas atribuciones y competencias asignadas a la Santa Hermandad Nueva impusieron, por supuesto, una estructuración jerarquizada, por una parte, como Cuerpo militar y, por otra, como Estamento judicial, con tribunales propios, donde los reos eran juzgados imparcialmente y, por supuesto, siguiendo los trámites en uso, y tenidos por legales.

LAS CORTES DE DUEÑAS, MADRIGAL Y CIGALES

En 1468, Isabel I de Castilla es nombrada princesa de Asturias por el tratado de los Toros de Guisando. Un año más tarde, de forma un tanto azarosa, contrae matrimonio con Fernando de Aragón. Ambos, mediante la Concordia de Segovia, en 1475, comienzan su reinado conjuntamente.

Aunque ya ha quedado expuesto el intento de poner remedio a la sombría situación, faltaba lo más complicado, es decir, desarrollar y aplicar cuanto se había aprobado en Villacastín. En su apoyo hubo grandes sectores del pueblo, labradores y menestrales que ofrecieron su aportación para robustecer la Hermandad, prometiendo contribuir con la “mitad de sus bienes” para salvar la otra mitad, incluida la seguridad de sus personas y familias. La situación social era tan confusa y lastimosa que nadie era señor de lo suyo, ni tenía recurso a persona alguna “por los robos e fuerzas e otros males que padecían de los alcaides de las fortalezas e de los robadores e ladrones”.

Don Juan Ortega
Don Juan Ortega, primer obispo de Almería,
quien presidió la junta general de Dueñas.

Pero además de la anarquía y desorden reinantes, la guerra con Portugal removió con violencia los sedimentos de libertinaje que abrigaba una sociedad en franca descomposición. A este respecto, es sumamente elocuente la pintura que de aquel estado social nos ha dejado Lucio Marineo Sículo: “Defendiendo el rey don Fernando y la reina doña Isabel sus reinos de dos grandes ejércitos de Portugal y Francia; cruelmente fatigadas muchas ciudades y pueblos de España de muchos y cruentísimos ladrones, de homicidas, de robadores, de sacrílegos, de adúlteros, de infinitos insultos y de todo género de delincuentes. Y no podían defender su patrimonio, ni hacienda de éstos, que ni temían a Dios ni al Rey, ni tenían seguras sus hijas y mujeres, porque había mucha multitud de malos hombres. Alguno de ellos, menospreciando las leyes divinas y humanas, usurpaban todas las justicias. Otros, dados al vientre y al sueño, forzaban notoriamente casadas, vírgenes y monjas, y hacían otros excesos carnales. Otros cruelmente salteaban, robaban y mataban a mercaderes y caminantes y a hombres que iban a ferias. Otros que tenían mayores fuerzas y mayor locura, ocupaban posesiones de lugares y fortalezas de la Corona real, y saliendo de allí con violencia, robaban los campos de los comarcanos, y no solamente los ganados, más todos los bienes que podían haber. Ansimesmo captivaban a muchas personas, las que sus parientes rescataban, por no menos dineros que si los hubiesen captivado moros a otras gentes bárbaras enemigas de nuestra fe”.

En los núcleos rurales las propiedades estaban a merced de los ambiciosos y de todo aquel que sentía deseos de asaltarlas. Es obvio que los Reyes Católicos, alentados por un gran impulso tan renovador como emprendedor, sustentado por un patente talante autoritario, en suma, hicieran saltar en mil pedazos los viejos moldes que cerraban un ciclo histórico definido y se dispusieron a abrir otro muy distinto partiendo desde la base.

La constitución de la Hermandad estuvo inspirada en un nuevo pensamiento. Seria una institución nacional para todo el reino de Castilla y con carácter permanente, a diferencia de las anteriores, de organización colecticia, basadas en la temporalidad y disueltas pasados los peligros. Las primeras noticias sobre cuestión tan importante las tuvo Alonso o Alfonso de Quintanilla, caballero asturiano, contador mayor del reino, hombre influyente en la Corte y, a quien, tanto Isabel como Fernando de Aragón, profesaban un gran afecto. Colaborador esencial de Quintanilla fue el clérigo Juan de Ortega, natural de Burgos, primer sacristán de don Fernando, provisor de Villafranca de Montes de Oca y más tarde, primer obispo de Almería, al ser reconquistada dicha ciudad el 29 de diciembre de 1489.

Tanto Quintanilla como Ortega se dedicaron con extremado celo y diligencia a poner en pie el más complejo aparato orgánico de este género hasta entonces conocido. Unas primeras gestiones están dirigidas a tomar contacto con los hombres más capacitados de ciudades tan importantes como Burgos, Palencia, Medina del Campo, Olmedo, Ávila, Segovia, Salamanca y Zamora, originando varias juntas locales en las que se acordó enviar a las Cortes de Dueñas (Palencia) el número necesario de procuradores para el estudio a fondo del proyecto.

Entre los últimos días de marzo y primeros de abril de 1476, bajo la presidencia conjunta de Quintanilla y Ortega, se celebró la junta general de Dueñas, en fechas que tiene lugar la famosa batalla de Toro, de importantes consecuencias históricas, al conseguir el partido de Isabel I el triunfo absoluto sobre portugueses y castellanos partidarios de “la Beltraneja”. A partir de entonces, puede decirse que la Santa Hermandad Nueva, bajo el patrón inicial del ordenamiento de Villacastín, había quedado constituida, aunque todavía tardaría algún tiempo para que iniciara su funcionamiento. A su regreso de la batalla de Toro, los Reyes Católicos aprobaron el ordenamiento de Dueñas, por el que se establecieron sus primeras ordenanzas.

Reyes Católicos
Retrato de los Reyes Católicos.

Con base en anteriores experiencias, el tema primordial estudiado en Dueñas fue el jurisdiccional, que ya se había hecho notar en Villacastín, para evitar que, tanto alcaldes como cuadrilleros, se mezclasen en negocios públicos, influencias de partidos y banderías políticas, marcadamente perjudiciales. Otra de las medidas a tener en cuenta fue la contención de abusos administrativos en los tesoreros de la Hermandad que, no siempre, confeccionaban y presentaban sus notas de gastos con la debida claridad y justificación. Se acordó nombrar para tan delicado negocio personas “buenas y sin sospecha”, autorizadas para revisar y controlar los cuantiosos fondos disponibles. Asimismo, se estudiaron procedimientos para contrarrestar el poder de las Órdenes Militares, verdadero Estado dentro del Estado, aunque, ciertamente, su decadencia comenzaba a sentirse.

Lejos de lo que pudiera esperarse, en las juntas generales o Cortes de Dueñas, la unanimidad brilló por su ausencia. Los procuradores defendieron puntos de vista discrepantes, y sus opiniones, divididas antes que compartidas, fueron en muchos de ellos contrarias a la formación de la nueva Hermandad. Mas Quintanilla, según nos refiere con detalle Hernando del Pulgar, presintiendo que su esfuerzo por “aunar voluntades” iba a ser baldío, expuso en un largo discurso los muchos beneficios que a la sociedad aportaría la organización de la Hermandad. Al concluir Quintanilla su larga exposición agrega Del Pulgar , todos unánimes, despertando los ánimos que tenían caídos de “los daños que rescebían”, dijeron que era cosa justa y razonable que la tierra se remediase, “ó que se debía facer la Hermandad que decía, ó repartir los dineros necesarios, ó llamar a la gente de armas, ó facer todas aquellas cosas que aquel caballero había propuesto”.

