LA SANTA HERMANDAD VIEJA.No mucho después de crearse la Hermandad de Colmeneros y Ballesteros de Toledo o de San Martín de la Montiña, contamos con la evidencia de haberse constituido en Asturias, hacia 1115 y por iniciativa de sus diputaciones, una similar, con destino a la persecución de malhechores y, de paso, para poner fin “a las depredaciones, abusos y tropelías de los próceres y magnates”. Durante la minoría de Alfonso VIII, acaece otro tanto. Numerosas bandas de “golfines”, protegidas y manipuladas desde la sombra por banderías nobiliarias tan notorias como las de los Castro y los Lara, cuya pretensión era el control de la Corona, eligen por escenario de sus devastaciones las marcas fronterizas al norte de Sierra Morena. Sin embargo, ya en 1160, aunque muy rudimentariamente, se hacía notar la acción de la Hermandad de Talavera, defensora de las feraces vegas del Tajo. Muy interesante nos resulta, por otra parte, el fuero dado en 1180 por Alfonso VIII, con motivo de la toma de Cuenca, que ha sido recogido por el coronel Vallecillo en su obra “Legislación Militar”, donde determina cómo los cuadrilleros eran los encargados de tomar las presas del enemigo, inventariarlas y luego repartirlas como botín. En sus cuadernos quedaba registrada “toda la ganancia” : moros prisioneros, ganados, bestias y armas requisadas; la obligación de cuidar heridos, “enfermos, viejos, flacos y rezagados” y proporcionar bagajes para su traslado y atenciones. De no cumplirlo, se les impondrá multa y con su importe “se adquirirán acémilas” para tales servicios. En suma, además del mando militar de sus cuadrillas de donde procede el nombre de cuadrilleros y no del empleo de cuadrillos o saetas , ejercían funciones fiscalizadoras y administrativas para el buen mando y policía de la hueste.
En 1214, poco antes de morir Alfonso VIII, otorgó un cuaderno de leyes a la Hermandad de Talavera para su mejor organización. Leyes que servirían de base a su nieto, Fernando III el Santo, para darle un considerable impulso. Fernando III había comenzado en 1225 sus grandes campañas de reconquista, siguiendo el curso del Guadalquivir como eje de penetración, iniciándola con la toma de Baeza, para concluirla al arrebatar a los árabes Sevilla, Jerez y otras plazas que determinarían la frontera. Al comenzar el año 1242, se encontraba en Córdoba ocupado en los preparativos para la conquista de Jaén. Tuvo entonces conocimiento de que su madre doña Berenguela, ya de avanzada edad, gobernadora en sus ausencias del reino, desde Toledo había partido en su busca, con objeto de que la relevase de sus graves responsabilidades. Para reducir distancias, Fernando III salió a su encuentro y ambas comitivas se avistaron en el paraje manchego conocido por Pozuelo Seco de Don Gil, propiedad de un “rico home” llamado Gil Turra Ballestero, hijo, a su vez, de otro de igual nombre, natural de Alarcos y superviviente de la famosa derrota cristiana. Mes y medio permanecieron las comitivas reales bajo la hospitalidad de Gil Turra, poseedor de extensas propiedades. Esta zona fronteriza estaba sometida a las continuas algaradas y correrías de moros y cristianos y padecía un verdadero azote debido al robo y el pillaje, ya que, al amparo de la tierra de nadie, se movían numerosas bandas de salteadores, comúnmente conocidas por “golfines”, encabezadas por un terrible jefe apellidado Carchena, que llegó a dirigir un verdadero ejército de unos doscientos forajidos. Sus devastaciones constituyeron una auténtica calamidad pública. Según un cronista de la época, sus hombres, es fama, “incendiaban montes y cosechas, saqueaban aldeas, forzaban mujeres y asesinaban hombres”. Gil Turra, con el auxilio de sus hijos Miguel y Pascual y la ayuda de colmeneros, labradores y pastores, había iniciado la formación de una Hermandad, reconocida por Fernando III durante su estancia en Pozuelo Seco, siéndole otorgado el correspondiente fuero. Se organizaron tres cuadrillas compañías por un periodo de cinco años y la condición de poder prorrogarse. Fueron sus cuadrilleros Miguel Turra, establecido en Talavera, su hermano Pascual, localizado en Ventas con Peña Aguilera, y Gil Turra, es; decir, el padre, que quedó en Pozuelo Seco. Pasado el tiempo, Alfonso X el Sabio, para dar perpetuidad al lugar de la entrevista, trazó el recinto de un nuevo burgo, en 1273, que recibió el nombre de Villa Real.