Las Cortes que se celebraban en aquel tiempo eran muy diferentes a las actuales. Si se convocaban por el rey, los procuradores se reunían bien en el punto donde se encontraban o en el que previamente se hubiera designado por aquellos miembros que gozaban de voto. Constituida la asamblea, se confeccionaba un cuaderno de peticiones a la Corona que, una vez odio el Consejo, las aprobaba o desestimaba, para después en el primer caso promulgarlas como leyes con el nombre de ordenamientos. Las nuevas Cortes en Madrigal, en el mismo año de 1476, a petición de los procuradores y por deseo expreso de los Reyes Católicos, dan así forma jurídica a los acuerdos de Dueñas. Comprendía el cuaderno once capítulos, con un elocuente encabezamiento, exacto reflejo de la situación social imperante y corroboración de lo ya expuesto con respecto al orden público y ausencia de autoridad.

Ciertamente, las leyes aprobadas en Madrigal no fueron más que una recopilación de las anteriores, en las que destacaban las en uso durante siglos por las Hermandades de Toledo, Talavera y Ciudad Real o Santa Hermandad Vieja, y, por supuesto, lo más sustancial de los acuerdos de Villacastín. Perduraron, pues, las multas de dos mil maravedís para los que faltaran a su juramento, lo mismo que la ejecución de la pena capital a saeta.

Fachada de la casa del Santo Oficio
Fachada de la casa del Santo Oficio,
con el escudo de los reyes Católicos, en Toledo.

Sin embargo, la innovación de más importancia capítulo IV_ fue la de combatir abiertamente los privilegios de la nobleza en beneficio del estado llano, determinación que daría origen a no escasos altercados, desairadas protestas y hasta amenazas de guerra civil, como la encabezada por el arzobispo de Toledo, tan partidario de la aristocracia y las Órdenes de Caballería. Novedad no menos interesante fue la de establecer un jinete caballería ligera por cada cien vecinos, y un hombre de armas caballería pesada por cada ciento cincuenta. No obstante, quedó sin concretar el número de hombres y la cuantía de impuestos y, por consiguiente, gastos presupuestarios necesarios para el establecimiento y puesta en acción de la Santa Hermandad Nueva, fijado, de momento, por un periodo de prueba de tres años.

Para todo ello fue necesaria la convocatoria de nuevas Cortes en Cigales, bajo la dirección compartida, como en las anteriores, de Ortega y Quintanilla. Fueron redactados los reglamentos definitivos y se “hicieron los apuntamientos necesarios y muy provechosos” para la aplicación de las leyes y el “sostenimiento y conservación” de la Hermandad. Con estos últimos acuerdos quedó fijado que, del cupo total correspondiente a cada localidad, un tercio serían hombres de armas. Cada hombre de armas estaba obligado a llevar en su compañía y a sus expensas, dos arqueros, un paje y un escudero, aparte de cinco caballos. Las otras dos terceras partes serían jinetes o caballeros ligeros. El equipo era por cuenta de los pueblos y por “todo el tiempo que fuese necesario”, y en caso de que se negasen los pueblos a esta aportación, la Hermandad tomaría por la fuerza el doble. Todos los “hermanos” habían de estar dispuestos para la celebración de la junta general, y se señaló el primero de julio de cada año para la celebración de las juntas locales, y a los ocho días siguientes, las de cabeceras de partido y ciudades. También quedó fijado que todos los miembros de la nueva Hermandad prestarían juramento sobre la cruz y los Evangelios.

Espingardero
Espingardero de la época de los Reyes Católicos.
Dibujo de Clonard.

El capítulo V, como aclaración a lo discutido en Madrigal, trataba de los robos, disponiendo que todo el que comprase ganados, bestias y efectos de dicha procedencia, se procedería contra el antes de los dos meses, a contar desde la fecha en que se produjese el robo y contra sus autores, sin limitación de tiempo. El primero de agosto se celebró una junta extraordinaria en Dueñas, con el fin de conocer todas las ciudades que ya habían entrado en Hermandad; las que demorarán su ingreso serían multadas con dos mil maravedís. Tanto los acuerdos de Dueñas como los de Madrigal y Cigales, recibieron su aprobación real definitiva en Valladolid, el 15 de junio de 1476.

En las juntas generales era costumbre realizar, de paso, una revista o parada militar, con el fin de conocer, en su conjunto, el estado de instrucción de las capitanías. En la de Dueñas se trató por vez primera y con lujo de detalles, de lo que pudríamos denominar un reglamento para el servicio. Hagamos un resumen: se entendieron por reos de robo, los que tuviesen en su poder o en ausencia de sus lícitos propietarios los custodiasen objetos bienes o animales de dicha procedencia. Cuando el valor de lo robado superase los ciento cincuenta maravedís, la pena será de azotes y destierro; si era menor, azotes además de pagar el cuádruplo del importe de lo robado a la Hermandad y el doble a la parte agraviada. Caso de producir muerte o heridas al efectuar el robo, entendían siempre los tribunales de la Santa Hermandad, en otros, la Justicia ordinaria. Eran casos marcados de Hermandad los delitos producidos en despoblado, como incendios de montes, viñedos, caseríos aislados, etc., una vez surgiese la evidencia de haber sido provocados. También lo fue la persecución de criminales en despoblado, sin tener en cuenta si el delito fue realizado en villa o ciudad con más de cincuenta vecinos. Se patentiza, pues, desde un principio, un sentido de territorialidad, orientado hacia el entorno rural preferentemente.

Ballestero y piquero
Ballestero y piquero en tiempos de los Reyes Católicos.
Dibujo de Clonard.

Antes de dictar sentencia, los alcaldes de Hermandad harían toda clase de investigaciones con el fin de llegar al conocimiento de la condición de sus autores y naturaleza del delito, y en caso de merecer la pena de muerte la mandarán dar de saetas . Era, asimismo, competencia exclusiva de la Hermandad los delitos de rapto de mujeres casadas, viudas o doncellas, tanto “en yermo como en poblado”. La cárcel privada, antigua costumbre de aplicar libremente la Justicia, por la que toda persona podía prender y encarcelar en su propia casa a otra que le fuere deudora, quedaba prohibida, pero si la resistencia a satisfacer la deuda persistía, la persona acreedora formularia la debida denuncia a la Hermandad, para que esta dispusiese lo necesario. La Hermandad ejercía, además, competencia en el suministro de víveres a viajeros y forrajes a sus caballerías, para que “todo se realice a su justo precio”. Las contravenciones a esta norma podían castigarse hasta con multa de diez mil maravedís, más gastos y costas de juicio; igualmente eran casos de Hermandad, con carácter de exclusividad, las ejecuciones para la cobranza de las rentas de juros reales.

PROCESO DE ORGANIZACIÓN

Se acordó, por razones obvias, disponer de abundante caballería para que “la Justicia del reino fuese poderosa y respetada, los delincuentes castigados y que por temor a la leyes y a sus representantes se evitasen muchísimos crímenes”. Con tal finalidad, y sin admisión de excusas ni pretextos, cada localidad quedaba en la obligación de entregar la parte correspondiente para el mantenimiento, mediante “sisas, derramas, repartimientos” a otras distribuciones que se acordasen. Las contravenciones eran sancionadas con multas de hasta diez mil maravedís.

Ciudades y villas fueron exhortadas a entrar en Hermandad. No obstante, había regiones donde fue laborioso romper con el pasado, como lo demuestra el hecho de que el 20 de junio de 1477, Isabel la Católica expidiese carta en Trujillo, manifestando su desagrado a las autoridades sevillanas por no haber dado aún cumplimiento a lo acordado en Madrigal. Por último, el primero de noviembre, hubo que convocar nueva junta general en Santa María de Nieva, para confirmar los acuerdos anteriores y aumentar las multas de los reticentes hasta el medio, millón de maravedís, si fuese preciso, siempre que las ciudades en cuestión contasen mil o más vecinos. Los jinetes y hombres de armas que no acudiesen a los sitios designados perderían, además del sueldo, el “acostamiento” por medio año. Se encareció también la prontitud en la sustanciación de los sumarios, con la finalidad de aplicar con rapidez la justicia, para que la gente “de a pie y de a caballo, estuviese mejor regida y gobernada”. En los distintos capítulo se pormenorizaba la organización militar de la Hermandad, con inclusión de los escuderos. En opinión de Hevia, en su “Diccionario militar de voces antiguas y modernas”, los hubo de dos clases: por obligación, como feudatarios y de origen noble, que comenzaban la carrera militar como tales, para ser luego nombrados caballeros. Los escuderos debían estar ejercitados en el empleo de armas y uso del caballo y, en caso contrario, perderían ambos elementos.

Lancero de la Santa Hermandad
Lancero de la Santa Hermandad en 1488.
Dibujo de Salas.

En el capítulo décimo se enumeraban las armas y equipo utilizados por la Hermandad. El hombre de armas dispondría de caballo de ocho mil maravedís, es decir, doscientos cincuenta reales, con “cubierta y arnés cumplido blanco, y no celada o almete y lanza de hombre de armas”. El jinete llevaría caballo de seis mil maravedís, con coraza, falda, gocetes, quixotes, brazos armados, capacete, banera y lanza. El peón ballestero portaría ballesta y almacén, coraza, casquete, espada y dardo de mano. El peón lancero utilizaría coraza, casquete, escudo, lanza y dardo si venía a prestar servicio a la Hermandad desde una distancia superior a las veinte leguas, y si era inferior, solamente escudo. Cualquier hombre de armas, jinete o peón ballestero o lancero que no cumpliese con sus deberes, era sancionado con dos meses sin soldada (paga). En el caso de que la falta fuese imputable a su capitán, recaería sobre este el castigo.

En el capítulo doce se determinaba que para los condenados a saeta, se colocaría un “madero derecho con una estaca en medio, y a los pies otro madero, para que así se sufriese la muerte”. Estaba absolutamente prohibido hacer uso de la cruz, “ni poner en esta forma a ningún asaeteado, pues tal cosa sería ofensa y vilipendio de nuestra Santa Fe Católica”.

En Santa María de Nieva se dio por concluso el periodo de organización. Hubo, según hemos reseñado, muchos inconvenientes, como lo prueba la imposición de multas a ciudades remisas, pero al final, la Santa Hermandad Nueva quedó establecida, tanto como una fuerza para el orden público como un cuerpo administrador de justicia; posteriormente se transformaría en el núcleo más selecto del Ejército. Las ordenanzas aprobadas fueron pregonadas y publicadas en las localidades más importantes, al son de trompetas.

Ballestero y piquero
Ballestero y piquero. Dibujo de Clonard.

Con el surgimiento de la Santa Hermandad Nueva se da un paso decisivo para la desaparición de las mesnadas concejiles de naturaleza colecticia, que constituyeron en la Edad Media el grueso de las tropas reales; también se redujo aún más el poder de ]as Órdenes Militares, cuyo Maestrazgo pasaría, en 1495, a manos de los Reyes Católicos, al crearse su Consejo, perdiendo así su autonomía, lo mismo que ocurrió con otros núcleos armados organizados a expensas de nobles y prelados.

En Santa María de Nieva quedo fijada su plantilla orgánica a base de dos mil hombres de a caballo, aunque el cronista Alonso de Palencia nos da tres mil, sin consignar una reducción llevada a cabo algo después. El contingente fue fraccionado en ocho capitanías, a razón de una por provincia, en igual número a las existentes entonces en Castilla. Fueron éstas: Burgos, León, Valladolid, Salamanca, Segovia, Ávila, Toledo y Plasencia. El número de plazas por capitanía fue variable, oscilando entre cien y trescientas lanzas, con arreglo a la importancia y extensión de la provincia. En cuanto a número de ballesteros y lanceros de cada compañía, no estuvo sujeto a norma alguna.

Jefe militar de la Santa Hermandad Nueva, con la denominación de capitán general, fue don Alfonso de Aragón, primer duque de Villahermosa, “el más señalado capitán de su tiempo”, hermano bastardo de Fernando el Católico, fruto de los amonios de su padre Juan II de Aragón con Leonor Escobar, dama de su abuela doña Leonor de Alburquerque. Para asesoramiento, la Santa Hermandad Nueva disponía de una junta superior consultiva, presidida por Lope de Rivas, obispo de Cartagena, en la que, además de Villahermosa, Ortega y Quintanilla, había como vocales un diputado por provincia. La junta quedaba obligada a acompañar a la Corte en sus desplazamientos, siendo sus actuaciones las de un alto tribunal de Justicia, y sus fallos no admitían apelación.

Los diputados fueron nombrados por cuatro meses y después por seis. No se les exigía condición de letrados, como a los miembros de los tribunales ordinarios, pero tenían que ser personas “muy honradas, graves y de mucha autoridad y prudencia”. Se les denominaba generales para diferenciarlos de los provinciales, especie de intermediarios en determinados asuntos que se resolvían por delegación de la junta suprema. Unos y otros gozaban de crecido sueldo y habían de ser de las clases de ciudadanos y caballeros. Los diputados generales estaban obligados a llevar a la Corte dos escuderos de escolta y acémila para “transporte de la cama”. La contribución fijada para el sostenimiento de un hombre de a caballo fue de dieciocho mil maravedís anuales por cada cien vecinos, aparte de las sisas, repartimientos y costas ya existentes.

Soldados de acostamiento
Soldados de acostamiento.
Del libro "Museo Militar", de Francisco Barado.

No se tardó mucho tiempo en que la Hermandad dispusiese de cuantiosos fondos, engrosados por multas y beneficios obvencionales de los servicios, con los que se autofinanciaban tanto los sueldos de peones, jinetes y hombres de armas como la adquisición de éstas. La administración total de los fondos quedó encomendada, conjuntamente, a Alonso de Quintanilla y Juan de Ortega.