La persecución de “golfines” organizada y activa fue prontamente beneficiosa, volviendo la tranquilidad a aquella región. Convencidos de este modo tanto pastores, ganaderos y porqueros como labradores y menestrales de que la Hermandad interesaba a todos, acordaron establecer para su mantenimiento el tributo de la asadura, confirmado durante siglos, aunque en ciertas épocas nada voluntariamente, como nos lo ha dejado reseñado en una fecha tan concreta, 25 de julio de 1792, Álvaro Muñoz Teruel, alcalde mayor de noche de la Hermandad de Toledo. El tributo consistía en entregar a la tesorería de la Hermandad una res al año por cada cincuenta cabezas. Otros beneficios económicos para los “hermanos” fueron los de quedar libres de obligaciones y tributos y el goce del privilegio de la caza, con la exención de portazgos donde la vendieran. Razones de proximidad geográfica, buena voluntad y similitud de funciones producen el acercamiento, primero, y la fusión, después, de las tres Hermandades reseñadas Colmeneros y Ballesteros de Toledo, Villa Real y Talavera por expreso deseo de Alfonso X el Sabio, para formar la que fue conocida primero como Hermandad Vieja de Castilla. En la Segunda Partida Ley 12, título 26 se establecen las condiciones que tenían que reunir los “oficiales a quienes llaman cuadrilleros”, elegidos entre la hueste en el momento de hacerla, escogiendo de cada cuatro hombres uno bueno que tema a Dios, debiendo ser leales, de buen entendimiento y sufridos, “que no les faga la cobdicia errar”. Sancho IV el Bravo, además de dar gran impulso a la Hermandad Vieja de Castilla, para dotarla de la necesaria consistencia y desvanecer en sus “hermanos” preocupaciones íntimas por el rigor con que aplicaban las penas, solicitó del Papa Celestino V su reconocimiento, concedido por Bula expedida en 1294, bajo el título de “Sancta Haec Sancta Vestra Fraternitas”, quedando constancia en dicho documento de ser “perdonados sus excesos” y concediéndoles la exención de los diezmos a la Iglesia sobre la miel y la cera, como reconocimiento a los servicios prestados en bien de la sociedad.
Sobre la dureza de las penas y forma de aplicarlas, según los usos de la época, existen testimonios muy reveladores. Así, el maestro Pedro Medina nos refiere en su obra “Grandezas de España”, aunque muy posteriormente siglo XVI_ lo que sigue: “Saliendo yo de Ciudad Real para Toledo, vi junto al camino, en ciertas partes, hombres asaeteados en mucha cantidad, mayormente en un lugar que le dicen Peralvillo, y más adelante, en un cerro alto, donde está el Arca, que es un edificio en que se echan los huesos destos asaeteados después de que caen de los palos”. No obstante, aunque la justicia era aplicada drásticamente, el orden público debió de estar menospreciado por “golfines” y salteadores de caminos, si hacemos caso al padre Mariana en su sombría semblanza sobre la minoría de Fernando IV: “Por las ciudades, villas y lugares, en poblados y despoblados, se cometían a cada paso mil maldades, robos, latrocinios y muertes, quien con deseo de vengarse de sus enemigos, quien por condición que suele ordinariamente acompañar con crueldad. Quebrantaban las casas, saqueaban los bienes, robaban los ganados; todo andaba lleno de tristeza y llanto”. La concesión de fueros, única forma efectiva de mantener la Hermandad, fue el más eficaz recurso de los reyes para robustecer su autoridad y restar atribuciones, tanto a las banderías nobiliarias como a las Órdenes Militares. A los Viejos Fueros Castellanos ya dichos, seguirían por espacio de dos siglos, primero, el Fuero de Cuenca, del que nacerían los de Cáceres y Plasencia, más tarde el de Jaca, del que surgirían otros para Aragón y Navarra. También Alfonso X impulsó con vehemencia su famoso Fuero Real, con marcadas influencias del derecho romano, pero su aceptación fue muy discutida.