Serios obstáculos planteó el establecimiento de las capitanías provinciales por la oposición ejercida, en cada caso, por el noble influyente, el prelado con privilegios o el dignatario sin escrúpulos, al comprobar que hasta el más apartado rincón, el poder real iba a estar sólidamente representado. Hubo, no obstante, casos especiales, como el del conde de Haro, noble entre los más poderosos y con mayor número de vasallos que, prestamente, se puso a favor de la Santa Hermandad. Pero donde hubo mayores resistencias fue en Toledo, pues todavía en abril de 1477, los Reyes Católicos mandaron personalmente que los pueblos y ciudades afectos a su arzobispado contribuyeran a la formación de la Hermandad. La oposición fue tan tenaz, que aún en 1481, no se había nombrado el diputado general para la junta suprema.

Todo ello nos induce a pensar que si en última instancia la Hermandad se estableció en el reino de Castilla, no fue recibida con el mismo afecto en todas las provincias. Mas, experiencias posteriores, tanto en la eficacia de sus intervenciones como en su orgánico funcionamiento, adaptándose también a costumbres y fueros de las distintas ciudades, hicieron que sus ordenanzas no fuesen estrictamente rígidas y sí susceptibles de modificaciones. Este espíritu de renovación latente, seguido de cerca por la junta general, lejos de debilitar tan tupido sistema, lo hizo mucho más sólido y efectivo.

Ejemplo de los dicho quedó patentizado en las Cortes de Toledo de 1480, donde son renovados juros y mercedes concedidos por Enrique IV, y de paso se dictan nuevas leyes de administración y, como de especial caso de Hermandad, la prohibición de duelos. Una segunda ley introducía innovaciones sobre los delitos de robo y de malhechores que se refugiasen en castillos, pudiendo ganar el perdón si servían por un año en “frontera de moros”. Por una tercera ley quedaba prohibido dar acogida en el valle de Ezcaray (La Rioja), como era antigua costumbre, “a los asesinos, ladrones y mujeres adúlteras, que allí encontraban guarida segura”. Otra ley cuarta prohibía que ningún hombre sacase en pelea “trueno, espingarda, serpentina, ni ninguna otra arma de fuego”.

Armadura
Armadura de la época de los Reyes Católicos.

Las reformas militares tampoco fueron descuidadas. Se reorganizaron las capitanías en base a que, en las compañías o cuadrillas de lanceros, podían también encuadrarse espingarderos, a razón de una espingarda nueva arma de fuego por cada diez lanzas.

EL ORDENAMIENTO DE TORRELAGUNA Y LAS REFORMAS MILITARES DE 1488 Y 1493

Superado satisfactoriamente el periodo experimental, en la junta general de 1485, en Torrelaguna, se dictó un nuevo ordenamiento, el más trascendental de todos, y cuya vigencia duró hasta la extinción de la Hermandad en el año 1498. Las nuevas leyes estaban contenidas en treinta y ocho capítulos, que aprobaron los Reyes Católicos mediante carta expedida en Córdoba. Las disposiciones de este ordenamiento dejarían marcada influencia, con posterioridad a su periodo de aplicación, en otras instituciones ideadas para análogos fines.

En ellas se fijaba, primeramente, la existencia de dos alcaldes por localidad, pero de distintos estamentos sociales, esto es, uno, de la clase de caballeros y escuderos y, otro, de la de ciudadanos y pecheros, siempre que no fuesen hombres “baxos ni ceviles”, o sea, que sus profesiones no fuesen de escasa representatividad. Por supuesto, habían de ser de reconocida honradez. El nombramiento era por un año y su renuncia implicaba la pena de destierro. Usarían vara y percibirían sueldo. Las diferencias de categoría social de los alcaldes no originaba otras con respecto a los reos.

Se mantenían, por el capítulo segundo, los mismos casos de Hermandad ya expuestos, pero no se tenía en cuenta la violencia en mujeres, si eran “mundarias públicas”. Las penas fueron modificadas incrementándose más su rigor; así, los robos hasta ciento cincuenta maravedís, destierro y azotes; de ciento cincuenta a quinientos, azotes y corte de una oreja; de quinientos a mil, corte de un pie y prohibición de cabalgar en caballo o acémila durante el resto de su vida, “so pena de muerte a saeta”. Se cree que la Santa Hermandad produjo “cojera judicial” a unos mil quinientos desgraciados; en cuanto a los desorejados, su cálculo fue imposible. Cuando el importe de lo robado excedía de los cinco mil maravedís, la pena era de muerte a saeta. Es obvio que, en escaso tiempo, el delito de robo, hasta entonces muy común, quedase sólo en un recuerdo.

Vista de Torrelaguna
Vista de Torrelaguna.

La forma de prestar los servicios no fue modificada, respetándose las cinco leguas por jornada en las persecuciones y el uso del “toque de apellido” para dar las alarmas. En casos de ejecución, los alcaldes cuidarían de que los reos recibieran los sacramentos y que murieran lo más prontamente posible “porque pase más seguramente su ánima”.

Los capítulos VI, VII y VIII daban normas para evitar todo entorpecimiento entre procuradores y letrados de las partes contendientes en los pleitos. En los dos siguientes, se aludía a la responsabilidad en que incurrían alcaldes y cuadrilleros que “errasen en sus oficios”, por la que pudrían ser juzgados y castigados; también sobre las competencias entre los tribunales de la Hermandad y los ordinarios. Las multas a los encubridores capítulo XI se aumentaron hasta los cien mil maravedís; el importe se ingresaba en los fondos de la Hermandad. Otras cuestiones, como la vigilancia en los precios de comidas y hospedajes, y la concesión del perdón, a cambio de ir a servir a la “frontera de moros” por un año, quedaron como anteriormente. Se acrecentaron, en cambio, las atribuciones de la Hermandad, hasta quedar facultada para derribar “casas, parapetos y torres” donde se refugiaran malhechores.

El capítulo XVII encarecía, bajo severa sanción, que al disfrutar los miembros de la Hermandad de “salarios fijos”, tenían que “contentarse” con los mismos y no recibir cohechos ni dádivas, pagando el doble de lo que “injustamente” tomasen, aparte de la deshonra que implicaba. Se daba a los reos, además, la oportunidad de demostrar si la hubiere su inocencia en juicio imparcial.

Tanto alcaldes como jueces y procuradores, mientras ejerciesen el cargo, gozaban de inmunidad, no pudiendo ser detenidos ni encarcelados. Caso de negligencia en sus funciones, serían castigados. La Hermandad podía, asimismo, subastar, en pública almoneda, los bienes de los condenados, pero nunca embargar los aperos y animales de labranza durante las faenas agrícolas, aunque hubiese la evidencia de que procedían de robo.

Otras disposiciones afectaban capítulo XXIV a la contribución especial de ochocientos mil maravedís para recompensar a aquellos vecinos que prendiesen malhechores en ausencia de las fuerzas de la Hermandad, empleadas en la guerra de Granada. La distribución por servicio se haría de la forma siguiente: mil maravedís al año, al alcalde de la villa o ciudad por “su celo”; tres mil, a quien prendiese a un malhechor condenado a muerte de saeta; dos mil, si la pena era la de cortar un pie, y mil, en caso de destierro o pérdida de oreja. Los abusos se castigaban con diez mil maravedís de multa.