Doña María de Molina hubo de desarrollar gran diligencia para entregar a su hijo un reino lo más ordenado posible. Fernando IV vivió una niñez llena de luchas civiles y enconadas, alimentadas por los Castro, los Lara, los infantes de la Cerda y don Juan Manuel, su tío, pero, al final, conseguiría cierta paz con el efectivo apoyo de la que ya era popularmente conocida por el nombre de Santa Hermandad. Aunque Fernando IV muriese tempranamente, a los veinticinco años de edad y en misteriosas circunstancias, gobernó y guerreó con sumo acierto. Al frente de la Santa Hermandad se apoderó de Gibraltar y puso sitio a Algeciras, destacando también en el robustecimiento de la Institución, al dictar en Toledo (25 IX 1302), una carta que podemos considerar como el primer intento serio de un reglamento de orden público. En el citado documento se marcan normas de dependencia para cuando actuasen juntas más de dos cuadrillas, desempeñando el mando del conjunto “dos homes bonos”, encargados de dirigir los servicios. Se dieron instrucciones a los alcaldes, merinos, jueces de Hermandad y Concejos, encareciendo que nadie eludiese el tributo de la asadura; se fijaron las penas a imponer a los encubridores de “golfines”, la conducta a observar por los escribanos de la Hermandad al tomar los testimonios, etc. Aunque el año 1312 era el fijado para la conclusión de la Hermandad, se solicitó una prórroga para que “prosiguiese en su importante tarea y peculiar servicio”. Si bien es cierto que la Hermandad Vieja destacó en campañas de reconquista, no fue menor su concurso en las lides internas, al sofocar la sublevación de la Orden de Calatrava, rebelada contra el rey, recibiendo en recompensa el privilegio de usar sello. Durante la minoría de Alfonso XI, según nos refiere Juan Muñoz de Villasán, alguacil mayor de Enrique II, se puso nuevamente a prueba el temple de dona María de Molina, en su calidad de regente. La tutela del monarca, porfiadamente disputada entre sus tíos don Juan Manuel y don Felipe, por una parte, y la Casa de Lara, por otra, siempre tan dispuesta a las revueltas, había sido decretada en 1313 en las Cortes de Palencia, años éstos en los que la díscola nobleza aprovechó para hacer del latrocinio y el pillaje norma de vida. Comenzando en el año 1325 su reinado personal y dotado de gran energía, se entregó afanosamente a combatir el desorden interno y la anarquía. Fue un rey implacable y radical en la administración de la Justicia a cuantos vivían al margen de la ley y las honestas costumbres, con inclusión de aquellos señores de la nobleza, validos de su desafiante poder. Pero este robustecimiento de la autoridad real no hubiera sido posible sin el concurso de la Santa Hermandad, dando motivo para que el 2 de julio de 1315, expidiese en Burgos una carta de otorgamiento para la ceración de la Hermandad General del Reino que, a manera de institución nacional, tuviese como base la Santa Hermandad Vieja. En dicha carta se especificaban las formas de perseguir y castigar a los ladrones y las medidas a tomar en el caso de que se refugiasen en algún castillo; las indemnizaciones a percibir para reparación de daños materiales y físicos y otros muchos pormenores encaminados a una mejor gobernación. Los componentes de la Hermandad quedaron facultados para embargar bienes y poner multas hasta los dos mil maravedís. En 1340, los ballesteros de la Santa Hermandad destacaron notoriamente en la batalla del Salado, memorable victoria hispana, donde la actuación de sus cuadrillas tuvo características de ejército.
Nuevas cartas de otorgamiento dadas en 1345 en Madrid, y en 1349 en Almodóvar del Campo según queda recogido en las Ordenanzas Reales de Castilla , dieron a la Santa Hermandad organización militar con arreglo a las características de la época. Cada compañía quedó fijada en ciento veinte plazas con anterioridad eran ciento cincuenta , siendo todos ballesteros, a excepción de doce plazas montadas que eran para los mandos. El cuadrillero jefe de compañía tenía categoría de alférez, cargo muy relevante en las milicias por ser el custodio de la bandera. Los “hermanos”, sin distinción de grado, quedaron libres de cargas concejiles, y sus mujeres, caso de enviudar por motivo de servicio, además de los hijos que quedasen huérfanos y hasta la edad de dieciocho años, gozarían de las mismas exenciones. Tal fue su importancia, que hasta el propio Alfonso XI llegó a mandar personalmente cuadrillas de la Santa Hermandad en el asalto al castillo de Valdenebro, donde se albergaban ostentosamente bandidos de noble linaje, por cuyo motivo, y para el mantenimiento de la disciplina y la moralidad social a impedir que castillos y torres continuasen siendo refugio de forajidos, por medio de nuevas cartas, expedidas en Madrid, Soria y Valladolid, quedaba acordado el procesamiento de los alcaides que se negasen a entregarlos a la Justicia invocada por la Hermandad. Con Pedro I, la Hermandad de Toledo, en atención a su antigüedad, consiguió por privilegio no prestar servicios fuera de la ciudad y sus alrededores y, a su vez, los ballesteros podían fijar su residencia donde más les conviniese. Llegamos así al año 1351, cuando en las Cortes de Valladolid se dictó un ordenamiento mediante el cual, los ministros de justicia y personas que tuvieran noticia de que se hubiera cometido algún crimen, mandarían repicar campanas y saldrían enseguida en persecución. La costumbre de tañer campanas, también denominada “toque de apellido”, de “orde” en Navarra y de “ribat” en los pueblos costeros del Mediterráneo, es de origen antiquísimo. Por el citado ordenamiento se disponía que la contribución para el sostenimiento de la Hermandad fuese proporcional al número de habitantes de su distrito. Quedó, pues, estipulado que las ciudades y villas de más vecinos dieran un máximo de veinte hombres de a caballo y cincuenta de a pie, y las más pequeñas, cinco de los primeros y doce de los segundos. LA HERMANDAD GENERAL DEL REINOUn primer intento para la constitución de la Hermandad General del Reino (de Castilla) lo encontramos ya durante la minoría de Fernando IV, aunque, ciertamente, la iniciativa no había partido de la Corona, sino del propio pueblo. Tanto en Galicia como en León, se habían organizado Hermandades emulando en rectitud y eficacia a la Santa Hermandad Vieja. Su denominación conjunta, superada la fase inicial, fue la de Hermandad de los Reinos de León y Galicia, integrada por pueblos y ciudades de León, Zamora, Salamanca, Asturias y Galicia, donde destacaron por su interés las localidades de Astorga, Ciudad Rodrigo, Tineo, Ribadavia, Colunga, Vivero, Betanzos, Orense, Pravia y Valderas. Para mantener la unidad de criterios y doctrina, se celebró en Valladolid, en 1295, una Junta de Procuradores, acordándose en ella lo siguiente: el pago al rey de las contribuciones en la forma usual; si alcaldes, merinos y señores feudales quebrantaban los fueros, los “hermanos” se unirían para defenderse; si las sentencias no eran justas y los fueros de la Hermandad quedaban lesionados, se reservaba el derecho de querella contra aquellos ante el Consejo, que recurriría ante el rey para revocación y nueva sentencia, con pago de gastos del fondo de bienes propios; si algún infanzón, “rico home” o eclesiástico se apoderase violentamente de bienes ajenos, bien la Hermandad o el Concejo, se levantarían contra él “para derribar su casa y talar sus bosques”; cuando algún señor feudal matase sin motivo a un miembro de la Hermandad sujeto a fuero, todos los Concejos se levantarían contra él, destruyendo sus propiedades y quitándole la vida “allí donde lo encontraren”; igual pena recibiría el juez que, sin previo juicio, condenase excesivamente a cualquier persona que con “carta del Rey” aplicase la justicia en beneficio propio, o exigiere impuestos abusivos.