Para la inspección de los servicios se nombraron cuatro veedores encargados de viajar constantemente por todo el reino, revistando tanto los tribunales y alcaldías de la Hermandad como las capitanías provinciales. Durante el curso de sus inspecciones tomarían las providencias pertinentes, dando cuenta a la junta general. La ley XXIX especificaba la exención de contribuciones a la Hermandad, afectando la misma a las iglesias, monasterios, parroquias, clérigos y beneficiados, mujeres y “fijosdalgo”, pero no así a los “escusados y paniaguados” acogidos a los templos y cenobios, dedicados a trabajos de servidumbre.

Las contribuciones a la Hermandad se continuarían haciendo por repartimientos y derramas entre los vecinos, prohibiendo a los eclesiásticos que se opusieran a que, en casos especiales, se echen derramas, ni se lancen sisas”. Toda recaudación se haría por vía de patrones y “sin escándalo”. Concejos y Universidades tenían prohibido “repartir contribuciones” con el pretexto de pagar a la Hermandad; también alcanzaba esta limitación a toda persona que “osara meter mano” para apoderarse de cantidades destinadas a la institución. En determinados casos, se presentarían investigadores en los pueblos con el fin de oír las quejas sobre las que se hubiese falseado algún hecho”. Se acordó también que, caso de que las tierras de “realengo, abadengo, señorío y behetría” se negasen a pagar la contribución a la Hermandad, fuesen consideradas rebeldes y sancionadas con treinta mil maravedís de multa. Por último, se fijaban los honorarios de jueces y sus tenientes, a razón de cuarenta maravedís por cada mil que se dieran al Concejo, hasta alcanzar el tope máximo de cinco mil, pero no pudiéndose cobrar más de doscientos de una sola vez. Caso de no pagar a su debido tiempo, habría un recargo por la demora.

Rendición de Granada
Rendición de Granada. Grabado de la Biblioteca Nacional.

Reconocidos los beneficios que la Santa Hermandad Nueva había proporcionado al reino de Castilla, especialmente en el orden público, en la guerra civil, en la reducción de la nobleza y, por supuesto, en la guerra de Granada, se procedió a imprimirle el carácter de Cuerpo militar, con todas las peculiaridades de unidades veteranas y escogidas con vistas a la creación de un Ejército permanente. Muy interesante fue, en efecto, la expedición de la real cédula de 15 de enero de 1488, donde presidió un sentido de economía con relación a las llamadas tropas de acostamientos, sustituidas por las de la Santa Hermandad.

Se denominaba “acostamiento” al estipendio o sueldo que los reyes pagaban a unas tropas de guarnición para su uso y servicio; fueron tanto de a pie como montadas. Por extensión, también lo fueron, aunque equívocamente consideradas, aquellas otras pagadas por los pueblos, aunque nunca superaron el carácter de milicias locales. El estipendio era la norma tradicional heredada de la romanización y obligaba a cualquier vasallo a acudir, sin excusa ni pretexto, a la guerra cuando el rey o alguien exclusivamente en su nombre lo llamara. Todo soldado “acostado” tenía la obligación de prestar obediencia a su jefe, aunque únicamente durante la campaña para la que había sido convocado. Al ser sustituidos los “acostamientos” por la Santa Hermandad, los Reyes Católicos quedaron relevados de satisfacer el estipendio, pues la nueva institución se autofinanciaba con sus propios fondos.

La plantilla inicial de dos mil hombres se aumentó hasta diez mil, alcanzando las capitanías provinciales su máximo apogeo y representatividad. Para llevarlo a buen fin, se celebró una junta general encabezada por Villahermosa, el obispo de Palencia, Alonso de Burgos, y los insustituibles Quintanilla y Ortega. El contingente quedó organizado a base de novecientos sesenta espingarderos y ocho mil seiscientos cuarenta piqueros, encuadrados en doce compañías o capitanías , mandadas, la primera, por Villahermosa que a su vez era general de las restantes ; la segunda, por Luis Fernández Portocarrero, señor de la villa de Palma; la tercera, por Martín de Córdoba; la cuarta, por Diego López de Ayala, señor de Cebolla; la quinta, por Jorge Manrique, el inmortal poeta; la sexta, por Antonio de Fonseca; la séptima, por Juan de Almaraz; la octava, por Pedro Ruiz de Alarcón, señor de Buenache; la novena, por Francisco Carrillo; la décima por Gonzalo de Cartagena; la undécima, por Mosén Mudarra y la duodécima, por Fernando Ortiz. Todos ellos conceptuados como los más destacados caudillos de su tiempo.

Cada compañía asignada, normalmente, a una provincia, constaba de capitán jefe; veinticuatro cuadrilleros con cometido muy similar al de los actuales oficiales subalternos , abarcaba la instrucción, disciplina y policía, tanto en régimen de guarnición como en las marchas y acciones de guerra; ocho tambores; un alférez abanderado; ochenta espingarderos y setecientos veinte lanceros. En total, ochocientos treinta y cuatro hombres. La compañía actuaba aislada o fraccionada dentro de su provincia. En acciones de campaña, peligro general, operaciones de castigo contra alcaides de castillos, etc., podían hacerlo reunidas, combinando sus movimientos. Cuando había de dos en adelante dedicadas al mismo empeño, su conjunto recibió el nombre de “batalla”, de la que devino a principios del siglo XVIII la voz de batallón. La “batalla” era comúnmente de Infantería y muy excepcionalmente de Caballería.

Se estableció un uniforme con el que se han querido identificar, a la ligera, a todas las Hermandades; consistía éste en calzas de paño encarnado, sayo blanco de lana con manga ancha y cruz roja en pecho y espalda, y como prenda de cabeza, casco de “hierro batido” muy ligero. Por armamento llevaban lanza y espada pendiente del talabarte los lanceros, y los espingarderos, aparte de la espingarda, espada y bolsas de municiones pendientes de la bandolera. El alférez abanderado y los tambores solamente portaban espada pendiente del talabarte. Era obligatorio realizar dos revistas generales anuales en los últimos domingos de marzo y septiembre; los que faltaran sin causa justificada eran multados. Para estímulo y ejemplo, se concedían premios a los espingarderos que tirasen mejor en los dos ejercicios anuales de tiro, como igualmente a los que presentasen sus armas en mejor estado de revista, con el fin de que todos se esforzasen en trabajar y tener las mejores y más lucidas armas que pudiese haber”.

Ballestero y Espingardero
Ballestero y Espingardero. Dibujo de Clonard.

Con la Santa Hermandad según veremos al hablar de sus servicios más destacados , los reyes lograron que, gracias al pueblo, el poder pasara íntegramente a sus manos. El tradicional sistema de recluta de mesnadas y milicias concejiles fue, asimismo, eliminado, anulando el gran fallo que suponía que, al quedar libres del poder ejecutivo, los reyes no pudieran disponer libremente de estas tropas sin el consentimiento de sus verdaderos mantenedores.

Para organizar una fuerza publica permanente y afecta por completo a la autoridad real, pero también pensando en otra concepción más económica para los pueblos que la ideada para la Santa Hermandad, en 1492, Alonso de Quintanilla redactó nuevamente un detallado informe acerca del armamento, poblaciones y empadronamiento militar del reino de Castilla, del que resultó que “las provincias tenían millón y medio de vecinos, que a cuatro almas, son seis millones de almas”. Este documento nos refleja, asimismo, una técnica encaminada tanto a conocer las disponibilidades para una movilización general como para una valoración de las posibilidades de todo el reino. En apoyo de lo anterior, se crearon unos Cuerpos de Caballería que, al poco tiempo, tomaron el nombre de Guardas Viejas de Castilla.