Los diputados eran elegidos entre los súbditos más celosos del rey. Cada dos años, los Concejos acudían a las Juntas Generales de León con todos sus representantes, y si algún Concejo faltaba era multado con mil maravedís, la primera vez, dos mil, la segunda, y tres mil, la tercera. Los ausentes en el juramento de Hermandad eran declarados enemigos y se encargaba su detención para “ajusticiarlos como perjuros e infractores del homenaje”. Cuando personeros, “hermanos” y Concejos necesitasen auxilio, los vecinos estaban obligados a prestárselo en el plazo máximo de cinco días, debiendo andar las cuadrillas encargadas de la persecución un mínimo de cinco leguas por jornada. Con el fin de que todo documento expedido por la Hermandad tuviese garantía de autenticidad, se mandó grabar un sello con un león en el anverso y la imagen de Santiago Apóstol en el reservo, con la leyenda “Sello de la Hermandad de León y Galicia”. Cuando Enrique II fue coronado rey en las Huelgas, en 1366, el proyecto de Alfonso XI para constituir la Hermandad General del Reino, como cuerpo nacional de orden público, todavía no se había realizado. Tampoco el nuevo rey lo conseguiría, ya que existía como oponente más calificado cierto auge de las Órdenes Militares y, especialmente, por su mayor poder y razones obvias, la de Calatrava. Desde luego la Santa Hermandad Vieja era por aquellas fechas una entidad de seguridad pública bastante respetada, por no decir temida, y perduraba de uno a otro reinado por el hecho de que cada rey, a su coronación, reconociera las concesiones que al respecto había dispuesto su antecesor, dando, a su vez, durante su reinado, nuevos privilegios y otorgamientos, y así sucesivamente. Vemos, pues, ahora, cómo en las Cortes de Toro el 1 de diciembre de 1369 aparece por primera vez el cargo de juez y después la formación del tribunal propio de la Santa Hermandad, reconocimiento real y oficial de un hecho ya consolidado, y consecuencia directa de la presencia en los juicios de los dos “homes bonos” elegidos por Fernando IV para la administración de la Justicia. Dichos jueces y tribunal sólo juzgarían y condenarían a los delincuentes capturados por los miembros de la Hermandad, relevando a los cuadrilleros o jefes militares, responsables hasta entonces de dicha función, una vez obtenida la confesión de culpabilidad. Cargos tan tradicionales como los de merino, adelantado y pertiguero, se desempeñarían por personas que, aparte de su competencia y honestidad personal ya probada, tenían que depositar en la tesorería de la Hermandad veinte mil maravedís de fianza, “para responder de sus excesos”, medida elocuente que nos inclina a pensar en los muchos gajes del cargo.