A estos nuevos Cuerpos se les puede considerar, más bien, como los herederos de otros Cuerpos con relativo carácter de permanencia que, arrancando de los Espatarios godos, los Monteros de Espinosa, del conde Sancho García, los Escuderos del Cuerpo del Rey y el Perdón, de Pedro I, y los Continos, de Juan II, siguen una línea tradicional, tanto en sus razones de organización como en sus misiones, incluidas las del orden público. “Anhelosos los reyes nos dice Barado de constituir a la sombra del trono una fuerza que velara por la tranquilidad pública y fuera suficiente para hacer respetar los regios acuerdos, organizaron el 2 de mayo de 1493, un Cuerpo titulado Guardas Viejas de Castilla”, con dos mil quinientos caballos, divididos en veinticinco compañías de a cien plazas cada una. Cada Compañía constaba de capitán jefe, teniente, alférez portaestandarte, corneta y noventa y seis lanceros. El jefe de las Guardas Viejas de Castilla tuvo consideración de capitán general, asistido por un contador, un alcalde y un alguacil. Para ingresar en este distinguido cuerpo había que ser “persona bien dispuesta” y poseer “caballo crecido”, es decir, superior a la marca, de a ocho mil maravedís, con arnés completo, aparte de “buena brida y barbada recia y las cabezadas y riendas y cinchas y acciones dobladas y buena silla guarnecida y el dicho caballo encorbetado, con sus cubiertas pintadas y piezas enteras y correas bien guarnecidas y que lo más pronto que pudieran, tengan cuello y testeras con tanto que el escudero que así recibieren no sea de los acostamientos”.

El armamento “de punta en blanco” se componía de lanzón de armas de arandela en ristre, maza de armas, estoque, escudo y pavés. Cada hombre de armas debía tener dos caballos como mínimo, uno de ellos encorbetado con las divisas reales y otro para el paje. El lancero tuvo una gratificación de veintiocho mil maravedís, o sea, unos ochocientos veinticuatro reales al año, y el alférez treinta mil. La quinta parte del contingente fueron jinetes, o caballería ligera, armados con coraza, morrión sin celada, con ballesta, espada y puñal. En 1496, en Tortosa, se aprobaron sus ordenanzas, modificadas en 1503, insistiéndose en el perfeccionamiento de su disciplina, gobierno interior, administración de justicia, licencias, asambleas y forma de realizar los servicios importantes, una vez estudiados por una junta presidida por el capitán general.

Los hombres de armas eran admitidos previa autorización de su capitán, veedor y contador, una vez presentase “caballo crecido, arnés, lanzas de arma y de mano, espada y estoque o saga”. El guarda de caballería ligera, debía presentar “caballo, coraza, capacete, babera, quijotes, faldas, guarnición de brazos, lanza, adarga, espada y puñal o saga”. Hubo una unidad especial, o reducido grupo muy escogido, conocido por “Doblados”, provistos de un segundo caballo. Las lanzas podían ser ligeras y de armas. Tanto a caballeros como a escuderos se les tomaba juramento de fidelidad al rey. Los que se “separasen de las filas” serían castigados con pérdidas de armas y caballo; los peones recibirían cincuenta azotes y la pérdida de un mes de sueldo. Si un capitán hacía o mandaba hacer correrías en tierras enemigas sin autorización quedaba desposeído del mando de su compañía, y los que le hubiesen obedecido, de sus armas y caballos.

Nuevas reformas asignan dos trompetas por compañía. Este cuerpo, utilizado con más incidencia en exploraciones y cabalgadas fue, en verdad, la semilla del arma de Caballería. Concebido inicialmente con gran lujo de medios y personal muy seleccionado, resultó muy costoso, como puede deducirse de que para disponer de mil hombres de armas de a dos caballos, seiscientos estradiotes, trescientos jinetes y cien ballesteros”, en total tres mil caballos, sólo dos mil “serían para pelear y pegarse”.

Ducado
Ducado de Fernando I el Católico (1458-1494), acuñado en Nápoles.
Museo de Numismática. Barcelona.

Debido a los elevados sueldos, el presupuesto anual general alcanzó los doscientos cincuenta mil ducados, cifra extraordinariamente desmesurada para aquella época. Una drástica reducción la rebajó a diecisiete mil, lo que implicó, aparte de una gran disminución de personal, una marcada austeridad y sencillez en la indumentaria. Con este segundo presupuesto pues el anterior no pasó de proyecto se lograron “poner en pie” seis compañías de a cien hombres de armas cada una y ocho de cincuenta plazas. Posteriores reducciones fueron restando importancia a las Guardas Viejas de Castilla, hasta desaparecer unos años más tarde.

Volviendo a la Santa Hermandad, una disposición de 1493, prohibía romper armas, imponiendo severas penas a los herreros y armeros “que tal cosa hiciesen”. Otro documento dado en Tarazona el 18 de septiembre de 1495, fijaba el número y clase de armas ofensivas y defensivas que cada persona había de tener en su domicilio, de acuerdo con su condición social, por si era movilizado. La fiscalización y control de estas armas estuvo a cargo de la Santa Hermandad.

Se hicieron tres categorías sociales. Para los de clase alta, las armas asignadas fueron: coraza de acero, falda de malla o de láminas, y armadura de cabeza, lanza de “veinticuatro palmos”, espada, puñal y casquete. La clase media o de mediana riqueza llevaba: coraza, armadura de cabeza, espada, puñal y lanza o, en su lugar, espingarda con cincuenta pelotas y tres libras de pólvora, o ballesta con treinta pasadores. En cuanto a la clase baja o de menor hacienda, disponía de: espada, casquete, lanza larga y dardo, o lanza mediana y medio pavés o escudo.

Una real provisión dada en Valladolid el 22 de febrero de 1496, mandaba que, con relación a los acuerdos tomados en la junta general de Santa María del Campo, de cada doce vecinos “se saque un peón”, comprendido entre los veinte y los cuarenta años de edad, con la obligación de armarse a costa de los once restantes. De esta manera, armado todo el pueblo y concluido el alistamiento general, podía contarse con numerosas tropas. Sin embargo, tal proyecto de militarización no se pudo poner en marcha, por múltiples causas, ni siquiera durante la regencia del cardenal Cisneros, quedando en mero proyecto.

SERVICIOS MÁS DESTACADOS
DE LA SANTA HERMANDAD NUEVA

Numerosos y eficaces, durante los veintidós años de existencia, fueron los servicios prestados por la Santa Hermandad Nueva, de los cuales vamos a hacer el siguiente resumen: Según nos refiere Hernando del Pulgar, en los núcleos rurales la propiedad había quedado a merced de los ambiciosos. Pueden citarse casos como el del alcaide de Castronuño, Pedro Mendaña, que respaldado por su propia fuerza, puso en práctica un sistema de devastación tan terrible como despiadado. Al comenzar su reinado los Reyes Católicos, tenía sojuzgadas las ciudades de Burgos, Segovia, Ávila y Medina del Campo, obligadas a pagarle crecidos tributos para librar a sus habitantes de las vejaciones que se exponían a padecer en los caminos, de manos de los rufianes a sueldo del famoso alcaide bandido. No se tardó mucho tiempo en sitiar las fortalezas de Castronuño por orden de Villahermosa, quien dirigió personalmente las expugnaciones de las villas de Cubillo, Sieteiglesias y Cantalapiedra. Mendaña, cuyos abusivos impuestos en especie a base de trigo, vino, ganados y también dinero, le hicieron terrible, llegando a contar con más de trescientos hombres de a caballo a sueldo, tomó partido por “la Beltraneja”. Para reducirlo fue necesario establecer dos campamentos en Castronuño y vigilar estrechamente el curso del Duero. Su rendición no resultó empresa fácil a la Santa Hermandad, pues además de sus cuantiosos pertrechos y repletos almacenes de víveres, contaba con numerosa artillería. Fue necesario emplearse a fondo, cegar fosos, derribar murallas y efectuar la escalada. El asedio a Mendaña duró cerca de un año. Según nos refiere Ferreras, después de la capitulación, el trigo y los víveres dejados en el castillo fueron valorados en siete mil florines aragoneses. A Mendaña se le dio la opción de marcharse a Portugal, siendo derruido su castillo, eficaz medida que los Reyes Católicos y luego el cardenal Cisneros continuaron imponiendo para doblegar a la nobleza díscola.

Escopetero a caballo
Escopetero a caballo. Dibujo de Clonard.

En otro orden, Fernando el Católico, con tropas de la Santa Hermandad, socorrió a la plaza de Fuenterrabía, apoyado por el conde de Haro, Pedro Fernández de Velasco, abortando un secreto entendimiento de traición de la Diputación General con los franceses, procediéndose a continuación a limpiar las Vascongadas de díscolos y malhechores, derribando las casas fuertes donde se albergaban.

En 1477, Isabel la Católica intentó apoderarse de Toro, aún en poder de Alfonso V de Portugal. El ataque castellano con cinco capitanías de la Santa Hermandad no tuvo el éxito inicial esperado, pero una acción por sorpresa, encabezada por el capitán Pedro de Velasco, apoyado por las capitanías de Vasco de Vivero, Pedro de Guzmán, Bernal Francés y Antonio Fonseca propició la posesión de tan importante plaza.

Mientras Isabel la Católica se encontraba en Trujillo, tuvo conocimiento de las acciones de pillaje que llevaba a cabo, desde el castillo de Madrigalejo, su alcaide Juan de Vargas, afectó al marqués de Villena contrario a la reina , así como también al de Castelnovo. Desde Cáceres dispuso que varias compañías de la Hermandad acometieran sin piedad a los levantiscos hasta doblegarlos, derruir algunos fuertes y nombrar en los que quedaran nuevos alcaides de absoluta confianza.

Rápidamente después tuvo que dirigirse a Sevilla, donde la pugna entre las casas del marqués de Cádiz y la de Medinasidonia por mantener sus abusivas privanzas, era un elocuente ejemplo del mal social imperante, reticentes ambas a ceder su influencia a la autoridad real, patentizada en la fuerza de la Santa Hermandad.

Otros hechos de armas notorios de la Santa Hermandad, aparte de la expugnación del fuerte de Monleón, a comienzos de 1478, bajo la experta dirección de Fernando el Católico con la colaboración de las capitanías de Juan de Viedma, Vasco de Vivero, Pedro Rivadeneyra y Rodrigo de Aguilar, que reunieron setecientas lanzas y dos mil peones fue la sumisión del mariscal Fernandarias de Tarifa, y las incursiones llevadas a cabo por la Baja Andalucía y pueblos de la frontera para restablecer el orden ciudadano. Hubo castigos tan ejemplares que la arrogancia y altivez de la nobleza se trocó en manifiesta sumisión.

No obstante, como última reacción a la desesperada, la nobleza organizó, en 1478, una rebelión general contra el creciente poder de los Reyes Católicos. Fue su principal promotor el arzobispo de Toledo, desde su confinamiento en Alcalá de Henares, amenazando con “volver a la reina a la rueca, como lo estaba antes”. El belicoso arzobispo Alonso Carrillo era partidario de “la Beltraneja” y, por tanto, estaba apoyado por el rey de Portugal. Alonso Carrillo, además de sus desconsiderados juicios contra la reina, había emitido comentarios desfavorables contra la Santa Hermandad y sus rígidos procedimientos.

La rebelión fue considerable y amenazó con extenderse a la totalidad del reino de Castilla. Mientras Villahermosa sitiaba Madrid para cortar las comunicaciones entre Alcalá y Toledo, los capitanes Jorge Manrique y Pedro Ruiz de Alarcón disponían los asedios de los fuertes de Garcimuñoz, Chinchilla, Belmonte y Alarcón, afectos al marques de Villena. En el asalto a Garcimuñoz, al penetrar denodadamente en medio de los enemigos afirma Vicens Vives , encontró honrosa muerte al frente de su capitanía el poeta Jorge Manrique (1479), símbolo exacto y fiel de su época, arquetipo de una generación que, surgida en el anárquico reinado del “Impotente”, empezaba a adivinar el glorioso renacimiento de una España poderosa por la que se hacía necesario morir en el campo de honor. Pero si Jorge Manrique moría heroicamente al frente de su capitanía, Diego López de Ayala, otro capitán de la Santa Hermandad, se hacía con Talavera de la Reina, plaza de suma importancia, quedando encargado de su “tenencia” y gobierno en premio por tan destacado servicio.

Jorge Manrique
Retrato de Jorge Manrique. Casa de la Cultura. Toledo.

Con ser muchos los méritos alcanzados por la Santa Hermandad en las luchas civiles y en la persecución del crimen, pierden relieve si establecemos comparación con su contribución a la guerra de Granada. La contienda que pondría fin a la Reconquista comenzó en 1481, cuando el sultán granadino Abul Hassan, más conocido por Muley Hacem, se apoderó por sorpresa de la plaza de Zahara. Al año siguiente, en la toma de Alhama, para dar guarnición a plaza tan importante, intervino la capitanía de Francisco Carrillo que resistió los continuados ataques que realizó Muley Hacem para reconquistarla. El 14 de mayo, Fernando el Católico partió de Córdoba al frente de ocho mil de a caballo y diez mil peones, con el fin de socorrer Alhama. Entre sus más destacados capitanes, además de su hermano bastardo Villahermosa, figuraban varios de la Santa Hermandad. El aprovisionamiento de este importante ejército corrió por cuenta de la Santa Hermandad, la cual, por junta general celebrada en Pinto (Madrid), organizó a sus expensas un convoy de pertrechos y vituallas compuesto por dieciséis mil caballerías y ocho mil acemileros, datos de por sí ilustrativos que nos dan clara idea de los importantes recursos tanto en metálico como en provisiones y suministros de todo tipo que poseía la Hermandad. Una vez abastecida y fortificada la plaza de Alhama, su guarnición fue relevada por cuatro capitanías de la Hermandad, siendo sus jefes Portocarrero, López de Ayala, Ruiz de Alarcón y Fernando Ortiz. El total de las tropas estuvo integrado por mil peones y cuatrocientas lanzas. La derrota de los cristianos en Loja y La Ajarquía hizo que Alhama quedase en situación crítica, mas, de bien poco sirvieron los ataques reiterados de los moros granadinos cuando, con un ejército formado por mil de a caballo y diez mil peones, pretendieron reconquistar plaza tan codiciada. Las capitanías de la Hermandad, a pesar de contar con efectivos mucho más reducidos, supieron resistir hasta ser socorridos por el propio Fernando el Católico.