En el ordenamiento de Toro nace también la Real Audiencia, con la intención de que las penas se apliquen sin distinción de ninguna clase, derivada de la naturaleza y condición social de los reos. Sentido igualitario ante la ley que quedó claramente determinado, pues “cualquier home” de cualquier condición que sea, “fuere fijodalgo, que matare o feriere o en nuestra Corte o en nuestro rastro, quel mate por ello; e si sacare espada o cochiello para pelear: quel corten la mano”. Enrique II se sintió desbordado tanto por aquellos a los que había ennoblecido como por los aventureros a sueldo que le habían proporcionado el trono arrebatado a su hermanastro Pedro I en Montiel. Para restablecer el orden, el 13 de abril de 1370, dio en Medina del Campo un enérgico ordenamiento, disponiendo el establecimiento de la Hermandad “en todos sus reinos” y aportando cada comarca y merindad los hombres de a pie y de a caballo que se señalasen “para guardar los campos y caminos”. Se nombraría un alcalde de Hermandad por comarca, bien del rey en los realengos o de ciudad elegido por el Concejo que iría con las cuadrillas para que la Justicia se administrase inmediatamente. Los hombres de a caballo servirían por periodos determinados, entre uno y cuatro años, siendo pagados mediante “prorrata” entre las villas y ciudades, pero reservándose el derecho de cesarlos inmediatamente si sus servicios no eran satisfactorios.
El nuevo ordenamiento de Toro, dado el 15 de septiembre de 1371, facultó a los adelantados, merinos y alcaldes de Hermandad, cada uno en su caso, a que con las posesiones del inculpado, si había cometido robo sacrílego, se hiciesen tres partes, a distribuir de la forma siguiente: un tercio para el rey, otro para contribuir a las obras de la catedral de la diócesis donde se hubiese cometido el delito y el tercero para los “hermanos” que hubiesen llevado a cabo el servicio. El más mínimo pretexto o fútil motivo, por razones de lugar, santo del día o naturaleza de lo robado servían de argumento para considerar cualquier robo como sacrílego. Enrique II dio todavía tres nuevas cartas en Orgaz, Sevilla y Villa Real para robustecimiento de la Hermandad. Juan I, en las Cortes de Burgos de 1379 y en las de Soria del ano siguiente, dedicó especial atención a dictar medidas para castigo de los autores del delito de rapto de mujeres, muy extendido en la epoca, fijando determinados premios a los cuadrilleros que más se distinguiesen en combatirlo. Delito este que fue tan practicado como protegido por nobles y alcaides, ofreciendo serios inconvenientes como el de asediar y asaltar castillos, verdaderas operaciones de guerra, que tenían como colofón la recuperación de las doncellas y esposas secuestradas. Juan I confirmó cuanto en cuestiones de policía habían dispuesto Alfonso XI y Pedro I, pero no así Enrique III, quien anuló el privilegio dado por aquél a los ballesteros de Toledo, para que sólo prestasen servicio en la ciudad del Tajo y sus alrededores; dicha anulación fue firmada en Madrid el 10 de diciembre de 1379.
Con el infante Fernando de Antequera, como regente de su sobrino Juan II, se dio un gran avance en la organización y formas de actuación de la Hermandad, y cuando el rey contaba dos años de edad, concedió carta en Los Yébenes (Toledo), pormenorizando muchos aspectos en la práctica de los distintos servicios. El documento fechado el 16 de mayo de 1407, es recogido por el coronel Vallecillo en su obra sobre legislación militar, y constituye un verdadero reglamento de policía y seguridad ciudadana, donde hay detallada referencia a las normas de actuación, forma de esclarecer los robos y asesinatos, auxilios a prestar en los incendios, avenidas de ríos y otras calamidades publicas y, sobre todo, lo que nos resulta más atrayente, la creación de un fondo de confidencias, con cargo a la tesorería de la Hermandad, para la aclaración de aquellos delitos “muy difíciles de descubrir”. Tampoco descuidó sus atenciones al personal en los desplazamientos, dando a cada uno de los siete cuadrilleros “doscientos maravedís, porque ellos siempre tengan dineros para el seguimiento de los malhechores”. Otras cuestiones tratadas en el ordenamiento de Los Yébenes fueron las normas para nombrar alguaciles mayores y cuadrilleros, escogidos entre los “homes bonos” de Toledo y la forma en que debían desarrollarse las juntas generales, compuestas por doce hombres de a caballo y veintisiete de a pie, cinco cuadrilleros y tres ballesteros por cuadrilla. Todo hombre de a caballo, especie de fortaleza animada, llevaba para su servicio un lancero y un ballestero. La Hermandad daba de sus propios fondos ciento veinte maravedís a cada hombre de a caballo y veinte sueldos a cada cuadrillero en concepto de plus o sobrepaga, pues el estipendio ordinario era por cuenta de los pueblos a los que se les prestaban los servicios. Las juntas generales tuvieron lugar anualmente en Toledo, el día de la Virgen de Agosto, previa reunión de sus junteros, tres días antes, en la posada de Valdelagua. Nombrado Fernando de Antequera, en 1412, rey de Aragón, en virtud del Compromiso de Caspe, entregada la tutela de Juan II a un Consejo de regencia y muerta su madre, Catalina de Lancaster, en críticos momentos, unido todo esto a las envidias suscitadas por don Álvaro de Luna, las revueltas promovidas por el infante don Enrique hasta “hacer prisionero” a su propio rey en Tordesillas, en unión del privado, y la evasión de ambos, que encontraron refugio en el castillo de Montalbán, así como otros muchos sucesos internos, implicaron una involución en la Hermandad, que acentuándose en el reinado de Enrique IV, marcó su patente decadencia. De todas formas, es obligado reseñar que tanto Juan II como don Álvaro de Luna fueron liberados del castillo de Montalbán por las cuadrillas de la Hermandad, tras veintitrés días de acoso a las mesnadas sitiadoras, alentadas por el infante don Enrique. Tan meritorio servicio a la Corona motivó importantes concesiones reales, destacando como prueba de lealtad el conceder a Villa Real el título de ciudad, como actualmente se la conoce. No faltaron tampoco a Enrique IV deseos de fortalecer la Hermandad General para poner paz en sus reinos, convencido de que la secular institución era el único brazo armado eficaz para oponerse a la nobleza. A tal fin, comisionó en las Cortes de Toledo, de 1462, y de Castro Nuño, en 1467, a dos expertos “licenciados” para que acometieran una reorganización a fondo. De aquel proyecto hemos de destacar las siguientes conclusiones:
Los hidalgos quedaban autorizados para llevar en caminos y despoblados sus armas, bien liadas y cargadas en acémilas, pero dispuestas para ser usadas en caso de reunirse con los de su cuadrilla. El delito de robo, el más común y extendido, fue considerado caso exclusivo de Hermandad. Si las justicias de los pueblos, por negligencia o falta de autoridad, no pudiesen mantener el orden, acudirían a la Hermandad para que ésta castigara a los culpables. En las ciudades donde hubiese Hermandad se instalaría una cárcel y un carcelero, que sería después ejecutor de sentencias. Cada ciudad y villa daría los hombres de a pie y de a caballo que solicitase la Hermandad. La que se negase a organizarlo sería multada con veinte mil maravedís. En cada localidad villa o ciudad sería capitán de la Hermandad uno de los alcaldes elegido mediante votación por los diputados que, a su vez, dentro de cada provincia, elegirían al capitán de la misma, mientras que en la Junta General sería elegido el jefe superior o capitán general de toda la Hermandad. Los muchos conflictos internos del triste reinado de Enrique IV, su desafortunada expedición a Granada, el inesperado nacimiento de su presumible hija Juana, más conocida por “la Beltraneja” y el conflicto que promovió su juramento como princesa de Asturias, se vieron acrecentados por las coaliciones de los ambiciosos nobles contra el débil monarca y su privado don Beltrán de la Cueva, además de la rebelión de los “irmandiños” gallegos y otros muchos eventos negativos, erosionaron al máximo la convivencia, la economía, la paz interna y la seguridad de personas y propiedades. Los acuerdos de Toledo y Castro Nuño de nada o de bien poco sirvieron, y todavía mucho menos el último intento de 1473, en Villacastín (Segovia), a no ser porque lo acordado en aquella reunión general de procuradores fue la base para que los Reyes Católicos establecieran su famosa Santa Hermandad Nueva. Aguado. |