Un curioso hecho nos refiere de aquella campaña Hernando del Pulgar, del que fue protagonista un escudero de la Santa Hermandad llamado Juan del Corral, hombre tan cauteloso como astuto, suceso que si acaso no tiene un sólido rigor histórico por entrar en el terreno de lo fantástico, refleja, en cambio, que los hombres de la Santa Hermandad debieron ser personas muy seleccionadas y capaces. El aludido Corral se prestó según el mencionado cronista a ser mediador entre el rey granadino y sus jefes, con objeto de que si aquél devolvía el castillo de Zahara y liberaba a los cautivos cristianos se le restituiría la plaza de Alhama. Corral recibió por tan singular gestión un premio en dinero del rey nazerita, pero le costó también dar con sus huesos en la mazmorra de la fortaleza de Antequera, por su atrevimiento, hasta que al final fue perdonado.

Durante las campañas de 1484 y 1485 se realizaron grandes talas de bosques en tierras de moros, tomando parte en las mismas las capitanías de la Hermandad. Fue aquella una empresa devastadora impuesta por los procedimientos de conquista de la época, decisiva para poner fin a la guerra de Granada. Las tropas cristianas concentradas en el río Yeguas formaron un cuerpo de seis mil hombres de a caballo y doble número de a pie, entre ballesteros, piqueros, espingarderos y arcabuceros. En vanguardia figuraban los capitanes Portocarrero, Alonso de Aguilar, Almaraz, Merlo y Viedma, y el mando del conjunto estuvo a cargo del marqués de Cádiz. De lo reseñado podemos deducir que las capitanías de la Hermandad, como tropas veteranas, fueron el núcleo más selecto de las heterogéneas huestes cristianas.

En 1482, Abu Abdalá, más conocido por Boabdil, fue nombrado rey de Granada, pero apresado en Lucena al año siguiente, tomó de nuevo posesión del trono Muley Hacem, quien mantuvo una guerra civil por espacio de dos años con Mohamed XII el Zagal. Erigido rey en 1486, fue hecho prisionero en Loja, ostentando nuevamente el trono Boabdil, que perdió sucesivamente las plazas de Málaga, en 1487, y Baza y Almería dos años después. Su capitulación proporcionó además a los Reyes Católicos la posesión de Guadix. Sólo quedaba poner cerco a Granada, que se rendiría el 2 de enero de 1492.

Concluidas las talas por las tropas cristianas, las capitanías de la Hermandad se habían retirado a Antequera, punto de disgregación del ejército. Al año siguiente (1847) se llevarían a cabo cerrerías por tierras de Jaén y Ecija, en las que tomaron parte activa, tanto López de Ayala como Ruiz de Alarcón y Bobadilla. “E López de Ayala nos dice Del Pulgar , capitán de cierta gente de las Hermandades, a Pedro Ruiz de Alarcón, con la gente de su capitanía.” De este último nos detalle el citado cronista que fue toda su vida esforzado caballero y experimentado en la guerra contra los moros. Halló gloriosa muerte en Coín (Málaga), donde “entró por brecha”, acometiendo con denodada furia a los famosos “gómerez”, guerreros africanos a sueldo del rey de Granada. Luchó cuerpo a cuerpo en las calles del pueblo malagueño, hasta que, cercado, resolvió “morir matando y caer desangrado sin vida”.

Las ayudas económicas de la Santa Hermandad a la Corona fueron tan importantes o más que sus intervenciones en la guerra contra el Islam. Ya vimos el considerable convoy organizado para socorrer Alhama. En 1484, en la junta general de Orgaz, en presencia de Quintanilla y Ortega, se acordó ayudar a la Corona, una vez concluida la guerra de Granada, para “aumentar la artillería, remontar la caballería, cubrir las bajas del ganado y otros gastos de guerra y la manera de invertirlos muy arreglada”. También fue repartida una contribución de dos millones de maravedís para el pago de alquileres de acémilas empleadas en el transporte de víveres a Alhama, Alora, Setenil y otros pueblos, más medio millón para reponer los semovientes muertos durante el año anterior. Hechos como los expuestos y muchos otros similares, demuestran de manera evidente que la Santa Hermandad, al disponer de cuantiosos fondos propios, procuró gran autonomía económica a la Corona, circunstancia ésta imposible de alcanzar con el antiguo sistema a base de las ayudas de los nobles, que coartaba, como contrapartida, su autoridad.

Isabel la Católica
Isabel la Católica, por Juan de Flandes.
Academia de la Historia. Madrid.

Pero otra institución Santa la Inquisición , establecida mediante un Breve del Pontifique Gregorio IX, había comenzado a tomar gran influencia a partir de 1478, como consecuencia de la Bula expedida por Sixto IV. Su poder iba a alcanzar al de la Santa Hermandad, cuyos miembros se vieron implicados en servicios de auxilio al terrible tribunal religioso, actuación que lesionó grandemente el gran prestigio que había alcanzado. Si los Reyes Católicos tuvieron una gran visión al comenzar su reinado con respecto al tema que tratamos, no lo demostraron en sus postrimerías. Isabel la Católica falleció en 1504, pero ya desde que finalizó la Reconquista, encontrándose pacificado interiormente el país y reducida, por no decir desaparecida, la delincuencia común a algún caso aislado, a la vez que consolidado el principio de autoridad a base de mantener los cargos de alcaldes y cuadrilleros nombrados ahora por elección dentro de cada pueblo y por periodos anuales, para descargar a aquellos de las sisas y derramas que se venían pagando , se creyó que todo esto era ya más que suficiente. Si a lo dicho se une el hecho de que en las Cortes de Zaragoza, de 2 de junio de 1498, quedaba abolido el famoso impuesto de dieciocho mil maravedís por cada cien vecinos para el mantenimiento de un hombre de a caballo, como, asimismo fueron suprimidas las capitanías, las juntas generales y provinciales, los jueces ejecutores y los veedores o inspectores, es evidente que quedaba desmantelado todo el aparato burocrático y de dirección a nivel nacional y aun provincial.

Solamente subsistieron los cuadernos de leyes del ordenamiento de Torrelaguna, pero inaplicables, ya que habían perdido el respaldo de una institución armada que velara por su cumplimiento. Alcaldes y cuadrilleros, con muy escaso personal subalterno, perdida su disciplina, quedaron mediatizados y a merced de los intereses locales, consecuencias que se acensuarían en los siglos siguientes con un renacer del poder de la oligarquía nobiliaria. No habían de transcurrir muchos años para que las autoridades de la Santa Hermandad Nueva terminarán por sucumbir, convirtiéndose las más de las veces en meros instrumentos sujetos a los caprichos de aquellos que les habían otorgado su nombramiento.

Soldados de la Santa Hermandad
Soldados de la Santa Hermandad,a cuyo cargo estuvo la lucha contra la delincuencia y el mantenimiento
del orden a partir de los Reyes Católicos.

Aguado.